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2 de junio de 2012

Un tres de junio

Pendenciero como pocos, Jacinto González armó aquel domingo una de sus clásicas escenas, apurando a otro parroquiano del bar y encendiendo con ello las brasas para la disputa posterior, de la puerta hacia afuera, a puño limpio. Le importaba poco si perdía o ganaba, que más daba a esa altura de su vida el ojo en compota una vez más. El fin era otro: su fascinación por ver a la gente enardecida, fuera de si, dispuesta a olvidar su recato o educación con tal de redimir la hombría, la falta de respeto con la que se la ultrajó.
Escupía sangre al suelo tras los golpes bien puestos contra su rostro. Se quitaba el cabello de la frente, transpirado, maloliente. Y volvía a buscar a su oponente, a hablarle por lo bajo, incitándolo a la violencia, a la necesidad de acercarse para arrojar otro puño y entonces... entonces arremetía como el sabía, ahora que la mosca se había embelezado con la miel, era su turno de acometer con fuerza, como si en cada brazo lanzado al aire estuviera encerrada toda la tragedia de su vida, el odio acumulado, los insultos recibidos y dados. Nada como la sorpresa, ver el semblante asustado de su oponente, sentir el impacto, verlo caer cuán largo era.
Y cuando el otro ya no reaccionaba, caminaba con lentitud hacia el cuerpo malherido y lo pateaba dos o tres veces, apuntalando la victoria, dejando en claro quien era el vencedor. No para el hombre tendido en el piso, sino para todos los curiosos que observaban en silencio, alejados unos metros, fascinados con el espectáculo.
Como otras veces, volvió al bar, hinchando el pecho. Los golpes en la cara eran parte de aquel juego, un sacrificio premeditado. Aunque a diferencia de otras veces, aquel domingo no previno lo que sucedería. Ya se había acodado en la barra y pedido un trago, cuando la puerta que daba a la calle se abrió con violento ímpetu, golpeando contra la pared. Los parroquinos giraron de inmediato sus cabezas, lo mismo que Flores, el dueño del lugar. El único que hizo como que no le importaba, era Jacinto, siempre recio. Pero aquellos que miraron hacia la puerta se quedaron mudos, con cierta sensación de inquietud recorriéndoles los huesos. Parada bajo el umbral repleto de telarañas, estaba Augusta, la vieja gitana que vivía en una casilla de chapa en el baldío cruzando la plaza del pueblo. Llevaba un pañuelo que le envolvía parte de la cabeza, polleras amplias que tocaban el suelo y dejaba ver su mano derecha, cerrada en un puño, que apretaba con vehemencia.
- Vois, el bravo, qui sos el diablo en pinta, vas a ver al diablo antes de verme a mi - vociferó con furia, pronunciando mal las palabras, que parecían escaparse entre los dientes faltantes de una dentadura amarillenta y rancia.
Y tras aquel enunciado, abrió el puño y mostró lo que llevaba. Algunos se animaron a levantarse de sus asientos para poder ver que guardaba con tanto recelo, otros, los que estaban más cerca, se alarmaron. Jacinto terminó el trago y sin abandonar la barra, movió su cabeza hacia el lado de donde le había llegado la voz. Observó a la gitana de la misma manera que contemplaría a un perro con sarna.
La vieja dejó caer en el piso de madera lo que sostenía en su mano. Los dientes cayeron provocando sonidos lacerantes. No eran los dientes de la gitana. Estaban aún recubiertos de sangre y sucios de tierra. - Son de mi chico, ese que golpeastes, vois el bravo, ahí afuera. A vois, auguro tu muerte. El tres de junio, ningún día antes y ninguno después. Tres. Tres de junio - sentenció. La mujer pateó los dientes, que se desparramaron por el salón. El aire pareció helarse unos segundos. La vieja bufó con rabia y se fue por la puerta que había entrado.
El silencio permaneció dentro del bar. Jacinto meneó la cabeza, asqueado por la presencia de la gitana en aquel lugar. Flores se le acercó, cauteloso.
- Jacinto, esa vieja lo ha maldecido. Tiene que ir a ver al sacerdote o a la Salomé, la curandera que vive en el campo.
- Déjese de pavadas Flores y sírvame otro trago. Tres de junio las pelotas. Voy a morir el día que se me canten las bolas. ¿Entendido? Y apure ese trago, que tengo la garganta seca.
De todos modos, los que estaban ese día en el bar hicieron correr la versión de lo sucedido y en el pueblo era un hecho que el tres de junio al pendenciero de González le esperaba un trágico final. La maldición de una gitana no era cosa de todos los días y los pueblerinos lo sabían muy bien. A Jacinto empezaron a mirarlo con cara de velorio, cada saludo parecía el último.
Algunas mujeres aseguraban que incluso, podía notarse que el color de la piel de González estaba cambiando, tomando ese verde aceituna tan propio de los muertos. Claro que los maridos la mandaban a callar, no fuese ser que Jacinto las escuchara y se las agarrara con ellos. La sentencia era un hecho y no eran pocos los que mentirían si dijeran que no estaban tristes por la noticia. Que Jacinto estirara la pata sería beneficioso, porque estaban hartos de sus golpizas.
El propio Jacinto, tan duro a la vista de todos, había empezado a mirar de reojo el calendario que colgaba de la pared de la pieza que alquilaba en el pasillo de los Romano. A diferencia de otras veces, que se detenía solo para contemplar la rubia que se abría de piernas sin ropa alguna que la protegiera de ojos curiosos, ahora posaba su atención en la fecha, que día a día se aproximaba a la que la gitana le vaticinara en el bar.
El primer día de junio no pudo pegar un ojo. Desvelado, se vistió ni bien cantó el gallo de los Pereyra. Buscó debajo del colchón y sacó un revólver viejo, con el cañó con claras muestras de óxido. Se lo puso entre el pantalón y el calzoncillo, dejando la culata afuera. Se acomodó el sombrero gris y salió a la calle, aún en la penumbra de las últimas horas nocturnas, la misma que tantas veces lo había visto regresar borracho o sangrando tras alguna pelea.
Ahora lo escoltaba en silencio, mientras avanzaba decidido a buscar a la vieja. Llegó hasta el baldío con el corazón en la boca. Quién lo diría, Jacinto González asustado. El pensamiento era suyo. Tanteó el arma y allí la encontró, donde debía estar, agazapada, esperando su momento.
Poco se sabe sobre lo que sucedió después. Algunos dicen que Jacinto derribó de una patada la tabla de madera que hacía de puerta y ahí mismo disparó. Otros aseguran que la gitana esperaba su llegada y salió a su encuentro. Lo cierto es que se escucharon tres disparos y que al llegar los primeros vecinos al lugar, allí no había nadie. Ni rastros de sangre, ni de la gitana, ni de Jacinto.
Que Jacinto haya estado allí se desprende del hecho de no haberlo encontrado en su pieza, ni de haberlo visto otra vez por el pueblo. De lo que está seguro cada habitante del lugar es que Jacinto no murió esa madrugada. Agonizó durante dos días y el tres de junio, en alguna parte, cerró los ojos por última vez. Lo que no pueden asegurar es si la gitana estaba a su lado, sonriendo, mostrando esa dentadura amarillenta, repleta de huecos enormes, dueña de una sonrisa negra, tan negra como el abismo de lo desconocido, de lo que no se puede explicar.

2 comentarios:

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

¡Excelente!
Nos metés en la piel de los personajes con gran habilidad. Imposible no sentir cómo la angustia por la llegada de la fecha final envuelve a Jaciento, o cómo la gitana lleva en su sangre el deseo de venganza.
Muy bueno.
Saludos.

SIL dijo...

No nos escapamos- ni queriendo- ni descreyendo- de la fecha de una sentencia.


Muy bueno, Netito.



ABRAZO


SIL