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30 de abril de 2012

La perseverancia de los muertos

Los muertos no vuelven, pero muchos tampoco se van. Esa idea siempre estuvo presente en mi cabeza. Quizá fue una de las principales que me impulsaron salir país adentro para conocer las historias que nadie escribe en los libros. Me llamo Herminio Montes y soy escritor, o al menos, lo intento. En vano me quedaba en casa aguardando la llegada las musas. Comprendí que para mi literatura, debía salir al encuentro de estas.
He descubierto que a cada paso encontramos una historia, algunas totalmente fantásticas y otras tan reales como la vida misma. Y que cada persona, en cualquier lugar, no importa donde, tiene algo para contar. Es probable que todos seamos narradores, pero en ocasiones no sepamos reconocer la voz que llevamos dentro.
Muy al sur de Santa Fe, en una localidad que descansa sobre el Paraná, descubrí que los muertos permanecen rondando cerca nuestro, no para asustarnos, sino para recordarnos hechos que no debemos olvidar. Puede que incluso, como me han sugerido algunos profesionales amigos, se trate de un mecanismo de nuestro inconsciente, lo que hace a estos hechos una experiencia más humana que sobrenatural.
No es fácil indagar sobre historias locales cuando uno ni siquiera sabe el nombre del lugar dónde ha detenido su coche, o más aún, cuando desconoce lo que está buscando. Pero como los caminos en el viaje, las respuestas o las señales, aparecen en forma mágica.
Ciudad maltratada en la dictadura y los años previos, como tantas otras, como todo un país, este paraje de más de ciento cincuenta años, llamado Villa Constitución, fue objeto de la represión, del castigo extremo, del miedo impuesto por delincuentes movilizados en nombre de un gobierno. De allí que se recuerden fechas claves, protestas obreras y el terror generalizado, los estruendos nocturnos, los vecinos llevados a la fuerza y nunca regresados. Y por supuesto, la tortura.
Emplazada a lo largo de varios kilómetros, se encuentra Acindar, una de las acerías más importantes de Argentina. Señalada de complicidad empresarial, de financiar el gobierno militar, fue además epicentro de revueltas y conflictos obreros, pero también, del destino final de muchos apresados.
No son pocos los empleados que hoy día afirman todavía escuchar los sonidos de palizas propinadas en aquel entonces, eternizadas en el tiempo, como si hubiesen quedado atrapadas en las paredes, o gemidos inquietantes, desgarradores, muchas veces suplicando por la vida, provenientes de subsuelos oscuros y poco transitados.
Los que han estado años después en esas zonas del terror, aseveran que ya no quedan cicatrices edilicias, que todos los agujeros de bala han sido oportunamente reparados. Pero es probable que durante el tiempo que estuvieron abiertos, hayan impregnado de dolor hasta las entrañas mismas de la planta industrial.
En ningún libro o informe figura renglón alguno sobre ese operario de mameluco y casco de trabajo que suele acercarse a uno cuando aguarda en alguna parada el colectivo interno de fábrica. Salvo el casco, que difiere del color que se utiliza ahora, su aspecto es normal e incluso parece sentir el rigor del clima, sobre todo cuando afirma “qué noche fría, compañero”. Y ese que espera, coincidiendo, quiere decirle que si, pero entonces descubre que el obrero ha desaparecido.
O en la pista de aterrizaje cercana, en la que a veces son vistas dos siluetas escapando, buscando la libertad detrás de un tejido metálico que parecen nunca alcanzar. Si uno camina y busca entre los matorrales con la linterna verá lo yuyos y maleza. Pero escuchará pasos alrededor, sin poder jamás ver a los responsables de los mismos.
Y sobre una de las calles, es probable que manejando un coche de repente aparezcan dos faros en sentido contrario, como de un Falcon, avanzando a toda velocidad y sin miras de detenerse. Uno apretará el freno, cerrará los ojos y esperará el impacto. Pero solo sentirá como es traspasado por algo que no tiene nombre, que no puede explicarse.
Y luego de narrar esto, la ciudad callará otra vez. Dejará que la vida retome su marcha. Depende de ese lugar, aquella fábrica es el corazón de aquel punto en el planeta. No la pueden condenar, porque se estarían condenando ellos mismos. Hay otra complicidad, tácita, necesaria. Porque sin esa fábrica, los fantasmas serían muchos más, incluido el pueblo mismo.
Los muertes persisten, para que al menos, el pasado no quede en el olvido.

Este relato fue realizado para la revista "Tintas y otros mundos" de Seguí (Entre Ríos) y pertenece a la serie "Geografía fantástica", que es mi nueva sección mensual en la publicación.

29 de abril de 2012

Murciélagos

Ratones con alas. Eso eran los murciélagos para Lucía. Miserables ratones munidos de alas, chillones y feos, aterradores y molestos. Le producían asco y miedo. Los odiaba desde pequeña, de cuando los recordaba sobrevolar los árboles en casa de su abuelo ni bien la noche comenzaba a caer. Eran veloces y sus formas se recortaban contra el cielo, yendo de un lado a otro. Podía escucharlos chillar. Cada mañana quedaba en el piso el rastro de las cagadas que hacían. El guano, decía su abuelo.
Esa aprensión la acompañó con sus años. Fue creciendo y aumentando el temor hacia esa plaga. Podía verlos surcar el cielo aún de noche, cuando para todos resultaban imperceptibles. Volando de palmera en palmera en el viejo boulevard. Escondiéndose en tejados vecinos. Golpeando contra el vidrio de su ventana, como si quisieran entrar a su habitación a lastimarla.
Lucía se mudó varias veces y en cada nuevo sitio, los murcielagos se hacían presente. Pero no fue hasta que ocupó el piso dieciocho de un edificio, que realmente sintió el pánico a flor de piel. Sabía que en las alturas iba a resultar peor su experiencia con murciélagos, pero debía asentarse en una nueva ciudad y aquello era lo único a su alcance, al menos, de manera urgente.
Lo supo con certeza la primera noche. Los oyó chillar antes que se escondiera el sol. Los vio volar delante de su balcón. Alcanzó a contar setenta. Pero eran más. Estaba segura. Ya con la luna en lo alto, los vio arrojarse contra el taparrollos. Escuchó como se metían en su interior y se colaban dentro de las paredes huecas.
De pronto la habitación pareció cobrar vida. Sus paredes hacían ruidos extraños y los chillidos se agudizaban cada vez más. Podía imaginarlos golpeándose contra la construcción, arremetiendo para tirar abajo lo ladrillos. Se le puso la piel de gallina y salió corriendo al pasillo.
Se sentó en el primer peldaño de la escalera. Entonces reconoció el sonido del aleteo de un murciélago. Muy lejano en primera instancia, más fuerte luego. Cuando comprendió que venía de la escalera, ya era tarde. El roedor con alas apareció como de la nada, blandiendo sus alas y se estrelló contra su rostro.
Quiso gritar y no pudo, sintió atorado el grito en su garganta. Trastabilló al ponerse de pie y rodó escalera abajo, hasta el piso inmediato. Recién allí, por el dolor de la caída y el asco de haber sentido el golpe propinado por la pequeña bestia, empezó a dar alaridos entre sollozos desconsolados.
Despertó en un hospital. Le dolía la magulladura en la cara y alcanzó a ver la escayola en la pierna derecha. Pero no fue su estado lo que la preocupó, sino ese sonido incesante, asqueroso, aberrante, de alas oscuras golpeando dentro de las paredes, subiendo y bajando, yendo y viniendo, y ese chillido agobiante instalado e su cabeza, que no la abandonaría nunca jamás.

24 de abril de 2012

Experto

Por internet podía comprar lo que quisiera, dónde quisiera. Era un experto en eso. No solo hacía sus compras, sino la de sus familiares y amigos. Incluso, algunos vecinos, optaron por encargarle dicha tarea.
En una ocasión un primo suyo había querido adquirir una vivienda en la provincia de Salta. Se la compró sin inconvenientes. En otra oportunidad, un joven que vivía a dos casas, había acudido con una inquietud: ¿dónde conseguir preservativos con forma de animales?. Se los consiguió en menos de una hora y a los pocos días el muchacho los recibió en su casa.
Se ha visto entrar a su hogar políticos en busca de votos, sacerdotes que van por nuevos feligreses, dirigentes de equipos de fútbol que necesitan refuerzos con suma urgencia, hasta señoras mayores en busca de la felicidad.
Dicen que incluso el diablo se acerca cada tanto para comprar almas, dado que personalmente ya no engaña a nadie. Se ignora como hace él para conseguirlas, pero las mismas voces aseveran que el diablo se va contento como perro con dos colas.
Su fama es mundial. Millones lo admiran. Y sin embargo nadie sospecha que todo aquello, fama, admiración e incluso, logros, también ha sido comprado por internet. Es que en eso, es un experto.

21 de abril de 2012

La mesa de los amigos

El silencio era espantoso. Se escuchaba únicamente el sonido de los pocillos vacíos que regresaban a la barra o las bandejas de metal que llevaban o traían pedidos en las manos de las mozas hasta las mesas de afuera. Una sola mesa estaba ocupada en el interior y era la de ellos, la que siempre utilizaban, bien pegada a la ventana que daba a la avenida.
Los cinco permanecían callados, observando sus propias tazas o levantando la vista de vez en cuando para observar por la ventana. Pero ni siquiera cuando pasaba alguna mujer que les llamara la atención, hacían comentario alguno.
Cada tanto algún carraspeo, tos o movimiento desafortunado de un brazo golpeando la mesa o una taza, rompía la monotonía. Pero era un instante.
Hasta unos días antes, se animaban a cruzar miradas como preguntándose que era lo que pasaba, pero ahora ni siquiera eso. Parecían cinco desconocidos sentados en la misma mesa.
Cada uno recordaba cuando debían pelearse para poder hablar, queriendo todos contar algo al mismo tiempo. O las discusiones sobre fútbol, música, cine, mujeres o política, que los tenían horas y horas perpetrados en esas sillas, alrededor de la misma mesa.
Ninguno era capaz de asegurar el día exacto en el que los temas de conversación se acabaron. Sucedió de pronto, como si fuese algo inevitable. Primero habían sido baches entre tema y tema, luego la falta de acotaciones reduciendo todo a simples monólogos.
De un momento a otro dejaron de molestarse en abrir la boca. Ni siquiera le hablaban al mozo, que ya conocía sus gustos de tantos años concurriendo. Unas señas bastaban.
Llegaban, se acomodaban en sus sillas, esperaban el café, lo tomaban con calma, permanecían en silencio un par de horas y luego, de a uno, comenzaban a marcharse. No había saludos ni despedidas. Algunos gestos de cabezas y nada más.
Esa tarde Carlos no lo soportó más. Quería dejar de escuchar cubiertos que se golpeaban entre si. Necesitaba una historia, una anécdota, una refutación, algo. Quería palabras y que las mismas llegaran de sus amigos.
- ¿Alguien me quiere decir por qué dejamos de hablarnos, por qué motivo esta mesa es una sombra de lo que fue? - dijo enérgico, posando la vista en cada rostro amigo alrededor de la mesa.
Solo un par levantaron la mirada, pero la sostuvieron muy pocos segundos para luego enfocarlas otra vez sobre sus pocillos. Carlos esperó cinco minutos y al no obtener respuesta alguna, bajó la vista de la misma manera para concentrarse en su café.
Lo bebió de a poco, sin apuro. El silencio era tal que podía escuchar el líquido bajando hasta sus entrañas.
Aquello era espantoso, pero no podía remediarlo. Al menos estaban allí, respetando la rutina. Menos mal, se dijo. Ignoraba que sería de sus tardes, de disolverse ese grupo.
Permaneció en silencio, hasta que supo que era la hora de partir.
Se fue sin saludar. Tampoco nadie lo saludó.
La ciudad con su bullicio se lo devoró del otro lado de la ventana.

19 de abril de 2012

Simetría dispar

Un individuo camina por el borde de un precipicio en Nepal. Otro, en Bolivia, se arriesga a cruzar un lago parado sobre un tronco y sin saber nadar. Ambos están a un paso de la muerte. Quizá lo saben, quizá no les importe. Sin embargo, ninguno sabe del otro. Ese desconocimiento es crucial. No son hermanos ni están emparentados, pero algo más fuerte los une. Son seres equilibrantes.
Cada persona tiene su ser equivalente en alguna parte del planeta. Puede ser hombre o mujer, eso no importa. Probablemente no se crucen jamás ni sepan que existen. Si uno es rico, su ser equilibrante será pobre. Si uno es feliz por naturaleza, el otro será triste desde pequeño.
Pero en estas dos escenas puntuales, en Nepal y Bolivia, ambos son suicidas. Y sucede lo inevitable. Cuando el hombre que marcha por el borde del abismo se inclina para arrojarse al vacío, el que está sobre el tronco dejándose caer se incorpora a pesar de su voluntad. Y cuando intenta nuevamente perder el equilibrio para ser tragado por el lago, el que está en Nepal esperando una caída vertiginosa, se ve casi aferrado de los pies a la tierra, sin permitirse saltar.
Lo intentarán una y mil veces y ninguno lo logrará. Ignoran por completo que se equilibran en latitudes distantes, anulándose entre si. Puede que el día de mañana, por algún designio fatídico del destino, alguno de los dos lo logre. Pero no ese día.
En el mundo se producen estos equilibrios naturales en forma sucesiva, insospechadamente. Cuando uno sufre un desamor, otro lo está disfrutando. Cuando alguien pierde un ser querido, otro le está dando la bienvenida a un nuevo integrante de la familia. Es naturaleza y matemática. Es la simetría dispar que gobierna cada átomo que nos rodea y nos da forma.
Por eso, con seguridad, en este momento el ser equilibrante de usted, querido lector, está por comenzar a leer un cuento en algún remoto lugar del planeta. No es una posibilidad, es una certeza. Porque usted acaba de terminar éste.

15 de abril de 2012

Llanto de noche

Se caía de maduro. Ya algo habían insinuado en la cena, pero ahora fue Susana la que se encargó de confirmar sus sospechas.
- Alicia ¿lo podés cuidar vos esta noche?
No podía negarse, era su sobrino. Le hubiese gustado que su hermano dijera como siempre que era una incapaz para todo y que entonces su cuñada recapacitara y olvidara la idea de dejarla a cargo del pequeño, pero lo dudaba.
Su hermano estaba empilchado para salir, lo mismo que ella. Ya no darían un paso atrás con sus planes. Y ella, además, estaba allí para servir a sus propósitos.
- Porque dijiste que no tenías planes Alicia, por eso pensamos en vos, sabés - le informó Susana, mientras terminaba de peinarse en el espejo de la habitación principal.
Y no, planes no tenía. Qué planes podía tener si se había peleado con su novio hacía una semana y todavía no habían vuelto a hablar. Y para salir con las estúpidas que tenía por amigas, mejor era quedarse en casa. Aunque la idea de ser niñera no era tentadora, al menos no se aburriría.
- ¿A que hora vuelven? - preguntó por las dudas, tampoco era cuestión de estar toda la noche en vela si el crío no se dormía.
- No muy tarde Alicia, no te preocupes, tratá que no extrañe, se duerme rápido - le dijo Susana.
Cinco minutos después, se habían ido. Aún resonaba el sonido del motor en la calle. Sola en la casa, sin sus padres, que estaban de vacaciones por el sur. Sola era un decir. Lo tenía en brazos a Ezequiel, su sobrino de año y medio.
- Bueno nene, vamos a portarnos bien ¿te parece?
Como si la entendiera, el bebé se agitó en sus brazos, sonriendo y pataleando. Ella río con ganas. Lo único que faltaba, pensó, que su sobrino comprendiera a esa edad.
Era temprano para acostarlo, pero lo suficientemente tarde como para encontrar alguna película buena en la tele. Y la combinación sobrino y televisor no le resultaba atractiva.
Lo meció con calma, susurrándole una canción de cuna al oído. En realidad no sabía si así era la letra, pero recordaba la melodía de cuando era pequeña. Los minutos pasaban y el crío tenía los ojos más abiertos que una lechuza en plena noche.
- Vamos Eze, cerrá los ojitos - le pidió casi en una súplica.
Pero Ezequiel en lugar de hacerle casos, comenzó a hacer berrinche. Si algo odiaba Alicia era justamente eso. No soportaba el llanto de los bebés.
- No Eze, no seas caprichoso - rogó la joven.
Pero el niño estaba a sus anchas. Con el llanto había ganado toda la atención y ahora Alicia lo paseaba por la casa, mientras pensaba en como hacerlo callar.
- No me vas a ganar - le decía en voz muy baja de vez en cuando, entre estrofa y estrofa.
Media hora más tarde, el niño dormía plácidamente. Lo dejó en la cuna y respiró tranquila. Al fin. Miró la hora y se dio cuenta que no había pasado mucho tiempo. Todavía le quedaba gran parte de la noche por delante. Pero al menos podría ver si pasaban alguna película buena.
Encontró una, que si bien no era de su pleno agrado, había ganado el Oscar. Ese rótulo era suficiente para aplastarla en el sillón, con los pies sobre los almohadones y un vaso de gaseosa en el suelo.
Pero la paz duró un cuarto de película. Otra vez el llanto, proveniente de la habitación.
- Mi Dios, que noche me espera - protestó en tanto se ponía de pie.
Avanzó con velocidad hasta la cuna y se detuvo bruscamente.
- ¿Ezequiel? - llamó.
La cuna estaba vacía y las sábanas apenas si se veían arrugadas.
- ¿Eze? - buscó con la vista y encendió el interruptor de la luz - ¿Eze?
El llanto a su espalda la hizo girar con brusquedad, sobresaltada y terminó doblándose el tobillo. Emitió un breve grito de dolor y se tendió en el piso alfombrado.
Barrió con la mirada aquella zona de la habitación, donde había escuchado a Ezequiel llorar, pero solo divisó sombras.
- ¡Vamos Ezequiel, no jugués conmigo! ¡No ves que me lastimé el tobillo! - con cierto esfuerzo y asiéndose de la pared, se puso de pie. Entonces su sobrino volvió a llorar, ahora proveniente de otro rincón.
Alicia sintió un escozor en la piel y en el estómago. Si todavía no podía imaginarse como había hecho para escapar de la cuna, menos podía pensar la manera en la que iba de un lado a otro del lugar, sin que ella se percatara.
- Ezequiel, no es gracioso - dijo, más que nada para sentirse acompañada por su voz.
Se dirigió hacia la pared desde dónde había venido el sonido del nene. Pero allí no estaba. El llanto volvió a ocurrir, ahora desde el otro lado. Ella no dudó un segundo y a grandes pasos se aproximó hasta el sitio de donde provenía el gemido. Una pared vacía la recibió con frialdad. Aquello le estaba empezando a dar miedo.
Ahora volvió a escucharlo cerca de la cuna y no solo era el grito agudo, sino que también podía distinguir el sonido de los barrotes de madera al ser zamarreados con fuerza.
Corrió hasta llegar al sitio donde lo había dejado un rato antes. Las sábanas apenas arrugadas, Ezequiel ausente.
Fue entonces que sonó el timbre del teléfono. Repiqueteó dos veces hasta que ella consideró que aquello era real, que alguien estaba llamando. Levantó el tubo apresurada y agitada.
- ¿Hola? - dijo bruscamente.
Del otro lado de la línea se hizo un silencio. Luego una mujer preguntó:
- ¿Alicia, sos vos? ¿Qué pasa cariño?
Era Susana. Por Dios, era Susana. Querría saber cómo estaba Ezequiel, si ya se había dormido... sintió que le bajaba la presión, que todo le daba vueltas, pero se aferró al teléfono.
- Susana... ¡no puedo encontrar a Ezequiel, por Dios! ¡Está llorando, pero no lo encuentro!
Otra vez el silencio en la conversación. Un balbuceo del otro lado, un comentario por lo bajo quizá. Y luego ella, su cuñada, con voz firme.
- Alicia, mi amor. Ezequiel está con nosotros. ¿Segura que estás bien? Le pido a tu hermano que vaya a verte...
- ¿Cómo... cómo que está con ustedes? ¡Si me lo dejaron al cuidado! ¿En qué momento vinieron a buscarlo?
- Alicia, escuchame, tu hermano ya sale para allá, calmate por favor.
- ¿Cuando regresaron a buscarlo? Susana, oíme, yo me puse a ver tele y...
- Querida, no fuimos a tu casa. ¿Querés calmarte?
- Pero... vinieron a comer porque mamá y papá están de vacaciones, para hacerme compañía.
- Alicia, por favor, no empieces, tu hermano ya salió para allá. Sabés que tus padres murieron hace dos semanas. No es bueno que te quedes sola en esa casa. Ahora te venís con tu hermano y te quedás...
- Esperá Susana, ahí está ¿Lo oís? ¿Oís como llora?
- Alicia...
- Creo que Eze está abajo, en el sótano.
- Alicia, Eze está...
- Te corto, pero ya te llamo, ya te llamo, apenas lo encuentre, te llamo...
- ¡Alicia!

Se caía de maduro.
Nunca volvió a llamar.

12 de abril de 2012

La obstinación de lo maldito

Que obstinación la del Pepe Barrientos por construir la pileta en el fondo de la quinta. Si uno retrocede un año, aquello era una utopía: Que era carísimo, que no podía permitirse sacar un crédito, que además el terreno lo podía aprovechar para sembrar, que sería algo para disfrutar poco y cuidar mucho, entre otros tantos peros que interpuso entre el deseo de sus hijos y su mujer y sus ganas de encarar la obra.
Sin embargo, desde octubre pasado que se puso en movimiento para sacar el crédito, preparar el terreno y contratar la constructora. Pero las cosas no se fueron dando como las quería el Pepe. Pobre Pepe, la vida no le resultó fácil desde entonces.
Primero fue su esposa. Cuando le llevaba un vaso de jugo con hielo al hombre que manejaba la pala mecánica sufrió la embestida de la misma, producto de su negligencia por haberse acercado desde atrás y sin avisar que estaba llegando. No se mató de casualidad, pero le amputaron ambas piernas para salvarle la vida.
La desgracia aún no había cicatrizado en el seno familiar cuando Dorita, la hija más grande del Pepe, tuvo problemas con los frenos del coche, un herrumbrado Falcon, y sin poder detener la marcha se incrustó en los cimientos de la construcción. Amputación de la mano derecha y pérdida de la visión del mismo lado.
Lo de Carlos fue un mes después. Carlos era el segundo de los hijos del Pepe. La pileta, que se había detenido por el accidente del auto, había vuelto a progresar esa misma mañana. El muchacho había querido dar una mano y sin quererlo, dio la vida. Nadie pudo explicar como pudo ser que trastabillara con las bolsas de cemento y cayera de la forma en la que cayó al interior de la obra. Golpeó con la nunca y ya no volvió a abrir los ojos.
El Pepe estaba atónito, hecho un ente. Las desgracias se sucedían y coincidían con aquella maldita piscina. El capricho de su familia se había convertido en un monstruo, al que él finalmente había cedido en abrirle las puertas.
La sensatez le hubiese señalado la imperiosa necesidad de frenar la construcción y olvidarse del asunto. Al menos, la sensatez relacionada a la superchería. Y dado lo que estaba ocurriendo, hubiese sido lo más lógico. Pero el Pepe estaba mortalmente herido y como un valiente soldado de la edad media, las estocadas en lugar de derribarlo, le dieron mayor ímpetu.
Se juró no permitir que el destino detuviera esa obra. Había comenzado y ahora debía terminar.
Le pidió a la constructora que apurara la marcha. Si era necesario más personal, lo pagaría. Ya el dinero era cuestión secundaria. Había visto volar de las manos miles y miles en billetes con los accidentes. No le importaban los créditos ni las deudas posteriores. Solo le bastaba asomarse por la ventana e identificar al enemigo para apretar los dientes y estar seguro de lo que quería. La pileta sería una realidad.
Las paredes quedaron terminadas para la tarde en la que Andrés, el más chico de los Barrientos, se electrocutó al encender la bordeadora. Iba a despejar de yuyos el sitio donde iría la bomba de agua para la piscina.
Su esposa, postrada en una silla de ruedas, lloraba desconsoladamente. Su hija era un manojo de nervios, aún sin poder acostumbrarse a la pérdida de su mano y un ojo. El las miraba sin poder acusarlas de ser culpables por haber querido a toda costa esa porquería en su quinta. Y tampoco aquello sería justo.
Pepe no soportaba más desgracias. Mandó a casa de familiares a su mujer e hija. Canceló el contrato con la empresa y se colocó el mameluco de trabajo.
Desde hace tres semanas Pepe está terminando de levantar la pileta con sus propias manos. No tiene la menor idea de como se construye una piscina, pero tampoco le importa. Sabe que jamás la usará. Tan solo siente la necesidad de darle forma y vencerla, demostrarle que la construirá y no morirá en el intento.
Es consciente que eso puede pasar, que eso quiere aquella obra. Pero en tanto trabaja, obstinado, como si eso fuese lo último por hacer en el mundo.

9 de abril de 2012

Acción y consecuencia

Era el día pactado. Faltaban solo cinco minutos. La esquina estaba atestada de gente. Así y todo, confiaba identificarlo sin problemas. Por las dudas metió la mano en el bolsillo de la campera y extrajo una vez más el papel: "Voy con un suéter amarillo y pantalones ocre, es probable que lleve puesto un gorro de lana azul".
Había impreso el correo electrónico, porque su memoria solía traicionarlo. Miraba con atención hacia ambos lados de la avenida y de vez en cuando, la arteria que la cruzaba. Ningún suéter amarillo en el horizonte.
¿Cuándo era que se habían contactado? ¿Dos meses atrás? ¿Tres quizá? No lo recordaba. Su maldita memoria. Pero si tenía claro el propósito. De eso no podía olvidarse.
Nunca había sospechado que inscribirse en aquel foro le depararía tanta alegría futura. Porque en el lapso desde entonces no solo lo había conocido a él, sino a otras personas, todas con similares formas de pensar.
A sus pies tenía la caja que tanto le había costado transportar en colectivo. Había sufrido en cada frenada, con cada persona que se tropezaba con la caja... más de una vez cerró los ojos, temiendo escuchar ese sonido que era equivalente a la destrucción de lo que había dentro y al mismo tiempo, al fin de todos los planes, al fracaso de tanto tiempo de trabajo.
Él también llegaría con una caja. Con dos sería mucho más fácil, habían coincidido. En otras partes del país otras personas obraban de la misma manera. En pocos minutos más, ellos, ilustres desconocidos, se harían conocer. Con suerte, aparecerían en las noticias. Y si así era, podrían crear algún tipo de conciencia.
Al fin lo divisó entre la muchedumbre. El suéter amarillo se aproximó hasta fundirse en un abrazo.
Traía la caja consigo. Los ojos se cruzaron con la complicidad de lo predestinado. Sabían que tras abrir esas cajas, ya nada sería lo mismo. Sus vidas dependían de ese simple acto. La vida de otros se valían de ese instante. Pensaron en aquellos que aguardaban el momento exacto, en otros lugares. Observaron sus relojes y respiraron profundo, casi al unísono.
- Es la hora - dijo el que esperaba.
- Entonces, adelante... - sentenció el de suéter amarillo.
Las manos se movieron casi en cámara lenta, buscaron la faja de cinta y con fuerza en sus dedos, la arrancaron con violencia. Las tapas cedieron con el sonido del rasguido de la cinta. Y luego, finalmente, se abrieron en par en par.
El mundo de gente alrededor no supo cuándo pasó todo, ni siquiera lo intuyó. Ocurrió a tal velocidad, que muchos se quedaron quietos en medio de la calle. Los hombres sacaron sendas pistolas y apuntaron a la gente, al grito de "¡esto es un asalto a cielo abierto, con la única premisa de recaudar dinero para comedores infantiles!".
De inmediato, y sin dejar de apuntar, sacaron de las cajas enormes frascos de vidrio, con una ranura en las tapas metálicas. Tan solo decía "introduzca su dinero aquí".
- ¡Vamos, que no tenemos todo el día! - gritó el de suéter amarillo - Somos ladrones motivados por una causa, a cara descubierta, ni siquiera las armas son reales, así que no teman. Los único que les pedimos es que se dejen ser asaltados por tipos honestos.
- Todos los días los roban sus gobernantes, sus patrones, los comercios... hoy los robamos nosotros, pero con una causa. Las armas son simbólicas, el objetivo no. Vamos, dejen sus prejuicios de lado y siéntase por primera vez robados por una causa honorable.
Con felicidad vieron como la gente se acercaba sonriendo, para colaborar. Incluso un policía de uniforme dejó un billete y les aconsejó cómo sostener mejor las armas para dar una mejor imagen.
Se sentían felices. El crimen era todo un éxito.

6 de abril de 2012

Los nuevos

Que papel más indignante es la que ocupa el nuevo. Ya de por si arrancar en un trabajo es difícil, pero si además el resto de los que allí cumplen tareas se obstinan en hacerle sentir esa condición, esa persona, nueva en el oficio, en el grupo, en el lugar mismo, se irá traumatizando en silencio hasta tanto logre el respeto o bien, alguien ocupe su lugar.
Pero existe algo peor que eso, y es que sean dos los nuevos. En este caso, incluso entre ellos habrá una disputa por ser el primero en quitarse ese peso sobre las espaldas. Por lo que además de cuidarse del resto, deberán mirarse de reojo entre si, no sea cuestión de un golpe a traición.
Carlos y Antonio comenzaron en la oficina el mismo día. Se conocieron allí mismo y fueron afianzando la relación en la misma medida que los iban presentando en sociedad. Notaron de inmediato las miradas juzgadoras, los ojos interrogantes y no siempre amables, y casi por instinto decidieron en forma tácita reunir fuerzas.
El primer día de trabajo cruzaron la calle y se tomaron un café, a salvo de la voracidad de sus flamantes compañeros, que aprovechando el famoso derecho de piso les asignaban tareas que podían tildarse de denigrantes.
- ¿Me parece a mi o nos agarraron de punto? - comentó Carlos en un momento de la charla.
Antonio no lo había querido expresar, conciente que era nuevo y que debían amoldarse a la oficina, pero coincidió en que eso parecía. Pero fue optimista, augurando que no duraría más de unos días, que luego se olvidarían de dicha condición y los integrarían sin problemas.
Para Carlos, el pensamiento de Antonio era demasiado optimista, y no se equivocaba. La primera semana de trabajo sintieron el rigor del papel que ocupaban. Se plantearon entre ellos elevar alguna queja al respecto, pero a tiempo decidieron no hacerlo puesto que sospechaban que era lo que pretendían que hiciesen.
- Nos están probando Carlitos - dijo Antonio ese viernes -. Cuando vean que no nos afecta, se dejan de joder.
Algo sin embargo no convencía a Carlos. Las bromas pesadas ante cualquier detalle físico de alguno de los dos, los viajes al kiosco de la otra calle con pedidos de toda la oficina, las horas aguardando alguna explicación sobre algo puntual para finalmente no recibir respuestas o la manera en la que los apartaban a la hora del almuerzo le hacía pensar que la adaptación no sería tan rápida como imaginaba su compañero.
Hasta ese momento intentaban hacer todo juntos, con el fin de sentirse acompañados. Carlos decidió que si quería dejar de ser uno de los nuevos, debía mostrar otra actitud. Así fue que comenzó a llegar antes que Antonio y aprovechar esa ventaja para entablar diálogo con los demás compañeros.
Comprendió pronto que la mejor manera de aliarse era hablando mal del otro. De esa forma fue descubriendo la óptica del resto de la oficina para con ellos y eso lo impulsó a desprenderse de cualquier vínculo con Antonio.
Para Antonio la situación fue tornándose cada vez más grave. De un día para otro Carlos lo evitaba, ni siquiera accedía a tomar el café de rigor en el bar del otro lado de la calle. La excusa era que había empezado un curso y ya no contaba con tiempo.
Ese alejamiento de Carlos, que también notaba en el horario laboral, se fue sumando al hecho que lo molestaran con cuestiones que no creía haber comentado a nadie... salvo a Carlos. Le desaparecían objetos personales, para luego aparecer como por arte de magia en los sitios más disímiles. Solía llegar y encontrarse sin su silla, o como le sucedió un par de veces, sin el monitor de su computadora. El caso más extremo fue cuando descubrió que todo su escritorio había sido mudado al lado de la puerta del baño.
Pero Antonio seguía valiéndose de su optimismo. Pronto lo verían como un par más. Sin embargo aquello no ocurría. Hasta podría decirse que comenzó a sentir envidia por Carlos, al que invitaban a partidos de fútbol y cenas, incluso delante de sus narices.
Al cumplirse el segundo mes de trabajo, la dicha le sonrió. Por la puerta principal vio entrar al jefe de recursos humanos de la empresa acompañado por un joven. Las palabras mágicas llegaron a los pocos segundos.
- Les quiero presentar a un nuevo compañero de trabajo - anunció el empleado.
Antonio sintió que todas los pesares quedaban atrás, que de pronto dejaba de ser el "nuevo" y que al fin, todo el resquemor que generaba en su persona esa condición, podía quedar archivado entre los "malos recuerdos" de su mente bajo dos vueltas de llave.
Buscó con la mirada a Carlos, como para decirle con un simple gesto que se había terminado, que dejaba de ser el nuevo y que por favor, retomaran el diálogo. Es que Carlos le había caído bien. Comprendía que se hubiera alejado, fue su forma de escapar del abuso por ser "nuevo".
Pero el esfuerzo fue en vano, no lo encontró con la vista y de todas formas, aún seguía la presentación de la futura víctima de la oficina. Quería estar atento al nombre, a la edad, al título que tuviera. Luego de dos meses de ser la estrella del circo, se moría por "recibir" al novato.
Lo estudiaba con recelo, tomando nota mental de cada detalle, para luego aprovecharlos al máximo en la ardúa tarea de hacerle sentir el rigor. Saboreaba en el paladar el gusto a victoria y claro que si, también a venganza.
El hombre de recursos humanos seguía presentando al joven. Finalmente pidió aplausos y cuando se estaba yendo, le clavó el puñal en forma de oración.
- Y para los que estén pensando ¡que coincidencia, el mismo apellido que el nombre de la empresa! pueden quedarse tranquilos, efectivamente Juniors es el hijo de nuestro querido director ejecutivo.
Antonio se hubiese caído de culo si la silla no detenía su descenso vertiginoso producto de la noticia, que fue lo mismo que un mazazo en la cabeza. Las lágrimas parecían querer desbordarse de sus ojos. Aquello era demasiado. Y por si acaso todo aquello parecía poco, Carlos se acercó a su escritorio, como saliendo de la nada y con sorna, le dijo al pasar:
- Casi, casi, eh, casi casi.
Fue suficiente. Era eso o la locura. La liberación o la burla eterna. El bien o el mal. Así de golpe echó las cartas sobre la mesa. Se puso de pie, hizo ocho trancos exactos hasta donde estaba aún parado el nuevo oficinista y olvidándose de parentescos y pormenores, le bajó los pantalones de un tirón, haciéndole saltar un par de botones.
La oficina enmudeció al instante, sorprendida. Antonio empezó a reír, señalando acusadoramente con el dedo el estado del pobre Juniors, ruborizado hasta las mejillas. Pero fue la única risa y retumbó en el recinto como si viniese de una ultratumba.
Miró alrededor, riéndose y vio rostros serios, ojos desencajados, boca abiertos y hasta a Carlitos tomándose la cabeza con las dos manos. ¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? Los pensamientos se volvieron turbios, extraños. Algo funcionaba mal, tendría que haber más risotadas, algún que otro aplauso, una palmada en el hombro, una acotación graciosa, un par de silbidos... algo. Pero solo reinaba el silencio. Un silencio sepulcral. Cómo si en ese mismo acto de correr hasta la víctima y bajarle los pantalones lo hubiesen enterrado allí mismo, en una condena pública y sin posibilidad de redención.
- ¡Es el nuevo! - se defendió - ¿Por qué nadie se ríe?
La gente fue volviendo a sus puestos. Juniors se levantó penosamente el pantalón, hasta ocultar el calzoncillo color azul. Antonio se percató que el hombre de recursos humanos estaba a su lado, con un semblante poco amistoso.
- Acompáñeme - le dijo, invitándolo a salir por la puerta principal.
Antonio volvió sus ojos para ubicar a Carlos, pero éste ya no miraba, absorto en una carpeta que sostenía en sus manos. Había cometido un crimen. Se había autoproclamado, sin serlo, libre de la pena de ser "nuevo". Había transgredido el límite tolerable para alguien de su condición. El escarnio al que había sido condenado en un principio resultaba poco ante la aberración realizada.
Su condena sería ahora mayor. La expulsión. Y eso conllevaba a otra cosa. A buscar un nuevo trabajo. Y de lograrlo, someterse nuevamente a ese proceso cruel y ladino, de tener que ser una vez más y por tiempo indeterminado, el nuevo.

3 de abril de 2012

Veinticinco años

Cómo no acordarse de Quique. Chiquito, flequillito y siempre con las rodillas lastimadas. Lo acababa de volver a ver, veinticinco años después. Fue en las noticias de policiales. Lo reconoció a pesar del paso del tiempo, aún estaba allí su mirada, el mismo brillo en los ojos, la sonrisa burlona. Los diez segundos en pantalla bastaron para su reconocimiento. Además del nombre, claro. Pero lo hubiese reconocido igual, si no hubiesen puesto en letras grandes ese nombre tan temido en su infancia.
Se lo llevaban preso, por un asesinato.
Apagó el televisor y se quedó en silencio, sentado en el futón blanco que le habían regalado los suegros en el ultimo aniversario de casados. Su mujer se estaba bañando. Podía escuchar la lluvia de la ducha a pesar de estar la puerta cerrada.
Quique. Aquella figura traviesa y malvada de los primeros años de la escuela primaria lo asaltaba con furia en su mente. No podía aseverar si sus compañeros le tenían miedo, pero él estaba seguro de haber sentido pánico en aquel tiempo. Quique era bajito, parecía una hormiga comparándolo con los demás chicos del curso, pero era de mal talante, bocasucia, provocador y solía golpear al que se le cruzara en una mala tarde. Y las tardes, solían ser malas casi en su totalidad.
Un buen día ya no concurrió más. Sería en segundo. Ya no lo recordaba. Pero fue al mismo tiempo que Laurita también dejó de ir. Laurita era la chica que le gustaba en aquel entonces. Cabello castaño, ojos café y una sonrisa que parecía encenderle el rostro, desde una oreja a la otra.
Se le erizó la piel. Cuando su mujer salió de bañarse le preguntó si se sentía bien, porque estaba pálido. ¿Bien? Estaba temblando. Pero le mintió a su mujer y se metió en el baño.
El espejo estaba empañado y su imagen se veía difusa, como si no estuviera realmente allí parado. Es que no lo estaba. En ese momento su cabeza estaba lejos, muy lejos, había regresado veiticinco años en el tiempo.
Se veía parado en el baldío de los Quintana. Observaba unos ligustros crecidos. Sabía lo que estaba viendo. Allí estaba Quique, golpeando salvajemente algo. Creyó sentir un llanto, un llanto de niña. Pero no tuvo el coraje de acercarse. La presencia de Quique lo paralizaba. Si daba un paso en aquella dirección, se meaba del susto.
Volvió a oírlo. Alguien lloraba. Quique miró hacia donde él estaba. Se le hizo un nudo en el estómago. No porque lo hubiese descubierto espiándolo, sino porque la sonrisa en aquel rostro no parecía humana, sino la de un lobo hambriente, como los que había visto en algunas películas. Y el otro detalle. El que había olvidado, el que había querido olvidar durante todos esos años.
La sangre. El guardapolvo blanco, cubierto de sangre.
La puerta lo devolvió al presente. Su mujer se cruzó delante para buscar una crema nocturna. Volvió a preguntarle si estaba bien. Respondió con una nueva mentira. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Decirle que se sentía mal? ¿Confesar que veiticinco años después había comprendido algo nefasto? ¿O confesar que veinticinco años después, al fin, se había atrevido a declararse culpable? Porque aquella tarde su miedo había asesinado a una niña.
Pensó en la noticia, en la persona asesinada y se preguntó si acaso esa muerte no era también su culpa. Si acaso ese arresto no se demoró veinticinco años en vano. Se sentó en el inodoro y se entregó a un llanto lento y silencioso.
Media hora más tarde despertó a su mujer. Debía confesarle dos asesinatos.