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31 de marzo de 2012

El casamiento de Eulogio

El problema más grande para Eulogio no era afrontar su casamiento, pues había estado en cada detalle de los preparativos dado que lo esperaba con ansias. Tampoco lo había sido convencer al sacerdote de la capilla y a parientes y amigos a trasladarse hasta la cima del cerro para celebrar la ceremonia.
Nada de eso había sido inconveniente. A Eulogio lo querían todos y su felicidad era suficiente para contagiar a cualquiera. No, no eran los detalles menores los que angustiaban al novio. Sino algo mucho más importante, casi vital: la novia.
Si, porque en toda la ecuación había un solo obstáculo y justamente se trataba de la mujer que debía ir de blanco. No, tampoco es que se haya arrepentido o que aconteciera sobre ella algún infortunio de última hora. Nada de eso. El problema, si bien más sencillo, era altamente complejo de resolver. Al menos, claro, para el pobre de Eulogio.
El tema era que no había novia. Tanto se había imaginado Eulogio el día de su boda que olvidó que para ello se necesitaba una pareja. Lo peor del caso fue darse cuenta una vez organizado todo, esto es, el cura apalabrado, la gente invitada, el cerro preparado para la ocasión, el salón ya contratado (que incluía el servicio de comida y la música), además de tener una reserva para la luna de miel en un lujoso hotel de una espectacular playa brasileña.
Levantarse esa mañana, abrir la ventana con una sonrisa y recibir el sol con ansiada alegría parecía el principio del día más feliz de su vida. Pero ni bien comenzó a desayunar supo que le faltaba la novia. Miró el reloj, como si eso hiciera alguna diferencia.
Salió corriendo en calzoncillos a la calle, en dirección al diario local. Los vecinos rieron, pensando en lo increíble que debió haber estado la despedida de soltero de Eulogio. En la recepción lo recibió una empleada incrédula, no por la poca ropa que llevaba encima el desesperado hombre, sino por lo que le pedía.
- ¿Disculpe, usted quiere que saquemos una segunda edición del diario incluyendo un clasificado de "se busca novia con urgencia para esta tardecita"?
- Si, la edición la pago yo.
El dueño del diario pasaba por allí y no puso ningún pero. Segunda edición, costo cero y la posibilidad de enmendar el número de la quiniela, al que le habían errado en el tipeo. La edición de quinientos ejemplares (el pueblo no era muy grande después de todo) salió a la calle al mediodía. A pedido de Eulogio, que debió abonar un plus por esta condición, el periódico se repartió gratis.
El cerro estaba producido para un casamiento. Un altar blanco, sillas a tono, una alfombra roja entre las hileras principales de asiento, la gente bien vestida, el cura con sotana nueva y el novio en la improvisada antesala al aire libre, donde recibía a los invitados y les indicaba dónde ubicarse.
Pero su presencia allí no era solo para agradecer y acomodar a cada uno en su lugar. No, la verdadera intencionalidad de estar parado en aquel sitio era el deseo ferviente de recibir a una muchacha (cualquiera, no tendría objeciones) con el recorte del diario en la mano.
A pesar de la brisa fresca, estaba transpirando debajo del saco y la camisa. Podía sentir como las gotitas húmedas descendían por su espalda, filtrándose debajo del pantalón. En otra ocasión aquello le haría cosquillas. En ese momento, con la presión de la media naranja faltante, las cosquillas quedaban en un segundo plano.
Se lo veía nervioso y para la gente eso era normal, no todos los días uno se casa. Parecía estar la mitad del pueblo. Todas las sillas repletas, muchos parados en los costados, otros más atrás. Y detrás del altar, aguardando, el cura.
Si, era la hora. Miró su reloj, esa manía suya tan inútil. La felicidad trocaría en condena y la algarabía en desilusión. Comenzó a caminar hacia el sacerdote, consciente que no habría casamiento, que todos se reirían de él. Quizá por eso estaban todos allí, porque habían reparado en su error mucho antes. Y nadie había sido capaz de avisar... se sentía aturdido, decepcionado, con él mismo y también con sus amigos y parientes.
Se plantó delante del cura, altar de por medio y lo miró a los ojos.
- Estoy listo padre, cáseme.
El religioso se ajustó los anteojos y miró alrededor.
- ¿Y la novia? preguntó.
- Justo a mi lado.
- Disculpe Eulogio, no entiendo la broma... ¿desea que esperemos algunos minutos más?
- No, por qué habría de hacerlo, si ella ya está aquí.
El sacerdote al ver las sonrisas socarronas de los presentes, decidió seguir la corriente. ¿Qué podía perder, más que tiempo? Le costó la parte en la que le preguntaba a ella si aceptaba a Eulogio como esposo, porque no podía discernir si había contestado por si o por no, pero improvisó y prosiguió.
Eulogio se estrechó en un beso apasionado delante de todos. Los presentes aplaudieron y se pusieron de pie para arrojar arroz mientras el recién casado pasaba entre las filas de sillas. Si él era feliz, por qué no debían estar contentos ellos. Aplaudieron con ganas, a pesar de algunas sonrisas burlonas.
En varios coches partieron raudos al salón. Comieron, bebieron, bailaron y se divertieron. Eulogio los despidió a todos con un abrazo y varias copas de más. Al mediodía se fue de luna de miel.
Nunca volvió al pueblo.
Dicen que en alguna parte es feliz.

28 de marzo de 2012

Cicatrices

- ¿Y qué te dijo?
- Que se vuelve.
- ¿Se vuelve?
- Si, en cinco días llega.
- ¡Cinco días! ¿Y tu mujer, contenta, verdad?
- No para de llorar desde el miércoles. Quiere arreglarle la habitación, pintarla… ya la conocés a Ilda, así que imaginate. Igual, mucho tiempo no hay.
- Si, si, no es para menos. Che, que lindo, que vuelva Ignacio, después de…
- Nueve años, casi diez.
- Casi diez años. La pucha, como vuela el tiempo. ¿Vos todavía tenías la agencia para entonces?
- No, ya la había vendido. Con un poco de esa guita es que se fue. Tenía una ilusión tremenda.
- Me acuerdo, si, me acuerdo. Estaba muy enfurecido. Siempre fue así Nachito.
- Siempre… se tomaba todo muy a pecho. Pero lo que lo decidió fue aquello de diciembre, a fines del 2001. No como creen algunos en el barrio que se fue porque perdió el laburo.
- No, más vale. Ignacio perdió la fe en este país después de aquello.
- Cómo muchos.
- Si, tal cual.
- Pero vuelve Cacho, el pibe vuelve. No sabés las ganas de darle un abrazo que tengo. Apenas si lo vi para el 2006, cuando nos pagó el pasaje para ir a ver un par de partidos del mundial, en Alemania.
Esteban sonrió, compartía la felicidad de su amigo. Se hizo hacia atrás cuando el mozo puso el pocillo humeante sobre la mesa de madera y aguardó a que le sirviera a Cacho para continuar con la conversación. Antes, cuidándose de no ponerle mucho azúcar, vació un sobrecito y medio dentro de la taza.
Mientras revolvía observó que la sonrisa no se borraba del rostro que conocía desde hacía tanto tiempo, de una época que parecía arrancada a la historia, de rebeldía en medio del caos, de aquellos setentas nefastos en los que en la ignorancia comprendían que ocurrían cosas fuleras alrededor.
- ¿Te acordás cuando teníamos la edad de él? – preguntó Esteban.
- ¿La de ahora?
- No, no. La edad que tenía cuando se fue.
- Si, cómo no recordarlo. En aquel entonces tener dieciocho era todavía de muy pibe, era otra época.
- Totalmente Cacho, pero te acordás que fantaseábamos con salir a la calle y confundirnos con los que querían sacar a los militares.
- Pero del hecho al trecho…
- Se… eso es verdad. Pero otros se metieron, tuvieron más agallas.
- A muchos les fue mal.
- Pero lo hicieron Cacho, se animaron. En cambio, fijate como son las cosas, con esa edad Nacho y tantos otros decidieron también pelearla, pero afuera.
- ¿Y qué querés, que la luchara acá? ¿Con la miseria que había? ¿Con lo que pasó a fines del 2001?
- No Cacho, no te confundas, no lo recrimino, ni a él ni a nadie. Te digo, fijate como cambian los tiempos y sin embargo, sigue siendo una edad difícil, dónde tenés que tomar decisiones y esas decisiones siempre están condicionadas por algo aún más grande: el país.
- Si, es así. Nosotros comprendimos lo que vivíamos años después. Nacho necesitó también alejarse para ver mejor. Y ves, vuelve Esteban, vuelve.
- Nosotros nos alejamos en el tiempo para comprender, él y muchos otros pibes se movieron geográficamente.
- Y las cosas han ido mejorando. Por eso se vuelven.
- Han empeorado allá también. Ojo, no quita que acá se respire mejor que hace diez años.
- ¿Respire nomás? Es mucho más Esteban, se siente la esperanza flotando en el aire. Si vieras a la Ilda estos días te darías cuenta. Es el reflejo de muchos. Creo, y espero no equivocarme, que es tiempo de dejar de ser un país cargado de penas y mirar hacia delante con más optimismo.
- No estoy del todo de acuerdo Cacho con este gobierno, lo sabés bien, pero es cierto, se vislumbran nuevos aires. No en vano se vuelve Esteban.
- Uno crece, uno aprende al caminar, del paso anterior, de cada peldaño que sube, de cada obstáculo con el que tropieza. No son los años los que vuelven a uno más sabio, sino lo que se absorbe de la vida. ¿Qué hubiésemos hecho a los dieciocho si teníamos la determinación de Nachito? Quizá arriesgado nuestras vidas. O no. Quizá no hubiésemos hecho nada, porque no veíamos las cosas con claridad. En cambio Nachito no lo pensó dos veces y se fue. De una u otra manera, arriesgó. Y hoy vuelve, pero ya no es Nachito, es Ignacio. Y fijate, maduro, con experiencia de vida, decide volver al país. Porque ahora cree en lo que ve.
- Si de algo sirven los hechos nefastos de la historia querido Cacho, es para que nunca más los volvamos a permitir.
- Y bueno Esteban, si estos pibes regresan, parte de nuestra vida se vuelve a asentar. Ilda está feliz porque regresa el nene, pero también porque la vida vuelve a tener sentido. Porque por más que lo queramos disimular, el desarraigo lo sufrimos todos, incluso los que nos quedamos.
- Diez años atrás el país se partió Cacho y entre las grietas perdimos a estos pibes. Por suerte, las grietas se van cerrando.
- Como sucede con las heridas.
- Exacto, como con las heridas. Y al igual que éstas, nos quedarán por siempre las cicatrices para no olvidar el pasado, para no repetirlo, para no desearlo.
Sonrieron al unísono, con la mirada cómplice. El mozo se detuvo en la mesa y preguntó si deseaban otro café. Pero las obligaciones apremiaban. Auque parecía mentira, el mundo seguía girando más allá del ventanal del bar. Cacho y Esteban se despidieron con un abrazo y un “hasta la semana que viene”.
La semana que viene, serían tres.

25 de marzo de 2012

Minicuentos por la Identidad II

Por iniciativa de la web "Cuentos y más" de Juan José Panno y Mónica Pano, se realizó la segunda convocatoria para los "minicuentos por la identidad", que tienen como objetivo preservar en la memoria las atrocidades de la última dictadura, coincidiendo con la conmemoración del Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia (el 24 de marzo), para que así nunca jamás volvamos a repetir ese pasado tan desdeñable.
Estos son mis aportes.

Ellos son

Son tumbas, son silencios, son gotas de una lluvia que nunca dejó de caer, son estrellas fugaces en el firmamento, enormes vacíos en corazones destrozados. Son melodías para que todo el mundo escuche, son los pasos que repercuten en el pasillo, los gritos contenidos a lo largo de una eternidad. Son los testigos de una época, que nos impiden olvidar, que nos obligan a decir “nunca más, nunca jamás”.


El refugio

Observamos detenidamente el derrotero de la metralla perpetrando la puerta del desvencijado Citröen. Calculamos el tiempo necesario para llegar hasta una pared que nos brindase el reparo necesario para conservar nuestras vidas. Impulsamos luego nuestros cuerpos, movidos por el miedo, por el deseo de no morir y atravesamos las sombras, el humo y la muerte misma, casi en una exhalación. Llegamos todos al refugio, sin embargo nos cuesta entender si aún estamos vivos. Todo a nuestro alrededor pareciera no estarlo.

Crueldad

Primero fue por los ideales, luego por las injusticias. Y finalmente por ella, creciendo en el vientre de su novia. De una u otra manera, siempre fue por lo mismo. Por todo ello, arriesgó su anhelo de libertad. Pero ni siquiera en plena tortura podría haber imaginado que la recién nacida cayera en manos de lo que tanto odiaba. Ironía del abusador, la de apropiarse incluso de las esperanzas de nuestros muertos.


Argentinos

Fuimos hermanos, enemigos, compañeros, distanciados, exiliados, denunciados, prohibidos, rechazados, escondidos, refugiados, silenciados, militantes, montoneros, soldados, obreros, desocupados, luchadores, buena gente, hijos de puta, engañados, torturados, asesinados. Fuimos y seremos argentinos. En todas partes. En cualquier época. Bajo cualquier circunstancia. Y de ahora en más, seremos memoriosos.

22 de marzo de 2012

Profesión amigo

Eleuterio no es un nombre común. Es el nombre de un amigo. Casi todos en el pueblo lo consideraban su amigo. Y para Eleuterio, cada uno de sus amigos, era su mejor amigo.
Por lo tanto, intentaba pasar el mayor tiempo posible con cada uno de ellos. No resultaba tarea fácil y por lo tanto, para poder cumplir con todos, apenas le dedicaba unos minutos a cada uno.
Sin embargo esos minutos parecían suficientes, porque las despedidas eran con abrazos y hasta mañanas. La noche lo encontraba a Eleuterio cansado de tanto andar. Apenas si le quedaban fuerzas para acostarse, sabiendo que no podría dormir demasiado, ya que muchos de sus amigos eran madrugadores y debía aprovechar para visitarlos bien temprano.
Antes que el primer gallo del pueblo cacareara, sus piernas ya lo llevaban por su itinerario diario. Sonrisa al rostro, semblante feliz y ánimos renovados. Un nuevo día para fortalecer sus amistades había comenzado.
El viejo Florio lo vio venir a través de las cortinas de la ventana y tras resoplar sobre la bombilla, lo que hizo burbujear el mate, le dijo a su mujer:
- Qué pesado este Eleuterio, viniendo todos los días.
Elisa sonrió. Su marido tenía razón, pero parecía tan buen chico.
- Dejalo gordo, decime, cuál de tus amigos te visita todo los días. Es un santo ese pibe.
Florio, que ya se había puesto de pie para ir a abrirle, no tuvo contemplaciones.
- Un amigo no necesita visitarte, un amigo está siempre, dónde sea. Este parece que marcara tarjeta.
El viejo se detuvo antes de llegar a la puerta y sonriendo, miró a su mujer.
- Vieja, atendelo vos y decile que no estoy, que me fui anoche a la ciudad.
- Pero gordo... - sin embargo su marido corrió hacia la habitación y cerró la puerta, dejándola sola en la cocina.
Eleuterio golpeó la puerta tres veces, como de costumbre. Ella se asomó por la ventana y correspondió la sonrisa del joven. Desde allí le informó que su marido no estaba.
- ¿Cómo que no está? - preguntó el joven, que parecía sorprendido.
- Ya te digo querido, se fue anoche. Quizá vuelva más tarde.
- No puede ser señora, me dijo "hasta mañana" ayer y un amigo no miente.
- Eleuterio, él no te mintió - dijo, sabiendo que si lo había hecho y que en ese momento estaba escondido detrás de la puerta de la habitación escuchando la conversación - Surgió algo y tuvo que irse, además, el "hasta mañana" es un saludo simplemente.
El joven se quedó mirándola fijamente. Aquella explicación del "hasta mañana" había sido como un piedrazo en la frente.
- No señora, si uno dice hasta mañana, es hasta mañana. Más si se lo dice a un amigo.
- Bueno querido, entonces mi marido no debe ser tan amigo tuyo si vos lo pensás así.
Ahora el muchacho se quedó pensativo, observando el suelo. Sopesaba aquella respuesta.
- Sabe, quizá tenga usted razón. Es más, me hace dudar de todos los "hasta mañana" de ayer. ¿Y si no son sinceros? ¡Dios! ¿Y si no son sinceros?
Eleuterio se había puesto nervioso. Pensar en esa posibilidad lo había angustiado. Eisa quise subsanar lo dicho.
- Mirá, por ahí es solo mi esposo, que es medio parco con la gente. Probá de no decir primero vos "hasta mañana" y aguardá a que el saludo llegue de la otra parte.
La idea le pareció sencilla y brillante. Se fue raudo a seguir su itinerario. Pondría a prueba a sus amigos. La ausencia de Florio al fin y al cabo le había servido para algo.
La llegada de la noche lo sorprendió entrando a su casa. Parecía la sombra del joven que por la mañana había salido a la calle. Ni se molestó en prepararse de comer, fue directo a la cama. Tampoco preocupó poner el despertador. No había motivos. El resultado de esperar el "hasta mañana" fue nefasto. Nadie lo había saludado de esa forma, nadie lo esperaba al día siguiente. Casa tras casa, amigo tras amigo, se fue retirando mordiéndose los labios y aguantándose las ganas de llorar.
La noche lo encontraba solo, como cada noche. Pero esta vez, sin los afectos que creía tener a lo largo del día. Se sentía desilusionado de aquellos por los que se desvivía.
Lo comprobó al no visitar a nadie por una semana y no recibir en su casa la visita de ninguno, aunque sea preguntando el motivo por el cuál no se lo veía más por el pueblo.
Con el tiempo Eleuterio prefirió la soledad de su hogar al falso abrazo en casa ajena. Así fue como se convirtió en un ser huraño y de pocos amigos. En realidad, ningún amigo.
El viejo Florio fue de los pocos que se percató de su ausencia. Un día le dijo a su esposa:
- Che, sabés que lo extraño al Eleuterio. Al menos me venía a visitar.
- Y entonces ¿por qué no vas vos a verlo?
- ¿A verlo? Dejate de joder, no estoy para perder el tiempo visitando a la gente. Tengo que laburar el campo gorda o querés que cuando pasen los del censo les diga "profesión amigo". Ya vendrá, no te preocupes, ya vendrá.

19 de marzo de 2012

Mostrador de por medio

La mujer del mostrador me llama. Aún la sigo mirando, impasible, cuando me repite el gesto. Me acerco sin dejar de observar hacia un lado y otro, como esperando que de repente apareciese el verdadero destinatario de ese llamado. Pero no, nadie se ha puesto de pie. Me llamó a mi. Entonces sigo caminando hacia el mostrador donde está la mujer esperando.
Llego y me quedó de pie, mostrador de por medio, delante de ella. No hablo, no gesticulo, solo espero. Entonces ella se percata que ahí estoy. Levanta primero las cejas y luego la cabeza. Abandona esos papeles que la preocupan, sobre los cuales se mueven sus manos repletas de anillos grandes y brillantes.
Me habla, sorprendiéndome.
- ¿Número de trámite?
Desconozco lo que me pide. Solicita un número. No sé mucho sobre números, solo lo que recuerdo de la escuela primaria y eso fue hace mucho tiempo. Me doy cuenta que no puedo contestarle, que no tengo la respuesta para lo que me ha preguntado. Me pongo nervioso, me muevo en el lugar, como cuando deseo ir al baño y está ocupado. Siento que las manos comienzan a sudar. Supongo que también debe haber gotas de transpiración en el cuello y la frente. Me doy cuenta que soy un perfecto inútil y entonces, abro la boca.
- No sé... no tengo idea.
La mujer detiene el movimiento de sus manos, que parecen firmar papel tras papel. Ahora toda su atención es para mi persona. Me observa como si fuese un espécimen raro y puede que así lo sea. Me ha hecho una pregunta y no supe contestarla. Es obvio que todos en este lugar saben que responderle. Vuelvo a sentir que transpiro, mientras me siento fulminado por esa mirada. Su boca se mueve, su tono es otro, más duro, directo, casi visceral.
- ¿Sabe a nombre de quién es el trámite al menos?
Comprendo que más que una pregunta, es una imposición. Debo saber el nombre. Es casi una orden. Es mi deber como persona saber de quién es el trámite. Pero así y todo, lo desconozco. En realidad, no entiendo a qué trámite se refiere. Mi situación es patética. Veo en su rostro el rictus de la impaciencia, hasta puedo imaginarme su pie derecho subiendo y bajando, en forma rítmica, enloquecido. El semblante se asemeja al de un verdugo. Le estoy haciendo perder su tiempo y quiere ejecutarme allí mismo. Quizá me lo merezco, no lo sé. Hablo.
- No... tampoco lo sé. Disculpe.
No debí haber agregado la última palabra. Quise ser educado, pero terminé siendo impertinente. ¿Quién en mi posición puede pedir disculpas? Disculpas debe pedir alguien que sabe que está en condición de hacerlo. Yo no. Estoy ahí parado, haciéndole perder el tiempo. No sé el número ni el nombre. Ni siquiera sé que hago en este lugar. Pero ella me ha llamado y no soy maleducado. Pero la estoy molestando, la estoy haciendo enfadar. Puedo verlo en cada gesto de su cara, en cómo hasta el cabello parece erizarse en lugares precisos. Su mirada me penetra, me quema interiormente. Siento que voy a estallar en mil pedazos, que una fuerza sobrenatural me desintegrará. Pienso que quizá sea lo mejor, la única manera de dejar de hacer el ridículo. Pero es tarde, muy tarde, ella arremete.
- ¡No me haga perder el tiempo entonces! ¡Vuelva cuando sepa a que vino acá!
Trago saliva, siento un nudo en la garganta y que mil ojos me observan, me critican a la distancia, sin conocerme. Me considero objeto de cientos de insultos silenciosos, de risas pérfidas y cómplices. Estoy en el centro de la escena de una comedia. Soy el comediante no esperado. El blanco de las burlas. El estómago me da vueltas. La mujer ha hecho su sentencia, me ha marcado a fuego delante de todos. Soy un imbécil. Un estúpido más en su lista diaria. Una persona no grata que le hace perder tiempo. Entonces doy el primer paso para alejarme, desaparecer, evaporarme del lugar, cuando lo recuerdo... recuerdo el motivo, la razón, la causa de mi presencia allí, de pronto soy consciente de mi espera y antes de abandonar para siempre ese mostrador, suelto mi verdad.
- Vine a ver sus ojos esmeraldas, su rostro de rubí, su sonrisa de plata manantial de perlas arreboladas, vine a sentirme cerca de la mujer de mis sueños, del tesoro inalcanzable de mis noches, de mi búsqueda esperanzada de mis días, de la espera eterna en esta oficina, observando a lo lejos, a la espera de un turno que jamás pensé obtener.
Y me fui. Sé que ella me siguió con la mirada, sintiendo como el corazón se le fruncía como un pañuelo. Sé que otros hicieron lo propio y que a más de una mujer romántica en aquella sala le rodó una lágrima por la mejilla. Pero no volví, ya no lo haría. El sueño se pinchó como un globo. La realidad había sacado a relucir sus espinas. Porque el amor, señoras y señores, no es ningún trámite.

16 de marzo de 2012

El Ilusionista

Cuando fundó El Ilusionista creyó estar cambiando el mundo. Sabía que solo era un periódico local, pero confiaba en que sería un éxito. Y la verdad, es que lo fue.
Un diario donde el equipo local de fútbol jamás perdía un partido de la liga, donde los robos eran esclarecidos, donde no se publicaban necrológicas sino nacimientos, en el que las noticias principales eran fiestas escolares o las murgas barriales, con fotografías repletas de color y tipografías alegres.
Como era de esperarse, la primera reacción de los vecinos fue de cautela. No sabían bien que era aquello. ¿Un periódico para desparramar felicidad? se preguntaban al leer el lema de la publicación. Algunos sospecharon de una broma, pero al ver que los ejemplares se editaban día a día, comprendieron que no era tal, sino una propuesta diferente.
Y con el paso de las semanas, triunfó. En los kioscos dejaron de venderse los demás diarios, ya sea los de circulación local como nacional. El Ilusionista era todo lo que la gente quería para leer. No había malas noticias, no aparecían fotos de masacres y el mundo hasta parecía ser mejor.
En este entonces, Pereyra, su fundador, se sentía el hombre más feliz de la tierra. Su diario se vendía y llovían centenares de cartas a la editorial por día para felicitar el contenido. El correo electrónico se veía saturado de mensajes que llegaban durante las veinticuatro horas.
Llegaron empresarios de otras partes para copiar la idea y Pereyra, encantado, se las cedió. El Ilusionista tenía espejos por todos lados. Con otros nombres, claro, pero con la misma premisa, el de alegrar a los ciudadanos. Un éxito con todas las letras. Una visión más allá de la realidad. El fundador fue condecorado por decenas de instituciones y su nombre asociado a esa palabra tan bonita como muchas veces irreal de tan solo seis letras: utopía.
Cuando fundó El Ilusionista jamás imaginó que estaba cambiando el mundo. Hoy se aborrece. Se odia. Desea abrir la ventana de la oficina en el vigésimo piso y arrojarse al vacío. No puede creer la sociedad en la que vive, la sociedad que él ha educado a través de su periódico y de la idea que concibió para que miles de empresarios repitieron su éxito en otras ciudades. Una sociedad que vive ajena a lo que sucede alrededor, a los robos, a los secuestros, a las violaciones, a los aumentos en los precios, a la corrupción creciente, a los políticos desvergonzados, a los asesinatos a plena luz del día...
Observa a través del enorme ventanal y se arrepiente, mientras piensa si aún estará a tiempo de incluir las necrológicas a partir del día siguiente.

13 de marzo de 2012

Martes trece

Contó las monedas de a una, con la parsimonia propia del que apenas sabe leer, pero con el ímpetu del que ha estado un día sin comer. Tomó el puñado contento, al tiempo que guardó la gorra dentro del pantalón, que de lo roto que estaba parecía una bermuda.
Podía correr hasta el kiosco de Pascual, donde siempre conseguía una rebaja o darse un gusto e ir del otro de la avenida, a la panadería. Le gustaban mucho las facturas que hacían allí, pero eran caras. Sin embargo, había juntado bastante.
Dudó apenas dos segundos. Cuando el semáforo se puso en rojo, sus piernas flacas corrieron hacia la vereda de enfrente. Los ojos le brillaban con entusiasmo y sus bracitos se agitaban en el aire, producto de la algarabía que emanaba en simultáneo de su corazón y de su estómago.
La entrada estaba en la esquina. El local comercial era de los más antiguos de la zona y se caracterizaba por la puerta giratoria que reemplazaba la puerta tradicional que se podía ver en los demás comercios.
El niño llegó a toda velocidad en el mismo momento que una señora de avanzada edad salía de la panadería. Fue inevitable el choque. La mujer se desarmó en el aire y se desplomó hacia un costado. El chico rebotó y cayó de culo sobre la vereda. Las monedas que atenazaba entre sus dedos se esparcieron por el aire, como si de pronto cobraran vida y se transformaran en pequeñas mariposas de metal.
Los ojitos del niño fueron solo para su tesoro, olvidándose por completo de la anciana. Apenas si pudo seguir con la mirada el vuelo de dos monedas. Escuchó el sonido de algunas otras, pero se arrojó con prisa sobre las que había observado. El gentío que iba de un lado a otro no era de mucha ayuda. Pudo ver como alguien pateaba una moneda de un peso, que desapareció debajo de los coches estacionados sobre la calle.
Detrás de su cuerpito frágil, la mujer con la ayuda de un joven, logró ponerse de pie. Estaba de mal humor y le dolía la cadera. Ya con el bolso de compras recobrado y en su poder, avanzó sobre el niño, que seguía de cuclillas buscando algo que para ella era ajeno y desconocido.
No fue sutil ni comprensiva, no tenía razón para serlo. La habían hecho caer. Golpeó la cabeza del pequeño con el bolso, haciendo que las pocas monedas que había recuperado, volvieran a escaparse de sus manos.
Sorprendido, el chico se puso de pie y giró sobre sus talones. Quedaron cara a cara, magullados en el orgullo, enfadados sin razón. El niño la escupió, sin más. Y salió corriendo, dejando atrás a la anciana y el dinero recolectado a lo largo del día. La mujer se quedó petrificada, bufando en voz baja. Segundos después se alejó calle arriba, rezongando para sus adentros.
El niño volvió más tarde, pero ya no encontró ningún vestigio de su tesoro. Se había perdido todo en aquel naufragio citadino. Miró con recelo la vidriera de la panadería y casi dejó escapar una lágrima al apreciar las bandejas de facturas.
Dos mujeres que pasaban a su lado comentaban en voz alta:
- Ay si, lo que hoy es martes trece, dejé todo para mañana.
- Hiciste bien Gladys, nunca sale nada bien cuando es martes trece.
Las vio alejarse, en la misma dirección que se había ido la anciana. Pensó en lo que habían dicho, en la fecha. Y entonces lo supo. Sus días siempre eran martes trece.
En algún lugar, cuadra más, cuadra menos, la anciana seguía rezongando sobre la juventud y la mala educación. Y pensaba "cuánto más grande uno, más difícil es sobrevivir en este mundo".
El niño se refugió en su esquina, debajo del cartón que le propiciaba un poco de reparo. Soñaba con sus monedas y pensaba "cuánto más chico, más difícil es sobrevivir en este mundo".

10 de marzo de 2012

Una falsa percepción

Es el sonido del violín el que lo perturba. Esa nota que se mantiene en el aire, suspendida, esperando entrar a un corazón en pena.
Levanta la mirada pero ya es tarde, lo sabe. La música lo ha puesto a llorar. Como cada noche, en la soledad de aquella habitación que supieron compartir.
Apaga el equipo de audio con resignación. El tiempo no cura nada y pareciera no avanzar.
Se queda allí mirando el techo, donde el ventilador proyecta sus aspas. En la sombra no se ve la tierra que cubren los largos maderos. La sombra tiene piedad, oculta la vergüenza.
¿Y si el tiempo en realidad no avanza? ¿Si acaso el tiempo es una entidad que no transcurre, una falsa percepción?
Por un momento se olvida del dolor. Ahora en su mente existe una duda. El tiempo existe porque el ser humano lo piensa. Los animales no saben de horas, meses y años. El hombre en cambio se apoya en esa idea y se deja arrastrar.
Piensa en ella, en su ausencia, en las palabras de sus amigos, en ese "ya pasará" que todos añaden tras la palmada en la espalda. Pero ahora entiende que no es así. Ella no murió hace un mes. Porque el tiempo no existe.
Murió y punto. El no se despegará de ese hecho. No deberá aguardar que transcurra una equis cantidad de días. Porque los días son una sucesión de soles y lunas, de un planeta inquieto que no para de girar. Pero el tiempo, en realidad, no tiene nada que ver.
Al no existir, lo atará por siempre a ese momento. Que en realidad, es el mismo momento que ahora vive. No hay pasado, no hay presente, no hay futuro. Es una misma cosa, que uno desglosa por comodidad, para crear un orden, una línea en la que cada cosa va detrás de otra.
Su comprensión lo asusta. Esa línea no existe. Todo está superpuesto en un mismo punto de la vida. Cada alegría, cada llanto, dolor, tristeza, risa, nacimiento y muerte. Todo empieza y termina allí, en ese punto. Sin ayeres ni mañanas.
Elisa muere en forma continua, mientras él respira. Y él muere desde que su madre lo parió. Y aguarda, allí al borde de la cama, que esa muerte vaya en su búsqueda para liberarlo de esa prisión.
El violín vuelve a perforar sus sentimientos. El equipo está encendido. ¿Pero cómo? piensa. ¿No lo apagué hace unos minutos? Y entonces hace una mueca. Qué tonto, qué forma idiota de razonar, se dice: El tiempo no existe, por lo tanto hace unos minutos no hizo nada. No se molesta en apagarlo. No sirve de nada, volverá a estar allí, como su amada Elisa no dejará nunca de morir, todos en el mismo punto de la existencia, superpuestos, condenados a la estática secuencia de la vida.

7 de marzo de 2012

El traicionero abrazo del miedo

Los miedos nacen en la oscuridad. Se alimentan de los sonidos que no existen bajo la luz del sol. Despliegan sus formas horrendas en la espesura de la noche, reptando subrepticiamente sobre las desveladas figuras que deambulan por lugares que no desearían.
Alicia tiene miedo. Es tarde, han perdido el último colectivo y sabe que hay dos horas de espera hasta el próximo. La calle está desierta y su novio se ha ofendido porque ella le ha reprochado que no tiene coche propio.
Buscó el amparo de un árbol para descansar la espalda, pero se alejó de inmediato. La textura de la corteza, fría e irregular, le hizo pensar en manos huesudas queriendo acariciar su cuerpo.
David se había sentado en el cordón de la vereda, mirando hacia el fondo de la calle, dónde las lámparas del alumbrado público apenas alcanzaban a iluminar los contornos de los vehículos estacionados.
Sabe que están allí porque su novia se atrasó en el baño del bar, pero evitó mencionarlo en todo momento. Sin embargo, ella se había despachado con el bendito tema del auto. La bronca lo carcomía por dentro, pero no quería enojarse. Estaban varados en una calle oscura, con una larga espera por delante, y era consciente que la reacción de Alicia se debía a su aversión a tener que esperar de madrugada en una zona poco habitada.
De todas formas se había alejado de ella. Quería que se sintiera sola, aunque fuese unos minutos. ¿Por qué no podía valorar otras cosas, como ser su presencia allí? Dejó escapar el aire por la boca y se puso de pie. Ya había sido suficiente. Ella no lo merecía.
Alicia lo vio ponerse de pie y temió que se marchara a pie, dejándola sola en aquel lugar. Pero él giró hacia ella y aún con el semblante duro, se puso a su lado y la atrajo hasta su cuerpo. Los dos quedaron en silencio, fundidos en un abrazo.
El miedo seguía allí, pero al menos en sus brazos Alicia se sintió mejor. Una lágrima que limpió rápidamente con el dorso de la mano rodó por su mejilla. La brisa la hizo tiritar. Se sentía sensible y expuesta. Se arrepentía de su reproche, pero no quería admitirlo.
El ruido de una lata rodando rompió la hegemonía del silencio. De inmediato se escuchó otro sonido, como si la lata recibiera una patada. El tintinear del metal, dando saltitos en el medio de la calle, hizo que los dos miraran en la dirección correcta.
Del otro lado de la calle una figura con capucha sobre el rostro los observaba atentamente. No se movía, solo estaba allí, como una estatua, con las manos en los bolsillos. Y no dejaba de mirar hacia donde ellos estaban. Alicia se movió inquieta; David la abrazó más fuerte, pero no se atrevió a decir palabra alguna.
La lata había detenido su andar en medio de la calle. La poca iluminación apenas si le arrancaba algún que otro destello. En cambio, le permitía a la figura del otro lado de la calle permanecer en la penumbra, como una alucinación perturbadora, capaz de quitar el sueño o de inducir a una pesadilla.
En algún momento se alejará, pensaban ambos, sin disimular que también lo imaginaban cruzando la calle en dirección hacia donde estaban petrificados por el miedo. Ninguno movía los labios, no lo necesitaban. Podían sentir recíprocamente el palpitar de los corazones.
El reproche volvía a nacer en la cabeza de Alicia. Si tan solo su novio tuviera un vehículo, no estarían allí. David por su parte se recordaba que estaban esperando en aquella calle oscura, observados por un extraño que bien podía ser un psicópata, por esos minutos que su novia había perdido en el baño.
No se movieron durante cinco minutos. Y la figura tampoco. Al fondo de la calle dos faros alumbraron el horizonte. Pero no era el colectivo, era imposible por la hora. Se trataba de un camión. El transporte recorrió con parsimonia los metros hasta la esquina donde esperaban y con un estruendo de llantas y metales retorcidos pasó por delante de ellos, calle arriba.
Cuando volvieron a mirar al otro lado de la calle, la figura ya no estaba. La lata tampoco, había sido arrollada por el camión y desaparecido en la anónima viscosidad de la noche.
Redoblaron el abrazo y así permanecieron hasta que hora y media después las luces del fondo de la calle se transformaron en el cuerpo de un colectivo de línea. No pronunciaron una sola palabra en todo ese tiempo.
Viajaron sentados juntos, ajenos al momento, pensando en aquel hombre con capucha, en el miedo que aún recorría cada fibra de sus cuerpos. Y sintieron vergüenza de sus reproches, de sus miedos. Pero ninguno lo admitió. En silencio se despidieron cuarenta minutos después y cada uno caminó hasta su casa, separadas apenas por tres calles.
Algo había cambiado, algo había nacido esa noche. Un miedo interior en cada uno de ellos, que se alimenta de los sonidos que no existen bajo la luz del sol, que despliega sus formas horrendas en la espesura de la noche, reptando subrepticiamente sobre las desveladas figuras que deambulan por lugares que no desearían, impregnando sus mentes de terrores que quitan el aliento y de reproches que nos conducen a la más mísera de las condiciones humanas.

4 de marzo de 2012

Se esfuma

Es como si se esfumara parte de la realidad. Esa sensación siente cuando se le nubla la vista, cada vez más seguido. Lo oculta, no dice nada. Intenta disimular, tanto en su trabajo como en su casa. Le cuesta, porque en ocasiones esto le sucede cuando está en plena actividad y debe detenerse, mantener el equilibro, buscar desesperadamente un punto de apoyo y redescubrir los alrededores. Porque la realidad, eso tan común que lo rodea a diario, ha desaparecido.
Busca en internet y se amarga durante días. Podría tener cientos de enfermedades, si es que se guía por los síntomas. Pero la idea de acudir a un especialista lo atemoriza. Una cosa es suponer y la otra es enfrentarse a una verdad. No quiere saber nada con ésto último. Prefiere la ignorancia y sobrellevar los momentos ciegos.
Pero el problema se incrementa. Sus alrededores se esfuman con mayor asiduidad y más de una vez tiene que dar explicaciones poco creíbles. Su habitual seguridad ha desaparecido, ahora es un pedazo de papel arrugado que alguien arroja al cesto de basura.
Camina y tiembla. Avanza con temor de quedar a oscuras. Sabe que son fragmentos, que no es todo lo que sus ojos dejan de ver. Pero las partes faltantes impiden que la totalidad se visualice y el vacío se transforma en un calvario temporal, mientras se aferra a lo más cercano y su mente se acelera en busca de una explicación lindante a lo racional.
Qué sucede, cómo sopesar la vida con tremenda tragedia entre manos. Esa ceguera tan particular que lo está carcomiendo como persona. Y sin embargo, el pavor lo atormenta y se deja estar. Lo que se esfuma luego vuelve. Se lo repite una y mil veces. Se resigna. Hasta que ocurre el accidente.
Su nieta quiere upa. Su nieta siempre quiere upa. Pero esta vez, camino a las alturas, tanto sus brazos como la pequeña desaparecen. Se esfuman. Están y luego ya no. Al menos para su vista. Esa fracción lo es todo. Porque cuando la oscuridad da paso a la luz y sus brazos vuelven a estar delante de él, la niña ya no. Se esfumó pero no volvió. Al menos en sus brazos.
La escucha llorar y observa a sus pies. No ve a la niña, no porque la realidad desapareciera otra vez, sino por el charco de sangre que la rodea. Su frágil cabeza ha dado contra una maceta. La sangre se le aproxima, amenazante. Deja de escuchar, porque los gritos de su hija se superponen a cualquier otro sonido. Lo apartan, lo despojan del último retazo de dignidad que le queda. Y mientras calman un llanto, en él se abre otro.
Acude al médico. Lo estudian. Encuentran algo peor que problemas en la vista. Es algo en su cabeza. Le dicen que se está evadiendo poco a poco de la realidad, que sus ojos no fallan, sino que su mente decide no ver todo. No entiende, se ofende. Se niega a ir a un psiquiatra. Alega no estar loco.
Pero sabe que no es así. Su mundo se sigue acotando cada vez peor. Los vacíos son más grandes, abarcan áreas mayores, se extienden durante más tiempo. Pronto serán más los momentos en los que no verá que aquellos en los que podrá apreciar los colores, la luz, la vida misma.
Comprende que se está encerrando, que se repliega a su interior. Un interior oscuro, de fría soledad, de palabras mezquinas. Las voces que llegan desde afuera son casi susurros en voz muy baja. Suele escuchar frases como "cada vez más loco", "lo vamos a tener que internar", "pobre Osvaldo". Algo le dice que hablan de él. Ya le cuesta discernir. No sale de su casa, no trabaja, todo se ha esfumado. De vez en cuando algunos destellos de luz le permiten respirar el mundo tal cual era.
Osvaldo aguarda en la oscuridad de su mundo, mientras los cuchicheos en la habitación de al lado se extienden largas horas. Lo último que escucha lo estremece.
Ese mismo día o al siguiente (ya ha perdido la noción del tiempo) llega la camilla a buscarlo. Se lo llevan sin darle explicaciones. No las necesita. Ni siquiera piensa en solicitarlas. Tiene incluso la sensacion de saber que si intentara hablar, no podría hacerlo.
Todo se ha esfumado, lo percibe tan claro como oscuro es su nuevo mundo. Todo ha desaparecido, incluso su condición humana.
Marchito es el tranco de aquella peregrinación solitaria, camino a un encierro que sepultará su alma y desterrará del mundo hasta el olvido mismo de su existencia.

1 de marzo de 2012

Rutina de campo

Agobiante, el calor se aferra a la tarde. No hay silencio en el aire, lo abarrotan esas cadencias propias de la estación, que parecen querer sofocar los instintos de quienes resisten al aire libre.
No llueve desde hace cuatro meses y el verde amarillea con vergüenza. Los animales pastan donde ya no quedan ni raíces secas. Pronto morirán algunos. Ramírez lo sabe, por eso maldice al cielo.
A lo lejos su hijo mayor cierra el enorme portón de chapa del galpón de suministros. Están escaseando víveres y productos para trabajar el campo y en lo que va del año, la cosecha se ha perdido en una gran parte. Ramírez se resigna con un gesto que solo los años han sabido domesticar.
Observa su vivienda a la distancia y distingue por la ventana abierta la figura ancha de Carmen, su mujer. Está amasando, lo que sugiere que está horneando pan casero como cada tarde desde que tiene memoria. Lo degustarán con la cena o al amanecer siguiente untado con mermeladas también elaboradas por ella.
No puede evitar extrañar el diálogo de antaño con aquella mujer. El tiempo redujo todo a breves intercambios de miradas y frases sueltas. La rutina convierte lo que toca en polvo, casi de la misma forma que lo hacen los años.
Su otro hijo está en la ciudad. Vuelve el fin de semana y traerá novedades de los animales que se llevó para vender, buscando obtener el mejor precio posible a pesar del estado de las pobres bestias.
Siente la espalda húmeda y la piel pegajosa. La sensación es placentera, a pesar del calor. La poco brisa que hay es cálida y llena los pulmones de un aire irrespirable. Allí, en medio de la nada, la vida tiene una marginalidad solo para entendidos.
Ramírez desmonta y camina hacia su hijo. Ha crecido y está hecho todo un hombre. Además posee inteligencia. Le hubiese gustado que él viajara a la ciudad con los animales en lugar del hermano, pero comprendía que quisiera quedarse, porque era más importante estar encima del campo y de su madre.
Tiene los rasgos firmes y el rostro tosco y hundido en vaya a saber que pensamientos. Los últimos tiempos han sido una sucesión de infortunios difícil de digerir.
Eso Ramírez también lo sabe. Desearía fundirse en un abrazo con aquel cuerpo que camina en su dirección. Cuerpo curtido por el trabajo bajo el sol desde muy pequeño, que más de una vez soportó el hambre y que a fuerza de resignación supo hacerse duro frente a las inclemencias de la naturaleza y las adversidades de la vida. Cuerpo de hijo, de hijo querido y valeroso, de niño que se hizo hombre y hombre que volvió a crecer, esta vez de golpe.
Ramírez duda en abrazarlo, pero se contiene. Lo deja pasar, pero el joven no le dirige la mirada. El hombre no se ofende, ya se está acostumbrando.
Aún lo sorprende el momento en el que es traspasado, como si no fuera nada. Sin embargo es mucho más que nada, es el recuerdo del que fue, es el alma en pena que no se ha podido ganar su descanso por culpa de la preocupación constante por los suyos, que es más fuerte y pura.
El calor lo agobia tanto como la muerte, pero al menos sabe que el calor no lo va a matar porque la muerte le ganó de mano. Pero el sigue allí, cuidando a su gente. Aunque más no sea con el deseo y la compañía silenciosa, que en los tiempos que corren es más que lo que otros tienen.