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27 de febrero de 2012

Когда твой день рождения?

A pesar de sus años, Vasiliy Oleg Pávlov sigue levantándose a las seis de la mañana, desayuna, barre la vereda, compra el diario y se va a leerlo a la plaza. Todo en un meticuloso orden que en los últimos tiempos se ha convertido en rutina.
Nacido en la vieja Unión Soviética, viajó al país muy pequeño y sus padres le enseñaron desde temprana edad que la única manera de sobrevivir era ganándose el pan sin escatimar esfuerzos. Razón por la que a lo largo de su vida hizo de todo. Fue vendedor de café, lustrabotas, canillita, carpintero, albañil, electricista, plomero y hasta jardinero.
Vasha, así lo llamaban sus padres, formó una familia numerosa. Se mudó varias veces y comprendió en muchas oportunidades el dolor de la partida de un ser querido. Su semblante frío, propio del país donde nació, fue de gran ayuda para sobreponerse a esas pérdidas.
Pero siempre hubo algo más detrás de esos ojos claros de autómata, que no era pena ni melancolía. Ni por su patria que apenas recordaba ni por los familiares que lo iban dejando cada vez más solo en este mundo. Tampoco era dolor. Más bien, era vergüenza.
El sentimiento se remontaba al día que su madre lo parió. A la fecha, para ser más exactos. Porque Vasiliy había venido a este mundo un 30 de febrero.
- ¿Cómo 30 de febrero? - solían decirle en la escuela, durante los pocos años que cursó en este país cuando apenas si podía balbucear alguna que otra palabra en castellano.
Y esa fecha se fue transformando en un karma. Soñaba que los chicos lo rodeaban y en ruso le preguntaban Когда твой день рождения? una y otra vez, obligándolo a caer rendido de rodillas y llorar como un condenado.
El sueño jamás desapareció. Los compañeros de colegio dejaron su lugar con el tiempo a compañeros de trabajo e incluso, a sus propios hijos, nietos y primos. No importaba que tan buena fuera la relación con una persona. Tarde o temprano le preguntarían durante la noche, mientras la cabeza reposaba en la almohada Когда твой день рождения?
El tono de sorna iba a la par de esas palabras en aquel idioma que lo había recibido al mundo. Pero lo peor no era ese momento, sino el instante siguiente. Aquel que podía dividirse en dos partes, la primera, cuando sin poder evitarlo contestaba a viva voz que había nacido un 30 de febrero y la segunda, cuando todos estallaban en carcajadas.
Y si bien eran solo sueños, estaban nutridos de la realidad, de haber vivido ese momento una y mil veces, de haberse sentido el ser más ridículo sobre la Tierra. Porque eso le sucedía. Aborrecía aquel tiempo lejano dónde en la Unión Soviética durante dos años hubo un 30 de febrero. Porque de nada servía mentir, decir por piedad una fecha posterior.
Incluso, se hubiese conformado con haber nacido un 29 de febrero y disfrutar de las bromas cada cuatro años. Pero sabía que su fecha de cumpleaños jamás volvería a ocurrir.
Ya grande había intentado rastrear otras personas nacidas en la Unión Soviética en los años 1930 y 1931, en la misma fecha que él. Pero había sido en vano. Parecía el único sobreviviente de aquel extraño calendario, implementado por un gobierno de un país que le parecía extraño, distante, lejano.
Vasha habia dejado de celebrar su cumpleaños siendo muy joven. Sus familiares debatían cuando saludarlo, mientras él hacía oídos sordos y seguía con su rutina diaria.
A medida que se aproximaba febrero la vergüenza se iba apoderando de su alma. Cuando llegaban los últimos días del mes, se encerraba de a poco en su habitación, permitiéndose solo su rutina de la mañana, incluyendo la lectura del diario en la plaza. Pero ni bien observaba que los vecinos comenzaban sus tareas habituales, doblaba el diario y volvía a su casa.
Entonces Vasha, rodeado por la soledad de sus paredes, añorando a su fallecida mujer, a los hijos que ya no estaban, arremetía con insultos al destino, maldiciendo la fecha de su cumpleaños, signo del desarraigo, del olvido, de un pasado lejano y difícil, de los años transcurridos, del tiempo que todo se lleva, de una nación que ya no era, de otra nación que lo había acogido, de una burla propia de niños, de una pregunta que siempre odiaba, de una respuesta que lo condenaba.
Para Vasiliy uno era alguien a partir que nacía. Y por lo tanto, él no era nada. Porque ya no podía rememorar la fecha, se la habían robado. Como las guerras y conflictos se robaron su país, como los años a su familia, como el pasado sus sueños.
Solo le queda la vergüenza y esa manía de levantarse a las seis de la mañana, desayunar, barrer la vereda, comprar el diario e ir a leerlo a la plaza. Apenas pequeños rayos de sol que entibian el frío de ayer que aún lo envuelve, que por siempre lo envolverá.

24 de febrero de 2012

Teoría sobre los seres distintos

Por pereza, Ismael no lavó los platos por la noche, dejándolos para el otro día. El Ismael que se levantó por la mañana y vio lo que estaba pendiente por lavar insultó en voz alta al Ismael que había tomado esa decisión la noche anterior.
Andrea estuvo a punto de prepararse el bolso para salir temprano a la estación de ómnibus y volver a su pueblo. Sin embargo prefirió acostarse y hacerlo ni bien se levantara. La Andrea que se despertó aturdida por el radio reloj maldijo a la Andrea que prefirió descansar a armar los bolsos.
Nadie es el mismo al día siguiente. La mayoría de los recuerdos y sentimientos se conservan, el cuerpo y el carácter también, como así los planes y deberes, pero el que abre los ojos no es el que los cerró.
Esto nos lleva a afirmar que una persona en realidad son infinitas más que se suceden unas tras otras, apenas notándose diferencias entre sí y haciéndole creer este método al cerebro que se trata siempre del mismo ser. Pero esas diferencias, esas decisiones egoístas, nos permiten divisar las fisuras de esa realidad que a primera vista se nos escapa.
La sucesión de personas explicaría la degradación de la memoria, sería la razón por la que muchos recuerdos se van perdiendo en el camino. No siempre la persona de turno logra traspasar todo lo que tiene en la mente, quizá por dispersión o reticencia, o bien, por algún factor muy parecido al de la pereza, que es el más notorio en los ejemplos dados.
Se podrían explicar además las causas de los desamores, la pérdida de los afectos, los secretos revelados, los cambios de ánimo, de gustos, de infinidad de acciones humanas que hoy consideramos complejas o misteriosas.
El que narra estas líneas hoy no será el mismo que mañana las relea y quizá la corrija. Creerá en un primer momento que lo es, pero hilvanando las ideas que "otros yo" han ido pensando en días anteriores, caerá en la cuenta que no. Y por lo tanto, proseguirá con la idea de publicar este estudio.
Puede pasar también que ese "yo" de mañana o de pasado mañana, o de un futuro inmediato, decida que esta teoría no tiene pies ni cabeza y por lo tanto la elimine de la computadora. En ese caso, la efímera existencia en la que se apoyan estos movimientos de los dedos sobre el teclado, serán en vano. Cómo es en vano creer que somos la misma persona desde que nacemos hasta que morimos, cuando no lo somos.
Y por pura gracia y una cuota de egoísmo, tras escribir esto, me iré a dormir, que es lo mismo que dejar de existir, dejando para el yo de mañana la molesta tarea de sacar la basura a la calle. ¡Cómo me gustaría verle la cara!

21 de febrero de 2012

Ciudad del odio

La gran ciudad es un laberinto existencial, con mil caminos posibles y muy pocas salidas. Demencialmente se internaba cada día en sus fauces hambrientas, dejándose devorar por el caos y el vértigo, la urgencia y el tiempo.
Vivir para sobrevivir y sobrevivir para vivir, un juego de palabras angustiante que se convierte en rutina y sofoca en silencio, casi en la ignorancia del que lo sufre. Y lo sufre la mayoría en aquella gran ciudad. Rostros anónimos que se cruzan sin mirarse, que si sostienen las miradas lo hacen solo para ver el semblante aturdido del otro, como si ese acto justificase la sensación interior de resignación.
Inés era parte de ese andar sin sentido. Un sin sentido que sin embargo, si lo tenía. No para ella, sino para la sociedad en si. Porque la sociedad funcionaba con el trajinar de cada uno de sus engranajes, aunque poco le importaba a la sociedad el estado de los mismos.
Ella se convertía en una sombra más desde temprano, cuando dejaba atrás el silencio de su departamento y ponía un pie sobre el asfalto árido de la mole de cemento. Se mezclaba de pronto en el oceáno humano, sin costa alguna, sin salvación posible. Y se ahogaba sin remedio entre subtes y colectivos, entre trámites y oficinas, órdenes y tareas.
El reloj en su muñeca la instaba a apurar el paso, su mente no se detenía en el apetito ni en los semáforos. Comía cuando se acordaba y cruzaba la calle cuando todos lo hacían. Y la vista puesta en el reloj, mientras los segundos pasaban y los tiempos se acortaban. Tarde para esto, tarde para aquello. Apuraba el tranco, se empujaba con la gente, corría hasta el subte, se apretujaba en el colectivo.
Y llegaba, cansada, agitada, sabiéndose impuntual, como si alguien no lo fuese en la gran ciudad, como si el ser humano tuviese real ingerencia en el tiempo, creyéndose estar en falta con la sociedad, cuando es la sociedad la que está en falta con uno por obligar rutinas despiadas y pocos carentes de humanidad.
Pero ella no lo piensa así, no tiene ni siquiera un instante para hacerlo. Mira su reloj y sabe que está atrasada para el otro ítem de su agenda. El celular la llama y se preocupa, es algún reproche, un reclamo, un reto por la demora. Lo atiende mientras camina a paso redoblado. Escucha y contesta, sumisa.
Baja al subte casi volando por las escalinatas. La envuelve el aire quemado que lo sobrevuela y aguarda al gusano salir de la cueva, con su grito estrindente chirriando en los rieles. Y mientras lo hace, cruza miradas vacías con otros seres parecidos que no pueden evitar mirar de reojo el reloj y maldecir por lo bajo que otra vez están llegando tarde a alguna parte de aquella ciudad.

18 de febrero de 2012

Incógnita del hombre sentado

¿Qué espera ese hombre sentado, qué espera? ¿Qué espera desde que despierta, solitario en su cama? ¿Qué espera mientra aguarda a la enfermera, que sin paciencia lo arrojará fuera de la habitación?
Sentado frente a una ventana, ve pasar el día. Observa un minúsculo punto del mundo con toda su rutina. Gente con la que no habla pero que conoce a través de un vidrio. Gente que en cambio desconoce de la existencia suya. Observar y nada más, conformarse con respirar.
Languidece el día, con su eternidad a cuestas. El hombre sentado espera como es su costumbre. Sus piernas inútiles lo atan y su cuerpo marchito lo oprime. Quizá con su mente vuelve al pasado, quizá en su mente aún se siente vivo.
Oculto tras esa ventana, entre sombras y muebles repletos de polvo, parece un fantasma. Pero todavía tiene pulso, el corazón palpita y respira. Entonces el dolor y los achaques le recuerda que es verdad, que está vivo.
No se responde, no nos responde. El sabe la respuesta, la sabe desde hace tiempo. Pero la calla. Esa respuesta que otros omiten, que consideran mala palabra.
¿Qué espera ese hombre sentado, qué espera? ¿Qué espera con los ojos entornados y una lágrima resbalando sobre la mejilla? ¿Qué espera en la penumbra, contraste de la luz en el horizonte tras la delgada franja invisible empotrada en un marco sobre la pared?
¿Qué espera, sino la muerte?

15 de febrero de 2012

Nunca jamás

No tenía ni pensaba tener. Y no le harían cambiar de idea. Lo sabía desde pequeña, desde aquellas primeras peleas con los varones en el patio del colegio. Discusiones estúpidas contra mentes toscas, que lo único que sabían hacer era burlarse de ella o de sus compañeras.
Y en la medida que crecía y maduraba su forma de pensar como también su cuerpo, fue comprendiendo otras cosas, entre ellas, que los chicos eran todos unos imbéciles. Le sobraban motivos para aseverarlo. Se creían tan vivos creyendo que nadie se daba cuenta que espiaban sus piernas, que asomaban la vista sobre sus escotes o intercamiaban revistas de mujeres desnudas, que en su afán de ser audaces, le parecían retrasados mentales.
Fue catalogándolos a lo largo de toda su vida, lo suficientemente bien como para estar segura de que nunca tendría. Podía diferenciarlos en babosos, pajeros, manoseadores, huecos, tontos, degenerados y desagradables. No había varón que no entrara en alguna de sus categorías, a pesar de que algunas amigas quisieran defender a los chicos que les gustaban.
Había dejado la secundaria con placer, odió esos últimos años. Las chicas regalándose en cualquier esquina, provocativas y descocadas, y ellos, con la mesa servida en bandeja, devorando sin pasión e indiferencia.
Los años de la facultad no habían sido mejores. Se alejaba de las fiestas, de las compañeras que no dejaban de hablar de hombres y de los hombres mismos, a quiénes los años no parecían asentarlos en la vida, siempre tan predecibles y con la idea fija del sexo entre ojo y ojo.
El "para cuando" de sus familiares le resultaba insoportable, pero detestaba más aún que se lo dijeran sus amigas. Incluso, su compañera de departamento, con la que lidiaba a diario porque insistía en querer llevar a su novio allí, se volvía una tortura. Si quería tener novio, que lo tuviera, pero lejos de su lugar, de su espacio personal.
La determinación ante todo. No le importaba si se quedaba sola en el departamento, eran estúpidos y ella no compartiría ni un segundo con gente así. Además, para qué quería uno. Eran egoístas y solo pensaban en ellos. Terminaría siendo una sirvienta más, como su madre o su abuela.
Si su compañera de departamento quería que su novio la pudiera visitar, que se consiguiera otro lugar. Fin de la charla. Había visto en el rostro de ella la desilusión e interiormente lo disfrutó. El que quiere celeste, que le cueste, pensó para sus adentros.
Se iría, estaba seguro de eso. Se iría en una semana o dos. Lo había visto dibujado en sus ojos ni bien recibió su negativa. Y le parecía bien. Si quería involucrarse con ellos, que se mantuviera lo más lejos posibles. No dejaría que pisaran su territorio. No, de ninguna manera.
Nunca tuvo ni nunca tendría.Y así era feliz.
O al menos, se decía serlo.

12 de febrero de 2012

El sol o las cervezas

Se sentía mal desde antes. Quizá el sol a lo largo de todo el día, mientras disfrutaba de la playa con sus amigos o las cervezas que con el pasar de las horas había ido ingiriendo. El punto era que ahora la cabeza le daba vueltas. Una sensación muy extraña, rara. No era el típico mareo a causa del alcohol, que tan bien conocía. Era aún peor, una especie de terremoto interior que pugnaba por salir.
Sentado en la punta de la mesa de aquel bar en la playa, donde recibían a diario el atardecer, observaba como sus amigos parecían borronearse delante de sus ojos al mismo tiempo que sus voces flotaban a la deriva, como si estuviera escuchándolos a través de una radio con mala sintonía.
El mozo iba y venía, llevando botellas vacías y dejando en su reemplazo otras repletas y bien frías. Pero su vaso seguía lleno, con el contenido ya sin la temperatura ideal. El estado en el que se encontraba no le permitía concentrarse, ni siquiera para dirigir su brazo hacia el vaso, tomarlo con la mano y llevarlo a la boca. Algo en su interior le decía que tenía algo grave, que debía dar aviso a sus amigos.
Se preguntaba cómo podía ser posible que ninguno notara que estaba mal. ¿Nadie extrañaba sus comentarios? ¿Acaso no estaría pálido? El solo hecho de permanecer como una estatua, rígido, en aquella silla con publicidad de Budweiser, que minuto a minuto parecía hundirse más en la arena, debería ser indicio de su estado. Sin embargo, sus amigos seguían parloteando a los gritos, riéndose a carcajadas, ignorando totalmente su enfermizo momento.
Su cuerpo estaba cayendo. No era una sensación, más bien, le estaba pasando. Notó que el nivel de la mesa subía. Pensó, en realidad, que era eso lo que sucedía. Pero no. No era la mesa la que subía, sino su cuerpo que iba hacia abajo. Un alerta se encendió en su cabeza, pero no pudo dar aviso a sus amigos. Intentó abrir la boca, pero no supo como hacerlo. En ese instante, la mesa ya había alcanzado la altura de sus ojos.
La silla se estaba hundiendo en la arena, no había otra explicación. Lo comprobó al sentir el contacto de sus tobillos con la fina arenilla. ¿Arenas movedizas? ¡Tonterías! Estaba en la playa, en un bar del lugar, dónde transitaban cientos de personas por día. Si allí hubiese arenas movedizas, todo el mundo lo sabría. Imaginó que ahora sus amigos notarían lo anormal de la situación, pero volvió a equivocarse. Seguían charlando entre ellos y cuando volteaban la mirada hacia donde él estaba, ahora con arena hasta las rodillas y parte del asiento enterrado, parecían no darse cuenta, como si aquello no estuviese pasando.
Empezaba a desesperarse, a preocuparse. Elevó los brazos cuando sintió que estaba tocando la arena. El abdomen desapareció tras un cosquilleo. No veía ni sus miembros inferiores ni el short azul que había comprado para esas vacaciones. Ahora podía ver la parte inferior de la mesa plástica, incluso un chicle pegado por algún maleducado.
Alguien pronunció su sobrenombre. Por un instante creyó en el milagro, que al fin se habían percatado de que se estaba hundiendo, que la playa se lo estaba tragando. Pero no, era la voz de Alfonso, ya algo pastosa por tanta cerveza, que transmitía la decisión del grupo:
- Bueno Pepe, esta noche pagás vos. Así que muchachos, un aplauso para el Pepe que hoy costea los vicios de todos.
Escuchó el tronar de palmas y algún que otro insulto dicho en forma cariñosa. Hubiese querido retribuir el afecto o al menos, pedir ayuda, pero no pudo. Tenía la arena en el cuello. De todas formas, bajó uno de los brazos que apuntaba al cielo y lo enterró en la arena que cubría su cuerpo, tanteando casi por instinto hasta llegar al bolsillo del pantalón corto, donde tomó los dos billetes de cien que recordaba haber guardado esa misma mañana.
Con esfuerzo sacó el brazo otra vez a la superficie. Las pequeñas partículas de arena adornaban su piel con gracia. Pero aquel espectáculo ya estaba privado para su vista, dado la cabeza quedó enterrada tan pronto como sus amigos comenzaron a pararse para emprender la partida. Los billetes de cien resistían entre sus dedos, ondeándose con elegancia, producto de la brisa fresca que llegaba desde el río.
Sintió como alguien de un tirón le arrebataba el dinero y decía "gracias, espero verlos mañana" y reconoció en esa voz a Carlitos, el mozo del bar del que ya eran habitué. Sus dedos no tardaron en hundirse también, hasta desaparecer por completo en aquel pedazo de playa. Quería advertir que estaba ahí, pero si antes no pudo abrir la boca, ahora menos podría, aprisionado por esas minúsculas partículas de cuarzo que todo lo abarcaban.
Volvió a escuchar la voz de Carlitos, que volvía con el vuelto y anunciaba que lo dejaba sobre la mesa. Le hubiese encantado decirle que se lo quedara, pero le era imposible. Que raro todo esto, pensó Pepe resignado, sintiendo arenisca en cada milímetro de su cuerpo, covencido de que mal se sentía desde antes y que no había razón alguna para echarle la culpa al sol o a las cervezas. Ni dar un bufido con bronca, pudo. Se limitó a cerrar los ojos antes que se le llenaran de arena y a pensar esperanzado que quizá, alguna niña munida de una palita plástica lo desenterrara al día siguiente.

9 de febrero de 2012

La paliza

Como si la paliza no fuese suficiente, Benito levantó del suelo un ladrillo y se lo arrojó a la cabeza. Le dio de lleno, abriendo un surco en la frente del otro. La sangre dibujó una hoz en el piso, casi un presagio de futuro.
Su mirada ciega lo absorbía todo. Resoplaba por el esfuerzo y sus dientes chirriaban con saña. La muerte se estaba consumando, podía sentirla. Arrojó un puntapié al cuerpo malherido de su oponente haciéndolo rodar hasta el otro lado de la calle.
La cabeza chocó contra el cordón de la vereda opuesta y parte del torso se empapó con el agua estancada. El sonreía y avanzaba cansinamente hasta su contrincante. Nadie encendía las luces en el interior de las viviendas, pero sabía con certeza que estaban allí, observando entre los pliegues de las ventanas con solemne morbosidad.
- Vamos, a ver si ahora podés, dale, probá ahora, dale, probá te digo - le gritaba con fuerza a la figura tendida en el suelo.
No obtuvo respuesta alguna y entonces, soltó una carcajada. El cuerpo tendido sobre la calle gimió de dolor. El barrio siguió en silencio, espiando en la penumbra. El vencedor comenzó a alejarse lentamente. Se iba riendo y no era para menos. Detrás había dejado golpeada y dolorida a la maldita muerte, que sin previo aviso, había ido esa noche por él.

6 de febrero de 2012

El pueblo que está cruzando

Hay un oráculo en el pequeño pueblo del otro lado del límite provincial. Es tan ínfimo ese paraje que ni el nombre se recuerda. Se le dice "el pueblo que está cruzando" y se le señala al interesado el angosto arroyo que divide en aquel punto una provincia de otra. Lo primero que se ve es el precario puente que hace de nexo entre las dos geografías políticas. Ha resistido décadas y lo seguirá haciendo, como si un designio así lo determinara.
También es cierto que el lugar no es muy transitado. La autopista es el camino habitual de todos los vehículos que transitan por la región. Y el pueblo más grande, el de este lado del límite, no es muy importante y aunque tiene cerca de ocho mil habitantes pasa desapercibido para los ojos de los que marchan raudamente de un lado a otro por la veloz arteria asfaltada.
Quiénes se aventuran allí lo hacen por una única razón: visitar al oráculo. Aquel pueblo apenas si tiene doscientos habitantes y en una de las últimas casitas con techo de chapa y paredes muy angostas, las puertas siempre están abiertas de par en par para recibir la visita de todo aquel que está detrás de una respuesta.
Dentro de esa humilde vivienda se encuentra Adolfo, un hombre ya anciano, que ronda los noventa y tantos años de edad y que a pesar de ello mantiene su aspecto sano y fuerte, aunque algo encorvado por el tiempo. De todas formas se las apaña para atender a todos los que acuden, al tiempo que se cocina, hace los mandados y cuida su quinta, además de mantener su hogar lo más limpio posible.
- Si uno quiere estar limpio de alma, debe comenzar por limpiar su casa - suele repetir a los visitantes que van en busca de ayuda.
Vive en soledad, pero es solo una forma de decir. Lo visitan a diario decenas de personas, todos de lugares distantes, que atraviesan cientos de kilómetros para poder estar cara a cara con él.
El viejo los recibe de manera muy particular, ya sea invitándolos a ponerse cómodos en sus sillas de mimbre para tomar unos mates con él o bien, como ha sucedido, si justo está en la huerta, pidiéndoles una mano para alguna tarea que demandara algo de fuerza. De una u otra forma logra crear con el visitante, al que en la mayoría de los casos no ha visto antes, un vínculo íntimo y eso le permite, luego, poder percibir las respuestas que la persona quiere.
Es difícil precisar como es que toman conocimiento de la existencia de Adolfo, pero el boca a boca ha sido el medio de comunicación más importante de la historia, así como el más antiguo, por lo que tampoco puede extrañarse la peregrinación diaria de vehículos o gente de a pie, que con gusto (a pesar del cansancio y las horas de viaje encima) se encaminan hacia el pueblo que está cruzando.
Vaya a saber uno lo que hablan Adolfo y sus visitantes, pero suele dedicarles el tiempo necesario, por más que afuera de la vivienda hubiese más gente aguardando. Más de una vez se ha visto en horas de la madrugada gente esperando en la puerta, mientras dentro de la humilde casita Adolfo seguía hablando con otra persona.
Otra cosa que decía Adolfo a todo aquel que quisiera escuchar, era que servir al oráculo era ser prisionero de la vida de los demás y era muy cierto. No podía cerrarles la puerta en la cara y pedirles que volvieran al otro día. Habían esperado por horas y por ende, los atendía.
Había jornadas en las que no dormía, sobre todo cerca de los fines de año, cuando la gente acudía casi en masa, esperando las respuestas necesarias para comenzar los doce nuevos meses que se avecinaban de la mejor manera. No era de extrañar entonces verlo cabecear mientras quitaba yuyos entre medio de los zapallos o cuando, apoyado en algún estante del almacén, esperando su turno, dejaba caer su mentón sobre el pecho y se dormía hasta que era llamado al mostrador.
No ponía reparos, era su vida. Y el pueblo lo dejaba ser. Un tácito acuerdo, donde todos ganaban. A nadie le importaba ya no recordar el nombre del lugar, mientras hubiese para comer y donde refugiarse en las noches, podían ponerle como quisieran. Vive en "lo de Adolfo" es una de las frases que suele emplearse en el pueblo de este lado al hacer referencia de algún vecino del pueblo que está cruzando.
Con los años el viejo se transformó en la referencia de este lugar olvidado del mundo. La gente llega y le da color con su movimiento a un sitio que de otra forma sería un odio rutinario para todos sus habitantes. Este el escenario que vemos desde temprano, sol a sol, luna a luna.
Nosotros, los que estamos a un paso, ya hemos dejado de acudir a su casa de puertas abiertas. Antes íbamos con frecuencia, de una escapada. Tanto la gente de este lado, como del otro. Pero los autóctonos ya no nos dejamos engañar. Porque la realidad es que Adolfo es un chanta. Si, un chanta y la madre. Por eso les digo que ignoro de lo que hablará con la gente que lo visita, pero si fueron por una respuesta es probable que se lleven una mentira enorme como una casa.
Lo digo y lo decimos por experiencia propia. ¿Cuánto tiempo fuimos con nuestras preguntas urgentes? Muchísimo. Y nunca, pero nunca, ninguno de los que somos de este lado y fuimos, como los que conozco del otro lado cruzando el puente, y qu también acudieron, tuvimos la "bendición" del oráculo ese de mierda. ¿Cuántas veces le hemos preguntado "Adolfo, que sale esta noche en la quiniela"? para que ese viejo de porquería nos lanzara un número cualquiera, al que corríamos a apostar como tontos borregos.
Por eso, al ver esa peregrinación diaria pienso para mis adentros "crédulos imbéciles" mientras les sonrío con cierta ironía, al mismo tiempo que les señalo con la mano el frágil arroyo con su puente a cuestas y les digo entre pitada y pitada "queda en el pueblo que está cruzando".

3 de febrero de 2012

Desconfianza de la noche

La noche es una compañera peligrosa, le había inculcado siempre su madre. Por esa razón se cuidaba cuando debía deambular bajo la luna y discernir entre las sombras para tantear la realidad de los miedos dibujados por las palabras de años y años.
De todas formas, la noche crucial en su vida no lo sorprendió caminando desprevenido bajo las estrellas. Y podría decirse que si hubiese ocurrido en una vereda cualquiera, quizá su destino sería otro. Pero las desgracias no vienen solas, llegan por alguna razón. Llámese vaticinio o fatalidad, el destino tiene varias caras pero se obstina en mostrarnos solo una.
Cómo le ocurrió a Fidel, aquel que de niño le habían enseñado a desconfiar de la oscuridad, la noche en la que se le hizo muy tarde tras la sobremesa en la casa de unos amigos. Lo más prudente, pensó entonces y debió haber razonado durante largo tiempo después, habría sido quedarse en aquella casa, durmiendo en un sofá prestado o sobre un colchón en el piso.
Pero en cambio, decidido a regresar a su departamento, se encontró caminando hacia la parada del colectivo, con el croar de alguna que otra rana y el canto de los grillos como únicas compañías. No se trataba de la línea local, sino de media distancia. Su hogar distaba sesenta kilómetros de aquel paraje en el que se había críado.
Era entrada la madrugada y una brisa le recordaba que estaba desabrigado. Añoraba ya la posibilidad descartada minutos antes del sofá en lo de su amigo. Su vista iba del reloj en su muñeca izquierda a la ruta, más precisamente al fondo, donde las luces de un semáforo lejano cambiaban cada tanto. Esperaba ver emerger de la oscuridad la figura amarilla del omnibus. Lo esperaba con ansias. La soledad en aquel lugar lo angustiaba, además de la necesidad de apoyar su cabeza contra el respaldo y poder dormitar aunque sea media hora.
Ya su mente se interrogaba de manera lapidaria, preguntándose si acaso en ese horario tendría transporte. Se respondía negativamente, casi resignado a una espera eterna, o al menos, hasta el amanecer, cuando la línea de media distancia retomara su recorrido.
Sin embargo se produjo lo que en ese preciso instante creyó, era un milagro. La sencilla forma del colectivo irrumpió en el horizonte, dejando ver sus bordes rectos y el cartel luminoso que a medida que se acercaba, invitaba a leer el nombre de la ciudad destino, aquella que albergaba su cama y sus sábanas.
Subió Fidel sintiéndose más seguro, recobrando el calor en el cuerpo y retomando una respiración normal. La noche lo angustiaba terriblemente y a pesar que ya era un joven crecidito, el miedo todavía lo perseguía.
Se ubicó casi al fondo de la doble hilera de asientos. Apenas si viajaban seis o siete personas al momento de subir. Podría descansar tranquilo. Solo subieron dos pasajeros más antes de abandonar la ciudad que otrora cobijara su niñez. Y sería este último detalle, el que desencadenara todo.
Soñó en los minutos que se abandonó al sueño que estaba en su departamento mirando televisión, mientras comía una pizza con la muzzarella bien caliente. No supo si era por sentirse en su hogar o por lo sabrosa de la pizza, pero se despertó con una inmensa sensación de bienestar.
En realidad una conversacion lo arrancó de la ensoñación. Era un diálogo que se producía en el asiento atrás suyo. Recordaba que allí se habían sentado los dos últimos jóvenes en subir. No iba a negarlo, el aspecto de ambos no le había gustado. Gorritas con visera que le tapaban los ojos, camperas holgadas y varias cadenitas en las manos y cuello.
Los escuchaba hablar, con un tono elevado, incluso amenazante. Las palabras no eran nítidas, pero no porque no escuchara, sino porque pronunciaban muy mal. Y cada dos o tres palabras, había una que no entendía. Era joven, pero aquella jerga se le escapaba.
De a poco la charla comenzó a cobrar sentido. Los dos jóvenes de gorrita estaban planeando asaltar a los pasajeros.
El miedo lo puso rígido, pero solo fue un instante. Debía actuar. Por lo que escuchaba, los dos andaban calzados. Es decir, tenían armas de fuego. No podía caminar por el pasillo y avisarle al chofer, porque estos se avivarían y serían capaces de cualquier cosa por escapar. Decidió lo más arriesgado, que fue lo primero que se le ocurrió tras descartar avisarle al conductor. Hablarles.
- Chicos - les dijo girándose hacia ellos, casi con un hilo de voz; carraspeó para tomar fuerzas y seguir adelante - Chicos, no pude evitar escucharlos y quería pedirles que no lo hagan. Somos pocos, no vale la pena.
Los dos muchachos se miraron entre sí, no se imaginaban que iban a escuchar el plan. Además, las tres cervezas que se habían tomado en una estación de servicio antes de subir los había entonado y no era cuestión que un boludo les dijera que tenían que hacer.
- Flaco, chito. Te quedás calladito. Si no decís nada, la sacás barata. ¿Estamos?
- En serio, mirá bien, no vale la pena. Mirá si se te escapa un tiro y...
- Flaco, hacele caso a mi amigo. Quedate piola en su lugar que nosotros hacemos lo nuestro, bajamos y todos a salvo.
- Y si por esas cosas se les escapa un tiro...
- Si hacés algo raro, el tiro va para vos. Si el chofer decide hacerse el héroe y frenar, el que la liga es él. Y cualquier pelotudo que se haga el valiente, lo quemamos. Así que mirá para delante y esperá tu turno.
- Dale loco, media pila, mirá si vas a asaltar este cole, es tarde, tengo que llegar a casa...
- ¿Lo escuchás al gil este? ¿Vos sabés flaco con quién estás hablando? Nosotros cocinamos a varios, somos pesados, no te pasés de vivo con nosotros, no te pasés.
- No muchachos, no quiero que se malentienda, lo único que quiero es que no nos pase nada.
- Si te quedás callado no te pasa nada.
- Y... ustedes tienen armas, cómo puedo confiar que no va a pasar nada.
- ¿Querés que te de el arma? ¿Qué la tiremos por la ventana? - los dos de gorrita se pusieron a reír - Vos si que sos gracioso gil eh - acotó uno de ellos.
- Bueno - dijo el otro - Vamos a hacer esto rápido, porque la conversación me está aburriendo.
Y dicho esto, se puso de pie blandiendo el arma en la mano y gritando a toda jeta.
- ¡Hijos de mil putas, los estamos robando! ¡Chofer, ni se te ocurra frenar que te lleno de agujeros pedazo de forro!
- ¡Dale, la plata, vayan sacando la plata que tengan encima! - decía el otro mientras corría por el pasillo - Dame el celular mierda - le dijo de mala gana a un hombre que intentaba esconderlo debajo de la cola.
- ¡Vamos! ¡Vamos! Colaboren carajo. Vos imbécil, vos, dale, eso, la guita - exclamaba uno de lo ladrones, mientras se alejaban de los últimos asientos, avanzando hacia el chofer.
Fidel había quedado casi acurrucado en su asiento, temblando, porque cuando habían sacado las armas, pensó que lo primero que harían era dispararle un tiro en la cabeza. Cerró los ojos y recordó la voz de su madre, advirtiéndole sobre los peligros de la noche. Quiso replicarle a la voz, objetando que no estaba en la calle, sino dentro de un colectivo. Al mismo tiempo rezaba, pidiendo que los de gorrita se hubiesen olvidado de él.
Pero no, sintió el caño del arma contra la frente.
- Dale chabón, abrí los ojos. Faltás vos, dame la plata y el celular.
- Esperá - dijo levantando los párpados - te doy guita, pero el celular tiene datos del laburo y...
- Dame el celular o te quemo, así nomás te lo digo.
Dudó, pero con la mano temblorosa terminó alcanzádoselo.
El ladrón tomó el aparato y apartó la pistola de la cabeza.
- Flaco, no te preocupes, que vos vas a terminar mejor que nosotros en la vida. ¡Chofer! Frená para que bajemos y volvé a arrancar hijo de puta, que si veo que hacés algo raro te quemo, escuchaste te quemó - vociferó mientras corría hacia la puerta.
El colectivo frenó bruscamente sobre la banquina de la ruta y los dos muchachos bajaron corriendo para perderse en la oscuridad, que los encubrió como tragándose un bocado rico y sabroso.
Los pocos pasajeros quedaron en silencio, llenos de impotencia. Fidel aún sentía el frío del cañón en su frente y se imaginaba que allí todavía debía estar el círculo que éste había dejado sobre su piel.

El miedo a la noche, a los peligros que pueden esconderse tras su velo de estrellas mentirosas, que engañan con su brillo con el fin de hacerle creer a todos que son preciosas, dignas de ser observadas, en tanto la maldad se expande a espaldas de uno y lo toma por sorpresa.
La noche es eso, un despliegue de escenarios propicios para el crimen. Su madre tenía razón. La noche era ante todo una compañera peligrosa.
Había oportunidades, cuando la luna era único testigo de su deambular nocturno, que volvía a sentir el cañón sobre su frente. Por momentos pensaba que aquella marca jamás se había ido.
Ese viaje fue traumático, marcó su vida. Fue el desencadenante de lo que aconteció después. El temor lo desbordó al punto tal de hacerlo temblar ante la mínima sombra. Un pasado de advertencias gobernó su mente y durante largo tiempo sucumbió ante el recuerdo de su madre, los miedos inculcados y la experiencia de aquel asalto.
Pero como todas las cosas, no duró demasiado. Lo suficiente como para que comprendiera lo que debía hacer. La manera de enfrentar su miedo.
La noche ahora es su aliada. La que lo protege, envolviéndolo en su espesura cuando corre campo adentro tras saltar del colectivo que acaba de robar. Lo hace cada noche, esperando toparse con esos rostros conocidos y poder así cerrar el círculo.
No le molesta el miedo que causa, ni la sensación de estar a punto de ser apresado. El fue víctima de ese miedo y vivió preso del mismo. Ahora se siente vivo, porque lo enfrenta, lo hace suyo, lo gobierna. Pistola en mano grita desaforado y se imagina el escarnio que recorre interiormente a cada víctima y por una vez en la vida sabe que el enemigo no es la noche, sino el hecho de confundirla con la oscuridad que vive dentro de uno.