Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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19 de enero de 2012

Luz nieve

Solo aquel que ha visto a la muerte o desea verla, puede transitar en una noche de lluvia el camino que lleva al cementerio olvidado. El lugar, que para muchos en el pueblo es un mito, existe de verdad y está varios kilómetros adentro, luego de atravesar el bosque, pero son pocos los que han podido llegar.
¿Para qué alguien querría ir al cementerio olvidado? La respuesta es muy simple: allí reside la delgada línea entre un mundo y el otro, entre los vivos y los muertos. Y si uno quiere seguir viviendo, debe hacer lo posible para poder llegar. Antes, claro, tiene que haber muerto y vuelto a vivir.
Cuando Juan resbaló de la montaña que escalaba en la cordillera junto a sus amigos españoles, supo que iba a morir. Fue en el mismo momento que sintió como la piedra cedía debajo de su calzado. En ese instante se abrió un abismo en su mente, mucho más profundo que el que en realidad se cernía entre su cuerpo y el firmamento.
Luego tan solo se sintió caer. Mentalmente también las luces se apagaban. Su cuerpo iba camino a la muerte de manera estrepitosa y su cabeza hacía lo propio, presionándolo con imágenes puntuales, decisivas. Se moría y la culpa de otros avatares, rencores guardados y amores sin profesar, se sucedían unos a otros, con la seguridad de torturarlo, de impulsarle aún más velocidad a ese final tan angustiante que lo esperaba metros más abajo.
Sintió el impacto, pero en las extremidades. Luego todo fue oscuridad y más tarde, una solemne luz blanca, tan blanca como la nieve que solía divisar en las alturas, a temperaturas bajas. Pero aquí, esa luz nieve era cálida, confortable. Se sentía bien, sereno. Al menos, al principio.
No sabía dónde estaba, pero su cuerpo no le dolía, por lo que era una buena noticia. Lejos, vio cinco figuras. Se acercó para buscar una respuesta y en la misma medida, las figuras se alejaron. De golpe un brazo salió de la nada y lo tomó del cuello. El rostro dueño de ese brazo era atroz y su voz, era la del mismo diablo:
- ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces? ¿Quién crees que eres para morir en este momento? Vuelve maldito ser vivo, vuelve y recibe tu castigo de morir en vida, día a día y aguardar en vano hasta que te llame. Vuelve, condenado, vuelve a tu martirio terrenal.
La voz desapareció luego de vociferar esas palabras y con la voz, retrocedió el brazo, la luz nieve y las figuras que se recortaban lejos. Volvió la oscuridad y de inmediato, el dolor.
- ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! – el grito desgarrador resumía el calvario que sentía. Y gracias a ese último alarido de su garganta, fue que sus dos compañeros andinistas españoles pudieron dar con él entre las rocas, aún respirando. Con un hilo de vida, pero respirando.
Su vida ya no fue la misma. Perdió sus piernas y también la posibilidad de seguir escalando. Apenas si podía movilizarse en la ciudad o en su departamento y veía en ese sobrevivir diario la ironía del destino, justo a él, que escalaba gigantes montañas, él que podía superar cualquier obstáculo, ahora era un rehén de una silla de ruedas y de una ciudad no pensada para gente así.
¿Acaso había sido Dios el que le había hablado o el mismísimo Diablo como había pensado en su momento? Lo había meditado durante muchas noches de largos meses, en los que no pudo conciliar el sueño. Y estaba seguro que no era ni uno ni el otro. El brazo, la voz, pertenecían a la muerte.
Se engañó mucho tiempo creyendo que alguna vez su vida sería como antes. Luego supo que ilusionarse era en vano. Comenzó a vagar por grupos de auto ayuda, sin encontrar nada que lo animara. Las palabras de la muerte eran un eco en su cabeza, como lo había vaticinado aquello era un martirio día a día que a veces lo llevaba a pensar en terminar con todo.
Fue en una reunión con personas que habían experimentado la muerte o al menos, la experiencia del “túnel de luz” que conoció a Gaspar. Era un hombre entrado en años, vigoroso y con un fuerte carácter. Solía discutir con todos y levantarse de su asiento enojado con alguien para salir del recinto dando un portazo. Una noche no lo hizo y coincidieron los dos en el bar de la esquina. Compartieron una mesa, dado que Juan no podía quedarse en la barra, que se le hacía eterna de alta.
Cada uno contó su experiencia, sin caer en sentimentalismos. Eran dos personas resignadas, que solo buscaban en esas reuniones un justificativo para levantarse al día siguiente. Al escuchar la historia de Juan y de su mal momento en la luz nieve, tal como él la seguía llamando, Gaspar entornó los ojos.
- Hay tres clases a la hora de experimentar la muerte – le dijo – La primera es aquella en la que no regresas, la segunda es la que regresas lleno de esperanza y la tercera es la que regresas creyendo estar vivo cuando en realidad estás muerto.
- No entiendo la último – le confesó Juan.
- Claro que si, la tercera es tu caso.
Juan no lo entendió. Se quedó mirando a su compañero de mesa, que apuraba el último trago de cerveza.
- Tú crees que volviste, pero no es así – Gaspar veía en los ojos de Juan la incomprensión – Me puedes decir que estás delante de mí, que estás tomando una cerveza y te voy a creer, lo estoy viendo, no soy ciego. Pero ya estás muerto, regresaste sin vida, solo eres una cáscara sin alma. La muerte se divierte, hace esas bromas. Te tendrá penando en vida. ¿Entiendes? Un muerto penando en vida. ¿Qué peor contradicción, que paradoja podría ser más cínica?
Juan se tomó la cabeza. Podía avistar algo de esa idea, pero la creía imposible. Pero en el fondo, alguien reía en su interior y estaba seguro, era la muerte. Y sabía, estaba convencido, que era verdad.
- Ve a Paraje Blanco, es un pueblo pequeño, en el oeste. No aparece en los mapas, pero puedes llegar preguntando. Nadie le negará ayuda a un lisiado. Allí te dirán cómo encontrar cierto lugar. Puedes que allí la muerte se redima y te permita descansar donde te corresponde.
Recién dos años después de aquella charla con Gaspar, y tras mucho andar, Juan se encontró atravesando el bosque de Paraje Blanco en su silla de ruedas, mientras entre las copas de los árboles el atardecer coronaba el cielo.
Su peregrinar había sido en solitario. Donde se dirigía únicamente lo esperaban a él. No necesitaba a nadie más. En el pueblo se habían mostrado reticentes, pero nadie dudó, al mirarlo a los ojos, que ese hombre en sillas de ruedas, rostro fatigado y pronunciadas ojeras, ya estaba muerto antes de llegar. Un muerto en vida, uno más. La muerte seguía jugando con la gente y para ellos la sorpresa se había extinguido hacía décadas.
El cementerio no era como los demás. No tenía murallas que lo ocultaran de la sociedad, ni presuntuosos mausoleos. Apenas si se veían algunas cruces de madera y lápidas derruidas con los años. La totalidad de los árboles que se erigían con pobre firmeza estaban secos. Algunos cuervos revoloteaban entre sus ramas, dándose picotazos entre ellos y desparramando en sus movimientos oscuras plumas al aire.
La noche se había cerrado en lo alto para cuando las ruedas de la silla dejaron sendos surcos sobre la tierra húmeda del lugar. Al notar la presencia de un extraño, los cuervos cesaron sus peleas.
De repente el silencio asaltó el paraje y embargó a Juan en una extraña sensación. Aquel silencio era igual al que había vivido años atrás, antes de arribar a la luz nieve. Cerró los ojos y aguardó el brazo, el mismo que aquell vez se despegara de la oscuridad, tomándolo otra vez del cuello. Prácticamente sintió las garras aferrarse a su piel. Pero fue eso, solo una sensación, porque nada apareció en la noche. Solo una brisa, suave pero fría, que lo hizo temblar.
Y tras la brisa, llegaron los pasos sobre la grava. Pasos fuertes, pero sin prisa. Lejos, entre cruces apuntando a ninguna parte, vio avanzar a la muerte. No llevaba una hoz como decían las creencias, ni tampoco vestía un traje con enorme capucha que lo cubriera de pies a cabeza. No era un ser físico, tan solo una sombra, una figura que se movía haciendo constar su presencia, que pisaba sin pies, que hablaba sin boca, que respiraba sin nariz.
- Muchos llegan después de tanto buscar – dijo la voz de aquella sombra, que tan bien recordaba de aquel atroz momento en la luz nieve.
Juan no contestó. Se limitó a observarla. La sombra se paseó a su lado, rodeándolo, como si estuviera cotejando a esa persona en silla de ruedas con el recuerdo de aquel andinista que quiso morir antes de tiempo y se atrevió a viajar hasta el más allá sin el permiso debido.
- ¿Consideras que ahora si es tu hora? ¿Vienes para que te lleve? ¿Tienes el coraje para morir de una buena vez?
- Ya morí una vez.
- No, no estabas muerto aquella vez.
- Pero tú hiciste que lo estuviera a partir de aquel momento.
La muerte sonrió.
- Haces ver como que el fracaso de la oportunidad que te di es culpa mía.
- Yo no fracasé – refutó enojado Juan – Yo debí morir y no sucedió así, pero te encargaste que mi vida después de eso fuese igual que estar muerto.
La sombra se movió de un lado a otro. Ya no sonreía.
- Morir día a día es lo que hacen todos. El martirio terrenal es el mismo para todos. ¿Por qué crees que esas palabras fueron diferentes para ti? ¿Hay cosas peores que la muerte? No lo creo. ¿Qué esperas que sea la muerte? ¿Un lugar de reflexión y relajamiento? ¿Unas largas vacaciones? Tuviste una oportunidad y te dedicaste a no usarla. ¿Me culpas a mí ahora?
- Me han dicho que aquí está la respuesta a todo eso, que la línea entre la vida y la muerte reside en este cementerio.
- ¿Una línea? Qué interesante. Suelen venir muchos como tú a este lugar. Puede que eso lo haga más atractivo. Estoy en todas partes. En definitiva soy la muerte. Pero si quieres que sea acá, será acá.
- ¿Qué debo hacer?
- ¿Para qué? – preguntó la muerte.
- Para dejar de sufrir.
- Puedes morir o simplemente, intentar vivir.
- Ya estoy muerto.
- Entonces no me necesitas.
- ¡Si te necesito!
La muerte había empezado a alejarse. Juan movilizó con fuerza su silla e intentó darle alcance. Una de las ruedas tropezó con una cruz y perdió el equilibrio. El cuerpo cayó hacia un costado, sin darle tiempo de anteponer los brazos. La cabeza dio contra media lápida partida, que estaba en el suelo. Primero fue el golpe, luego una grieta en la frente y más tarde, un borbollón de sangre escapando. Juan murió al instante. La sangre siguió vertiéndose unos minutos más.
En ningún momento la muerte volvió sobre sus pasos. No le hacía falta. Su trabajo lo había hecho años atrás, convenciendo a un ser vivo de que estaba muerto. Al fin y al cabo, todos los mortales lo están. Solo es cuestión de tiempo.

3 comentarios:

SIL dijo...

EXCELENTE, Netito.


La muerte es una vida vivida.
La vida es una muerte que viene.

(JLB) :)


Abrazos mil


SIL

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Muy, muy bueno... Excelente la semblanza de ambos personajes principales... Me encantó...

Netomancia dijo...

Sil, Juanito, mil gracias!