Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

31 de enero de 2012

Pibe, pensalo bien

Mirá Carlitos, si te parece bien hacelo, dale para delante pibe pero no sé, pensalo bien, acá en el club tenés muchas posibilidades, pensá que el Turco Maderna se retira este año y si no es este año, es el próximo, vos lo viste al Turco, si ni se puede mover, para perseguir a un rival necesita una moto por lo menos, así que si el Turco se va es un casillero que avanzás pibe, claro, ya sé, están los hermanos Contreras, y esos son jóvenes pero con el nivel que tienen ¿cuánto te pueden durar en el club? una temporada o dos pibe, no más, después se las pican, vuelan, se van al mejor postor, eso de amar la camiseta no existe más y no importa que los Contreritas vengan jugando con el club desde el baby, ya eso no importa, cuando pinte la moneda los hermanitos hacen los bolsos y se marchan, y con el nivel que tienen hacete la idea que un campeonato más o dos y luego chau, si te he visto no me acuerdo, así que Carlitos esperá, no aflojes, vos sabés que tenés condiciones, además si vas a otro club a probarte y no quedás, acá te van a mirar feo cuando vuelvas, te conviene seguir peleándola acá, que si bien sabés hay buenos jugadores adelante, están al caer y cuando eso suceda ¡zaz! das el paso que te hace falta para afirmarte, porque es verdad, sos suplente en la reserva y ya tenés casi veintidós, pero ojo, no te asustes, he visto a grandes jugadores afirmarse en primera con más edad como el Águila Alarcón, te acordás, bueno no creo, tu viejo quizá se acuerda, vos vieras, tenía casi treinta cuando comenzó a jugar en primera, parecía el abuelo de los demás porque no solo no jugaba, vivía chupado Alarcón, así que el tinto le había modelado la cara, no sabés pibe lo que era esa nariz, roja como un tomate, parecía que estaba a punto de explotar y sin embargo el Águila jugó cinco torneos, cinco pibe y dejó un grato recuerdo porque se ganaron tres campeonatos en esa época, así que pibe que tengas veintidós pirulos no es señal de nada malo, al contrario, vas a empezar a jugar más maduro, mirá lo que le pasa a la mayoría de los pibes con las hormonas revolucionadas, con más ganas de coger que de otra cosa, que salen a la cancha como tromba y terminan mandándose macanas de todos los colores, y así Carlitos, vos supieras todos los pichones de crack que vi fracasar y que al poco tiempo colgaron los botines y que flor de jugadores que eran en las inferiores, no tenés idea, esto no es para cualquiera, acá no solo llegan los mejores sino los que perseveran, fijate el caso de Odilio, y si, me vas a decir que es el aguatero, bien, si, pero vos sabés lo que perseveró Odilio para ser aguatero y pensá que adelante tenía a grandes glorias del club que la vida bueno, viste como es la vida, dejó mal parados y necesitaban unos mangos y entonces las comisiones directivas los ponían de aguatero, pero Odilio sin ser alguna gloria pero cagado de hambre hasta los huesos insistió e insistió hasta que se le dio y ahora andá a sacarlo a Odilio, se las juna toda y es un tipazo, así que ya sabés, te armás de paciencia, venís a las prácticas, hacés banco cuando te toque el banco, salís a jugar cuando te toque jugar y en un par de años tenés pista libre para aterrizar vos pibe. ¿Estamos Carlitos? Dale, arriba ese ánimo ¡qué te vas a ir a probar a otro club, no seas boludo! En dos años, primera para vos. Segurísimo... siempre y cuando no traigan refuerzos. Y viste pibe, si se van Maderna y los hermanos Contreras, hay que ser realistas, hay que traer gente, no vamos a poner a Odilio a jugar, ¿no, verdad?. Pero tranquilo Carlitos, persevera y llegarás.

28 de enero de 2012

El hombre de la esquina

Lo asombroso era la constancia. Verlo todo el día parado en aquella esquina, sin importar si había sol, llovía a cántaros o si al mundo lo atravesaban ráfagas de viento de sesenta kilómetros por hora.
Su presencia era una postal en aquel punto de la ciudad. Aparecía bien temprano, con el sol comenzando a asomar por el este y permanecía hasta entrada la noche, cuando el firmamento era propiedad de las estrellas y la luna.
No ha faltado en todo este tiempo aquel buen vecino que quisiera acercarle una silla, pero como si aquella postura fuese un sacerdocio, el hombre agradecía y se negaba muy amablemente a aceptarla.
Cualquiera podía detenerse a conversar, no tenía inconveniente para ello. Era un hombre culto, aunque visiblemente perturbado. Si bien se lo veía sereno estando allí de pie y se lo percibía calmo a la hora de entablar una charla, su rutina no hablaba de una actitud o comportamiento normal.
La pregunta infaltable era la tendiente a descifrar las razones que lo movían a estarse parado en esa esquina. Y el hombre no la eludía. Decía que aquel punto del universo, en la unión de esas dos veredas, estaba el sentido de la vida y que su misión era poder comprenderlo.
- ¿Y por qué solo de día? - le preguntó más de uno alguna vez.
- Porque de noche duermo - respondió con toda lógica en cada oportunidad.
Nos preguntábamos siempre si la revelación del sentido de la vida le llegaría de repente o necesitaba ese minucioso estudio del ir y venir de las personas que realizaba a diario. De todas formas nos hacíamos esas preguntas en tono de broma.
Quién de nosotros no se ha parado a su lado algunos minutos, los suficientes como para observar desde el punto de vista del hombre. Sin embargo, más que la calle proyectándose hacia un lado y el otro, lo mismo que las veredas, los negocios y frentes de viviendas de siempre y el cambiante ir y venir de peatones, no vislumbrábamos nada que nos llamase la atención.
- ¿Y usted que ve? - se le preguntó una y mil veces.
- Lo mismo que usted - respondió ante cada ocasión, siempre con una sonrisa en la boca.
Cuando llovía uno esperaba que al menos abriese un paraguas o algo para protegerse, pero no, dejaba que el agua le cayera sobre su cuerpo sin demostrar la menor preocupación. Temíamos que se enfermera, dudábamos que tuviera obra social o cobertura médica. Sin embargo, siempre aparecía al día siguiente.
Eso si, comía puntualmente. Al mediodía extraía del bolsillo derecho de su saco (el uso de esta prenda era una de las principales características de este hombre, ya sea invierno o verano) un sánguche que devoraba con ganas pero sin prisa. Al atardecer, del bolsillo izquierdo, hacía aparecer una manzana o banana. A diferencia de lo que sucedía con la silla, si alguien le convidaba para comer, aceptaba. Salvo que fuesen chocolates, que según decía, le caían pesados.
- ¿Y, ya lo encontró? - solía preguntarle Bermúdez cada mañana, cuando llegaba para abrir el puesto de diarios.
- No estaría aún acá, mi amigo - le respondía sonriendo el hombre.
Severiano se llamaba, aunque nunca supimos el apellido. Al menos, nunca hasta antes de morir.
Pocos debemos imaginarnos dónde nos encontrará la parca en el momento último de nuestras vidas. Con este hombre era muy factible que sucediera ahí mismo, en la esquina que pasaba los días de su vida. Y así ocurrió. Pero no fue un ataque al corazón o una muerte súbita, ni mucho menos un ACV o una neumonía. Fue un colectivo de línea.
La mala fortuna, la desgracia, llámese como quiera. Un auto que cruza en rojo, el colectivero que intenta un volantazo para evitarlo y la esquina que se le viene encima. Y debajo del monstruoso vehículo, aplastado y con las piernas, costillas y brazos quebrados, terminó Severiano.
Una muerte que nos llegó de congoja a todos los vecinos que nos habíamos acostumbrados a tenerlo como parte del paisaje, del barrio, de la ciudad misma, porque... ¿quién no había oído hablar del loco de la esquina? Y ahora, de repente, ya no estaba. La esquina no era lo mismo sin su presencia. Parece extraño, pero es así.
Al recordarlo nos preguntamos todos si habrá valido la pena todo el esfuerzo por encontrar el sentido de la vida, porque al fin y al cabo lo suyo fue un apostolado que no le dejó vivir, al menos de la manera en la que lo demás entendemos esa palabra.
Y nos carcomen las dudas. ¿Entendemos bien esa palabra? ¿Vale la pena buscar el sentido? ¿Quedarse en una esquina esperando la revelación? Coincidimos en que no, en que Severiano estaba loco. Al menos, justificamos su muerte. Y al mismo tiempo, nos justificamos nosotros.
Quizá finalmente, creo a veces, el hombre encontró el sentido, irónicamente en el momento cúlmine de su existencia. Quizá el sentido de la vida no sea otro que esperar la muerte.
Y vaya que don Severiano la esperó.

25 de enero de 2012

Equívoco

Qué feo es equivocarse. Dicen sin embargo que errar es humano. Pero es horrible. La sensación que nos deja se asemeja un temblor interno, una duda lacerante que nos recorre de pies a cabeza poniendo a prueba hasta la última fibra y crispando cada nervio.
Qué feo, si señor. Más si nos ocurre haciendo algo importante. Por ejemplo, en el trabajo. Un sitio donde tenemos responsabilidades, quizá un cargo o simplemente funciones puntuales a las que atenernos.
Nos miden, nos evalúan, y algún paranoico incluso puede decir, esperan el más mínimo error para reprocharnos.
Es feo, claro que si.
Así lo entendió Rómulo después de haber enviado el correo electrónico. Lo supo de inmediato, incluso antes que el teléfono sonara. Aún escuchaba el sonido de la campanilla cuando cerró la puerta de su oficina por última vez. Se dirigió hacia la salida que daba a la calle. No necesitaba que lo echaran. Ya lo había hecho él solo.
Feo, muy feo es equivocarse. Escoger de la lista de contactos "Gerentes" en lugar de "Gentuza del club" y mandarles un e-mail con el asunto "Hola manga de putos".
Feo, de tal magnitud que únicamente podemos atinar a una sola respuesta: irnos y no regresar jamás.
Por vergüenza, aunque sea.

22 de enero de 2012

Gaspar

Las promesas, vaya tema ese para Gaspar. Las promesas y la que te parió, solía decir en voz alta mientras caminaba por las veredas del barrio hablando solo, como era su costumbre.
Los más chicos detenían sus juegos para verlo pasar y paraban las orejas para escuchar que nuevos improperios lanzaba al aire. Algunos le daban más de sesenta años, otros aventuraban que era mucho más joven pero que la vida le había jugado una mala broma.
En cambio, los adultos lo ignoraban. Se cuidaban, eso si, de no entorpecerle el paso, porque Gaspar no miraba por donde caminaba y si tenía alguien delante, lo atropellaba sin excusas para luego ponerse a rezongar por eso mismo.
Cuando alguien ajeno del barrio, de visita allí por razones diversas, se percataba de Gaspar era lógico que preguntara ¿y éste loco quién es?. Era el loco, el personaje diferente, el que rompía la monotonía de las calles, de las casas todas iguales, de la rutina de los mandados por la mañana, las siestas por la tarde y el andar cansino de las nochecitas.
Dormía en la plaza, cuando el placero se lo permitía, que era casi siempre. Las noches de invierno también, pero bajo el refugio de un sauce y varias mantas que le alcanzaban algunos vecinos piadosos. Comía gracias a las ofrendas de comerciantes generosos y se bañaba de vez en cuando, siempre que la fuente de la plaza tuviera agua.
Y a pesar de ese afecto mudo, de esa presencia aceptada por el barrio, que solo mostraba su peor faceta cuando lo ignoraban mientras caminaba, como si el hecho que el hombre se mezclara con la sociedad fuese malo, Gaspar no sabía de agradecimientos.
Nunca un gracias, un Dios se lo pague, nada de nada. Recibía y nada más. Si era comida, la comía. Si era abrigo, lo guardaba hasta usarlo. Si era ropa y la suya apestaba, se la ponía en ese momento. Pero sin gracias de por medio.
Solo hablaba al caminar, casi siempre en voz alta. Y la mayor parte de las veces se lo oía despotricar contra las promesas. El "que te parió" despertaba risas, pero no parecía importarle demasiado, porque jamás se detenía a ver de donde provenían. Y lo más probable, como decían algunos, era que quizá ni escuchara que alguien se reía de él.
Gaspar y sus promesas, yendo y viniendo a lo largo del día, recorriendo cada vereda, pasando cerca de todos los vecinos. Sin saludar, sin dar gracias, sin nada más que lo que llevaba puesto y sus palabras sin sentido. Eso era Gaspar, eso y los años encima, su historia desconocida, su pasado infranqueable.
Y solo por eso, por ese entendimiento tácito de esa vida cruel, es que los vecinos lo aceptaban. ¿Cuáles eran las promesas? ¿Algún amor no correspondido? ¿Un empleo que nunca llegó? ¿Algo que políticos de turno no le dieron?
¿Acaso importa? ¿Acaso queremos saberlo? ¿Cambiaría algo para Gaspar de ser así?
No, al barrio no le interesa y está bien. Cada uno sabe de promesas, cada uno tiene sus problemas y camina las mismas veredas, salvo que las palabras van por dentro y el despotricar sirve de poco, más cuando los dados ya han caído sobre la mesa.
Se escucha a veces un suave cuchicheo, unas risas y nada más. Gaspar sigue siendo el loco del barrio y para todos es suficiente.
- Ojo, ahí viene - le advierte la señora de rojo a su amiga.
- Si, me corro, no vaya a ser que se enoje.
Escuchan al pasar el "promesas y la que te parió" y se miran sonriendo. A lo lejos el viejo dobla la esquina. Ha dejado cierto olor a su paso.
- ¡Cuarenta y tres! - llama el verdulero.
- Es el mío - dice la señora de rojo.
Y la vida sigue ocurriendo, así, sin más.

19 de enero de 2012

Luz nieve

Solo aquel que ha visto a la muerte o desea verla, puede transitar en una noche de lluvia el camino que lleva al cementerio olvidado. El lugar, que para muchos en el pueblo es un mito, existe de verdad y está varios kilómetros adentro, luego de atravesar el bosque, pero son pocos los que han podido llegar.
¿Para qué alguien querría ir al cementerio olvidado? La respuesta es muy simple: allí reside la delgada línea entre un mundo y el otro, entre los vivos y los muertos. Y si uno quiere seguir viviendo, debe hacer lo posible para poder llegar. Antes, claro, tiene que haber muerto y vuelto a vivir.
Cuando Juan resbaló de la montaña que escalaba en la cordillera junto a sus amigos españoles, supo que iba a morir. Fue en el mismo momento que sintió como la piedra cedía debajo de su calzado. En ese instante se abrió un abismo en su mente, mucho más profundo que el que en realidad se cernía entre su cuerpo y el firmamento.
Luego tan solo se sintió caer. Mentalmente también las luces se apagaban. Su cuerpo iba camino a la muerte de manera estrepitosa y su cabeza hacía lo propio, presionándolo con imágenes puntuales, decisivas. Se moría y la culpa de otros avatares, rencores guardados y amores sin profesar, se sucedían unos a otros, con la seguridad de torturarlo, de impulsarle aún más velocidad a ese final tan angustiante que lo esperaba metros más abajo.
Sintió el impacto, pero en las extremidades. Luego todo fue oscuridad y más tarde, una solemne luz blanca, tan blanca como la nieve que solía divisar en las alturas, a temperaturas bajas. Pero aquí, esa luz nieve era cálida, confortable. Se sentía bien, sereno. Al menos, al principio.
No sabía dónde estaba, pero su cuerpo no le dolía, por lo que era una buena noticia. Lejos, vio cinco figuras. Se acercó para buscar una respuesta y en la misma medida, las figuras se alejaron. De golpe un brazo salió de la nada y lo tomó del cuello. El rostro dueño de ese brazo era atroz y su voz, era la del mismo diablo:
- ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces? ¿Quién crees que eres para morir en este momento? Vuelve maldito ser vivo, vuelve y recibe tu castigo de morir en vida, día a día y aguardar en vano hasta que te llame. Vuelve, condenado, vuelve a tu martirio terrenal.
La voz desapareció luego de vociferar esas palabras y con la voz, retrocedió el brazo, la luz nieve y las figuras que se recortaban lejos. Volvió la oscuridad y de inmediato, el dolor.
- ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! – el grito desgarrador resumía el calvario que sentía. Y gracias a ese último alarido de su garganta, fue que sus dos compañeros andinistas españoles pudieron dar con él entre las rocas, aún respirando. Con un hilo de vida, pero respirando.
Su vida ya no fue la misma. Perdió sus piernas y también la posibilidad de seguir escalando. Apenas si podía movilizarse en la ciudad o en su departamento y veía en ese sobrevivir diario la ironía del destino, justo a él, que escalaba gigantes montañas, él que podía superar cualquier obstáculo, ahora era un rehén de una silla de ruedas y de una ciudad no pensada para gente así.
¿Acaso había sido Dios el que le había hablado o el mismísimo Diablo como había pensado en su momento? Lo había meditado durante muchas noches de largos meses, en los que no pudo conciliar el sueño. Y estaba seguro que no era ni uno ni el otro. El brazo, la voz, pertenecían a la muerte.
Se engañó mucho tiempo creyendo que alguna vez su vida sería como antes. Luego supo que ilusionarse era en vano. Comenzó a vagar por grupos de auto ayuda, sin encontrar nada que lo animara. Las palabras de la muerte eran un eco en su cabeza, como lo había vaticinado aquello era un martirio día a día que a veces lo llevaba a pensar en terminar con todo.
Fue en una reunión con personas que habían experimentado la muerte o al menos, la experiencia del “túnel de luz” que conoció a Gaspar. Era un hombre entrado en años, vigoroso y con un fuerte carácter. Solía discutir con todos y levantarse de su asiento enojado con alguien para salir del recinto dando un portazo. Una noche no lo hizo y coincidieron los dos en el bar de la esquina. Compartieron una mesa, dado que Juan no podía quedarse en la barra, que se le hacía eterna de alta.
Cada uno contó su experiencia, sin caer en sentimentalismos. Eran dos personas resignadas, que solo buscaban en esas reuniones un justificativo para levantarse al día siguiente. Al escuchar la historia de Juan y de su mal momento en la luz nieve, tal como él la seguía llamando, Gaspar entornó los ojos.
- Hay tres clases a la hora de experimentar la muerte – le dijo – La primera es aquella en la que no regresas, la segunda es la que regresas lleno de esperanza y la tercera es la que regresas creyendo estar vivo cuando en realidad estás muerto.
- No entiendo la último – le confesó Juan.
- Claro que si, la tercera es tu caso.
Juan no lo entendió. Se quedó mirando a su compañero de mesa, que apuraba el último trago de cerveza.
- Tú crees que volviste, pero no es así – Gaspar veía en los ojos de Juan la incomprensión – Me puedes decir que estás delante de mí, que estás tomando una cerveza y te voy a creer, lo estoy viendo, no soy ciego. Pero ya estás muerto, regresaste sin vida, solo eres una cáscara sin alma. La muerte se divierte, hace esas bromas. Te tendrá penando en vida. ¿Entiendes? Un muerto penando en vida. ¿Qué peor contradicción, que paradoja podría ser más cínica?
Juan se tomó la cabeza. Podía avistar algo de esa idea, pero la creía imposible. Pero en el fondo, alguien reía en su interior y estaba seguro, era la muerte. Y sabía, estaba convencido, que era verdad.
- Ve a Paraje Blanco, es un pueblo pequeño, en el oeste. No aparece en los mapas, pero puedes llegar preguntando. Nadie le negará ayuda a un lisiado. Allí te dirán cómo encontrar cierto lugar. Puedes que allí la muerte se redima y te permita descansar donde te corresponde.
Recién dos años después de aquella charla con Gaspar, y tras mucho andar, Juan se encontró atravesando el bosque de Paraje Blanco en su silla de ruedas, mientras entre las copas de los árboles el atardecer coronaba el cielo.
Su peregrinar había sido en solitario. Donde se dirigía únicamente lo esperaban a él. No necesitaba a nadie más. En el pueblo se habían mostrado reticentes, pero nadie dudó, al mirarlo a los ojos, que ese hombre en sillas de ruedas, rostro fatigado y pronunciadas ojeras, ya estaba muerto antes de llegar. Un muerto en vida, uno más. La muerte seguía jugando con la gente y para ellos la sorpresa se había extinguido hacía décadas.
El cementerio no era como los demás. No tenía murallas que lo ocultaran de la sociedad, ni presuntuosos mausoleos. Apenas si se veían algunas cruces de madera y lápidas derruidas con los años. La totalidad de los árboles que se erigían con pobre firmeza estaban secos. Algunos cuervos revoloteaban entre sus ramas, dándose picotazos entre ellos y desparramando en sus movimientos oscuras plumas al aire.
La noche se había cerrado en lo alto para cuando las ruedas de la silla dejaron sendos surcos sobre la tierra húmeda del lugar. Al notar la presencia de un extraño, los cuervos cesaron sus peleas.
De repente el silencio asaltó el paraje y embargó a Juan en una extraña sensación. Aquel silencio era igual al que había vivido años atrás, antes de arribar a la luz nieve. Cerró los ojos y aguardó el brazo, el mismo que aquell vez se despegara de la oscuridad, tomándolo otra vez del cuello. Prácticamente sintió las garras aferrarse a su piel. Pero fue eso, solo una sensación, porque nada apareció en la noche. Solo una brisa, suave pero fría, que lo hizo temblar.
Y tras la brisa, llegaron los pasos sobre la grava. Pasos fuertes, pero sin prisa. Lejos, entre cruces apuntando a ninguna parte, vio avanzar a la muerte. No llevaba una hoz como decían las creencias, ni tampoco vestía un traje con enorme capucha que lo cubriera de pies a cabeza. No era un ser físico, tan solo una sombra, una figura que se movía haciendo constar su presencia, que pisaba sin pies, que hablaba sin boca, que respiraba sin nariz.
- Muchos llegan después de tanto buscar – dijo la voz de aquella sombra, que tan bien recordaba de aquel atroz momento en la luz nieve.
Juan no contestó. Se limitó a observarla. La sombra se paseó a su lado, rodeándolo, como si estuviera cotejando a esa persona en silla de ruedas con el recuerdo de aquel andinista que quiso morir antes de tiempo y se atrevió a viajar hasta el más allá sin el permiso debido.
- ¿Consideras que ahora si es tu hora? ¿Vienes para que te lleve? ¿Tienes el coraje para morir de una buena vez?
- Ya morí una vez.
- No, no estabas muerto aquella vez.
- Pero tú hiciste que lo estuviera a partir de aquel momento.
La muerte sonrió.
- Haces ver como que el fracaso de la oportunidad que te di es culpa mía.
- Yo no fracasé – refutó enojado Juan – Yo debí morir y no sucedió así, pero te encargaste que mi vida después de eso fuese igual que estar muerto.
La sombra se movió de un lado a otro. Ya no sonreía.
- Morir día a día es lo que hacen todos. El martirio terrenal es el mismo para todos. ¿Por qué crees que esas palabras fueron diferentes para ti? ¿Hay cosas peores que la muerte? No lo creo. ¿Qué esperas que sea la muerte? ¿Un lugar de reflexión y relajamiento? ¿Unas largas vacaciones? Tuviste una oportunidad y te dedicaste a no usarla. ¿Me culpas a mí ahora?
- Me han dicho que aquí está la respuesta a todo eso, que la línea entre la vida y la muerte reside en este cementerio.
- ¿Una línea? Qué interesante. Suelen venir muchos como tú a este lugar. Puede que eso lo haga más atractivo. Estoy en todas partes. En definitiva soy la muerte. Pero si quieres que sea acá, será acá.
- ¿Qué debo hacer?
- ¿Para qué? – preguntó la muerte.
- Para dejar de sufrir.
- Puedes morir o simplemente, intentar vivir.
- Ya estoy muerto.
- Entonces no me necesitas.
- ¡Si te necesito!
La muerte había empezado a alejarse. Juan movilizó con fuerza su silla e intentó darle alcance. Una de las ruedas tropezó con una cruz y perdió el equilibrio. El cuerpo cayó hacia un costado, sin darle tiempo de anteponer los brazos. La cabeza dio contra media lápida partida, que estaba en el suelo. Primero fue el golpe, luego una grieta en la frente y más tarde, un borbollón de sangre escapando. Juan murió al instante. La sangre siguió vertiéndose unos minutos más.
En ningún momento la muerte volvió sobre sus pasos. No le hacía falta. Su trabajo lo había hecho años atrás, convenciendo a un ser vivo de que estaba muerto. Al fin y al cabo, todos los mortales lo están. Solo es cuestión de tiempo.

16 de enero de 2012

Días de pálida belleza

Era un buen día para morir. No tenía dudas. Corría una brisa suave que acariciaba la piel. El cielo estaba cubierto por pequeñas nubes amontonadas y en el horizonte se asomaban las islas, distantes y salvajes, como lo hacían cada día, desde que tenía memoria.
El bote resposaba sobre el agua, en un vaivén calmo y hasta hipnótico. Dentro, el hombre ya había arrojado un par de rifles, la carpa y una mochila con provisiones. Buscó con la vista los remos, que recordaba haber dejado cerca del muelle. Los había construdio con sus manos en la juventud.
Estaba preparado, así que respiró hondo y miró por última vez su humilde casa y la costa que la rodeaba. Escuchó ladrar al perro, pero lo ignoró a pesar del corazón que le pedía volver y soltarlo. No podía, alguien lo haría más tarde.
El agua lo invitaba a internarse río adentro. El sol entibiaba su rostro, casi con dulzura. Sus ojos estaban atentos, observaban los puntos lejanos con ávida experiencia, aguardando el menor movimiento sospechoso. Algunos pájaros surcaron el cielo y sus sombras se proyectaron sobre la viva superficie marrón, de textura brillante y movimiento continuo.
Las islas se acercaban en la medida que sus brazos empujaban más y más los remos. Aquel era un ejercicio que conocía bien, pero era la primera vez que lo ejecutaba para salvar su vida.
Su casa era un punto en la orilla cuando vio el humo desprenderse hacia el cielo. Habían llegado. Ya sabían que había escapado y pronto se harían al río con furia y desesperación. Debía llegar rápido a las islas, buscar un escondite, refugiarse un tiempo prudente y luego seguir tierra adentro hasta encontrar otros brazos del río e intentar la fuga hacia destinos remotos.
De vez en cuando miraba hacia la columna de humo y se preguntaba cómo es que había ocurrido. Aún no lo entendía. Al menos, no comprendía su conducta. De repente todo lo que conocía se había esfumado y en su lugar se habían plantado sentimientos tan horrendos como lo que hizo.
Seguía sin entender. Él, que jamás había utilizado sus armas para otra cosa que no fuera la caza, él,al que desde chico le habían enseñado a respetar a los demás y sobretodo a las mujeres. Él, que ahora escapaba tras la masacre que había cometido en el pueblo. Así, de repente, tras un click en su cabeza, sin siquiera entenderlo.
Si, era un buen día para morir. Después de lo que había hecho, era lo menos que le podía pasar. Cerró los ojos y aflojó sus brazos, dejando de remar.
El bote se detuvo en el río, moviéndose solo por la corriente. Pronto le darían alcance y se cobrarían venganza. Él lo sabía bien, y así lo quería. La muerte lo salvaría del infierno que bullía en su mente. Existían días hechos para morir y ese era uno de esos.

13 de enero de 2012

Frase con eco

La conversación había tomado un cauce controvertido desde hacía minutos, pero la última frase que le escuchó a su novia, fue la que lo estremeció.
- No es justo esperar a que se mueran los padres para ser beneficiaria - había dicho a un grupo de amigas con las que dialogaban en la cocina.
El había estado pintando las rejas del frente y el ir y venir le había permitido escuchar retazos de la charla. Antes ya se había sorprendido al oír oraciones como "la venganza es lo mejor", "habría que esperar el primer descuido y zaz" o la que hasta entonces le había preocupado más, que fue "se puede matar a alguien y que nadie se entere".
Debía reconocer que la mayoría de las veces que discutía con su novia, le daba algo de miedo. Más que nada porque los ojos se le inyectaban de furia y cuando hablaba, o gritaba en realidad, parecía estar rabiosa y con ganas de morderlo. Por esa razón, evitaba discurrir en confrontaciones.
Las amigas, en tanto, si bien no las conocía del todo, se asemejaban en ciertas actitudes. Ademanes fuertes, seguros, miradas que orillaban lo helado, saludos parcos... bueno, tampoco creía justo describir así a su novia, porque se llevaban bien, se querían y estaban proyectando juntos sus vidas. Era cierto, como en toda relación, había temores. Pero los suyos no tenían tanto que ver con proyectos laborales o la situación económica.
Le hubiese gustado interrumpir la conversación y preguntar si aludían a situaciones especiales, pero el solo hecho de pensar de entrar a esa cocina y pronunciar una sola palabra lo intimidaba. No sabía con exactitud la razón de ese miedo, que le parecía incluso irracional, dado que convivían desde hacía dos meses y salvo pequeñeces, ella se comportaba normal.
Pero aquellas pocas palabras sobre los padres se repetían en su cabeza como un eco. Hacía poco ella le había comentado que sus padres tenían cierto dinero guardado y que repartirían entre los hijos (su novia solo tenía un hermano) pero recién, cuando ambos murieran. Había sido un comentario al pasar, entre el reproche y la resignación.
Sin embargo, escuchado ahora en aquella conversación, encontraba otro matiz. Seguramente las amigas asintieron ante ese comentario, aunque ignoraba que acotaciones al margen se habrían impuesto sobre la razón, si es que acaso hubo alguna.
De algo estaba seguro. Cada una de las amigas recordaría esa frase. Y eso, en la idea que el eco estaba generando en su cabeza, era una gran, pero gran, coartada.

10 de enero de 2012

La vida es una ilusión

Cuando las luces se apagaban y los últimos pasos que se alejaban hacia la salida llegaban como un eco marchito, el mago se refugiaba en el cuartito del fondo del humilde teatro. Agradecía el descanso que le proporcionaba la silla, la firmeza del respaldo para su espalda y también el vaso de agua y el plato con comida que le dejaban preparado.
No había paga por su trabajo, no le hacía falta. El encanto mayor eran las sonrisas, las muecas de sorpresa, los gestos de asombro.
En el cuartito comía y descansaba, disfrutando el silencio. Durante la función sus oídos recibían aplausos y a veces carcajadas, cuando sus actos con rutinas de humor así lo propiciaban. Pero allí, solo ante su plato de comida y el vaso de agua, podía pensar con tranquilidad, casi escuchando a sus ideas.
Era un buen ejercicio, podía pensar el show de la noche siguiente, encontrarle la vuelta al truco que se le había ocurrido unos días antes, incluso, repasar los rostros de los presentes y hasta llevar la cuenta de las veces que cada vecino había ido a verlo sobre el escenario.
Pero había una imagen, que al llegar, lo absorbía por completo. Y eso sucedía cada noche, porque ella iba a todas las funciones. Era pelirroja, de enormes bucles y miraba curiosa. Se sentaba en las primeras butacas, pero jamás se acercaba a saludarlo al término del espectáculo, como solían hacer otros. Se iba en silencio, sonriente, mirando de vez en cuando por encima de su hombro, como asegurándose que él seguía allí, recibiendo apretones de manos y palmadas en la espalda.
Se sabía el nombre de todo el pueblo, salvo de esa chica. Se reía de su mala fortuna, porque si había un conocimiento que quería hacer suyo, era justamente el de ese nombre. Pensaba que sabiendo el nombre, no podría resistirse a marcharse si el la llamaba con fuerza.
Su rostro se paseaba delante de sus ojos, como un grato fantasma, mientras apuraba el último trago de agua. Se sintió satisfecho. Limpió algunas migajas que habían caído encima de su ropa y se puso de pie. Contempló el cuartito desde la puerta y tras un movimiento de sus manos, el lugar se redujo a una pequeña cajita de cartón. La tomó entre las manos y salió del teatro, por la puerta principal. Dejó la cajita en la vereda e hizo otro movimiento, ahora con una varita. El teatro de esfumó en el aire. En el suelo, donde antes había estado la construcción, había otra caja, un poco más grande que la anterior.
Tomó la chiquita y la introdujo dentro de la otra. Y llevándolas entre sus manos, caminó por la calle, observando la enorme luna que se elevaba entre los árboles. Al llegar a la salida del pueblo, giró sobre sus talones y parpadeó dos veces. El pueblo dejó de existir.
El mago sonrió complacido. Era hora de descansar y recuperar energías. Siempre la mejor función era la que no se había dado y cada noche soñaba con lo mismo, con dar con el nombre de la pelirroja. Suspiró profundo y puso en marcha sus piernas. Sus manos llevaban la caja y su magia, la ilusión.

7 de enero de 2012

A través de la pantalla

Las distancias, que tema tan complejo para su corta edad. Pero la vida es tan voraz que, o bien uno se sube al tren o queda por siempre varado en el andén, esperando algo que con el tiempo hasta olvidará de tanto esperar.
Eran muchos los amigos de la infancia y la adolescencia que habían abandonado el pueblo. Cada año sucedía lo mismo con una nueva camada de jóvenes, que albergaban la esperanza de un futuro mejor en ciudades lejanas, cuyos nombres pronunciaban con júbilo en sus bocas, como si estuviesen recitando el sentido de la existencia.
Pero él se había quedado. Era de los pocos.
El destino lo había puesto joven al frente del almacén de su padre, lisiado desde hacía años. Y esa era su función en el pueblo o como él pensaba, su lugar en el mundo. Y estaba bien. Al menos, siempre lo había creído así. Claro que ahora le costaba un poco y la razón tenía cuerpo de mujer.
Se llamaba Estela y se habían puesto de novios el verano último, en ocasión que ella había vuelto al pueblo en sus vacaciones. Estudiaba en una ciudad distante a seiscientos kilómetros. Sus visitas en el año eran esporádicas y para fechas especiales, como ser cumpleaños o fines de semana largos. Pero no siempre podía hacer un tiempo en su agenda, debido al propio estudio.
La distancia, pensaba Andrés, una y mil veces, desde que se despertaba hasta que se acostaba, en la soledad de su cuarto, a seiscientos kilómetros de la mujer que amaba. La puta distancia, solía decirse en el umbral del sueño.
Por esa razón había tenido que sumarse al tren de la nueva tecnología. Reacio a las computadoras, aprendió a usarlas. Ni siquiera para su almacén las utilizaba, le gustaba llevar las cuentas como lo hacía su padre y como antes lo había hecho su abuelo.
Sin embargo, tras cerrar el almacén, comer algo, encendía cada noche la computadora, abría el programa para poder hablar y verse al mismo tiempo, del que apenas recordaba el nombre y diferenciaba de todos por su ícono celeste, y esperaba ansioso que su novia se conectara.
Aquello era un ritual que solo se veía interrumpido si ella tenía un parcial o final al día siguiente. Había comprendido que las tecnologías, si bien no acortan las distancias, las hacen parecer menos dramáticas. Aunque muchas veces se quedaba mirando la pantalla, observando la imagen que le llegaba de su novia y se soñaba atravesando ese cristal hasta corporizarse del otro lado, para luego abrazarla y besarla. Se lo había hecho saber a ella y como era lógico, rieron un buen rato.
Lo extraño había comenzado una semana atrás. Un sábado si mal no recordaba. Estaban hablando y viéndose a través de la computadora como lo hacían normalmente. Ella fue a buscar algo a su habitación y antes que a ella, Andrés observó llegar una sombra al ordenador.
- Estela... - dijo tímidamente - ¡Estela!
El oyó que ella le contestaba desde lejos, casi en forma inaudible. Al cabo de unos segundos apareció casi corriendo y la vio en la pantalla.
- Andrés, que pasa...
- Estella, ¿quién está con vos?
- Estoy sola - dijo riendo - ¿Por qué me preguntás eso?
- Acabo de ver una sombra pasar por el video que me llega.
Ella volvió a reír, no sabiendo si se trataba de una broma u otra cosa.
- Andrés, no hay nadie. ¿Dónde la viste? ¿No habrá sido alguna distorsión en la imagen? Viste que estas camaritas a veces fallan o la conexión se pone lenta...
Finalmente Andrés cedió, no muy convencido. Y olvidaron el tema para hablar de ellos, de lo que sentían, de lo que se extrañaban.
Para la noche siguiente era un episodio barrido de la memoria. Hasta que en un momento dado, no tuvo dudas de lo que veía.
- Estela, veo una sombra de una mano en la pared, date vuelta, mirá, mirá... . - anunció en un susurro.
La joven se sacó los auriculares y giró la cabeza.
- ¿Dónde Andrés? Me asustás.
- Ahí, justo donde estás mirando. ¿Estela, no la ves? Fijate, hasta pareciera que el brazo doblara donde termina la pared.
Andrés observó a su novia levantarse y ausentarse vario segundos. Cuando comenzaba a preocuparse, retornó a su silla.
- Andrés, tiene que ser algún problema en tu monitor. No veo nada y, por suerte debo decirte, tampoco hay nadie. ¡Además de los exámenes que tengo la semana que viene, nadie me acecha, te lo juro! - bromeó ella.
Pero a la noche siguiente el muchacho supo que no era ninguna falla de su máquina, ni de video. Claramente, detrás de Estela, percibía la figura oscura de una persona. Se lo advirtió, pero ella insistió que no había nada. Y para demostrarlo, se movió por el lugar donde él le decía que estaba viendo la forma oscura.
- Pero... - balbuceó vacilando.
- Bien, vamos a hacer una cosa. ¿Sabes tomar una imagen de la pantalla? Bien, te enseño y vemos que aparece.
Con paciencia Estela logró que Andrés capturada una imagen de la pantalla, pero en el archivo jpg que le envió, el video aparecía normal.
- No hay nada aquí querido - sentenció ella y tras eso, no tocaron más el tema, por más que él no dejara de ver la figura en ningún momento.
Los dos días siguiente ocurrió lo mismo. Pero su insistencia solo consiguió el enfado de su novia. Por eso, cuando volvieron a conectarse, ni siquiera lo mencionó. Sin embargo, la figura parecía cada vez más nítida y más oscura. En un momento, al abandonar ella la silla, incluso vio a la forma ocupar el asiento y hasta podía jurar que lo observaba sin ojos atentamente.
Cuando esa noche, tras cerrar el almacén y llamarla al celular, cosa que hacía siempre, para coordinar el encuentro nocturno en la computadora, ella no contestó, una señal de alarma se encendió en su interior. Probó varias veces más, pero no hubo respuesta más que la casilla de mensajes del contestador.
Le envió unos cuantos mensajes, sin resultados en el momento. Un par de horas más tarde, estando ya conectado y esperando que ella apareciera, el ringtone de su celular le avisó que ella había escrito. Eran solo dos palabras: Me conecto.
Resultaban frías a la vista, tanto que le dolió el pecho. Al minuto vio que el usuario de ella aparecía como "conectado". Hizo la llamada y ella atendió.
- Hola Estela mi amor - dijo ganando tiempo, aguardando que ella activara el video.
No hubo respuesta. No hizo falta.
Al encenderse el video dos figuras oscuras, una de un hombre y otra de una mujer, llenaban la pantalla que tenía delante de los ojos.
Aterrorizado, supo que las distancias eran ahora más lejanas que nunca.

4 de enero de 2012

Un nuevo fin del mundo

Salió corriendo a la calle, sin importarle los coches que viajaban en una y otra dirección. La avenida estaba atestada en esa hora. Pero estaba cegado por sus pensamientos. Un colectivo de línea frenó dos metros antes de atropellarlo. El hombre se arrodilló sin percatarse de la mole que estuvo a punto de aplastarlo. Extendió sus brazos al cielo y aulló su profecía.
Tres hombres corrieron desde la vereda a sacarlo del lugar. El hombre hablaba del fin del mundo, de la llegada del demonio, de lenguas de fuego que lloverían del infierno. Algunos transeúntes miraban con compasión la escena, la locura del desconocido, el peligro al que se había expuesto (y expuesto a otros, claro).
Del edificio donde había salido, aparecieron una mujer y un joven que dijeron ser familiares. Mientras el hombre se revolvía en su locura, la mujer lo abrazó pidiéndole calma. El muchacho se notaba compungido, triste. Se lo llevaron en medio de sus gritos, de sus profecías sobre el fin de la humanidad.
La gente lo veía marcharse, casi a la rastra. Sentían pena por esa mujer y aquel joven. Solo unos pocos sopesaron el dolor interno de esa persona, el motivo de esa demencia, de esa realidad tan trágica y cruel. El colectivo de línea reanudó su marcha y siguió su viaje. Los coches siguieron yendo y viniendo como si nada.
En un departamento de aquel edificio en cambio, seguiría el infierno. El de la esposa y el hijo, y el de hombre, tan personal como los pensamientos fatídicos que torturaban su mente. Allí, para ellos, aquello era el fin de mundo.
Y para muchos en otras partes, acontece uno a cada instante, en forma de muerte, de separación, de decepción. Es que el infierno suele descender sobre nosotros en formas imperceptibles y a veces, ni tiempo a gritar nos da.

1 de enero de 2012

El hombre que no quería morir

De todos sus males, siempre el peor había sido la resignación. Era relativamente joven, había estado a punto de formar una familia y de pronto lo asaltó una enfermedad. Una tragedia habitual en este ínfimo punto del universo donde la muerte y la vida se disputan segundo a segundo su protagonismo entre los mortales.
Tres meses, a lo sumo cuatro había dicho el médico. Se había despedido de quién iba a ser su mujer, de sus amigos, de sus familiares lejanos, de aquellos conocidos que la vida se había encargado de poner en su camino.
Pero ese mal que siempre lo había aquejado, esta vez se hizo a un lado. Y cuando el cronómetro expiraba, las últimas partículas de arena se arrojaban a la mitad inferior del reloj de la vida, de su vida, profirió un grito desde las entrañas, más fuerte que mil gritos juntos.
Quiero vivir gritó.
De eso van ocho años. Su hijo más grande ya va a primer grado y la niñita que es el sol de la mañana en su corazón, ya viste el delantalcito del jardín.
Su médico lo sigue llamando a diario. Ya es una rutina, un motivo para sonreír, para mirar al cielo y agradecer. Contesta su celular y dice: "Aún sigo vivo y así seguiré".
Porque el peor de los males es la resignación.