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30 de septiembre de 2011

Una taza de color café

Entró al bazar con la intención de preguntar el precio de la preciosa taza que estaba en vidriera. Era ideal para su cocina, combinaba con el color de las paredes y el color de los muebles.
El hombre que atendía la miró por encima de sus anteojos. Ella con su vocecita, tan suave que a veces se hacía inaudible, le indicó lo que quería. Pero el comerciante le pidió que repitiera un poco más alto, porque no la escuchaba.
- La taza color café - dijo ella, en un esfuerzo dantesco de su garganta. Y así y todo, apenas si fue un murmullo.
Pero precavido, su interlocutor había puesto la mano detrás de la oreja, con la finalidad de atrapar el sonido y captarlo mejor. Por eso quizá es que sonrió y guiñándole el ojo le dio a entender que había comprendido.
Se retiró, no hacia la vidriera, sino hasta la otra punta del mostrador, desapareciendo por una abertura a la que le faltaba la puerta. La joven aguardó en su lugar, quieta, mirando tímidamente hacia un lado y otro, mientras los segundos pasaban.
Al rato volvió por la misma abertura, con una caja entre las manos. La apoyó sobre la madera lustrada y abrió la tapa. Todas hermosas tazas, pero ninguna color café. La joven hizo una mueca con la boca y movió el dedito índice de la mano derecha. Con el mismo dedo señaló hacia la vidriera y repitió:
- La taza color café.
El vendedor se encogió de hombros.
- Señorita, todas estas son tazas de café. ¿Quiere alguna en especial de la vidriera?
Al mismo tiempo quiso decir que si y que no, que quería una de la vidriera pero que no era una taza de café, sino de color café. La diferencia, en este caso, era abismal. Lo que le salió fue un si y un no, a la vez. Con gestos y palabras.
El hombre se acomodó los anteojos y la miró inclinando la cabeza.
- ¿Me está tomando el pelo?
La desesperaba no poder hacerse entender. Y lo que era peor, no se ponía furiosa, sino todo lo contrario, se angustiaba, le venían ganas de llorar y la garganta se le cerraba aún más. Tomó una taza y le dijo al señor que tenía delante:
- Quiero de otro color.
- ¿Le gusta esa taza?
- ¡No! - de todas maneras el grito pudo haber asustado a lo sumo a una hormiga. Lo que el comerciante entendió fue el brusco movimiento de cabeza yendo de un lado a otro.
- No la entiendo joven. Espere... - empezó a buscar papel y una lapicera. Cuando encontró los elementos, los puso encima del mostrador - Escriba lo que quiere - le dijo a la muchacha, con una sonrisa que le cruzaba toda la cara.
Aquello la entristecía más, pero al menos podía hacerse comprender. Con letra clara y delicada, escribió:
- Quiero la taza color café que está en vidriera.
El comerciante celebró batiendo las palmas. La felicidad era sincera. Le acarició el cabello a la joven, que por la edad bien podía ser su hija y fue hasta la vidriera. Al cabo de un rato volvió frunciendo el ceño.
- ¿Me la señala por favor? Quizá de afuera se ve mejor, pero desde aquí...
La chica la distinguió velozmente en una de las estanterías altas y entonces, poniéndose en punta de pies, la señaló de forma acusadora.
- Aquella.
El hombre se ajustó otra vez los anteojos y observó. Luego se los sacó y volvió a mirar. Se acercó a la estantería y con cuidado de no golpear nada (todo en un bazar es frágil) la tomó con una mano y se la mostró a la clienta de voz suave e inaudible.
- ¿Ésta, corazón? - le preguntó dudando.
- ¡Si! - dijo ella, afirmando con movimientos de su cabeza que iban arriba y abajo.
- Pero... la taza es verde. ¿La querés igual?
La muchacha lo miró sin decir nada, pero afirmó levemente. ¿Verde? Si tenía el mismo color del café que tomaba cada mañana. ¿El café no tiene color a café? ¿O existen café de colores diferentes?
El vendedor se la envolvió prolijamente y se la entregó con cuidado y una sonrisa. Ella pagó y recibió su vuelto. Se marchó feliz, con su taza. El hombre ya no volvió a decirle nada con respecto al color. Era tan jovencita, tan linda, le costaba hablar y hacerse oír, que comprendió que quizá nadie se atrevía a corregirle también los colores, y mucho menos decirle que era daltónica. Tampoco sería el quién se lo dijese. Se la veía tan feliz con su taza color café...

27 de septiembre de 2011

Lento

Su función, le habían dicho, era la más importante. Por supuesto, se sentía orgulloso de eso. ¡Cuando le contara a mamá! Porque no era cuestión de haber conseguido un trabajo, porque eso lo podía hacer cualquiera. El suyo, era el más importante según le habían remarcado. Qué diría ahora la vieja, siempre arengando en su contra, diciendo que parecía retrasado, que no podía ser que todos sus hermanos tuvieran trabajo y el no consiguiera nada.
Parado en la esquina, con la brisa primaveral acariciándole las mejillas, se sintió feliz. Miró a la gente ir y venir cruzando la calle. Intentó imaginar por las caras y formas de caminar de cada uno, el trabajo que tendría. Misión nada fácil. Pero igualmente vislumbró un profesor de álgebra, dos amas de casa, una modista, tres albañiles y en duda tuvo a una poeta, dos maestras jardineras, un empleado de comercio, dos obreros metalúrgicos y un violinista. Incluso, hasta podía ser guitarrista, se dijo sobre ese último.
Había muchos que ni siquiera podía arriesgar, porque no transmitían ninguna sensación de ser algo. ¿Y él? ¿Se darían cuenta de qué trabajaría? Miró hacia las otras esquinas cercanas, con la esperanza de encontrar a alguien intentando descifrar el trabajo de los demás. Pero no encontró a nadie. Podía, sin embargo, detener a la gente y preguntarle si podían adivinar de qué trabajaba. Hasta le parecía graciosa la idea.
Al primer en frenar fue a un jubilado. El hombre lo miró con desconfiaza, retrocedió un paso y se alejó sin contestar. ¡Vaya tipo! pensó. Intentó con un par más (una joven muy bonita y una señora con pinta de maestra de primaria, por el exagerado maquillaje) pero no tuvo suerte, reaccionaron como el anciano. Desistió de la idea, sin comprender como la gente no era capaz de contestar algo tan simple. No esperaba que acertaran, pero al menos que arriesgaran.
Además, con el día espléndido, el cielo celeste, el sol cálido y la brisa que parecía un abrazo de la vida, cómo no compartir el buen humor, la alegría de sentirse útil, de haber conseguido al fin un trabajo y no uno cualquiera, sino el más importante.
Miró el reloj. Casi cinco minutos. Los muchachos ya debían estar por volver. Giró su cabeza y en ese preciso momento salían de la entidad bancaria a la que habían ingresado. Estaban apurados por cierto. Parecían que venían corriendo.
- ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Al auto Lento, al auto! - le gritó uno de los amigos, mientras todos ingresaban al coche.
- ¡Dale, arrancá Jaime, metele para! - gritaba otro, al tiempo que él se sentaba en la parte de atrás.
- Muchachos - dijo Lento, feliz con su trabajo - Ni un solo policía, ni uno solo. Hasta un músico detecté, pero ningún policía.
- Grande Lento - dijo Jaime - Viste Bondiola que este pibe vale oro. Grande Lento, grande. El tuyo era el laburo más importante de todos.
Y Lento sonrió a sus anchas, mientras el coche se escapaba a toda velocidad por el boulevard.

24 de septiembre de 2011

Leyenda

Los baguales corrían en torno de él. Su hombría era tal que los desafiaba con la mirada. Tarde o temprano el desafío daría paso al ataque. Las bestias se arremolinaban de un lado a otro, esperando el momento. Su única arma era estar atento, esperar el primer ataque y combatirlos uno a uno, como le había enseñado su padre, allá lejos en el tiempo, en la estepa de sus primeros años.
Hasta la brisa árida lo hacía confundir con aquel pasado de hambre y duras raíces, donde las bestias eran un alimento que pocas veces llevaban a sus barrigas. Pero cuando aparecía una...
Las miradas eran de furia, podía ver cómo se tensaban los músculos de los cuellos en los animales, mientras sus patas se aferraban con fuerza al suelo, aún aguardando, aún midiendo el momento. Pero también sus ojos escupían el fuego de la batalla, ardiendo en llamas, haciendo que el encono salvaje se mantuviera aún distante.
Su corazón era un tambor de latido parejo. Era el clamor de la supervivencia, el sonido que su padre le había transmitido. La calma, la serenidad, la concentración. Pum Pum Pum. El fuego en la noche, en cualquier paraje de aquel desierto eterno. Su voz. Sus enseñanzas. Y él escuchando, prestando atención.
Porque papá sabía que algún día la tierra sería suya y de nadie más. Y entonces, tendría que sobrevivir. El mundo no era para débiles. Solo la hombría le permitiría llegar a su destino. Papá era consciente de otra cosa. Tendría que llegar solo.
Aún la vista lo traicionaba y solía empañarse al recordar el lecho seco donde lo dejó, bajo un manto de piedras, desprendiendo los primeros hedores de la muerte. Por eso, se quitó la imagen de la mente. Para sobrevivir debía tener todos los sentidos en las bestias. Para seguir, debía dejar el ayer. Su padre lo sabía bien.
El niño hombre escuchó el primer galope en su dirección y apretó los dientes. Sus manos se abrieron como le habían enseñado y esperaron el momento de la estocada. Y cuando la suerte parecía echada, la diferencia entre la vida y la muerte radicaba en su velocidad para girar, dejar pasar de largo y casi al mismo instante, asir la cabeza del oponente y hacerla crugir con un solo golpe, para verlo luego caer cuán largo era, a uno o dos metros de él.
Pero no había alegría ni grito de victoria. Porque la manada arremetía, primero uno, después otro. Y bajo el sol, su larga sombra se transformaba en una danza mortal, bailando sobre la cuerda entre vivir y morir, casi sin respiro.
Sus pies descalzos patinaban sobre la sangre, pero se mantenían firmes. Jamás se dejaría caer, nunca en nombre de su padre. Y lucharía hasta el fin, en aquel lugar y donde fuera, cómo había aprendido. Porque así estaba escrito, porque así lo decía la leyenda. Su padre lo sabía y ahora de él dependía convertirla en realidad.
Hacia el alba ya no quedaban bestias en la llanura. Comió la carne magra que pudo rescatar y siguió su camino, sin siquiera descansar.
Un niño llegaría solo desde el desierto y traería la libertad sobre la tiranía del imperio. La mayoría ya había abandonado la espera, pero unos pocos seguían mirando por encima de sus hombros en dirección al horizonte, anhelando el día que llorarían de felicidad, ya sin el látigo que imprimía marcas de fuego en sus espaldas.
Y porque algunos creían, el niño hombre no se iba a rendir. Se lo había prometido a su moribundo padre durante aquel amanecer en el que se fue. Por eso seguía avanzando, sin temor a morir, porque sabía que había otros esperando, que ya estaban muertos desde hacía tiempo y sin embargo, aún cobijaban el último gran tesoro de la humanidad, que solían pronunciar en silencio y en una sola palabra: esperanza.

21 de septiembre de 2011

Primavera

Añora el fantasma el viejo hogar, de paredes blandas y aberturas ligeras, mientras avanza en solitario por el boulevard, ajeno a los demás espíritus. El paso lento casi estático, producto de un flotar cansino y desganado, va mitigando el sueño perdido en manos del tiempo.
Otras ánimas realizan el mismo peregrinaje con tristeza fehaciente. Las calles desiertas, gobernadas por entes sin vida, desbordan nostalgias y letanías. Algún que otro aullido distante en la noche, y el brillo pálido de la luna arrojando su manto sobre las formas.
Los retoños ya no son lo que eran. La esperanza ya no existe en aquella existencia. El mundo pide por una nueva primavera, pero el invierno crudo se ha vestido de eternidad.
Así lo saben ellos, los sobrevivientes de la historia. Ya nadie ha quedado de pie en el planeta, todos se han ido merced al propio esfuerzo. No han sido sustos ni seres sobrenaturales los que atormentaron los últimos días. Sino la propia sangre hermana, emanando de heridas sin treguas, en batallas sin sentido.
Quedan ellos, los seres sin alma, los castigados a errar por siempre, mudos testigos de un lugar que de a poco se derrumba bajo la erosión de los siglos. Apenas vestigios de aquella era en la que perecieron y de la que no olvidan la gloria.
Hace tiempo que los últimos huesos se convirtieron en polvo. Ya nadie lleva la cuenta. El silencio es del viento y los gemidos de ellos, de los fantasmas del tiempo, que rezan en vano por un nuevo florecer, un milagro del más allá. Es que pronto olvidarán, incluso, el arte de asustar.

18 de septiembre de 2011

Sentencia para el otro Ruiz

Cómo envidiaba a su hermano escritor. Lo veía siempre en las noticias, triunfando, recibiendo premios, alabanzas. Por la calle lo paraban (a él) y le pedían que saludara al hermano, que le transmitiera cuánto lo admiraban, que habían leído sus libros, que lo amaban. Cómo lo envidiaba.
No por el talento, porque el talento a veces no es nada por sí solo. Sino porque todo lo conseguía y a veces hasta sin pretenderlo. O al menos, eso le parecía. Tenía una casa lujosa, servidumbre, departamentos en otros países, coches de todos los colores, una biblioteca inmensa, y eso solo en lo material. Su esposa era hermosa, gentil, simpática. Sus hijos, uno más inteligente que el otro, aventureros, futuros genios.
Ya no atendía sus llamados. ¿Para qué? Siempre ofreciendo su limosna, invitando a comer a su mansión, pretendiendo que lo acompañara a lugares remotos para asistir a presentaciones que no le interesaban en lo más mínimo. Claro, se acordaba con seguridad para tener al lado a alguien con quien contrastar. Ruiz, el escritor y su hermano, Ruiz el empleado bancario.
Y ni siquiera eso, porque hacía un tiempo que lo habían despedido. No podía negarlo, era un fracaso. Al lado de su hermano era un enorme, gigantesco, fracaso. Una sola vez le había leído un libro. Todavía le causaba vergüenza pensar en la forma en la que lloró cuando llegó a la última página. Hasta a través de sus palabras lo hacía sentir mal. Maldita la vida, que los había alojado en la misma familia. Maldito el destino, que les había trazado caminos tan diferentes.
Determinó entonces que era hora de hacerlo llorar a él, al escritor. Para eso había decidido quitarse la vida. Quería humillarlo, además de escapar de la mala fortuna, que para entonces lo hundía cada vez más, ya sea en el juego, como en la búsqueda de trabajo. Redactó una carta donde lo culpaba de todos sus fracasos, sabiendo que no era así, pero al menos, al tomar carácter público ese papel, los medios acabarían con la afortunada tranquilidad del "gran novelista y dramaturgo".
El primer intento fue arrojándose a las vías del tren. Pero la enorme máquina iba por el carril contiguo. Volvió a su casa con hematomas por la caída. El segundo, fue en el mismo edificio. Se dejó caer al vacío, desde la terraza. Cayó dentro del camión de basura. Salvo el mal olor encima, salió ileso. Una tercera ocasión lo encontró atándose una pesada roca a la pierna, en la orilla del río. Cuando intentó levantar la roca, se le resbaló sobre el pie, fracturándole dos dedos. Tuvo que estar en reposo casi tres semanas.
Hubo una cuarta, una quinta, una sexta y hasta una vigésima quinta vez. Todas fueron un fracaso. Ni siquiera para matarse servía. Debió vivir con ello hasta el fin de los días, cerca de los cien años. Alguien a la pasada en algún momento de su oscura supervivencia le comentó de la muerte de un afamado escritor, cuyo nombre le pareció conocido, pero no le dio más importancia de lo debido, porque las noticias no le interesaban, solo seguir revolviendo entre la basura junto a los demás indigentes para encontrar algo que sirviera para paliar el hambre, al menos esa noche.

15 de septiembre de 2011

Diagnóstico para Ruiz

El escritor miró incrédulo a su doctor. No daba crédito a lo que oía. Además, el hombre que tenía del otro lado del escritorio le hablaba con aire despreocupado, mientras garabateaba algo en un recetario y miraba hacia un costado, en lugar de mirarlo a él.
El doctor se lo volvió a repetir. Palabra por palabra. Ese era su diagnóstico. Y ahora sí lo miró a la cara, con la intención de enfatizar su veredicto y no dejar margen para nuevas preguntas.
- ¿Y entonces? - preguntó el escritor.
El médico se quitó las gafas se pasó la mano por la frente, cansado, exhausto. Un día largo, agotador y delante un escritor que prefería ignorar una respuesta tan obvia como inevitable.
- Entonces debe hacer el esfuerzo.
Salió del consultorio compungido. Quizá se trataba de una broma, de alguien en la editorial que en esos momentos se estaba descotillando de la risa en alguna parte. Pero era imposible, nadie le había sugerido ese especialista. Había ido tras consultar a otros profesionales. Estaba desorientado.
Camino a su casa, se sentó en un banco de la plaza. Necesitaba pensar, utilizar la lógica. La noticia que acababa de recibir no era la que esperaba. ¿Pero... que otra cosa esperaba? Sobre todo tras recorrer media ciudad visitando profesionales de salud sin que ninguno pudiera dar en la tecla con sus malestares.
¿Cuando habían comenzado? ¿Después de la postulación al Cervantes de Literatura o antes? Ya no recordaba. Quizá había sido entre la escritura de "El Fausto desaparece" y "Urdimbres en invierno". Las dos habían sido un éxito, pero estaba seguro que antes de emprender "Urdimbres..." ya sentía alguna que otra cosa.
Con más de treinta libros escritos y diez obras teatrales, de las cuales cinco se mantenían en cartelera en los teatros más importantes del mundo, era uno de los escritores más relevantes en su lengua. Y quizá, aventuraban los críticos literarios, de todo el planeta. Los elogios llovían a caudales. En cada presentación sus manos se acalambraban de firmar ejemplares. Los medios no paraban de solicitar entrevistas. Sin embargo, a pesar de todo, se encontraba en aquel banco de la plaza, mirando el suelo, aún sin comprenderlo.
A él, que la vida le había concedido el don de lo magistral, de las palabras gráciles, que habían arrancado lágrimas y sonrisas en la misma proporción que sus libros habían derribado barreras idiomáticas, hasta alcanzar confines insospechados en toda la circunferencia terrestre. A él, justo a él, aquel diagnóstico. Quiso llorar, pero no pudo. Le dio vergüenza. Después de todo, no era el fin del mundo.
El médico le había dicho con claridad lo que debía hacer.
- Debe ser mediocre Ruiz. El éxito lo está matando, lo carcome por dentro. La mediocridad es su única salida.
El escritor se puso de pie, decidido a cambiar su vida. Ya no le importaría el éxito, los aplausos, los elogios. Sería mediocre, si señor. Y en esa mediocridad, sanaría.
Y así lo hizo. Lo intentó con todas sus fuerzas. Sin embargo, sus posteriores libros fueron best sellers en todos los idiomas a los que se los tradujo. Recibió nuevos honores y elogios de la crítica mundial. Murió cinco años después, sin haber llegado a los cincuenta.
Ruiz no había nacido para ser mediocre, por más que lo intentara.

12 de septiembre de 2011

Estelita

Estelita soñaba despierta desde la ventana que daba a la ciudad, en el octavo piso del departamento que compartía con su papá.
Su rostro se contraía en una enorme sonrisa al ver el tren por las vías que pasaban cinco manzanas más allá y estallaba en carcajadas cuando un avión surcaba el cielo, dejando su sombra sobre el andén.
En sus sueños ella también viajaba, lejos muy lejos, incluso más que Peter Pan. Estelita y sus diez años le dijeron entonces un día a papá:
- Papi, quiero irme, quiero volar.
La miró con ternura y sin ser egoísta se lo permitió, como buen papá. La despidió con una lágrima, pero repleto de felicidad. Su hijita amaba la libertad.
Pero una semana más tarde llegó la policía preguntando por la niña. A la escuela no iba, a la calle no salía. Y alguien lo llevó a la comisaría.
- Se fue - dijo con una sonrisa - Se fue volando, con tremenda alegría.
No le creyeron y lo detuvieron. Lo llevaron a una celda y lo tildaron de asesino. Lo enjuiciaron y la prisión se volvió su destino. Llora por las noches, por los maltratos y la oscuridad. Pero piensa en Estelita y vuelve a sentir felicidad
Y cada tarde, mientras el resto contempla los mismos barrotes que el día anterior, él estira la mano por el pequeño ventiluz y saluda a su hija, su ángel de luz, que sin dejar de sonreír, lo saluda desplegando sus alas, volando hacia su porvenir.

9 de septiembre de 2011

La última revelación

Asustado, cerró el libro con fuerza. Quedó en silencio, con apenas la luz del velador encendida. El susurro del viento del otro lado de la ventana lo hizo temblar. A su lado, su mujer dormía en la mayor serenidad. Cerró los ojos para controlar la respiración.
Volvió a abrirlos. Sus manos aún sujetaban el libro. Sentía la tapa dura en contacto con su piel. Lo que acababa de leer lo había turbado, como nunca jamás otra lectura lo había hecho. No podía entender como nunca antes nadie...
Los pasos en el pasillo lo hicieron sobresaltar. Eran pasos, no tenía duda. Se sentó en la cama, dejando a un lado el libro. Miró a su mujer, pero ella no se inmutó. Se puso de pie y abrió la puerta. El pasillo estaba vacío. A pesar de la oscuridad podía estar seguro que así era.
Cerró otra vez la puerta y apoyó la frente sobre la madera. Dejó escapar aire por la nariz, aún asustado. Giró para volver a la cama y entonces lo vio. Lucifer acostado en su lugar, las piernas cruzadas, las manos con garras entrelazadas detrás de la cabeza y la cola, larga y con punta en forma de tridente, envolviendo a su mujer, aún dormida.
Retrocedió, golpeando la espalda con violencia contra la puerta. El libro que había estado leyendo flotaba sobre el cuerpo del demonio, en cuyo rostro, oscuro y repleto de pequeñas llamas, de ojos profundos como un abismo, se tejía una sonrisa burlona y carente de alegría.
- Aquel que lo comprende, sabe que morirá - dijo Lucifer.
El hombre asintió con la cabeza. Eso había sentido al entender el significado del libro. Cómo es que jamás antes lo había entendido, como es que nadie había publicado... y supo de inmediato que nadie había tenido el tiempo para hacerlo, que descifrarlo significaba morir.
Lucifer no le dio un suspiro más de vida. Agitó sus manos y su corazón se estrujó como una pasa. La biblia cayó pesadamente sobre el colchón vacío y la mujer se despertó para comenzar a gritar al descubrir el cuerpo de su marido en el suelo de la habitación.
El secreto del diablo seguía a salvo. Así permanecería, en tanto se ocupara de castigar a todos los que comprendieran que ese libro en definitiva era un invento suyo y Dios no existía. Porque si eso se sabía ¿a quién combatiría el mal?

6 de septiembre de 2011

El campito de la última calle

Las tardes en mi barrio tienen un “no se qué”. Algo especial, difícil de describir con palabras, como el barrio mismo. El silencio en las calles; las persianas bajas en viviendas que tan solo se diferencian entre si por el esmero del dueño a la hora de elegir la pintura para el frente; los perros callejeros yendo y viniendo con la lengua afuera; alguna que otra bicicleta en su parsimonioso tranco, desapareciendo al doblar la esquina... mi barrio es como todos los barrios a la hora de la siesta, pero a su vez, muy distinto.
En la última calle, detrás de la plaza, está el campito con los postes que hacen de arco y allí, cuando todos duermen, los más pendejos nos juntamos para jugar a la pelota sin que nadie nos rete por gritar demasiado o correr el peligro de romperle un vidrio a algún vecino.
Y en realidad, tampoco simplemente es jugar a la pelota, eso lo hace cualquiera. Nosotros y digo nosotros, porque en el barrio somos alrededor de cuarenta chicos, jugamos en serio y ponemos lo que hay que poner, porque cada día competimos por premios y solo los ganadores se retiran felices.
El tema es así. Cada santa mañana, la pesadez del colegio. Al mediodía, la comida con la familia. Luego de esa rutina que roza lo soporífero, llega lo mejor del día.
A veces me pasa a buscar alguno de los chicos o directamente me voy en la bicicleta, para llegar más rápido. Es que así uno puede primerear el panorama y tantear el armado de los equipos. No es cuestión de confiar en el azar, una cosa es jugar con el “Zurdito” Gómez y otra con el “Camote” Larrazábal, que si bien será un buenazo de aquellos, de fútbol poco y nada, más que las ganas.
A medida que van llegando todos, se arman los equipos. Por eso, demorarse es garantía de ser relleno de un equipo con cero expectativas para la tarde en cuestión. Y por ende...
Pero no se crean que armarlos es un mero trámite, todo lo contrario, es un momento tenso, dónde se hace un pan y queso a los empujones, con rostros nerviosos y malhumorados, y se escogen los que están. Ya vamos viendo con quiénes contamos, especulamos con las elecciones contrarias y nos garantizamos los mejores.
Es una macana cuando alguno de los buenos no llega rápido, pero eso casi no sucede, porque seguro alguien los ha pasado a buscar para que esté en el campito si o si. Toda amistad termina al poner un pie en ese malgastado baldío. El solo hecho de ver los arcos, nos cambia el semblante, endurece el corazón e impregna el alma de un solo valor: el triunfo. Nos convertimos en meros materialistas, donde el resultado lo es todo.
Podemos llegar a estar a punto de tomarnos a puños con alguien que conocemos desde el jardín si creemos que está haciendo trampa en el pan y queso. Ni hablar en el partido. Están los que cobran todo, como si se estuviese jugando a la mancha. Al no haber árbitro, el que se siente fauleado detiene el juego y pide falta. Por eso se acordó cobrar solo las patadas arteras y los agarrones imposibles de disimular, en los que las remeras terminan descocidas o con un tajo de lado a lado. Igualmente las quejas son parte del juego y son pocos los valientes que en la actualidad tienen el coraje de agarrar la pelota con la mano y gritar en pleno partido “ful”. O lo vieron varios o no lo vio nadie, así de clarita es la cosa.
Los partidos son muy trabados, se habla mucho, se grita más, se festeja poco. Se cuida el cero en el arco propio. Es jodido remontar un gol en contra en el campito. Todos apuestan a la defensiva, a meter gente atrás, obligar al contrario a tirar pelotazos. El terreno no ayuda a hacerse el vivo con la pelota, hay que largarla rápido. Muchas matas de yuyos, algún que otro pozo y mucha bosta, por culpa de los caballos del viejo Félix, que los lleva cada mañana a trotar. No hay juego bonito, eso no existe.
Lo que sobra, son dientes apretados. Las mañas, la falta de compañerismo para con el contrario, el único deseo de ganar. No importa si ayer jugaste conmigo, hoy te piso la cabeza. Eso lo sabemos todos, por eso no hay resentimientos. Y más vale no llorar si la patada es fuerte, no es bien visto. En el campito venimos a hacernos hombres, carajo.
Los partidos duran media hora, sin cambio de lado. Por eso también es importante ganar el sorteo los días de sol y elegir el arco que le da la espalda, porque de lo contrario, no ves nada. Cuando llueve o está nublado, da lo mismo el arco. Se juega todos contra todos y se va llevando una tabla de posiciones. Gana el que más puntos obtiene, se desempata por diferencia de gol y llegado el caso, por partido entre si. Como en el fútbol real, que nos muestra la televisión.
El premio es lo mejor. Los ganadores quedan eximidos de hacer las tareas del colegio, la deben hacer entre todos los perdedores. También, por ese día, se evitan realizar los mandados que pidan los padres, el papelito con lo que deben traer del almacén se los dan a los vencidos. Pero lo que más nos interesa, la frutilla de la torta, es lo que sucede a la noche, cuando el sol se oculta: los no ganadores deben cavar al menos diez metros más del túnel que estamos haciendo en secreto detrás del campito, con la idea de atravesar por debajo la enorme muralla de casi dos kilómetros de largo, rodeada de lagos y bosques, que nos separa del resto de la civilización.
Es así, nuestro barrio tiene ese “no se qué”, que desde chico nos han enseñado a endilgarle a la lepra, el HIV y a otras pestes, pero que a nosotros, a nuestra edad, nos cuesta creer. Por eso nos hacemos hombres en ese campito. Porque el día que enfrentemos a los que nos excluyeron, vamos a tener que ser un solo equipo, sin pan y queso, con un único motivo, los dientes apretados y un corazón vengativo.


Este relato fue publicado originalmente en la revista cordobesa "Risotto" #4, correspondiente al mes de agosto.

3 de septiembre de 2011

Cajita de los sueños

Qué aterradora es aquella sala de espera, bajo luminarias pálidas y paredes tristes. Los rostros se contagian de congoja, de mutuo apoyo sin necesidad de palabras. La hora última, la de los internados y nosotros, de este lado, aguardando, armados de paciencia, conteniendo el llanto.
La puerta se abre una y otra vez. De a uno van ingresando, entrando fuertes y saliendo débiles. Y entonces, el momento, el llamado que si se pudiera, uno postergaría. Porque la imagen estremece, es injusta, nos devuelve alguien que ya no es, solo un boceto a medio terminar de quién amábamos.
Y entramos, con pies de plomo, el corazón en la boca. Pero nos ponemos una sonrisa, como si fuese un traje.
Ahí está el viejo, achacado, arrugado por los años, disminuido por la vida. Nos mira detrás de unos ojos que no parecen los suyos, pero así y todo nos habla, intenta en vano levantar un brazo para acariciarnos la mano y entonces en un arrebato de piedad, tomamos la suya.
Suspiramos, porque no sabemos que decir. ¿Hay cosas para decir? Si, las hay. Lo supe ese día, esa última vez a su lado.
Mientras nuestra lengua se acobardaba, la suya luchaba para hablar. Es que hasta las últimas palabras son importantes y eso lo sabe solo aquel que mucho aún tiene por decir.
- ¿Te acordás la cajita? - preguntó, en un hilo de voz.
Por un momento dudé de aquella pregunta, interponiendo la lógica equívoca de quien se siente vivo, pensando en un desvarío u otra excusa infantil, que es el recurso imbécil al no querer escuchar. Pero una luz surgió en mi mente. La cajita.
- ¿La cajita de madera, la que enterramos cuando era un niño bajo el paraíso del patio?
El viejo esbozó lo que parecía una sonrisa y bajó los párpados, asintiendo.
- Si, claro que me acuerdo - de pronto aquel recuerdo alentó el espíritu, reavivó algo que parecía perdido, que era la esperanza - La enterramos juntos, cómo olvidarlo.
Me miró con esa ternura que era tan propia, con ese infinito amor que es invisible y sin embargo, lo abarca todo.
Se me escapó una lágrima, la primera.
- Me habías dicho que ahí dentro estaban guardados mis sueños, que los poníamos a resguardo. Hicimos el pozo con la palita de plástico, la azul.
- Y cada sueño... - empezó a decir desde la cama.
- Cada sueño nuevo que tuviera, cada cosa que quisiera ser o hacer en un futuro, se guardaría solo en aquella cajita.
Sonreímos, por el recuerdo compartido.
- Qué lindo que es ser chico ¿no, viejo? - agregué - Creer en todo eso, en lograr que cada momento se vuelva mágico.
- ¿Pero... es que ahora no crees en eso?
- Viejo, uno crece, el tiempo pasa y...
- El único que engaña sin mentir es el tiempo - dijo, sacando fuerzas de donde no las tenía.
Me quedé mirándolo.
- Es que nunca te conté que siendo más grande la desenterré - confesé - Sabía que allí no había nada, pero igual la abrí. ¿Y sabés qué?
El viejo me miró con los ojos grandes, brillosos.
- No había nada, estaba vacía. Y a pesar que sabía que sería así, sentí una gran desilusión. Pero no te dije nada, porque en su momento nos habíamos divertido.
Meneó la cabeza sobre la almohada y tosió por el esfuerzo.
- No te muevas, que...
- No es así...
- ¿Qué cosa? ¿Lo de la cajita? No te preocupes, aquello...
- Los sueños siempre estuvieron ahí, querido - me interrumpió - Cuando dejaste de creer en ellos, es que dejaron de existir para tus ojos. Esa cajita no está bajo el árbol, sino acá...
Y levantando el brazo, el mismo que antes no había podido mover para tomarme la mano, llevó su índice hasta mi pecho y señaló mi corazón.
Nuestras miradas se sostuvieron durante varios segundos. Muchos para ser sinceros. Los necesarios para ver apagarse su vida.
Se había ido, ya no estaba.
Y lloré, pero sin pena. Lloré orgulloso, feliz del viejo. Porque en lugar de abrazarse a la desdicha y la muerte, se aferró a la vida, esperándome estoicamente para brindarme ese último esfuerzo, devolviéndome aquella cajita, regalándome sus últimas palabras, dándome otra vez la vida, la esperanza, los sueños que había perdido por el simple e inevitable hecho de crecer.
Al salir por la puerta, me sentí fuerte.