Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de agosto de 2011

Amores imposibles

Era el momento de confesar, no quedaba escapatoria. La situación se había precipitado, era insostenible. Aquello que había ido edificando con la paciencia de un artesano, de repente había caído encima suyo. Dejaba de ser una ilusión, para convertirse en real. No podía seguir ocultando sus sentimientos. Debía confesar.

Ella lo miraba inquisidoramente. Había llegado la hora de decir las cosas tal como eran. Había arribado ese instante, como llega todo en la vida. ¿Cuánto tiempo más podía soportar lo que ocurría? ¿Cuánto más podía hacerse la que no se daba cuenta de aquello? Quizá para divertirse, pero no era justo. Para ninguno de los corazones, ni el suyo, ni el de él.

Le sudaban las manos. El corazón le palpitaba con fuerza. Era un ¡pum pum pum! atronador, rítmico. Parecía querer saltarse del pecho. Y delante de sus ojos, la mirada punzante de Raquel. Estaba acorralado.

Tragó saliva, preparando su garganta para hablar. No podía permitirse ni un carraspeo. Todo su cuerpo era tensión. Presentía lo que venía a continuación. Las palabras que Alberto haría desencadenar de su boca, una tras otra, cambiando para siempre el destino que por años había unido su amistad.

El movió sus labios, pero se detuvo. Bajó la mirada, apuntándola a las baldosas de la vereda. La tarde se moría, como se morían sus palabras, antes de nacer. Se supo incapaz de hablar y se odió por ello.

Ella avanzó, con frialdad en su semblante, pero el alma ardiendo en pequeñas llamas que durante años habían aguardado en silencio, suplicando en vano, sin ser escuchadas. Se dio cuenta que él no tenía la fuerza necesaria. Pero ella si.

- Alberto. No necesitás decirme nada. Todo este tiempo cerca mío, pendiente de mi, tu amistad. Alberto... yo también te amo.

Alberto levantó la cabeza y la miró a los ojos. La confesión lo había tomado por sorpresa. Sintió que aquello que se derrumbaba segundos antes, ahora literalmente lo aplastaba. Recién entonces pudo articular con sus cuerdas vocales, los primeros sonidos.

- Raquel, que cagada, pero yo amo a tu hermana, la más chica. Pero la loca ni siendo tu amigo me da bola.

La mujer se alejó calle arriba, llevando consigo su belleza y tragedia, dejándole al viento sus últimas lágrimas.
El hombre permaneció en el mismo lugar, rascándose la cabeza y pensando qué era lo que había hecho mal.
La noche llegó como lo hace siempre: riéndose de los amores imposibles.

28 de agosto de 2011

Todos los hermanos se llaman Pablo

La estación del ferrocarril nos traía a todos un viejo recuerdo. Aquel edificio casi abandonado, por el que no pasaba una locomotora desde que éramos muy pequeños, nos había salvado la vida.
Parece mentira que hayan transcurridos tantos años desde entonces. Como si la vida se marchitara en la palma de la mano, sin que nos diéramos cuenta. Un soplo del viento, una canción que llega al final y deja de sonar. Y en ese silencio que nos queda, entre tema y tema, nos permitimos de vez en cuando mirar atrás.
Los ojos de la mente viajan a ese reducto de ladrillos rojos y andén derruído por el tiempo, de vigas despintadas y alero de chapa a punto de venirse abajo. Sobre los rieles, un vagón olvidado, dormido entre los yuyos que crecen profanos, altos y descuidados.
La postal es burda, casi una broma al pasado. Y sin embargo, es nuestra. Allí nos guarecemos en la noche. Allí nadie nos molesta. Sómos jóvenes, vivaces y sedientos. Tenemos para nosotros cinco, un cajón y medio de cervezas. El otro medio se lo tuvimos que dejar a Pablo, el hermano de Ezequiel, a cambio de la compra. A nosotros no nos venden, somos menores. Pablo es nuestra salvación en cada oportunidad. Y si no fuera por la tranquilidad de la estación, nos quedaríamos con él, que era el hermano de todos, porque nos conocía desde que íbamos al jardín de infantes.
Pero en la estación somos nosotros. Una guitarra, uno que toca, cuatro que cantan. No hay vasos, no hacen falta. Las manos ofrecen la botella destapada con generosidad. Todos tomamos, reímos, cantamos. No nos importa nada más. ¿Qué cosas podrían importarnos a esa edad, salvo la amistad y las mujeres?
La brisa sopla bastante y hace frío, pero bajo el alero del andén apenas si lo sentimos. Es nuestro mundo y en nuestro mundo, nadie tiene frío. No le permitimos existir, lo combatimos con el calor humano, con la alegría innata, con el desconocimiento del futuro.
A lo lejos, en la calle más próxima, bajo las tenues luminarias municipales, los coches marchan sin sentido alguno, como imágenes arrancadas a la ciudad para que nos brinden un paisaje y nada más. Y los transeúntes, que giran sus cabezas hacia la estación, quizá alertados por la música o las risas, o la sensación de felicidad, también son para nosotros figuras difusas de una noche de honesta alegría.
Así podían sucederse los siglos, con nosotros cantando en la vieja estación, mientras empinábamos las botellas en dirección a la boca, una y otra vez, sin cansancio. Así podrían haber seguido, por la eternidad.
Pero fue esa noche que descubrimos que todo tiene un final, que nada es para siempre. Entre punteos y bemoles, escuchamos las sirenas y luego las explosiones. Varias detonaciones. Y luego gritos, gritos y un resplandor.
Nos pusimos de pie y nos asomamos lo más que pudimos a la calle. La gente corría, casi sin dirección, mientras enormes llamas se desprendían contra el cielo, dos calles más allá de la estación.
Lo miramos a Ezequiel, que estaba ya unos metros más adelante nuestro.
- Negro, es cerca de tu casa.
Corrimos detrás de él. No solo era cerca, ese presentimiento nos alcanzó en los corazones. Lo supimos antes de llegar a la esquina y ver la casa del Negro en llamas y la madre con un ataque de histeria en la vereda, sostenida por dos oficiales de policía. Ezequiel se tomaba la cabeza.
Todos nosotros lo hacíamos. ¿Qué pasó? preguntábamos. Los vecinos no nos decían nada y se metían en sus casas. Lo vimos al Negro abrazar a su madre y a la distancia, lo oímos gritar, de una forma que nos desgarró el alma.
Un bombero lo detuvo cuando quiso arrojarse a la casa en llamas. El recuerdo termina ahí, quizá por decisión propia. El dejo de tristeza es enorme, el de impotencia aún mayor. Veo en mi mente la estación y agradezco esos días, pero principalmente, el cobijo de esa noche. La última que pasamos allí, la que nos marcó a todos. La noche en la que murió Pablo, en una mortaja de fuego. Algunos dicen que ya estaba muerto antes, que los que fueron a hacerlo cagar porque les debía mucha guita en drogas, lo habían matado a quemarropa. Otros aseguran que herido y todo, sacó a la madre al pasillo, para que pudiera escapar y que ahí se le derrumbó parte del techo encima.
La estación nos salvó a todos, pero al mismo tiempo nos robó un hermano a cada uno. Dijeron muchas cosas después de esa noche, pero nosotros sabíamos otras y gracias a esas, es que sobrevive en nuestras memorias. El, la estación y aquellos tiempos de amistad y gloria, de música y mujeres, de cervezas y noches interminables. Tiempos que se han ido para no volver, salvo en forma de imágenes cada más difusas, de recuerdos que hacen lagrimear.
Entre canción y canción pareciera que no hay nada y sin embargo, existe un mundo.

25 de agosto de 2011

Jueves

Jueves en el almanaque. La fecha exacta no le importa. Tampoco la hora, que ignora, porque el reloj de pared está detenido desde tiempos inmemoriales, desde que ella ya no está. Ese "no está", que huele a tumba en su mente.
Jueves. Sabe que significa. Se mira las manos temblorosas. Cierra los ojos y se lo impone como cada semana. Busca en el cajón la cuchilla y se dirige al sótano. A medida que avanza va apagando las luces, dejando la casa a oscuras.
Jueves, otra vez. Las semanas parecían esfumarse, sucederse unas a otras, con prisa. El odiaba los jueves. Repudiaba tener que abrir la oxidada puerta que daba al sótano. Le provocaba asco y rechazo descender por los viejos peldaños, para llegar a ese piso de tierra, por el que ratas y cucarachas transitaban en todo momento.
Pero lo más horroroso del asunto era asomarse al abismo. A esa brecha entre el bien y el mal, de la que no hay regreso. Los cuerpos mutilados de sus víctimas aguardaban mansamente, sin inmutarse. Era jueves y el rito lo exigía. Debía desollar a una y ofrecerla al diablo.
Jueves. Maldito día del pacto. Su alma vendida, con solo un fin. Que al final de los días, pudiera ver otra vez a su mujer. Solo por ella atravesaría esa locura. Solo por ella seguiría aún soportando los jueves.

22 de agosto de 2011

La subasta

Fui a la subasta por insistencia de mi amigo, un cordobés que estuvo parando en casa un par de meses, mientras se separaba y busca una casa dónde alquilar. Nunca había estado en ninguna y sinceramente no me interesaba.
- Dale, acompañame - me dijo. No tenía nada que hacer ese sábado. Mi mujer se iba con los chicos a la casa de la hermana y yo, con la excusa de estar de guardia en el trabajo, le decía que no podía irme de la ciudad. En realidad, tampoco me llamaba la atención ir a la casa de la hermana.
Y eso Andrés, mi amigo, lo sabía muy bien. Por eso su insistencia se convirtió de pronto en una imposición. El pedido fue una especie de sugerencia y me sentí obligado. ¿Qué se puede perder con ir?
- ¿De qué es la subasta? - le pregunté.
- De todo un poco - me contestó vagamente.
- ¿Y cuánto dura eso?
- Un rato, si vemos que no hay nada interesante, nos volvemos.
Con esa respuesta me convenció, aunque convencimiento o no, tenía el presentimiento que iría. Uno se da cuenta antes que suceda. El otro ya había planificado todo en su cabeza y difícilmente se podía torcer el rumbo de la historia. Andrés lo tenía decidido y punto. El preámbulo era parte de la anécodota futura, la que diría al mostrar la lámpara antigua el día de mañana: "Mirá que linda que es, una ganga, y pensar que el choto de Julián no quería acompañarme".
Tomé la billetera pero dejé solo un poco de cambio. Si llevaba dinero por ahí me tentaba con algo, a pesar que no sabía muy bien como era el sistema.
- ¿Y vos podés comprar lo que quieras que esté en remate? - era totalmente virgen en el tema y me exponía en cada pregunta.
- Lo que quieras y esté a tu alcance. Tenés que ir viendo los precios que se manejan, por ahí no hay interesados en algo y eso te sale barato. Pero tampoco tenés que comprar cualquier cosa por el solo hecho que sea barato. Eso es ser compulsivo.
Asentí como si hubiese entendido. En realidad, no me gustaba ni siquiera ir de compras al supermercado. A veces agarraba de la góndola una mermelada y recibía el reto de mi mujer. ¡Esa no! me gritaba, sin importarle que hubiese o no gente alrededor. Y yo, víctima, de pie con el frasco delator aún en la mano, buscaba en las letras de la etiqueta el motivo, pensando que quizá el gusto no era el indicado (a pesar de leer durazno, que era el que más nos gustaba).
Luego me enteraba, casi de rebote, cuando conversaba ella con alguna amiga tomando mates en la cocina que la que había comprado tenía esto y aquello y que además, por ser ese día, había una promoción de no se qué. Siempre era así. Había que estar informado hasta para hacer las compras. Envidiaba mis días de niño, el cruzar de calle y comprar en lo de doña Adelina. Iba con mi listita y ella me la devolvía minutos después con una bolsa repleta de mercaderías. Y mamá nunca se quejaba ni me retaba, a menos, claro, que hiciera caer la bolsa en el camino.
Y ahí estábamos los dos, con Andrés, avanzando por el centro de la ciudad, hasta el lugar de la subasta. Me hablaba del último remate al que había ido (y ahí entendí que una subasta y un remate eran sinónimos), en el que había comprado la cuna del nene. Al recordar a su hijo, ahora con su ex, dejó de hablar. El silencio nos acompañó hasta el sitio de destino, un galpón de puertas corredizas, en cuyo interior se habían dispuestos sillas como si se tratase de un teatro.
Arribamos con tiempo como para recorrer el sector donde estaban los objetos a subastar. Sinceramente nada me llamó la atención. Cuadros viejos, sillas horribles, un candelabro que parecía sacado de una película de terror, juegos de sábanas, de vajillas, aparadores de mal gusto, botellas... y dejé de mirar. Andrés seguía embobado, tomando apuntes en una libreta. Me fui a sentar, lejos de los lugares de adelante. Si Andrés quería luego ir más allá, iría, sino, prefería la retaguardia.
Una mujer pasó a mi lado y tomó el asiento contiguo. Era una mujer madura, pero muy bonita. Con la cartera me golpeó el brazo y me pidió disculpas, con una voz entre compungida y amable. Sacó de la cartera golpeadora un pañuelo y disimuladamente pude ver que se quitaba algunas lágrimas de los ojos. No soy muy bueno disimulando a decir verdad. Me vio. Por reflejo, sonreí. Ella contestó de la misma forma.
Un calor me recorrió el cuerpo. Qué vergüenza. Apunté la mirada hacia delante, con firmes intenciones de no apartar la vista de lugares menos comprometedores. Pero la mujer me habló, quizá dándose cuenta que, valga la redundancia, me había dado cuenta que había estado desubicado espiando que hacía con el pañuelo.
- No se preocupe joven, llorar no es tan malo y observar a alguien que llora es un gesto de apoyo.
No supe que contestarle, me había tomado por sorpresa. Además me había dicho joven y yo le calculaba mi misma edad. Cuarenta y tantos. Con seguridad era todo cirugía, el inconsciente la había traicionado. Volví a sonreírle, como un estúpido. Uno se acostumbra tanto a estar con una mujer, a comportarse bien delante de ella cuando hay otras mujeres, que con el tiempo, se vuelve un imbécil en situaciones como esa.
- ¿Viene a comprar algo? - pregunté y al instante me mordí los labios. ¿Qué preguntá estúpida era esa? ¿Acaso no era un remate ese? ¿No iba la gente a comprar cosas? Bueno, en mi caso, iba de compañía, pero era claro que ella estaba sola. En ese momento dudé entre arrojarme debajo de la silla, como un niño o pedirle disculpas, levantarme y decirle a Adrián que lo esperaba afuera, por la vergüenza que estaba pasando.
Pero la mujer, guardando el pañuelo, meneó la cabeza. Su perfil era hermoso. Se notaba una fina capa de maquillaje en sus facciones, pero suave, delicado. Salvo donde las lágrimas habían atravesado su rostro, el resto lo cubría un inmaculado brillo. Me miró y vi sus ojos. He visto en revistas fotografías de esmeraldas. Es una piedra preciosa, de un color maravilloso. Sus ojos eran aún más llamativos y por eso, mil veces más bellos que una esmeralda.
- No - me dijo, mientras mi atontada vista no podía apartarse del encanto de sus ojos - solo he venido a despedirme de mis cosas.
Me quedé embobado mirándola. Cuando me di cuenta del silencio, supe que debía hablar o desaparecer.
- ¿Todo eso... - señalé con el dedo hacia el sector de los objetos, mientras pensaba antónimos de la palabra porquería - era suyo?
Asintió con la cabeza. Vi dolor en el gesto, en como apretó los labios y algunas arrugas surcaron sus mejillas. Podía seguir metiendo la pata preguntándole si había perdido todo en el casino o alguna imprudencia aún mayor, pero opté por el silencio.
Fue entonces que escuché una voz proveniente del micrófono colocado delante de las sillas, pidiendo que nos ubicáramos que en dos minutos comenzaba la subasta. Andrés llegó apurado a mi lado y me puso una mano en el hombro.
- Acá atrás no, boludo, vamos adelante, así podemos seguir mejor la subasta. ¿Viste esas maravillas? ¿Te das cuenta el valor que pueden llegar a tener en unos años? Y por lo que me dijeron, salen con precios bajísimos.
- Andrés - le dije - andá vos...
- Dale, dale, que empieza. Dale boludo, que nos sacan el lugar. ¡Menos mal que vinimos Julián!
Prácticamente me puso de pie. Quise explicarle que estaba acompañado por la señora que era dueña de todo,  pero en ese momento dijo algo que aún resuena en mi cabeza y detuvo mi comentario.
- Esto estuvo abandonado por más de setenta años en una mansión deshabitada. En unos años valen una fortuna, como antigüedades.
Giré de inmediato hacia mi asiento, para comprobar que a mi lado no había nadie. Me debo haber puesto pálido, porque Andrés me preguntó un par de veces que me pasaba e incluso me pegó suavemente en la cara. Le excusé diciéndole que necesitaba algo de aire, que iría afuera. Prácticamente corrí hacia la calle. Allí respiré hondo. Asustado.
Hasta el día de hoy sueño con esa tarde en la subasta, a la que no quería ir. Andrés al final pujó con éxito por varias cosas. En mis sueños la mujer aparece y me pregunta si mi amigo está cuidando lo que adquirió. Como en aquel momento, me quedo mudo, como un estúpido, perdido en aquellos ojos más hermosos que las esmeraldas, descubriendo al final que en realidad no son ojos, sino cuencos vacíos de un esqueleto que se desmorona en mis brazos. Despierto aterrado y con lágrimas en los ojos, aferrando un pañuelo que jamás compré.

19 de agosto de 2011

Breve suspiro del destino

Me asomo a la baranda y siento el vértigo de la brisa, el sonido del agua mucho más abajo. El viento me mueve el cabello y se roba una lágrima. A mis espaldas los coches son como disparos a matar, unos tras otros, sin parar.
En mi mano, ya marchito y seco, un pétalo de rosa. Extiendo el brazo, como mendigándole al cielo un milagro y lo dejo caer. Pero en lugar de sumirse a su destino, se rebela y flota, hamacándose en el aire. Lo veo alejarse, viajar sobre el río, cada vez más distante.
Pienso en la ausencia, en ese abrazo que ya no tendré, en la voz que no oiré y busco ya sin suerte ese pétalo, observando el horizonte pero ya sin ver. Se ha ido, se ha ido otra vez.

16 de agosto de 2011

El periódico

- ¿Vos sos el nuevo, no? - le preguntó al chico de anteojos y mirada perdida que estaba parado bajo el marco de la puerta principal de la oficina.
- Si, mi nombre es...
- Bueno, vení, seguime, mirá no voy a tener mucho tiempo para mostrarte todo, vas a tener que ir aprendiendo a medida que laburás. En realidad tendría que estar terminando un artículo, no haciendo esto, pero el jefe de piso no está, el de redacción tampoco y ¿quién queda? el polifuncional González. Siempre queda González. Vení pibe, este es tu lugar de trabajo. La computadora te la traerán mañana. Supongo.
- ¿Y que hago hoy?
- ¿Cómo que hacés? Sos periodista, que carajo querés hacer. Escribí noticias. Hay un diario por hacer.
- Pero... ¿dónde?
- En papel, donde más. Después se lo pasás a un tipeador y listo. Mirá, es corta la bocha. Mientras más tiempo perdés delante de la computadora, menos tenés para estar en la calle o donde sea que obtengas información. Es decir, acá no venís a escribir un libro, sino noticias. Y si el tiempo no te da, está esta gente, que "pla pla pla pla" al teclado y en dos patadas te tiene un texto.
- ¿Y una vez que la redacto, se la paso directamente al tipeador o antes se la muestro a alguien?
- Para que te llamaron. Sección digo, para que sección.
- No, por ahora en realidad me dijeron que voy a estar con otros. No tengo nada definido.
- Bah... boludeces. Decime ¿entendés algo de leyes, cosas policiales?
- Sssi... maso.
- Listo, cubrís policiales. Acercate a Solano y Erilake, que son los que hacen policiales y te van a orientar. Yo, pibe, te dejo. Porque no termino más.
Se marchó raudo a su oficina, ubicada en un sala y no en un box, como el resto de los periodistas. Miró alrededor y se preguntó cómo haría para ubicar a las dos personas que nombró.
Caminó algunos metros en silencio y al ver a una joven muy bonita, tomó coraje y le preguntó por los apellidos que le habían mencionado.
La joven, de ojos del color de las perlas, se excusó de no poder ayudarlo. Era nueva.
- ¿Vos también? - preguntó el esperanzado. - Es mi primer día.
- Vaya coincidencia - le dijo ella - Pero mi papá es el dueño.
Y dicho esto, la preciosa hija del acaudalado empresario, se alejó. Sintió un pequeño retorcijón en el corazón. ¿Dónde me metí? preguntaba su cabeza.
Su próxima pregunta fue para un hombre mayor, de brazos cruzados delante de la pantalla de una computadora. Era feo y tenía pinta de desagradable. Al menos, no se llevaría ninguna sorpresa. 
- Señor, disculpe, estoy buscando...
- Todo el mundo esta buscando a alguien. ¿Qué, es que no los guardan bien y los pierden? - el hombre lanzó una carcajada feroz que se prolongó varios segundos - Disculpá pibe. A quién buscás.
- Solano y Erilake.
- A esos dos imbéciles. ¿Y para qué?
- Me asignaron a Policiales, el señor de aquella oficina.
- Otro imbécil. Pero aquel es imbécil en serio. Un gusto saludarte, soy Solano.
El chico lo miró con desconfianza. Solano era un imbécil o Solano era ese hombre. O las dos cosas. De todas formas, le estrechó la mano que le estiraba.
- Erilake - prosiguió Solano - anda en la calle. Seguro se estará haciendo tirar el cuerito - otra risotada estruendosa - Vení, seguime.
Solano se puso de pie. Era un hombre obeso, de gran estatura. Llevaba la bragueta desabrochada, pero al igual que con sus risas desmedidas, parecía que a nadie le importaba. Lo condujo hasta una mesa apartada, repleta de periódicos.
- Sentate ahí y ordename cronológicamente esos diarios, que estuve buscando algo hace un par de días y me quedó todo desordenado.
¿Esto debía hacer? Sintió impotencia y bronca, pero no obstante contestó de buena forma.
- Bien señor.
- ¿Sabés que es eso, no?
- ¿Qué cosa?
- Cronológicamente digo. Por fecha. De la más vieja, a la más reciente.
- Si, por supuesto que lo se.
- Por las dudas, mandan cada estúpido.
Se mordió los labios para evitar contestarle. ¿Sería así con todos los nuevos? Bueno, no con todos. La preciosura no tendría que soportar tales cosas.
Tres horas después, concluída la tarea, se dirigió hasta el escritorio de Solano. El gordo no estaba. Se sentó a descansar en el asiento del periodista. Un ruido sordo y pesado lo sobresaltó. Una pila de papeles había caído sobre el escritorio, delante de su vista. La persona que los había arrojado, estaba de pie, parado a su lado.
- Solano, esto lo necesitamos en limpio, pasado a noticia, para antes de las siete de la tarde. Comenzá a laburar.
- Pero...
- Vamos Solano, no hagás que llame a alguno de arriba.
El joven se quedó con la boca abierta. ¿Cómo podía ser que no supiera que el no era Solano? Desde lo lejos el hombre le gritó: "Antes de las siete Solano, antes de las siete".
Miró hacia todos lados y nadie se reía. Cada uno estaba en su mundo. Al menos, pensó, sería más divertido que ordenar periódicos en forma cronológica.
Terminó el trabajo una hora antes de las siete. Llamó al hombre al verlo cerca y éste leyó el texto.
- Bien Solano, buen trabajo. Me lo llevo, va a impresión. Si necesito algo más le aviso.
El joven pensó que aquello si que había sido extraño. Se quedó allí sentado hasta que la noche cayó del otro lado de la ventana y algunos comenzaban a retirarse. El sonido de los teclados retumbaba uniforme. Aquello era un mundo mágico. Se sentía a gusto, a pesar de ser nuevo y de su primer día tan atípico. Vio retirarse a la hija del dueño, envuelta en un camperón rojo. Unos minutos después, también se fue el.
Al otro día fue temprano. Ni bien ingresó, lo vio a González. Al polifuncional González.
- González, cómo le va. Hoy voy también con...
- González arriba jovencito, primer piso, segunda oficina a la derecha.
- Pero...
El hombre se alejó y se acomodó delante de una computadora, en un box contra una pared. ¿Qué le pasa a éste? pensó.
A su lado, pasó el obeso de Solano. Sin dudar un instante, lo siguió.
- Solano, señor Solano...
El hombre siguió caminando, sin prestarle atención. En lugar de ir hacia su box, giró en otra parte y se metió en otra ala del edificio. El joven se detuvo en la puerta. No le parecía correcto seguirlo hasta allí. Quizá iba al baño. Pero al menos, lo hubiese saludado. Imaginó que era probable que ni siquiera lo registrara.
Para ganar tiempo, fue hasta el escritorio que había ocupado la tarde anterior. Se detuvo de golpe. Ocupando la silla, estaba la preciosa hija del dueño. La vio de perfil e imaginó sus curvas debajo de la fina prensa de hilo que llevaba puesta.
- Hola - le dijo, con acento simpático - ¿Cómo te trata tu segundo día? - no pensaba amilanarse por el simple hecho que fuera la hija de "alguien".
- ¿Perdón? - contestó ella.
- Digo si ya te asignaron alguna función, veo que estás en el escritorio de Solano...
- Soy Solano. ¿Disculpame, vos quien sos? ¿Te mandaron a practicar acá?
- Si... ¿vos sos Solano? Pero...
- Por qué no vas a preguntar si realmente te mandaron acá querido, tengo trabajo y me estás retrasando. ¿Puede ser? Gracias bebé.
La chica siguió tipeando en la computadora. Quedó consternado. Vio venir al hombre del día anterior, que le había encargado el informe y lo detuvo.
- Señor ¿me recuerda? Ayer me encargó un informe.
- No pibe, para nada. Además, que te voy a encargar yo si solo preparo el café. ¿Querés uno? Estoy levantando pedidos en esta sección.
- No...
El mundo giró bajo sus pies. De pronto sintió que las paredes iban y venían y todo era un sueño. Se desdibujó el hombre que tenía enfrente, los escritorios, incluso la hermosura que dijo ser Solano... al aire se sintio rancio y la visión se tornó oscura.
Luego, volvió la luz.

- ¿Vos sos el nuevo, no? - le preguntó al chico de anteojos y mirada perdida que estaba parado bajo el marco de la puerta principal de la oficina.
- Si, mi nombre es...
Entonces,  al escucharse pronunciar esas cuatro palabras, supo que debía salir corriendo de allí.

13 de agosto de 2011

La búsqueda

Como cada tarde, paseaba por el barrio, albergando la esperanza de ver a Daniela. Es que Daniela no tenía un lugar fijo, iba y venía, como un barrilete en día de viento. Entonces sus caminatas se prolongaban una calle más, dos, doblar aquella esquina, la otra, con el único deseo de toparse con ella, radiante como el sol.
Los días en los que no lograba su objetivo, volvía a casa marchito, hasta casi amarillento. Se recostaba en el viejo sillón y encendía el televisor, aunque no lo miraba. Cuando los grillos le anunciaban que era tarde, se ponía de pie, se servía algunas sobras del mediodía y luego se iba a acostar, triste, melancólico.
¡Pero que diferentes eran los días que veía a Daniela! Esos días no los olvidaba más. Daniela con su sonrisa, Daniela con su figura, su andar, su color. Volvía a su casa como volando, con el corazón hechizado. Llegaba y aprovechaba para ordenar, para limpiar las olvidadas estanterías, cambiar de lugar las fotografías, y así se iban las últimas horas del día, casi en un suspiro, envuelto todo en una fina capa de alegría.
Pero no siempre la veía. No siempre acariciaba el aire que ella transitaba. Y cuando ella no estaba, sentía que parte de su alma moría, como si la ausencia lo lastimara de manera mortal. Sus piernas pedían no cansarse, no abandonar la búsqueda. Y a duras penas, proseguía dando vueltas en círculos, pasando por las mismas veredas una y mil veces, saludando cientos de veces a los vecinos que lo miraban asombrados, pero al mismo tiempo, acostumbrados.
Es que Daniela, era un fastasma difícil de dar alcance. Como en vida, siempre paseando, visitando jardines ajenos, disfrutando de los días. Si tan solo hubiese sido más compañero, sabría sus recorridos. Pero nunca lo había sido y ahora que Daniela no estaba, soñaba con encontrarla. Y soñaba tanto que un día la vió, deslizándose en la brisa, como una pluma.
Y cuando la encuentra, recupera algo que creía perdido. Parte de lo que encierran esas fotografías, en las estanterías atestadas de pasado. Se aferra a esa visión, porque es la única forma que tiene de hacer real la realidad.

10 de agosto de 2011

Hojas en blanco

El paisaje otoñal aclara sus memorias, atento al canto diverso de los pájaros, cuyos sonidos son como colores que arrojados al aire y arrebatados por la brisa, viajan a la deriva, llegando a sus oídos entrenados por los años.
La paciencia se hospeda en su piel, agrietada de tantas caminatas bajo el sol, en aquel patio cuadrado de elevadas y grises murallas. El resoplido cansino, la mirada perdida en la nada y ese volver los pasos hasta la pared opuesta, veinte metros más allá. La rutina de los días, con la mente divagando, buscando en los recuerdos el asidero necesario para aferrarse a la vida.
La sirena, el "todos adentro, formando hilera" y la procesión de hombres enfilando hacia el claustro. El sol se apaga a sus espaldas, mientras las puertas se pliegan sobre la soledad del encierro. Los pasos emanan un eco sin vida, resignado a subsistir a lo largo de eternos pasillos. Las rejas lo vuelven a enjaular, dejándolo sin canto, sin ilusión. De inmediato añora el sol, la brisa y los pájaros.
En la penumbra los recuerdos se oscurecen, las telarañas crecen a su alrededor y presiente la muerte cada vez más cercana. Hace un último intento y la mente no lo engaña: 30 años. Por un momento cree estar equivocado, haber hecho mal las cuentas, pero sabe que se engaña. El tiempo se llevó su vida, a cambio de ese encierro. Hace lustros que no pide audiencia, que no lucha. Los brazos jamás se levantaron tras las primeras derrotas. Le niega incluso el diálogo a su hija, que sin embargo no claudica y puntualmente cada jueves, a la hora de las visitas, renueva el intento.
Sentado sobre el colchón de piedra, observa el paquete que ella le dejó en la última visita, panel de vidrio y silencio de por medio. Ni siquiera quiso saber qué era, pero tampoco tuvo la valentía de ignorarlo o peor aún, arrojarlo entre los desechos.
Lo medita, una y mil veces, preso por partida doble, de su situación y de su accionar, del hecho de vivir entre barrotes y de no poder escapar de ese obsequio oculto bajo el doblez de un papel marrón. Considera que abrirlo sería lo mismo que aceptar el rol de padre y por ende, entablar conversación con esa muchacha joven que cada semana se presenta con la ilusión de conocerlo, de saber más de él, de quién le han dicho, le dio la vida. Por eso se esfuerza, lucha, contra esa parte de su mente que quiere estirar el brazo y aferrarlo.
Quiere que las cosas se mantengan así. El adentro, ella afuera. Uno, esclavo de su pasado. Ella, libre con su futuro. La noche lo mantiene en vela, sudando. Al cerrar los ojos se sume en pesadillas en las que las murallas son más altas que de costumbre y los pájaros, en lugar de su trino amable y cálido, vierten duras verdades de su vida. Abre los ojos, inquieto. se estremece en aquel solitario paraje del mundo. La humedad de las paredes parece trasladarse a sus huesos. De repente le duele todo, incluso el alma. Y rompe a llorar, en pequeños sorbos.
A pesar de la oscuridad, se acerca al paquete y lo toma entre sus manos, con cariño, como si la tomara a ella, siendo una niña. Ese anhelo que nunca pudo cumplir, por estar allí dentro. Esa vida que se perdió, por haber equivocado el camino. Desgarró el papel, como sus visitas desgarraban su corazón. ¿Pero cómo aceptarlo? ¿Cómo decirle lo que realmente sentía? ¿Por qué no aceptaba que no quería ser una cruz para su vida y por eso la ignoraba, buscando perderla? ¿Por qué volvía cada semana? ¿Por qué querer sentirse su hija cuando el nunca pudo sentirse padre...?
El papel cayó a un lado, plegándose sobre si mismo. En sus manos quedó lo que ocultaba. Se acercó a la pequeña ventana con barrotes, esperando de la luna una ayuda. La señora de los cielos nocturnos aportó su claridad, la suficiente para que pudiera enterarse que era lo que sostenía. Entonces lo vio: un libro, con sus tapas duras, el olor a papel impregnando el aire.
Lo abrió y un papel suelto cayó al suelo. Se agachó y lo tomó con el pulso tembloroso, asustado como nunca en su vida. Una letra hermosa, de mujer, le dirigía unas pocas líneas:
"Papá, puede que no quieras enseñarme tu voz, ni decirme buenas tardes. Quizá creas que solo quiero reprocharte, por nunca haber estado. O solo esperar de ti, un perdón olvidado. Sin embargo, papá, lo único que deseo, es saber tu historia, qué me cuentes quién eres. Solo eso papá. Por eso este libro en blanco. Para que allí pongas en palabras lo que no quieres decirme con tu voz. A veces, es mejor decirnos las cosas sin mirarnos a los ojos. Porque a veces, la vergüenza o el temor, puede avasallarnos".
Se llevó una mano a la boca y una lágrima descendió por la mejilla. El libro estaba en blanco, cada hoja. Pero esperaban por el. Ella esperaba.
Y allí mismo, bajo aquella tenue claridad, casi lúgubre, tomó una lapicera y comenzó a contarle a su hija, quién era. Sería su historia, en la que narraría la verdad, incluso aquello de lo que se arrepentía, por lo que pagaba día a día.
Se sintió entonces, libre de algún modo. Era la palabra liberadora, portadora de la verdad, la que le permitía esa sensación. Nunca más cerca del canto de los pájaros, ni nunca más lejos de aquellas murallas grises. Eran padre e hija, a través de un libro. Eran padre e hija, por primera vez.


Relato publicado en la XII Antología de Poetas y Narradores del Departamento Constitución (2011)

7 de agosto de 2011

Tristeza de los años

¿Cuándo había sido la última vez que fue feliz? se preguntó sentado en un banco de la plaza, mientras alimentaba a las palomas con migas de pan. Y sinceramente, no lo recordaba.
A su mente venía cierto recuerdo de una tarde de verano, en una playa desconocida. Veía una mujer muy hermosa y pensó que pudo haber sido su mujer, pero no lo sabía con certeza. También tuvo la imagen de unos niños bajando a gran velocidad una colina, rodeados de pasturas y bajo un cielo celeste, pero no supo discernir si acaso alguno de ellos era él.
Haciendo un poco más de esfuerzo, recordaba a alguien en una canoa, en el río. Estaba con la caña en la mano y la mirada perdida en las islas. Podía sentir la paz que lo envolvía, pero nada más. De repente pensaba en nieve cayendo, en el frío de estar en la intemperie pero jugando con otra gente, esquivando las bolas blancas que le arrojaban. Todos parecían estar sonriendo.
Sus ojos miraban a las grises palomas ir y venir por el piso, correteando detrás de las pequeñas migajas. También veía sus manos, arrugadas por los años. Una lágrima le recorrió la mejilla. El tiempo se burlaba de uno. El tiempo era ladino. Acunarlo tanto tiempo para jugarle estas bromas, arrebatándole los recuerdos, los que hacían de alguien una persona con ayer.
Siguió arrojando las migas al aire, sin acordarse siquiera por qué estaba llorando.

4 de agosto de 2011

Estafado

Me sentí estafado. Sin un centavo en los bolsillos y mirando por la ventanilla al hombre que del otro lado se negaba a fiarme un pasaje de colectivo.
Había llegado esta manaña, gastando los últimos billetes. Quince horas en una catramina. Y al bajar en el pueblo, donde me tendrían que haber esperado con un almuerzo y trabajo, me encontré con la estación desolada y apenas un par de almas caminando sus calles de tierra.
Anduve indagando por las pocas casas desperdigadas en aquella planicie con forma de algo y nadie conocía a las personas que me habían mandado a llamar. No soy un erudito pero tampoco hace falta ser estúpido para comprender que a uno lo han engañado.
Y si todo aquello no fuese poco, el hombre de la estación no me quería dar un boleto en calidad de préstamo, no confiando en mi palabra de que al llegar a casa, le conseguía el dinero y se lo hacía llegar por correo. ¡Poca fe la del empleado!
No me quedaba otra que irme hasta la salida de este lugar, encontrar el camino hacia la ruta y allí hacer dedo hasta el norte. Me esperaba un periplo importante y muchas horas por delante.
Le había prometido a la Irma que la llamaba al llegar, pero que la iba a llamar, si tampoco me prestaron el teléfono. Pobre Irma, creyendo que llegaba y me daban el trabajo y que en un par de días ya tenía plata que le mandaba desde acá.
Imagínense, en lugar del dinero, en un par de días, con suerte, le aparecía yo. Cómo para no sentirse mal. ¡Si me llegaba a encontrar a esta gente! ¡Lo que menos era trompearlos! Reírse así de un laburante. No había vergüenza.
En la ruta me levantó un camionero. No me gustó mucho su lenguaje, pero por lo menos íbamos para el mismo lado. Se hicieron largas las horas; a la noche me dejó en una estación de servicios, porque decidió llevarse a otro acompañante, que si bien parecía una mujer, tenía bigotes. Al menos esa rara impresión me había dado en la oscuridad.
Por suerte pude seguir viaje, con un vendedor. Un hombre que vendía repuestos agrarios campo por campo. Mientras hubo estrellas en el cielo, el trayecto se hizo rápido. Al salir el sol, la camioneta comenzó a parar en cada campo y mientras el hombre ofrecía sus productos, yo me dormía siestas de hora, hora y media.
Se quedó a pernoctar a cien kilómetros de mi destino, por lo que tuve que buscar otro vehículo. La fortuna pareció entonces ponerse de mi lado o bien, visto desde lo que ahora sé, solo quería apresurar mi desgracia.
Una ambulancia con el nombre de mi pueblo rotulado en los lados pasó rauda por la ruta, pero se detuvo al verme agitar los brazos. El chofer era conocido, no amigo, pero de frecuentar el mismo bar los fines de semana.
Así transcurrieron los últimos kilómetros de mi vida tal como la conocía. Llegamos al amanecer. Las luces apagadas de casa no me llamaron la atención. Pero al abrir la puerta, entré en desesperación. Ningún mueble, ni el televisor ni la heladera vieja, que a pesar de que se caía a pedazos, cumplía su función. Corrí a la habitación y me topé con un par de medias en el suelo. Y nada más.
Me asomé al patio, miré a través del alambrado y vi a los Pérez, siempre madrugadores, tomando unos mates sentados sobre el tronco de paraíso que tienen en el fondo. Me acerqué alarmado, aunque temiendo lo que me tuviesen para decir. Les pregunté por Irma y supe de inmediato que mis temores, que iban creciendo con los segundos, estaban fundamentados.
Me describieron a los tipos que la fueron a buscar, el camión con el que se llevaron las cosas y la felicidad de ella. Comprendí que todo había sido un engaño de la Irma para irse y llevarse todo lo que era de los dos. Otra vez, en pocas horas, me sentí estafado. La diferencia era que seguía sin un centavo en los bolsillos y ya estaba en el lugar donde quería llegar. Me senté en el patio y quedé en silencio.
Es de noche y aún sigo aquí. ¿Acaso tengo otra cosa para hacer?

1 de agosto de 2011

Futuro felino

Fernando Silva amaba a su gato, pero la madrugada del primer día del año lo sacrificó bajo el árbol de navidad, en una escena espantosa, que hizo llorar a sus cuatro hijos pequeños. Estela, su mujer, sin embargo, no lo regañó. Al contrario, ayudó a limpiar y pedirle calma a los niños.
Su vecino, Alfredo Cañuelas, mató a su gata Amanda y cinco crías, dadas a luz apenas una semana antes, arrojándolas al incinerador. No derramó ni una sola lágrima.
Historias similares se dieron en toda la calle y con seguridad en las manzanas lindantes, en la ciudad misma, el país y el mundo. Y así y todo, aquello no fue suficiente. Al enfumarse la noche, en un comienzo de año signado por la muerte y marchito de esperanza, el sol trajo la desesperación.
Por todas partes, disfrutando la claridad del día, miles de felinos patrullaban pueblos y ciudades, maullando de tal forma que a cualquier persona se le erizaba la piel. La gente se preguntaba cómo podía ser, cómo a pesar de todo, muchas personas no habían accedido al sacrificio
Ahora era tarde. Y aquel maullido, proveniente del mismísimo infierno, lo dejaba asentado.
Fernando Silva corría por un callejón esa misma noche, acarreando como podía junto a su mujer a dos de sus hijos. Los que quedaban vivos. Huían sin mirar hacia atrás, sabiendo que en cualquier momento un zarpazo los mataría. Como a tantos durante el interminable día, como a la humanidad toda con el correr de las semanas, ya sea en esa calle, en la ciudad, en el país o en el mundo entero.