Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de mayo de 2011

Huesos sin alma

La noche pálida que despelleja al tiempo, con la eternidad de los segundos que no marchan, la serena lentitud del insomnio que lo toma de la mano y lo invita a esa muerte prematura de la mente, en la que cada sonido proveniente de la oscuridad es un nuevo desafío a la cordura.
Se siente débil, desprotegido. Se acurruca bajo las sábanas odiando la soledad a la que está sometido. Añora aunque sea un ronquido del otro lado de la cama, ahora tan extensa e infinita.
Desea encender la luz, confrontando así la mortecina claridad de la noche. Quiere que las sombras desaparezcan y con ellas sus formas horripilantes, sacados de un cuento de terror. Quiere que todo lo que lo aterra se esfume por arte de magia. Pero su mano no va al velador, permanece abrazándolo, negándole el alivio de poder ver lo que realmente lo rodea.
Pero existe una razón. Que ya ni siquiera viendo, sabe que es realidad y que no. Todo comenzó aquella noche espantosa, la misma que lo llevó al abismo de las noches en vela sin poder dormir.
Empezó como era costumbre, con un riña, una discusión más sobre las diferencias propias que la edad se crea para incomodar al ser que lo acompaña en la vida cotidiana. Hubo tonos elevados de voz, insultos y amenazas. Ya no había necesidad de pelear por lo bajo, los chicos habían crecido y partido, quizá, muy temprano.
En algún momento de aquella noche, la memoria lo traiciona. Solo recuerda el golpe de la puerta de calle y encontrarse solo en el living, sin más compañía que su propia sombra. Esa noche fue la última en la que pudo dormir cinco horas seguidas. Lo despertó un aullido muy lejano, que le erizó la piel en sueños.
No se sorprendió de encontrar que ella no había vuelto. Tampoco se preocupó en llamar a casa de su suegra. Quizá era hora de arreglárselas solo. Salió a la calle con buen abrigo. Llevaba el maletín con descuido, intentando ordenar mentalmente lo que había pasado antes de irse a dormir. Pero le costaba concentrarse.
No vio a la chica que salía de una tienda deportiva. Se la llevó por delante, haciéndole caer a ella una bolsa con una caja de zapatillas y él, desparramando el maletín en el suelo.
Con mucha vergüenza, le pidió disculpas. Ella parecía simpática o quizá, tan solo, se apiadó de un viejo estúpido que casi la hace caer. Cuando irguieron sus cuerpos tras levantar las pertenencias, de reojo observó el reflejo en la enorme vidriera. El terror lo embargó al punto de soltar otra vez su maletín.
- ¿Se siente bien? – preguntó con melodiosa voz la blonda joven.
No le salieron palabras, solo movio ligeramente la cabeza, dándole a entender que si. Le resultaba imposible quitar los ojos del reflejo, de su imagen desgarbada y anciana, acompañada por un esqueleto algo más bajo de estatura, sosteniendo un bolso que en su interior contenía una caja de zapatillas.
Se alejó, excusándose que se le hacía tarde. Recogió el maletín y huyó a su oficina. Estuvo recluido allí toda la jornada, sin siquiera tomarse la hora del almuerzo. Volvió a su casa cuando atardecía. El silencio gobernaba el lugar, como hacía tiempo no ocurría. Cómo nunca en realidad. Por las dudas, al entrar, llamó a su mujer por el nombre. Nada. Ella no había vuelto. ¿Tan grave había sido la pelea? Si, no había dudas.
Comió poco, se duchó y se acostó. Pero no pudo dormir. Los sonidos que le llegaban de la calle le figuraban ideas absurdas y cada tenue sombra proyectada en las paredes, con la complicidad de la luna, le parecía un fantasma a punto de abordarlo.
Cuando el despertador chilló desde la mesa de luz, sus ojos aún permanecían abiertos. Se puso de pie con el semblante destruido, pero así y todo, enfrentó su vida. Llegó al trabajo y como era su costumbre tomó el diario. En primera plana un rostro conocido. Sintió que un frío envolvía cada músculo de su cuerpo. La mujer de la foto lo miraba a los ojos y por alguna razón parecía culparlo. Era la joven del día anterior, la que el reflejo de la vidriera le mostró como un esqueleto. Dejó caer el diario sobre el escritorio, aterrorizado. A la chica la habían degollado la tarde anterior. Pero el la sabía muerta desde horas antes.
No esperó el momento de la comida para salir. Cruzó la calle y fue hasta el bar. Pidió el teléfono y llamó a la casa de su suegra. No atendió nadie. De golpe, sentía la necesidad de saber como estaba su mujer. Pero al mismo tiempo, no quería llamar desde su oficina. Se tomó un café y mientras lo hacía, vio en el reflejo de la ventana dos esqueletos tomando un té. Escupió el líquido que tenía en la boca y se giró para observar la mesa. Eran dos señoras mayores, charlando sin preocupaciones.
Le corrió sudor por la frente. ¿Qué significaba aquello, que iban a morir? ¿Debía decirles, advertirles que estaban ante las últimas horas de sus vidas? Se hundió en cavilaciones. De pronto, las vio salir por la puerta. Se puso de pie, con la intención de perseguirlas. Sin embargo era tarde, tomaron de inmediato un taxi.
Quedó paralizado, sentado ante su taza de café frío. Estaba aún inerte, cuando vio pasar por la misma calle una ambulancia a rauda velocidad y las sirenas encendidas. Segundos después, a la policía.
Pagó el café y abandonó el bar. Caminó por la misma calle, siguiendo el sonido de las sirenas. Cinco cuadras más adelante, no se sorprendió ante el trágico desenlace. El taxi incrustado debajo de un camión de recolección de residuos. Las mujeres estaban sin vida, no necesitaba acercarse para saberlo, ni preguntarle a nadie para corroborarlo. Pegó media vuelta y volvió a su trabajo, no sin dejar de pensar en la foto del diario y en esos esqueletos tomando el té.
Regresó a su casa y repitió lo del día anterior. Llamó por el nombre a su mujer. Esta vez escuchó un crujido en su pieza. Corrió hacia allí, esperando encontrarla haciendo la cama. Pero no, no había nadie. Se dejó caer sobre el colchón, rendido. Tenía mucho sueño, pero no podía dormirse. Las imágenes lo asaltaban, muchas de ellas incoherentes. Lo que más lo asustaban eran los huesos. Los huesos articulados llevando las tazas a las mandíbulas abiertas. Y las sombras que al caer la noche los dibujaban en cada rincón de su mente, sin permitirle descansar.
A partir de esa mañana, antes de salir a trabajar, llamaba a casa de su suegra, pero sin lograr que alguien levantara el teléfono. En el camino hacia su oficina veía muchos reflejos en forma de esqueletos. Evitaba el contacto con las figuras reales, no quería saber a quiénes pertenecían.
Ya no leía el diario, las miradas inquisidoras lo asustaban. Volvía a su casa agotado, con el deseo de no cruzarse con más proyecciones de muerte. El insomnio lo maltrataba, llevándolo a una agonía sin paz.
En el trabajo pidió licencia. Dijo no estar bien. Y era cierto. Puso llave a su casa y se encerró en su cuarto. Intentaba dormir de día, cuando las figuras de las cosas le resultaban familiares. Pero no lo lograba. Sus ojos estaban invadidos de un rojo inestable. Sentía como sus manos temblaban cada día más. El estómago gruñía de hambre y lo saciaba con pequeñas mordeduras a sobras viejas, muchas de ella en mal estado.
Si, era consciente que estaba perdiendo la cordura. A veces sentía la necesidad de levantarse de la cama a cualquier hora y marcar el número de teléfono de su suegra. Se quedaba parado con el tubo en la mano varios minutos, escuchando el tuuuu de la línea muerta.
Las sombras en la noche juegan con el, buscan enloquecerlo. Su mano amaga a ir al velador, pero se aferra al cuerpo avejentado. No sabe cuánto más va a poder resistir así, su corazón lejos se encuentra de ser fuerte. Esa noche de luz mortecina, la mano llega al interruptor. Las sombras se escabullen a sus escondites, sabiendo que podrán salir más tarde.
Otra vez las figuras que ya conoce: el ropero, la cómoda, la cajonera, su ropa desperdigada por el suelo. Se pone de pie. Siente como la sed reclama a gritos un poco de agua. Su mujer siempre tenía un vaso a mano, sobre la mesa de luz. Pero ella ya no está y el jamás ha sido previsor.
Mientras camina hacia la cocina, la luz se va de golpe. La oscuridad se arroja sobre su cuerpo como un demonio. De repente el miedo lo envuelve, como pocas veces. Se apura y avanza a ciegas hasta la cocina. Siente que algo lo persigue, que algo camina tras sus pies. Quiere llorar, quiere gritar. Pero en algún resquicio de esa demencia, sabe que todo es producto de su mente.
En la cocina siempre hay velas a mano. No sabe bien por qué. Quizá por el hecho de que son instrumentos para combatir la oscuridad. Enciende una. La luz es suficiente para darle tranquilidad.
No quiere volver a la pieza, de momento no. Teme por eso que creyó, lo estaba persiguiendo. Tiene sed. Bebe agua. Aparta una silla y se sienta. Aprovecha para recordar aquella noche, esa discusión de la que ha perdido memoria. Parece que fue hace una eternidad.
Se percata entonces del viento que hay afuera, recién cuando unas gotas de lluvia repiquetean sobre el alero. Hay tormenta, piensa. Una tormenta de la nada, como las discusiones con su mujer.
Vuelve a su habitación. Por la ventana ya no se ve la luna. Una gruesa capa de nubes oscuras la ha arrojado al abismo de la oscuridad. El avanza con la vela, como si fuera un ángel protector. Pero tiene miedo. Siento que eso que lo perseguía sigue allí, latente. Se gira, quiere escapar de la habitación y queda de frente al espejo. Se mira pero no se ve. O si, pero ya no es el. Es un manojo de huesos, sosteniendo una vela.
Grita y suena como un aullido. Deja caer la vela y escapa en la oscuridad, tropezando con los muebles. Abre la puerta del frente y sale a la vereda, donde la lluvia lo golpea en la cara. La puerta se cierra a sus espaldas y produce un ruido que lo retrotrae en el tiempo. Ahora ya no llueve. El cielo es claro y está repleto de estrellas. Delante de él hay un volquete, el mismo que hace semanas permaneció en el frente de su vivienda. Se siente cansado de haber estado haciendo fuerza. No entiende de qué. Se asoma al volquete y entre los escombros de la construcción de la casa de al lado, divisa las dos bolsas negras. Le resultan familiares. Se inclina con esfuerzo para abrir una de ellas. A pesar de la noche, al abrirla, reconoce al instante los dos ojos que se clavan en los suyos.
Retrocede, asustado. Es la cabeza de su mujer. Se da cuenta, comprende. Regresa a la bolsa, la ata como puede. No necesita mirar en la otra bolsa. Sabe que encontrará a su suegra, también descuartizada. Ahora recuerda, la discusión, su mujer llamando a la madre para que la fuera a buscar. Luego, el horror. No pierde el tiempo, acomoda los escombros de tal manera que las bolsas quedan sepultadas. Trabaja arduamente, termina agotado. Entra a la casa, sin fuerzas ni para cerrar la puerta. El viento hace ese trabajo y el ruido sordo que hace al estrellarse contra el marco lo despierta de un ensueño.
Otra vez llueve. Está en la vereda. Ahora lo sabe todo. Ahora comprende. Ha visto la muerte y la muerte lo ha visto a él. No queda más remedio que entregarse. De permitir que eso que lo persigue, lo atrape al fin. Emprende la caminata, la última, buscando el lugar donde decir adiós. Camina sin mirar las vidrieras, pero sabiendo que a su lado marcha un manojo de huesos sin alma alguna.


Este cuento pertenece a la propuesta de don Belce

27 de mayo de 2011

De gente mala e infiernos eternos

La nívea mirada de la niña confirmó su primera hipótesis. El inmaculado vestido que envolvía su delgado cuerpo la convertía en un ángel sin alas, que ya jamás volaría ni podría soñar con hacerlo.
Entre tantos pasos que iban y venían, sus ojos se desplazaron por toda la habitación acumulando detalles, buscando dar con algún indicio que se les hubiera escapado a todos los demás.
Estaba de rodillas, como implorando un milagro. Pero no lo hacía, los años habían recubierto sus sentimientos con una capa tan resistente como el acero. Indagaba de cerca, aproximándose como quizá lo había hecho el asesino. Esos ojos abiertos, sin embargo, lograban recordarle que no estaba hecho de piedra.
Se puso de pie y salió de la casa. Afuera el ambiente no era mejor. Corría aire, el sol brillaba, pero el arremolinamiento de vecinos y medios de comunicación lo sentaban de culo en la realidad, en el hecho de verse en otra escena del crimen. Se pasó un pañuelo por la frente, secándose el sudor.
Sabía que sería el blanco de las preguntas de los reporteros; confrontarlos era una tarea secundaria de su trabajo. Odiaba esa parte, pero la gente necesitaba respuestas. Las cuales, siempre resultaban escasas.
Regresó a su oficina, sintiéndose viejo. Y era porque lo estaba: las canas que peinaba no formaban parte de un decorado, sino que eran producto del paso del tiempo (y de las muertes).
Una niña, un futuro truncado. Otro más. A veces a la capa de acero le salían grietas, pero se ocupaba de ocultarlas. Era mentira aquello de que los años cicatrizaban las heridas, por más que las mismas las sufrieran otros. El estar cerca las contagiaba. Y el tiempo se encargaba de hacerlas eternas.
Por la noche, intentó en vano cenar. El estofado se le hizo espeso. Miró en cambio, los portaretratos cubiertos de polvo en los estantes. Su mujer, sus hijos. ¿Pensarían en él? A veces se lo preguntaba, pero no tenía respuestas. Jamás les había dedicado tanto tiempo como en los últimos años, en sus pensamientos. Sus casos habían estado por delante de todo. Siempre.
La soledad lo embargaba, haciendo permeable el regreso de esas imágenes grabadas a fuego en sus recuerdos. Niñas y niños. Ángeles de Dios. Víctimas de miserables seres, de gente horrenda, sin corazón. No había sepulcro que los mantuviera a salvo. En su mente, siempre lloraban, reclamando justicia.
Ese era su propósito, su razón de ser. Y lo hacía bien. Vaya que si. Su reputación lo decía todo. Y sin embargo... no alcanzaba. Nunca era suficiente ante tanta maldad.
Últimamente la acidez lo tenía a maltraer. Chequeos con el cardiólogo, el pedido de menos horas de trabajo, la sensación de estar en los últimos kilómetros del camino. Las canas en el espejo, las arrugas, el pesar de los años. Y cada muerte, un nuevo puñal en el corazón.
La niña de esa mañana, otro ángel caído. Otra esperanza por el retrete. Y alguien suelto. Y allí renacía el dolor, la angustia. El deber, la necesidad de apresar al maldito. Una persecusión interminable, porque el mal cambiaba de rostro, de cuerpo, pero seguía existiendo. Las rejas parecían no alcanzar para todos. El infierno era la Tierra, no tenía la menor duda.
Soñó con esos ojos mirando la nada, con esa hipótesis tantas veces vertida en los informes que señalaba que el asesino era un conocido. Despertó sobresaltado. La pesadilla, la misma de otras veces, lo había tomado por sorpresa. En ella, no podía dar con el asesino y la víctima, lloraba muy cerca, bañada en sangre.
Sintió el frío penetrando por la ventana de la habitación. Se levantó y se asomó para ver la noche. Aquellas estrellas, la luna, testigos de tantas muertes. Las veía tristes, como siempre. Tan impotentes de no poder hacer nada, de impedir la violencia.
Suspiró. Esa mirada, esos ojos sin vida. Otra vez la misma niña. Porque para el, era siempre la misma niña. Aquella, la de su primer caso. Aquella cuyo asesino era el único que jamás había apresado. La niña Bontemps. En el pequeño pueblo de Las Piedras. Cada muerte lo llamaba, incitándolo a retroceder los años. Cuarenta años ya. Era joven cuando sucedió. Aún le faltaba pericia y la capa de acero ni siquiera se había formado.
Ya no pudo volver a dormirse. Le quedaba un año para jubilarse, pero no estaba feliz. Porque el mal siempre se imponía. No importaba cuántos atrapaba, siempre había uno suelto. Entonces, mientras el sol salía por la ventana, supo lo que debía hacer. Quizá lo supo siempre, pero el miedo a volver a fallar lo acobardaba.
Atraparía al asesino de la pequeña del día anterior y volvería al pasado, haría ese viaje que tanto temía. Todos los años conducía hasta Las Piedras, recordándose la espina en el alma, pero jamás descendía del coche. Porque allí había algo, un dolor muy grande, un secreto oscuro, un misterio que le carcomía las entrañas. Pero aún peor, había una niña llorando, cubierta de sangre, que se hacía carne en sus pesadillas.
Pero era hora de enfrentar los miedos, de darle esperanza a los muertos, de luchar contra la maldad. Porque ninguna lucha es suficiente. Ninguna. Siempre hay que ir más lejos. Incluso, si eso implica, volver al infierno mismo.
Aquella muerte era el suyo. Ignoraba cuáles eran los de las personas que lo rodeaban. Y nunca se había puesto a pensar en si realmente le importaba saberlo. Ni siquiera cuando los portarretratos repletos de polvo y tierra le recordaban lo solo que estaba.

24 de mayo de 2011

Llamada de madrugada

La noche, solitaria amiga de horas largas y poco entusiastas. El teléfono, un cruel sonido portador de trabajo. Pero ambos complementos eran su mundo diario, su responsabilidad con la sociedad. Así se ganaba la vida, atendiendo una línea en una oficina del centro, respondiendo consultas en el horario nocturno.
A partir de la medianoche quedaba solo. Cuando el último compañero se retiraba, apagaba las luces. La ténue luz del monitor era la fuente lumínica en el recinto, creando un ambiente sombrio pero acogedor. Una cueva moderna, sin el fuego crepitando en el centro, pero con la computadora como núcleo.
Colocaba la música que le gustaba, abría algunos libros en la pantalla (agradeciendo la tecnología del escaneado) y dejaba que los minutos transcurrieran, entorpecidos de vez en cuando por el sonido estrindente del teléfono y la consulta de una voz ajena a su vida.
Aquella madrugada, sin embargo, todo fue distinto y repentino.
Empezó con ese ruido tan familiar y su mano yendo a levantar el tubo.
Prosiguió con su presentación de rutina, dando el nombre y sector, para confirmarle al del otro lado que había marcado el lugar correcto. O no.
- Hola, habla Damián...
Pero en aquella madrugada, con la luna menguante espiando por la ventana, la voz del otro lado no permitió que concluyera.
- ¡Auxilio! ¡Por favor, ayúdeme!
Damián se sobresaltó. Aquellas palabras habían sido un chillido. Era una mujer. Se le erizó la piel de los brazos. Sentía el miedo que abrigaba esas dos frases, la desesperación en cada pulsación de su cuerpo.
- ¡Por favor, ayúdeme! - dijo la voz de inmediato, en medio del llanto.
No estaba preparado para eso. No lo estaba. Apenas si podía orientar sobre algo puntual de su trabajo, pero aquello iba más allá. Pero no podía cortar la llamada. ¿Cómo podía hacerlo?
- Señora - dijo al fin, juntando valor - dígame que le pasa, en que puedo ayudarla.
Intentó no demostrar nerviosismo. Su mano temblaba, aferrando el plástico. Tenía mil preguntas para hacer. ¿Por qué ese número? ¿Por qué en ese horario? ¿Por qué a el?.
- No se dónde estoy, alguien me secuestró en la calle, cuando volvía a casa de la facultad. ¡Por favor, ayúdeme!
- Intentá calmarte - el hecho que fuera a la facultad le hizo pensar en alguien joven y comenzó a tutearla sin darse cuenta - Decime cómo es el lugar donde estás.
- Está oscuro, muy oscuro. ¡Tengo miedo!
- No grites, pueden oírte.
- No... no lo creo, me pareció sentir el ruido de una puerta y un auto que arrancaba.
- Bien, buscá ir tanteando las paredes, hasta dar con una puerta o ventana, algo... decime, cómo te llamás.
- Inés, me llamo Inés. Estoy contra la pared, avanzando, hasta ahora...
Damián escuchó un golpe y gemidos. Durante algunos segundos, no escuchó nada más. Pensó que algo le había pasado a la chica y la comunicación se había perdido. No tenía identificador de ID en su teléfono, por lo que no tenía forma de restablecer...
- ¡Hola!¡Hola! - dijo la chica llorando.
- Si Inés, acá estoy, ¿que pasó?
- Me caí, tropecé con algo, no se... no encontraba el celular... ¡tengo miedo!
- Bueno, bueno - quería calmarla, por más difícil que fuera - Vamos, tenés que seguir buscando.
- Si, otra vez estoy avanzando.
- Por suerte la persona que te atrapó te dejó el celular.
- Oh no, el mío me lo sacó. Este lo encontré en el suelo, aquí, en medio de la oscuridad. Está dañada la pantalla, no se ilumina. Por suerte apreté botones y me comunicó con vos. Estabas en la lista de contacto parece.
Damián quedó pensativo. ¿El teléfono de algún cliente quizá?
- Inés, decime...
- Ay, mi pie pateó algo. ¡Por Dios!
- ¿Qué? ¿Inés que pateaste?
- Creo...
La chica no hablaba. A Damián los segundos le parecían horas.
- ¿Inés, que pateaste?
Nada. A lo lejos, la respiración de la mujer.
Estaba a punto de preguntar por tercera vez cuando el grito le aturdió el oído.
Se asustó, claro que si. Pero aún más por no tener ojos del otro lado. Suponía que ahora Inés si, que ahora estaba siendo testigo de algo terrible, indecible...
- ¡Inés, escuchame! Decime que ves, que encontraste.
El llanto como respuesta. De momento, solo el llanto.
Luego volvió a escuchar la voz, quebrada por el dolor.
- Oh Dios, encontré la llave de la luz. Ya la he vuelto a apagar. Vi... al menos seis cuerpos de mujeres desparramados en la habitación. Por Dios... - las lágrimas apagaron su voz.
En la oficina en penumbras, Damián tragó saliva. Tenía que llamar a la policía, debía hacerlo sin perder más tiempo, dejaría la comunicación activa para que rastrearan el llamado, por lo que debería usar otro teléfono y...
Algo estaba mal. Por supuesto, se decía mentalmente, todo aquello estaba mal. Pero...
Miró por la ventana y la luna parecía sonreírle. Esa imagen le provocó un escalofrío más punzante incluso que el grito de Inés.
- Inés, una pregunta. Por casualidad, cuando encendiste la luz. Viste como era el celular que estás usando. ¿Acaso era rosa con una calcomanía de Hello Kitty en una punta?
El silencio, ahora repentino. La voz, tomándolo del cuello.
- Si... ¿cómo sabes?
- Mi hermana tiene este número en el primer marcado automático de su celular. Inés, debemos ser fuertes y tener fe. Voy a llamar a la policía ¿si? Debemos ser fuertes Inés. No te preocupes si la llamada se corta. Ahora se cuál es el número al que debo llamar.

21 de mayo de 2011

Días cuesta abajo

Suelen ser esos días de hojas amarillas y cielo gris. La brisa amontona la melancolía en la banquina, dejándola a la merced de la soledad. La gente se va desgastando sin saberlo. No pierde piel ni centímetros. Va dejando atrás instantes, segundos, pedacitos de alma. No existen barrenderos para esos casos, lo que cae ya no vuelve, lo que se esfuma, se va.
Una bruma que es difícil de ver, lo rodea todo. Provoca que nuestros ojos lagrimeen sin razón, que el paso sea cansino, que las piernas no quieran nunca llegar donde sea que fuese el destino. Nuestra mente se siente ida, con ganas de emigrar. Si vemos a un niño sonreír deseamos volver a ser niños, si vemos a una pareja besándose, deseamos volver a estar enamorados. Pero nada de ello es posible, ni tampoco verdad.
Toda música nos parece triste y en cada línea del libro que leemos, encontramos referencias tristes que nos hieren el corazón. Entonces, apartamos los placeres para concentrarnos en el tormento. Nos hundimos en el fango de nuestra propia sinrazón, nos convertimos en el ombligo del dolor. Nos hacemos víctimas por comodidad.
Son esos días de cabeza, que deberíamos evitar ni bien los vemos entrar por la ventana. Clausurarles las puertas de nuestra realidad. O confrontarlos; mirarlos a los ojos y asustarlos, obligarlos a volver al rincón del que salieron, viendo nuestra vulnerabilidad. Pero ojo, no es tarea fácil. Estaremos para entonces tan desgastados que un solo soplo, nos tumbará.
Porque lo que se pierde, no se recupera jamás.

18 de mayo de 2011

El eterno problema de quedarse dormido

Nunca le había sucedido, jamás se había quedado dormido y faltado al trabajo. No sabía que significaba eso, así que estaba desesperado en el baño, limpiándose los dientes casi al mismo tiempo que se colocaba la corbata.
Miró la hora en el celular, pero recordó que justamente esa era la razón por la que se había quedado dormigo: el aparato se había quedado sin batería. La pantalla negra fue como una carcajada en la cara. ¡Maldición!, le gritó a nadie.
Terminó de asearse. Tampoco tenía la posibilidad de llamar al trabajo y avisar que iba retrasado. Era importante tener un teléfono fijo, cuántas veces se lo había dicho su madre. Eso de confiar todo a una carcaza de plástico rellena de circuitos no era una idea segura. Pero ahora era irremediable, de nada le servían los reproches que se hacía.
Buscó su maletín, ordenó rápidamente los papeles que tenía sobre la mesa y volvió a la habitación tras darse cuenta que había olvidado su billetera. Se miró por última vez en el espejo, con el fin de asegurarse que al menos salía a la calle vestido.
Cerró la puerta con llave y llamó al ascensor. Oprimió varias veces el botón, pero la luz que debía encenderse, no lo hizo. ¡Justo ese día tenía que averiarse!, pensó ofuscado.
Bajó por las escaleras, cuidando de no pisar mal con el apuro. Los siete pisos lo agitaron. Llegó a la puerta de planta baja casi con la lengua afuera. Abrió atolondradamente y salió a la calle.
Caminó apurado, en dirección a la esquina de la cuadra siguiente, donde había un estacionamiento de taxis. No podía darse el lujo de ahorrar e ir en colectivo de línea. Estaba atrasado en... no podía calcularlo, no sabía la hora.
Reparó entonces en preguntarle la hora a alguien... al mirar a su alrededor, se sobresaltó. No podía ser cierto. Se detuvo, observó hacia un lado de la calle y al otro. No había nadie. Ni siquiera coches. Había hecho media cuadra y no se había percatado. Ahora aquello, no solo le llamaba la atención, sino que lo atemorizaba.
Caminó unas calles más, observando siempre el mismo paisaje. Hasta los edificios y las fachadas parecían desgastadas por el tiempo. En algunas partes, los yuyos crecían entre las baldosas de la vereda. Tampoco había pájaros surcando el cielo ni perros callejeros vagabundeando en la basura. Ni siquiera había basura.
Pasó por delante de un supermercado. La puerta estaba abierta, pero dentro no había nadie. Las góndolas estaban llenas, pero algunos alimentos parecían a la vista en mal estado. Sin embargo, no había olor a podrido ni nada que se le asemejara. Como si, en el caso de haberse vencido, eso hubiese ocurrido mucho tiempo atrás...
Aquella idea lo hizo retroceder. El pánico quería ganar terreno en su cabeza, pero se tranquilizó diciéndose que tan solo era un mal sueño. No podía ser otra cosa, claro que no, dónde acaso podrían estar todos en ese momento...
En la vereda un puesto de revistas parecía vacío, a no ser por un solo ejemplar de un diario, conservado en el escaparate dentro de un nylon. La fecha estaba mal, aún faltaban quince años para...
No. Se dijo que no podía ser. No pudo haberse quedado dormido tanto tiempo, se hubiese acumulado polvo, su madre tendría que haber llamado, el dueño del edificio lo tendría que haber desalojado, en el trabajo, a el que justamente nunca llegaba tarde, deberían haberlo contactado... no, algo estaba mal.
Notó entonces que no había brisa. El aire estaba estático. Sacó el diario del nylon y con la hoja de la portada, se cortó la mano. Sabía lo doloroso que era cortarse con papel, pero aquel tajo y el ardor que sintió en forma instatánea le ratificó que aquello no era parte de un sueño.
¿Qué era? Su destino quizá, aunque no le agradaba. ¿Habría sobrevivido a todos? ¿Y en ese caso, de qué? Pero... ¿y los vehículos? Miles de preguntas iban surgiendo a medida que daba un nuevo paso y notaba otro detalle en el que antes no había reparado.
La soledad que lo rodeaba era inmensa y el apuro que tenía minutos antes, ya no tenía razón de ser. En lo único que pensó durante los siguientes cinco días, antes de quitarse la vida, fue que realmente se había quedado dormido mucho, pero mucho tiempo.

15 de mayo de 2011

La encuesta

Hay algo que suele entusiasmar y es toparse con algo que uno no espera al recibir el correo.
Ese entusiasmo iluminó el rostro de Jonatan aquella mañana, cuando entre boletas de impuestos y folletos publicitarios, encontró un sobre en papel madera, mecanografiado y a su nombre.
Lo abrió de inmediato, dejando a un lado el resto. Vaya sorpresa la de Jonatan, al descubrir que aquello era una encuesta. Le dio una leída rápida, volteando las hojas de un lado y de otro. Algo no le cerraba, las hojas, más allá del membrete en el que se podía leer la palabra "encuesta", estaban en blanco.
En realidad, había una oración escrita y era una pregunta, justo debajo del membrete, en la primera página.
La pregunta era muy concisa: ¿Hombre o Mujer?.
Jonatan rió de buena gana, preguntándose quién le habría gastado aquella broma. Metió de nuevo las hojas dentro del sobre y arrojó todo sobre el resto del correo. El entusiasmo había durado poco, pero al menos le permitió salir con una sonrisa a la rutina diaria.
Regresó muy entrada la noche, cansado y con ganas de acostarse. Ya había comido, en lo de su novia. El solo hecho de pensar que debía madrugar para ir a hacerse los estudios para la renovación del seguro de trabajo, le provocó más sueño.
De todos modos, prefirió mirar un poco de televisión. Mientras cambiaba de un canal a otro, ofuscado porque no encontraba nada de su gusto, volvió a pensar en aquella encuesta.
Acercó el sobre y volvió a sacar las hojas. Buscó el remitente y no lo encontró. Tampoco en los papeles en blanco había dato alguno sobre quién los había enviado. A punto estuvo de guardar todo otra vez, para arrojarlos a la basura por la mañana. Sin embargo, en un acto instintivo que luego lamentaría, buscó una lapicera y con letra prolija escribió al lado de la pregunta: "hombre".
Sus ojos se abrieron tan grande como pudieron. Debajo de aquella oración apareció de repente una segunda línea, escrita de la nada, pero con la misma tipografía de máquina que la primera, solicitando: Nombre y apellido.
Sintió cierta repulsión. Aquello no era normal. Sabía del truco de escribir mojando en limón, para luego poder leer aquella "tinta invisible" acercando el papel al calor de una llama. Pero jamás había escuchando de un papel que "se escribiera solo".
Lanzó una risita nerviosa y se avergonzó de sentir miedo. Trajo cerca otra vez la hoja y escribió su nombre completo.
La piel se le erizó y un frío le recorrió la espalda.
La tercer oración le hablaba a él.
¿Tienes miedo?
Tragó saliva.
- Vamos Jona, vamos. Esto es una broma, no puede ser otra cosa - se dijo en voz alta, infundándose valor.
Apoyó la punta de la lapicera en el papel y contestó, mintiendo: "No tengo miedo".
En el papel leyó de inmediato: ¿Por qué mientes?
Dio un respingo, que casi lo hace caer de la silla. Parecía tonto, pero hasta le pareció escuchar la pregunta, además de leerla.
Carraspeó. Aquello no le gustaba. Pensó en llamar a Ezequiel, su amigo, que vivía en la misma calle, pero miró la hora y no le pareció buena idea. Era tarde como para pedirle a alguien que se acercara a leer un papel.
Dudó, pero al final contestó: "No miento"
El papel insitió: Mientes, pero no importa. ¿Le tienes miedo a la muerte?
Jonatan se removió en su silla. Miró hacia las ventanas, incluso se levantó y observó si había alguien afuera o en otra habitación, jugándole la broma. Volvió a sentarse, pero no quiso tomar la lapicera. Se quedó en silencio, observando la hoja. En tanto, mantenía otro diálogo, este muy interno, entre su mente y la cordura.
Finalmente, hurgó en su mochila y cambió de elemento. Tenía ahora un fibrón en su mano. Con su grueso trazo, respondió: "NO".
Las letras, de la misma manera que las veces anteriores, aparecieron como en un acto de magia: ¿Te importaría entonces conocerla?
Sintió que el corazón se le aceleraba y le costaba respirar. ¡Qué era eso, por todos los dioses!
Se apuró por contestar: "No me interesa conocer la muerte".
La hoja tipeó sin dar respiro: ¿Puedes adivinar en qué habitación del departamento te está esperando?
Volteó la vista hacia atrás, seguro de encontrarse cara a cara con la muerte. Pero solo estaba la heladera. Jonatan, se puso de pie, temblando. Quería contestar, pero temía la siguiente pregunta. En la cocina se sentía seguro, solo había una puerta, que daba a un pequeño pasillo. Y estaba delante suyo. Buscó un cuchillo afilado en el cajón de los cubiertos. Se prendió del mango angustiosamente, como si su destino dependiera de ello.
Con el arma en la mano, volvió a la mesa. Buscó la lapicera otra vez. No quería impresionar a nadie ahora. Contestó: "No jugaré contigo".
Las letras aparecieron una tras otra, llevando al borde de la locura su mente: "Quién dices que soy?".
- ¡Basta! - gritó y sin perder un segundo, salió corriendo por el pasillo, en busca de las habitaciones.
La policía encontró su cuerpo un día después, cuando su novia, cansada de llamarlo al celular, decidió llegarse hasta el departamento. Había sido degollado y su sangre se esparcía por toda la habitación. No pudieron encontrar datos de ningún intruso.
Lo único que llamó la atención de los investigadores fue una hoja con un membrete que decía "encuesta", en la que la víctima había escrito "Hombre no tengo miedo", luego con un trazo de fibrón había puesto "no no me interesa conocer la muerte" y luego, otra vez en tinta azul "no jugaré contigo".
La víctima, con seguridad había perdido la cabeza. Ordenaron un examen toxicológico al cadáver e indagaron con la novia, sobre su estado psicológico.
Nunca encontraron el sobre, nadie nunca supo que estuvo allí. Dicen algunas leyendas que se narran en bares de poca monta en los suburbios menos visitados de la ciudad, que sigue viajando de casa en casa, a través del correo y que una vez que lo abres, irremediablemente, vas a morir.

12 de mayo de 2011

Añicos

Fue como dejar caer una copa de cristal al piso. La misma sensación de impotencia de verla caer, de no poder tomarla con las manos, no evitar el estrellarse contra el plano desenlace y las esquirlas... cómo olvidarme de esa imagen, de la desfragmentación de la materia, haciéndose añicos, mil partes volando en diversas direcciones, pero todo en cámara lenta, con sufrimiento.
Cuánto dolor y remordimiento. Hoy suspiro hondo, hablo con especialistas, voy a eternas sesiones de terapia, pero no alcanza. La imagen vuelve una y otra vez. Me dicen que la vida sigue, que lo mejor es lo que aún no ha llegado. Pero estoy anclado en el ayer, en aquel instante fatídico.
El acantilado, imponente, retorna con su vértigo a cuestas cada vez que pienso en ella. Esas rocas mortales, contemplando la vastedad de la naturaleza, en el más absoluto de los silencios, como pidiendo que las veneren. Ancestral, el paisaje se tendía a nuestros pies, mientras tomados de la mano, nos dejábamos llevar por las horas.
De la pequeña heladera portátil sacamos la botella de champagne, bien helada. Dos copas de cristal se posaron en la superficie de piedra, en el ínfimo espacio que dejábamos entre ambos, mientras nuestras piernas colgaban al vacío, desafiando las leyes de la gravedad.
Brindamos, con un toque leve y sonoro de los cristales. Bebimos, degustando con el alma el momento. La brisa apenas si nos despeinaba. Las nubes algodonaban el cielo, en tanto el sol, oculto, nos privaba de su tibieza habitual.
Dejamos las copas en el borde mismo. Quizá los dos pensamos de igual manera al mismo tiempo, jamás lo sabré. Las respuestas no vendrán hasta mi, no me abrazarán ni me darán un desahogo. Pero con las copas en la orilla del acantilado, adelantamos nuestras manos, casi en forma sincronizada, y empujamos, con un suave golpe, nuestras respectivas copas a una inevitable caída libre.
Y mientras caían, asomamos nuestros cuerpos de manera imprudente hacia delante, con el único fin de ser testigos del estallido, cientos de metros más abajo. Fue entonces que (en caso de haberlo estado haciendo) dejamos de pensar lo mismo. Pues ella no actuó como lo hice yo. Ella permaneció erguida hacia delante, mientras mi brazo cobraba impulso y golpeaba en su espalda, haciendola caer detrás de las copas.
No entiendo aún por qué lo hice. Siento impotencia del pasado, remordimiento. Pero también tengo cierta pereza por olvidar. Esa imagen, en cámara lenta, con su grito desgarrando el infinito, es más fuerte que cualquier otra cosa. Vuelve una y otra vez. Y yo se lo permito.

9 de mayo de 2011

Himalaya

Las extrañas botas repiquetearon sobre las baldosas de la catedral. El padre Ismael levantó la vista, al escuchar el sonido y sentir como la luz que ingresaba por el ventanal, se había replegado a la oscuridad.
Delante de la puerta principal se erigía un gigante de al menos dos metros. No podía decirse que solo era un hombre alto, al menos el sacerdote no pudo hacerlo. La persona que estaba delante de sus ojos, si acaso era una, era alto y también ancho, parecía una mole, de brazos gruesos, pecho robusto y rostro pétreo. Sus piernas parecían a punto de explotar bajo la tela de los pantalones.
Fue entonces, que al ir bajando la vista, reparó en el calzado. Botas rojas, casi carmesí. Parecían estar cubiertas de una sustancia viscosa. Si los ojos no lo engañaban, creyó ver incluso que el color tenía movimiento, como si pequeños gusanos se arrastraran ondulando la superficie.
El gigante dio un paso hacia delante. El cura trastabilló con sus propios pies y cayó de espalda. Estaba asustado. Había caído mirando hacia el altar. La imagen de Cristo en la cruz parecía poderosa desde aquella posición, pero sabía que no sería suficiente para espantar a ese ser, si es que decidía atacarlo.
Más pasos, más golpes en el suelo. Cada pisada hacía temblar el suelo y su corazón se estremecía, llevándolo al borde de un infarto. Cerró los ojos, como un reflejo defensivo. El grandote aún estaba lejos, pero el pánico se había apoderado de su cuerpo y su mente. No sabía la razón, no se había visto amenazado, pero estaba seguro que aquello iba a atacarlo.
El repiqueteo fue elevando el volumen, la fuerza de cada paso se hizo mayor. Sintió su presencia sin necesidad de abrir los ojos. Estaba a sus pies, sabía que estaba allí. Temía abrirlos y encontrarse con ese hijo del Himalaya a punto de devorarlo. Empezó a gemir, angustiado. Primero fueron unos balbuceos, luego palabras sueltas articuladas. Finalmente, un llanto pidiendo perdón.
- ¡Lo siento! ¡Por Dios! ¡Oh Dios mío! ¿Has enviado por mi, para redimir mis pecados? Por favor, señor que estás en los cielos, ten piedad de mi. ¡He pecado! ¡Lo se! ¡He pecado por la lujuria! ¡He pecado por la avaricia! Esas niñas... ¡Oh Dios, que esta montaña no se desplome sobre mi!
- Padre Ismael. ¿Qué es todo eso que dice? Cómo que ha pecado por la lujuria... - la voz de la señora Parker, devota cristiana y presidenta de la asociación cooperadora de la iglesia lo sorprendió incluso más que un pisotón del gigante.
Abrió los ojos desmesurados, con el temor aún latente de aquella presencia. Pero al mirar a su alrededor, se vio en el piso, con la única compañía de Liliana Parker. El rostro inquisidor de la anciana eran suficiente para saber lo que sucedería. Había confesado más de la cuenta. No le dio tiempo a la mujer de girar y volver por el pasillo. Se puso de pie ágilmente y corrió tras ella. No intentó explicarle nada. Con el rosario de plata que la propia cooperadora le había regalado para su último cumpleaños, rodeó su cuello, hasta hacerla caer.
Cerró la puerta de calle y llevó el cuerpo al cementerio privado, detrás de la catedral. Estuvo a punto de olvidar el rosario enredado en la mujer, que yacía ahora en el fondo del pozo recién cavado. Transpirado, el sacerdote, se lo quitó y guardó en el bolsillo. Cubrió la fosa y se dirigió a bañarse. Solo cuando sacó el rosario para limpiarlo, se percató que estaba cubierto de una sustancia viscosa, color carmesí y que efectivamente, se ondulaba a causa de los gusanos.
Esta vez el corazón no resistió.

6 de mayo de 2011

Cuando no queda otra...

La pucha que se hace difícil. Los precios que suben, la plata que no alcanza. Por la calle cada vez más nenes pidiendo, golpeándote la puerta de casa a la hora de la siesta viendo si quedó algo del almuerzo. Cómo duelen esas barrigas insatisfechas.
Y uno que se la rebusca, vió. Una changa por allá, otra para acá y así llevamos el manguito a casa. Pero está fulera la cosa. Si hay miseria, que no se note, decía mi abuelo, pero acá se nos hace difícil. La Gladys, que es mi mujer, limpia en casas durante la mañana y la tarde; por las noches cose para la gente del barrio.
La flaca me mira feo cuando me ve con apenas veinte pesos. ¡Qué son veinte pesos me dice! La mirada inquisidora de mis cinco críos me lo dice todo. No alcanza para nada. Apenas un puchero de huesos. Y nada de comer dos veces al día, una y a no gastar demasiadas energías.
Esto no es de ahora, no se engañe. Es pobreza acumulada. Hay épocas en las que se disimula más, pero aquí las calles siempre han sido de tierra, la luz enganchada y el agua de pozo. Se nos acercan los bien vestidos en las épocas de elecciones, para tirarnos unos pesos o prometernos los coches para ir a votar. Y allá vamos, todo sea por la moneda. A muchos le deben explicar incluso como reconocer la boleta, porque ni leer saben.
Es que la escuela está bien, estamos de acuerdo, pero de pibe te roba el tiempo para ganarte la vida. Porque acá las leyes no son las mismas, acá no existen los derechos. Porque de existir, te morís de hambre. Tenés que de chiquito, en patas, salir a buscarte algo para meterte en la boca.
Aunque la gente de hoy le esquiva al nene que pide. Y claro, ya sabe que a veces el padre borracho está a la vuelta de la esquina esperando las monedas para comprarse un tetra. Si supiera esa gente lo que hace un tetra con la realidad de mierda, si supiera. Pero no puedo culparlos. Uno nace donde el destino quiere y muere donde la vida lo lleva.
En este tire y afloje diario, las alternativas no son muchas. O salís a ganarte el pan o te comen los piojos. Y te comen en serio. La semana pasada estuve dos días sin conseguir que hacer y el más grande de los mocosos se apareció con una gallina robada. ¡Patada que le di en el culo señor! Porque eso no se hace. Está bien pedir, pero no robar, uno no se puede avergonzar de lo primero, pero si de lo segundo. Y claro, la Gladys me echó la culpa.
Entonces hay que agarrar lo que venga, no hacerle asco a nada. A eso quería llegar. De vez en cuando el cumpa Pedro me lleva para el otro lado de las vías del ferrocarril, lugar que piso poco, porque es de mala calaña. Pero cuando no queda otra, no queda otra.
Las changas son jodidas, nada de quitar malezas o arreglar un jardín. Siempre es despellejar a un tipo o cortarlo en trocitos para hacer desaparecer el cadáver. Y uno corta, que se le va a hacer, cuando hay hambre, poco importa de qué está hecho el guiso.

3 de mayo de 2011

El cuento interminable

Armand Pistolezzi era un escritor apasionado. Sentía fluir la historia en cada milímetro de su cuerpo antes de plasmarla sobre papel. Hijo de un productor teatral y una pianista, la cultura se filtró por los poros de su infancia como si se tratara del aire que respiraba.
De pequeño sus padres alentaban sus historias escritas en pequeñas hojas de papel, con su trazo tembloroso y algo desprolijo. Y fue ese apoyo constante que lo motivó a transformarse en escritor. Primero, escribiendo obras teatrales para su padre. Luego, lanzándose al maravilloso mundo de las historias policiales, la intriga y el suspenso.
Armand fue considerado desde siempre una nueva luz dentro de la literatura local. Pero aún así sentía que ningún escrito hasta la fecha, iba a poder igualar el que tenía en mente. La idea le rondaba la cabeza desde hacía tiempo, pero no estaba seguro de poder trasladarla a un par de cuartillas A4.
Una noche en la que no podía dormir, tomó coraje y buscó su pluma Parker, la que su madre le había regalado al cumplir los treinta años y se dijo que esa misma madrugada lo haría, escribiría ese cuento por el cual ganaría la inmortalidad en la literatura universal.
A la luz de una vela, pues así le gustaba trabajar, acercó a su diestra una docena de hojas en blanco y garabateó en la parte superior de la primera de ellas, el título: Mandarkarina. Allí se situaba su argumento, en una ciudad gitana imaginaria que llevaba ese nombre. Incluso el título le parecía único, emblemático.
Sin perder un solo segundo, comenzó a escribir. Tenía los pormenores en su cabeza, había imaginado las secuencias una y otra vez. Pero a medida que llegaba a una escena que ya conocía con antelación, algún otro suceso se interponía y debía extenderse unas líneas, para poder reencontrar el camino original. Comprendió, a la quinta hoja escrita, que el cuento no podría resumirse en un par de páginas como pensó en primera instancia.
Igual, se dijo, sería un cuento. Por lo tanto, prosiguió. Las hojas se iban acumulando a su derecha, en una pila cada vez más alta. Varias veces había tenido que ir por más al cajón del escritorio de la habitación contigua. Cuando la luz del amanecer lo sorprendió por la ventana, llevaba más de cincuenta hojas escritas. Reparó en la hora y se dijo que debía descansar algo.
Pero apenas si pudo estar diez minutos en la cama. La historia lo llamaba. Volvió presuroso al escritorio. Ya no hacía falta la llama en la vela, que apenas era un grumo blanco derretido sobre un platito de porcelana. Siguió moviendo su mano y con ella la lapicera, a merced de su imaginación. Era esclavo de aquel argumento maravilloso que veía con emoción crecer oración a oración.
Al mediodía logró hacer un alto y dormir unas cuentas horas. Para la noche, tras cenar velozmente, contó más de ciento ochenta hojas escritas. Pensó en que quizás había transformado el cuento en novela, pero se opuso a esa idea. Era un cuento, extenso, pero cuento.
Siguió escribiendo durante la noche, ahora si, con la ayuda de una nueva vela. Descansó por la mañana, para proseguir por la tarde. Al atardecer lo llamaron por teléfono, pero fue escueto en el diálogo, pues no quería perder la trama de lo que estaba escribiendo. Por la noche sus padres lo llamaron para recordarles de la cena que habían programado. Se excusó aludiendo un compromiso de última hora. No durmió. A la mañana, cuando los ojos se sentían vencidos por el cansancio, supo al dar un vistazo a la pila de hojas, que allí había más de quinientas.
Por la tarde, más descansado, volvió al ruedo. Y aún sigue escribiendo.
Hay días que sus padres lo visitan y le llevan víveres. Otras veces van sus amigos. Siempre alguien debe recordarle que se asee o al menos, que no pierda el horario de las comidas, que puede enfermar. Muchos han intentado en vano convencerlo de salir a dar un paseo, de abandonar el encierro. Pero de buenos modos, el se niega. A regañadientes, todos aceptan las excusas de Armand. Es que nadie puede decir que está mal. Se lo ve contento, siempre escribiendo, acumulando hojas y hojas en cada rincón de la casa, escribiendo lo que dice, será el cuento que lo hará inmortal.
Lo último que supe de este talentoso escritor es que ha alquilado el departamento contiguo, pues en el suyo, ya no hay lugar para tantas hojas escritas.