Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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4 de marzo de 2011

El silencio cómplice

Existen historias que los pueblos callan, voces prohibidas que no se pueden hacer oír. Pero en cada esquina, allí donde se refugian los vientos, el eco de lamentos repta subrepticiamente entre los vecinos, agarrotando corazones y dejando en vela a los mayores.
Es que esos nombres acallados, los hechos pasados, pugnan por salir a la luz y no se detendrán por nada del mundo, ya sea terrenal o sobrenatural. Es una fuerza devastadora, intangible, que sin embargo, azota las campanas de la vieja iglesia y hace tambalear el frágil muelle sobre la orilla del río. Y en las noches de verano, principalmente, esas siluetas abandonan las sombras y se mezclan con los vivos, haciéndoles pagar ese silencio tan injusto.

Villa Constitución, 1875
Son unas pequeñas chacras y viviendas muy precarias, de todos modos para ellos aquello es lo que conocen como hogar. La humedad del verano no ofrece tregua, pero el río colabora en apaciguar al demonio que no se ve, ese que reparte calor y ahoga con manos silentes bajo el sol brillante de las primeras horas de la tarde.
El caudal copioso del Paraná trae las grandes embarcaciones, pero alimenta también la necesidad de refrescarse y por ello la gente lo bendice y venera. Las orillas bañan de alivio las piernas desnudas de los más atrevidos.
Juan y Anita contemplan el atardecer, ajenos al mundo. Unos chiquillos corretean sin rumbo, a escasos metros, pero cada cual es dueño de su espacio y su andar. Por el cielo las aves danzan sin apuro, recortándose sobre un cielo que desciende tras las islas, para dejarle lugar a la noche. Las primeras estrellas se presentan sumisas, en el anonimato de la distancia.
Una brisa calma, casi piadosa, envuelve sus cuerpos, incitando las caricias, el roce de los labios, la humedad de la lengua, el fervor de la sangre. Los jóvenes olvidan el atardecer y se funden en una sola persona, allí en la intemperie, sin más testigo que la luna, resplandeciente como una majestad. Las piernas se frotan, entrecruzan y gimen, en un compás apasionado, con manos que recorren cada curva con placer, y miembros viriles inyectados de fuego, labrados de excitación. Bajo la noche se vuelven dioses, y consuman la consagración. Jadeos, respiración agitada y sudor. Mucho sudor resbalando entre los cuerpos apretados, en constante fricción. Se miran a los ojos mientras se saben en el interior del otro, se miran y se encuentran, conectados, unidos, penetrados.
El se detiene. Ella susurra su desencanto, casi en un hilo de voz. Le pide que siga, mientras entierra sus dedos en la arena, como si fuesen garras asiéndose de una presa. Quiere más, desea más. Pero el ha dejado de poseerla. La magia se desvanece, como un cuento de hadas sin terminar. Entonces, abre los ojos, despertando del sueño celestial. Y aquello que ve, solo le permite una cosa. Gritar.


Islas del Paraná, frente a Villa Constitución, 1909
La cabaña es humilde, fresca en verano, cuando los mosquitos devoran la orilla y las yararás sisean entre los yuyos. El Paraná está crecido, por lo que hay que estar atentos a las alimañas. Ella está acostada. Es la hora de la siesta. Pedro, su esposo, ha salido a pescar. Afuera, el calor es sofocante. Se lo imagina en su bote, en el medio del agua, con la caña en la mano, el semblante hosco, y la paciencia infinita arremetiendo contra el devenir del tiempo y los años.
Casi no ha podido dormir, pero no ha sido por pensar en Pedro, que se ha ido temprano esa mañana. Es otra cosa, que la apuñala en el alma, pronunciado heridas que jamás sanarían, por más que la vida prosiguiese su curso y como un río, llevase su caudal hacia alguna desembocadura lejana.
La luz del día la reconforta. Al menos el sol brillaba en lo alto, calentando el techo y cada grano de arena de los alrededores, como la vegetación y el deseo de morir. Era a la noche que temía. La noche que llega sigilosa y luego se enciende de sonidos repugnantes, como esos chillidos escalofriantes que alteran sus nervios. La noche que convierte el deseo diurno en un intento mudo de pedir auxilio, cuyas secuelas ve en sus muñecas, heridas de un lado a otro.
Pero Pedro estaba cada noche para evitar que la locura la asaltara como hacía tiempo no sucedía. Por eso quería rendirse a la siesta, para dejar pasar las horas y despertar con su pescador al lado, cuidando de ella, protegiéndola de las sombras acechantes, las mismas que la asediaron aquella noche, años atrás, cuando la tragedia la signó, envolviéndola con una mortaja para la eternidad, tan invisible como real.
El sol aún brillaba y era buena señal. De vez en cuando la brisa llegaba por la ventana, pero cubierta de espeluznante tibieza y la hacía tiritar. Entonces cerraba los ojos y oraba esos versos que había aprendido de niña y que entonces creyó, nunca precisaría. Y así, sumida en el estupor del sueño, a resguardo de las pesadillas, aguardaba por su Pedro, con la urgencia de todos los días.

Villa Constitución, 1913
Acaso el viento amaina cuando la muerte llega o es quizá una casualidad. Como si los aires detuvieran su andar, arrodillados en presencia de una entidad mayor que no podemos ver ni apreciar. Pero cualquiera podía jurar en el cementerio, que en los árboles no se movía una sola hoja. La quietud era tal que las nubes parecían pintadas en el cielo, formando figuras inquietantes, casi fantasmales.
Pedro dejó caer la última palada de tierra sobre la tumba, ahora concluida. Se quitó el sudor de la frente con el dorso sucio de la mano. Un manchón de tierra cubrió su rostro para transformarse al instante en barro. Arrojó la pala hacia un lado e hincó una rodilla en el suelo recién removido. No sabía leer, sin embargo no lo necesitaba para saber que era el nombre de su mujer el que estaba inscripto en la madera.
Se la había llevado la locura; sus constantes intentos de quitarse la vida habían prevalecido al fin. Ninguna de sus dos hijas había querido venir hasta la ciudad. Tampoco el único hijo vivo que les quedaba. Sentían odio hacia su madre, a la que en vano habían dedicado horas y horas de diálogo para persuadirla de sus intentos de suicidio.
Pedro sin embargo no la odiaba. Extrañaba a Ana. No estaba durmiendo, se decía, como cuando se iba a pescar y ella quedaba sola en la isla. Ya sea a pescar o donde fuera, sabría que ella no estaría durmiendo. Directamente, ya no estaría. Como el sol al atardecer, había desaparecido. Como la luna por la mañana, había huido. Y con ella, se había llevado parte de él.
Ana no duerme, se dijo. Ana ha muerto. Y ese pensamiento le arrebató la primera lágrima desde que la encontró aquella noche sobre el lecho que compartían desde hacía muchos años. Sin vida, parecía un ángel, con los brazos extendidos hacia cada lado, los ojos entornados y una mueca que se asemejaba a una sonrisa en el rostro, ya pálido y frío, contrastante con la sangre oscura que manchaba las sábanas, vertida casi como un manantial por las muñecas laceradas.
Se puso de pie, tomó la pala y se despidió para siempre de la mujer que amó. Se lamentó por la muerte y por no haber podido combatir los demonios que la acechaban.

Villa Constitución, 1925
Doce años habían pasado y hasta el momento en que tocaron a su puerta, a medianoche, siempre pensó que era fuerte, mucho más que la mujer que la había parido. Los murmullos del otro lado de la madera la asustaron, pero de todos modos, abrió. Una tempestad de dolor penetró en su hogar. Su padre había muerto.
Era la mayor, la que debía demostrar carácter. Pero no podía. No durmió en toda la noche, pensando en cómo decirle a su hermana y hermano lo que había acontecido. Por la mañana pidió que la llevaran hasta el campo donde ambos trabajaban. Sus manos temblaron durante el viaje. Su corazón se sintió pequeño, dañado.
No supo dar consuelo, no pudo contener el llanto, no escapó de las miserias humanas propias de la muerte. Y entonces recordó a su madre, que tan poco valor le había dado a la vida, al deseo constante de matarse y la odió más que nunca. Por haberse ido, por haber convertido a su padre en un ermitaño que jamás abandonó la cabaña en la isla. La odió por arrebatarle la felicidad desde niña.
Pero la odiaba más aún por lo que ella no sabía. Por aquello que la asustaba y jamás le había confesado.

Rosario, 1955
Agonizaba, lo sabía. Los días parecían más cortos y en las noches se despertaba sin saber donde se encontraba. Algunos ventanales, con las cortinas meciéndose al viento, la transportaban a un mundo lejano donde era princesa de su propio reino. Pero la traían a la realidad con inyecciones o pastillas y entonces comprendía que agonizaba.
Le dijeron que había cumplido ochenta años, pero bien podían ser cien. La vejez es como la eternidad, llega de repente pero no termina nunca. Había visto como su aspecto se degradaba a través de los almanaques, marchitándose hasta el último vestigio de encanto, como una flor al final de su temporada.
Las noches en aquel lugar eran tenebrosas. El silencio reinaba en los pasillos y la brisa que entraba por los ventanales mecía suavemente los carros metálicos con los que se transportaba la comida, llevando su chirrido a oídos de todos los internos, rompiendo con esa monotonía espectral, pero sumiendo a la mayoría en un miedo irracional.
Se estremecía de solo pensar en los temores que la acechaban desde niña y que a lo largo de su vida la habían hostigado sin claudicar. Solían abordarla cuando la soledad la hacía prisionera, en una jaula sin barrotes delimitada por los recuerdos.
Eran sombras en su mente, que se movían con sigilo, como un asesino esperando el momento para cumplir su cometido. Sombras que ocultaban figuras sin formas, aborrecibles. Las mismas que desde niña devastaban su inconsciente.
¡Mamá! ¡Mamá! gritaba a oscuras en aquella cabaña junto al río. Pero su madre no acudía, absorta en sus penas o imaginando una forma de matarse. Era su padre el que acudía. Ese pescador de pocas palabras y manos firmes, la tranquilizaba y permanecía con ella hasta que se volvía a dormir.
Pero a pesar de su edad, esas pesadillas le habían dicho lo que le ocultaban: ese hombre no era su padre. Si lo era de sus dos hermanitos, pero no de ella. En esos sueños horribles, las sombras la sepultaban de arena y mientras eso sucedía, ardía su entrepierna, como si alguien estuviese quemándole la zona.
Mientras sus hermanitos correteaban por la arena, ella permanecía quieta, observando el río. Varias veces se había prometido preguntarle a su madre si ella podía decirle que eran sus pesadillas. Pero jamás habló de ello, ni siquiera le confesó haberlas tenido.
Aceptó a su padre y la ausencia de su madre, a pesar que estaba allí. Y con ese secreto a cuestas, hizo su vida.
Ahora la muerte golpeaba en los ventanales de aquel lugar. Las enfermeras no recorrían los pasillos, que se cernían a un silencio sepulcral, solo lacerado de momentos por los ruidos que provocaba la brisa de verano, colándose por los resquicios más ínfimos con el fin de torturar las mentes débiles de los allí internados.
Mantenía los ojos abiertos, porque cerrarlos implicaba confrontar a las sombras y ya no tenía fuerzas suficientes. Se estaba yendo, como lo hace una hoja en otoño. Se llevaba consigo el dolor de una vida repleta de sufrimientos, muchos de los cuales, no comprendía. Mientras respiraba por última vez escuchó el susurro de la arena deslizarse bajo su cuerpo y una risa muy suave, casi imperceptible, proveniente de alguna parte, quizá del infierno mismo.

Villa Constitución, 1967
La policía rastrilla la zona del puerto. Aún la noche es cerrada. Cuando el sol aparezca, se podrán apreciar mayores detalles. De todos modos la escena es espeluznante. Un joven de unos veinte años con el torso prácticamente atravesado con algún objeto de enormes dimensiones. Fue encontrado boca abajo, sobre uno de los muelles.
No solamente buscan al asesino, sino también a la mujer que testigos afirman, estaba con el muchacho. Una blusa rasgada da cuenta de ello.
Hay sangre por todas partes, como si el joven se hubiese desangrado y la fuerza bruta del hecho, la haya desparramado en los alrededores. Algunos miembros del cuerpo policial se sintieron descompuestos ante tremendo cuadro.
Todavía falta para el amanecer, pero un uniformado llega corriendo hasta donde están sus jefes. Han dado con la chica. El y su compañero, que se ha quedado con ella. Está a unos quinientos metros, detrás de unos galpones. Totalmente conmocionada, bañada en sangre y con claros signos de haber sido violada.
La noticia estremece a todos.
Sobre todo a la ciudad, con las primeras horas del día.

No faltan los comentarios, las hipótesis, las exageraciones, que sin embargo en este caso se quedan cortas.
Y tampoco, el recuerdo de los más viejos y ese paralelo aterrador con una antigua historia que sus abuelos contaban, de un hecho acontecido unos cien años antes, en el mismo lugar, donde, decían los pobladores de aquella Villa Constitución de chacras y campos, un demonio había asesinado a un joven y violado a su novia, que años después, seguramente perseguida por los fantasmas de aquella noche, había terminado suicidándose.
Pero las viejas historias fueron desechadas de inmediato, catalogadas de cuentos de aparecidos. La ciudad se transformó en cómplice del silencio. Toda ciudad lo es, sepultando lo que cree ajeno a lo racional y cotidiano.


Este relato formó parte de Caricias de Verano 2011, la propuesta literaria online de Leandro Puntín, junto a obras de otros escritores. Desde ya, el agradecimiento para este talentoso escritor entrerríano, por la invitación por segundo año consecutivo a esta gran propuesta de textos de "sexo, sangre y arena".

4 comentarios:

SIL dijo...

No repito comentario para no aburrir.

Como ya lo había dejado en CARICIAS, sos un grande

;D


Abrazo gigante, Netuzz

SIL

mariarosa dijo...

He quedado impresionada.
La idea del cuento es muy buena, original, pero tu forma de narrar merece un elogio a parte. Vas llevando al lector por caminos impresonantes, pero con una elegancia que para mí, es poesía pura. Tus formas de relatar el pueblo, el río, la locura, tiene vuelo poetico. Querido muchacho, te dejo mi admiración y aplauso.

mariarosa

Anónimo dijo...

vamos, es que yo de elogios, ya te he de tener cansada y hasta he de sonar exagerada y barbera, pero es que de verdad no ha existido aun el cuento que diga.. mmmm le falto al Neto, al contario, siempre me sorprendes un poco mas gratamente.

un hecho tragico en tu pluma se convierte en magico. esta conmovedora y llegadora.. me gusto, me gusto!.

felicidades por esa invitacion que no dudo te seguiran lloviendo porque aqui hay talento!


un besote mi Neto

Netomancia dijo...

Gracias Sil!!! No repito el agradecimiento tampoco ja! Saludos!

Doña Maríarosa, palabras cálidas que se agradecen. Me alegro que le guste el ritmo y las formas. Saludos!!!

Sonia, gracias y más gracias. Es una alegría que a pesar que me lees hace tanto tiempo, aún te sorprenda. Saludos!!!