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5 de febrero de 2011

El disfraz del diablo

La historia de Juan Palomete es la de un descenso hacia las profundidades de la vida. Sin embargo, pudo haberlo evitado.
El gran problema de Juan, fue siempre el cigarrillo. El vicio comenzó de joven, cuando todavía no había pisado los quince años.
Para los veinte, fumaba alrededor de cuarenta por día. A los treinta, unos sesenta.
Cuando alguien le preguntaba la edad, debía mostrar el documento de identidad. Nadie le creía los "treinta y dos" que afirmaba tener.
La piel del rostro resquebrajada, el cabello ralo, los dientes manchados, el aliento fuerte, las manos temblorosas, los dedos sucios de nicotina, le daban apariencia de hombre orillando los cincuenta o incluso más.
Aquel que lo conociera, difícilmente podía imaginarse a Juan sin su cilindro de papel encendido, ya sea sosteniéndolo entre sus dedos, colgando en la comisura de la boca o apoyado en un cenicero, cerca de él.
Cuando las leyes antitabaco se pusieron de moda y fue obligación respetarlas, se vio obligado a dejar de fumar en la oficina. Esto motivaba que cada cinco minutos bajara por las escaleras, saliera a la calle y se encendiera un cigarrillo.
Volvía con el espíritu renovado, aunque tosiendo, como era costumbre. La tos era tan característica como el "pucho" mismo. Podía saberse cuando Juan subía las escaleras por el sonido repetitivo de la tos, que por más que quisiera ocultar la boca bajo dorso del brazo, llegaba a oídos de los demás.
No era bien visto que por querer fumar, dejara tanto su puesto de trabajo. Tuvo varios llamados de atención por ello y dado que su actitud no variaba, terminaron echándolo.
Con el dinero que le dieron de indemnización, puso un pequeño comercio, una especie de bazar. Pero no tuvo éxito. Su insistencia en atender fumando, con el cigarrillo colgando de la boca, lanzándole inconscientemente el humo a sus clientes, hizo que de a poco nadie ingresara al local comercial.
Debió cerrar. Se las ingenió para idearse un puesto de venta ambulante, con el que alternaba en dos o tres esquinas de la ciudad. Allí nadie podía recriminarle que fumaba, al menos estaba al aire libre.
Pero una colilla mal apagada, que arrojó debajo de la mesa que usaba para exhibir la mercadería que tenía en venta, provocó un incendió que acabó con todos sus productos y le produjo quemaduras en sus manos, mientras intentaba extinguirlo precariamente.
Sin dinero, perdió su casa. Por su obstinación con el cigarrillo y el hecho de no dejarlo a pesar de todos los problemas que le había ocasionado, tanto con el trabajo como con su salud, muchos de sus conocidos perdieron la paciencia y se alejaron.
La poca habilidad en sus manos, tras las quemaduras, hicieron que la búsqueda de trabajo fuera un fracaso continuo.
Vagó por las calles varios meses, sin dinero, mal vestido, sin amigos a los que recurrir. Deambulaba por bares, mendigando su adicción a los clientes. Conseguía así no desprenderse de su vicio.
Una mañana húmeda despertó bajo los cartones que lo guarecieron en la noche con una sensación extraña, como si le faltase el aire. Sus pulmones estaban colapsando. Juan atinó a lo único que sabía hacer. Revolvió en sus bolsillos y encontró uno, totalmente arrugado, pero que aún servía.
Con manos temblorosas encendió un fósforo y prendió el último cigarrillo de su vida terrenal. Murió en la segunda pitada, con el culpable de su muerte colgando entre sus labios.
Su cuerpo fue arrojado a una fosa común, en el cementerio local. Sin lápida ni nada que indicase su presencia. Sin embargo, dicen los que visitan el campo sacrosanto que el lugar exacto dónde está enterrado es fácil de reconocer. Es allí dónde la tierra emana humo, en un hilillo poco denso, casi imperceptible, pero visible, sobre todo los días grises, en los que el cielo triste recuerda los fracasos de la vida y el diablo se ríe en alguna parte, feliz de sus actos, contento con sus logros.

Con este relato participé en el mes de enero del blog colectivo Escribidores y Literaturos invitado especialmente por Sonia. Muchas gracias y espero que el cuento les haya gustado. Cuando lo escribí, hace un par de meses, inédito para este blog amigo, tenía un significado; hoy tiene otro, aún más doloroso.

5 comentarios:

Con tinta violeta dijo...

Este es un problema doloroso en cualquier lugar del planeta...y si lo tienes cerca, no hay palabras...
Besos amigo Neto!

Netomancia dijo...

Nop, no las hay. Gracias doña Tinta, saludos!

SIL dijo...

Los seres humanos tenemos debilidades, TODOS las tenemos.
La adicción a que hacés referencia, como tantas otras, convierte a quiénes las padecen en esclavos, en víctimas.
El precio es siempre alto. Pagamos con cuerpo y alma, y a veces vida.

El relato es magnífico, la imagen del párrafo final es infinitamente poderosa.

Un abrazo inmenso, Netuzz
TKmucho

SIL

Carla Kowalski dijo...

Que decirte Netito... al final se me llenaron los ojos de lágrimas.

El relato es excelente, bueno, todos los tuyos lo son...

Netomancia dijo...

Doña Sil, un cuento que sirve de desahogo y a la vez, de nada. Gracias por el comentario! Saludos!

Carla, mchas gracias por creer eso! Más suerte con los anzuelos la próxima vez che! Saludos!