Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de septiembre de 2010

La habitación del teléfono

A Prinston Márquez lo llamaron en medio de la noche. No comprendía que era ese sonido, si acaso el despertador o el timbre de calle. Comprendió que era el teléfono, en el cuarto de al lado. Se levantó casi dormido y caminó hacia el aparato. Levantó el tubo buscando las palabras apropiadas para tratar al desatinado que lo llamaba tan tarde.
¿Quién habla? preguntó de mal humor. Del otro lado de la línea recibió solo silencio como única respuesta. Repitió su pregunta, elevando el tono de voz. Ninguna respuesta. Decía "quién" por tercera vez cuando escuchó como cortaban la comunicación.
Maldijo por lo bajo. Miró el reloj de pared. Eran más de las tres de la madrugada. Se sirvió un vaso de agua y fue al baño. Volvió luego a la cama, pero se habia desvelado. Estuvo casi una hora buscando formas en las sombras del techo, hasta que finalmente sus ojos se fueron cerrando de a poco, vencidos por el sueño y el cansan... el teléfono otra vez.
Se levantó de mala gana, dejando caer las sábanas en el piso. Prácticamente corrió hacia la otra habitación y tomó el teléfono con rabia. ¡Hola! le gritó al auricular.
Otra vez el silencio, la línea muda. ¡Hola! volvió a gritar sin obtener respuesta alguna. ¡Hablá la puta madre que...! El interlocutor cortó.
Esta vez maldijo con ganas. Eran casi las cinco de la mañana, en dos horas debía levantarse para ir a trabajar. Prinston volvió a su cuarto, levantó con furia las sábanas del suelo y las arrojó sobre el colchón, al cual se dejó caer pesadamente.
Intentó dormirse, pero no podía.
Media hora más tarde los párpados cayeron sin preámbulos. Diez segundos después, volvió a sonar el teléfono.
El hombre abrió los ojos sin poder creerlo. Estaban colorados por el sueño y las ojeras oscurecían su rostro. Esta vez no dio vueltas, ni siquiera se molestó en contestar la llamada. Fue directo al cable y de un tirón lo desenchufó de la caja anclada a la pared. ¡Basta! dijo convicción ¡Basta! ¡Basta!
Miró el aparato con fiereza, obnubilado por la rabia. Regreso a su cuarto, se metió bajo las sábanas y cerró los ojos. Se obligó a dormirse. Y casi lo logró, cuando otro sonido agrietó sus tímpanos... ¡el timbre de calle!.
¡No puede ser! se decía, mientras colocándose los pantalones se abría paso por el pasillo para alcanzar la puerta. ¿Quién es? preguntó aún a falta de tres metros para llegar al picaporte. "Caaaaartero" le contestaron.
Detuvo su mano camino al porta llaves. ¿Cartero? ¿A esta hora? Tomó la llave y en el manojo le costó varios segundos encontrar la correspondiente a la cerradura. Abrió la puerta y no había nadie. Pero si algo. En el suelo, sobre la vieja alfombra que rezaba en un verde apagado la sucesión de letras que formaban "bienvenido", habían dejado un sobre sin remitente alguno.
Se agachó y lo tomó, notando como su mano se había vuelto temblorosa a pesar de que la noche no era fresca, sino todo lo contrario. Vaciló entre abrirlo y arrojarlo lejos, pero lo venció la curiosidad e hizo lo primero.
En letra cursiva y grande, con tinta roja, el mensaje decía "Volvé a conectar el teléfono". Se le erizó la piel y le dio un vuelco el estómago. Miró hacia todas partes, pero la calle estaba desolada. Sintió que alguien lo estaba observando, pero que no estaba allí.
Volvió muy lentamente hasta la habitación del teléfono y conectó otra vez el aparato. A los cinco segundos comenzó a sonar. Levantó el tubo, pero no pronunció palabra alguna. Del otro lado de la línea permaneció el silencio. Con el tubo aún en la oreja se sentó en un sillón cercano. Cerró los ojos, pensando en que quizá en esa posición podría dormir, mientras no se le cayera el teléfono... pero comprendió de inmediato que no podría, que ese silencio atroz lo atormentaba de una forma tan horrenda como ningún otro sonido podría haber logrado jamás.
Y allí permanece Prinston Márquez, desde que lo llamaron en medio de la noche.

27 de septiembre de 2010

El cafetero

Qué raro nos parece verlo vestido de blanco, recorriendo los comercios de la cuadra cada mañana. Casi una imagen robada al tiempo, mientras empuja su carrito de madera con pequeñas ruedas por las veredas imperfectas cargando consigo una decena de termos humeantes.
Siempre con su sonrisa por saludo, inmutable más allá del clima. Se asoma, pregunta y no importa la respuesta: sonríe. Es así con todos, cada día. Julián, el cafetero. Juli a secas, debido al saludo diario, a la rutina repetitiva de las mañanas, a esa figura casi necesaria para comprender que una nueva jornada estaba en marcha.
Diálogo corto y habitual, sobre el frío o el calor, la lluvia de la noche anterior o el anuncio para la tarde. Breve quizá como el chorro de café que vierte con profesionalismo, sin siquiera salpicar la inmaculada camisa blanca que lo identifica.
Juli no se preocupa si alguien no tiene cambio para abonar los cuatro con cincuenta, porque está toda la mañana recorriendo la calle y vuelve más tarde, o cuando uno le dice. Es bonachón, alegre y trabajador.
Pero es raro verlo, como decía al principio, más que nada por la tragedia. Quién diría que ese hombre carismático que empuja el carrito sirviendo café perdió todo lo que tenía pero realmente no sabe qué.
En qué pensará cuando regresa a su casa cada mediodía y al abrir la puerta lo recibe el silencio, la ausencia de vida, el futuro truncado. Pero aún peor, el tormento de ignorar aquello que tendría que doler, pero a su vez, dolido por no poder recordar lo que le cuentan que perdió.
Es que Julián sobrevivió entre los hierros retorcidos, pero no así sus recuerdos, agravados con el golpe, que lo dejó sin memoria. Y luego que no lo viéramos por meses, regresó un día, vestido de blanco y sonriendo, como si el tiempo no hubiese pasado, como si la muerte no lo hubiese acariciado en tanto se llevaba consigo a sus niños y a su amor.
Es raro verlo, cumpliendo con el trabajo que le contaron, solía hacer; intentando ser cordial con los que le dijeron, eran sus clientes; pretendiendo ser feliz con lo que le aseguraron, era un milagro.
Y sin embargo, cada vez que nos da la espalda para seguir con su rutina, aparece ese nudo de angustia irreprimible que nos atenaza la garganta y nos nubla la vista, y un deseo, casi una necesidad, de gritar de cara al cielo un insulto infinito en nombre del cafetero, imposibilitado de sufrir por aquello que la muerte le arrebató.

24 de septiembre de 2010

Suficiente

Cierto día un amigo me confió aterrado que su vida era una pendiente vertiginosa, en la que hechos insólitos y desafortunados se iban sucediendo en forma de cascada, transformando su existencia y la de sus seres queridos en una tragedia continua.
Buscando la manera de reconfortarlo le dije en broma que consultara con una bruja, que en las afueras seguramente encontraría a varias. Sabía de todos modos que la realidad de este muchacho era tal cual me la había pintado, pues sus desgracias eran comentario diario en el trabajo.
Conocido de toda la vida, nos distanciamos bastante luego que la barra que se juntaba a jugar los jueves se disolvió tras una discusión en un asado, motivada en el momento de juntar el dinero para pagar los gastos. Igualmente, solía cruzármelo a la salida del colegio, cuando coincidíamos para buscar a los chicos. Eran suficientes esos minutos para que el contacto permaneciera y saludo más, saludo menos, intercambiáramos alguna que otra novedad de nuestras vidas.
Al poco tiempo me enteré que había tomado el consejo al pie de la letra. Avergonzado en parte por haberle hecho la sugerencia, evité encontrarlo cuando iba en busca de los niños. Pero el destino caprichoso quiso que lo encontrara en el supermercado, cerca de la góndola de los aceites y vinagres.
Me saludó afectuosamente y con breves palabras me informó que estaba visitando a una "vidente". Y que no solo podía ver cosas, sino que además tenía el poder de subsanar lo que estaba fuera de lugar.
Me lo contaba con los ojos desorbitados, como cuando un niño narra una experiencia reveladora para su temprana edad. Mi amigo me detallaba todo lo que la anciana, en un rito de velas y escrituras sobre papel, había podido ver.
Según le había dicho, alguien había echado una maldición sobre su persona y sus allegados. Varios de los interrogantes que la mujer planteaba, haciendo memoria y esforzándose mi amigo había podido corroborar, como por ejemplo, haber encontrado un sapo muerto en la puerta de su casa, que a palabra de la vidente era "clara señal de un trabajo".
Otros detalles, como el olor a incienso en horas de la madrugada, algunos rayones hechos con carbón en las paredes exteriores de su casa, la extraña aparición de grillos y langostas en su jardín, la presencia de zapatillas colgando en los cables que llevaban la energía eléctrica a su hogar, eran pruebas determinantes para esta mujer. A mi amigo lo habían maldecido.
Pasó una semana y volví a encontrarlo. A decir verdad, ya no intentaba esquivarlo en la escuela, pero se había dado que entre la charla que tuvimos en el supermercado y esa tarde siete días después, no me lo había vuelto a encontrar. Esta vez fue en la carnicería.
Mi amigo cargaba una bolsa de carbón, lo que provocó la pregunta habitual en estos casos: ¿Asadito?. Negó con la cabeza casi de inmediato, pero se acercó para decirme al oído que en realidad el carbón era parte de la curación de la maldición. Me hizo un gesto con la cabeza y lo seguí a la calle. Allí me detalló que debía colocar sobre el fuego un poco de carbón de leña hasta dejarlo hecho una brasa, y luego rociarlo con sal y unos polvos que la anciana le vendía. Al estar bien caliente, debía recorrer la casa haciendo que el humo penetrara en cada rincón.
Escuché atentamente, como si se tratase de indicaciones para una receta mágica de cocina. Me mostró que en el coche llevaba varias botellas de vinagre, dado que utilizaba una por noche para lavar los pisos, porque la anciana le había dicho que de esa forma se enviaba lo malo hacia la calle.
Asentí reflejando en mi rostro toda la curiosidad y preocupación que un amigo puede demostrar y dejé que partiera en su coche, no sin antes prometerle que lo iría a visitar en unos días y que entonces me mostraría in situ algunos de los rituales que debía seguir para subsanar los males que perjudicaban su vida.
Sentí pena por el pobre, llegando a límites insospechados, creyendo en cosas que quizá unas semanas atrás ni siquiera sabía que existían. Caminé hacia casa preocupado, midiendo cada paso, apisonando la tierra, sintiéndolo real. Pensé en todo aquello que nos rodea sin que lo sepamos, en esas creencias que coexisten y que ignoramos, en cómo se puede vivir creyendo que todo es tangible y seguro cuando debajo de cada baldosa es posible encontrar un mundo insospechado.
Me lo imaginé a mi amigo llevando la cacerolita o lo que tuviese a mano para calentar carbón, llorando casi por el humo lastimando sus ojos, pero haciendo el sacrificio para poder vivir otra vez con dignidad, sin altibajos. Lo vi suplicar a todos los santos y recurrir a una vieja bruja para poder enderezar su vida, la que por derecho natural tendría que seguir un curso normal, sin magias de ningún color.
Llegué a casa maltrecho por esas imágenes. Al fin y al cabo en aquel asado todos nos comportamos mal, no fue solo él, que me quedó debiendo doscientos pesos. Así que resignado levanté el teléfono de casa y llamé al "Negro" Ranquel, brujo de la zona sur, y le dije que parara con el trabajito, que ya había sido suficiente.

21 de septiembre de 2010

Los ojos celestes

Suelen decir que todas las obsesiones se remontan a la infancia y puede que sea así. Al menos en el caso de Epifanio Ricarte, eso es una afirmación.
Al mirar por primera vez a una mujer, Epifanio dirige su vista allí, a ese lugar tan inmaculado e importante para su memoria. Esa parte del rostro que brilla con luz propia, como dos faroles encendidos, que irradian fuerza y pasión. Los ojos. Epifanio no puede evitar mirarlos con detenimiento, como quién calcula el valor de una gema preciosa a través de un refractómetro.
Y son los ojos (y no otra parte del siempre hermoso entorno femenino) debido a una mujer. Su primer gran amor, aquel que siempre, como ley universal, no es correspondido. Le ocurrió a sus jóvenes diez años. Epoca difícil, de una nueva mudanza, otra ciudad, otro volver a empezar. Sin embargo el sol iluminó aquella mañana cuando mamá los llamó a él y a su hermana menor para que conocieran a Patricia, la nueva niñera.
Patricia era, a los ojos de Epifanio, la mujer más hermosa sobre el planeta, como cualquier primer amor lo es. Y justamente los ojos, eran aquello que ese niño más amaba. Por una cuestión de edad y de lógico desconocimiento, no eran otros de los voluptuosos atributos de Patricia los que le llamaban la atención. Solo esas dos hermosas perlas celestes, que en todo momento refulgían con vida propia desde esa posición privilegiada en tan angelical rostro.
Apenas si fueron seis meses de contacto con aquella chica, pero fue el tiempo más preciado de su vida. Podía pasarse horas mirando de reojo esa mirada inocente, rebozante de paz y amor. Y los ojos entonces permitían que la voz que de ese cuerpo se desprendía, dominara cada acción del suyo, acatando así toda orden, recado y solicitud que de su princesa amada fuese emanada.
La partida de Patricia, por entonces incomprendida, despertó en él sentimientos jamás antes vividos. Descubrió un mundo de infinita tristeza y comprendió que las plegarias siempre están de más a muy temprana edad. Las horas aletargadas por la agonía de su corazón marchito cubrieron de piedra la felicidad que por entonces ya añoraba, extraviada por siempre en ese par de ojos celestes que jamás volvería a ver.
Desde entonces, toda relación o contacto con una mujer partía de una base: ella debía tener los ojos celestes. No importaba cuál era el motivo, ya sea por estudio, encuentro casual en algún boliche ya siendo más joven o laboral una vez recibido, solo permitía el comienzo del diálogo si la misma poseía entre sus cualidades, los ojos celestes.
Su obsesión se había vuelto casi enfermiza, al punto de dejar de hablarle a su madre y su hermana. Tampoco visitaba a las demás mujeres de su familia, ninguna de ellas agraciada con el atributo esencial para Epifanio.
El niño creció y se volvió casi un ermitaño, de tareas rutinarias, de poco contacto social. Se lo vio muchas veces con mujeres, siempre de ojos celestes, hermosos, radiantes, pero nunca dos veces con la misma. Se hablaba que era un pervertido y que por eso lo dejaban. Otros decían que al contrario, era un imbécil y que por eso lo dejaban.
Epifanio sin embargo salía todas las noches a recorrer bares o cines, buscando esos ojos que tanto anhelaba. Se había vuelto un experto en reconocer el color de los ojos, aun si hubiese poca luz en el ambiente. Sus recorridos eran cada vez más extensos, y muchas noches terminaba exhausto tras haber recorrido infinidad de barrios, cosechando tan solo el sabor amargo del fracaso.
De vez en cuando se topaba con un par de ojos celestes e intentaba mitigar su alma destrozada con ellos, pero al cabo de unas horas, algo de charla, una cena, sexo y quién sabe que más, se daba cuenta que no eran los mismos, que no alcanzaban a saciar su sed, su necesidad de Patricia.
Entonces echaba mano a su navaja, la que guardaba bajo la almohada, y asestaba el movimiento de muñeca lateral que rebanaba el cuello en forma limpia y letal. Luego extirpaba sin torpeza los ojos celestes y los ponía a resguardo dentro de un frasco con formol, que más tarde, tras desprenderse del cuerpo, depositaba en su enorme refrigerador de cuatro puertas. La colección parecía la de un obsesivo. Cientos y cientos de francos, cientos y cientos de ojos celestes que parecían observarlo, pero que no lo hacían.
Y sin embargo, ninguno de ellos eran los de aquella doncella de sus diez años, aquellos por los cuales ningún otro par de ojos celestes valía la pena, condenando a Epifanio a una vida trágica y sin amor.

18 de septiembre de 2010

Marcas para siempre

La marca estaba cada vez más arriba. Desde hacía un año cada primero de mes corría a la pared donde papá le había dibujado una cinta métrica que llegaba hasta el techo con la satisfacción y la inquietud de saber cuánto había crecido desde la última vez.
Con lápiz marcaba apretando con fuerza, haciendo que el grafito dejara una marca visible por sobre encima de su cabeza, justo donde nacía el cabello. Entonces, terminada la faena, giraba entusiasmado preparado para abrir la boca de asombro.
Aquello se había convertido en rito. Y era motivo de alegría el hecho de informar la cantidad de centímetros que había ganado en un mes.
- Papá, por qué no te mides - le preguntó un día a su padre, que lo observaba desde su sillón favorito mientras leía el periódico.
Su padre sonrió y sin bajar el diario le dijo desde el otro lado de las hojas:
- No Raulito, para qué. Cuando nos venimos viejos ya no crecemos, al contrario, nos achicamos.
Aquellas palabras calaron fuerte en Raulito, que desde entonces no solo ha abandonado el ritual cada primero de mes, sino que a escondidas mientras sus padres duermen, los mide con un viejo centímetro del costurero de la abuela.
La maravilla de crecer ha quedado a un lado. Ahora le teme a eso que los grandes llaman muerte, que seguramente se debe producir a llegar a un tamaño que permita meterlo a uno dentro de una vasija, como al abuelo, que desde que tiene noción lo tienen guardado en una sobre la chimenea.
Ahora el solo hecho de pensar en crecer, le da escalofríos.

15 de septiembre de 2010

La leyenda del Boga y el Diablo

El cigarrillo pendiendo de la comisura de sus labios, el humo flotando en torno a sus ojos, el olor rancio del abandono. El cuadro inevitable que cada noche deparaba la mesita más retirada del bar de García.
Hombre de pocos amigos, se sentaba cada luna con el rostro pétreo y el billete de diez en la mano, doblado en dos y estirado hacia delante.
Julián, el más jóven de los mozos que trabajaban para García se acercaba en silencio, tomaba el billete y volvía al cabo de unos minutos con el habitual vaso de whisky, un cenicero y, fundamental, un vasito de soda.
Se cuchicheaba en las mesas lindantes sobre los orígenes del hombre, aunque en realidad no se supiese nada, como en toda comunidad que se precie de tal. Aventuraban historias mal habidas, viejas deudas y hasta enconos con la ley.
Lo cierto era que el sospechoso bebedor de whisky, sospechoso para las mentes inquietas, permanecía siempre en silencio y si alguna vez oyó hablar de su persona, hizo caso omiso y jamás perturbó la paz del lugar.
Fue aquella noche de pertinaz llovizna en la que se desencadenaron los hechos que ya son leyenda en el pueblo. Apareció el hombre empapado y rumbeó como de costumbre hacia la mesa del fondo. El cigarrillo ya venía encendido, algo mojado eso si, por la lluvia que caía en forma de garúa, molesta y húmeda, esto último para variar.
Tomó asiento, soltó una bocanada de humo y dejó ver su mano hacia delante, con el billete doblado como era habitual. Sin embargo tamaña sorpresa se llevó Julián al retirar el billete y caminar hacia la barra. ¡No eran diez, sino cien pesos!
- ¡García! - llamó a su patrón por la puerta que daba a la bodega - ¡Psss! ¡García!
Petiso y desgarbado, si acaso era ello posible, García se tiró hacia atrás el poco cabello que le quedaba y con un gesto de fastidio muy teatral, preguntó que pasaba.
- El sucio de la mesa del fondo, el de siempre. ¡Me acaba de dar cien pesos en lugar de diez!
- ¿Y? - preguntó absorto Garcia - No tendrá cambio.
Un segundo de indecisión atravesó la mente de Julián. Era una posibilidad que no había pensado.
- No García, siempre paga con diez, jamás pagó con un billete más grande ni con uno más chico.
- ¿Qué pasa che? - la voz era de Pedrito "la Boga" Cardinali. Había visto que hablaban por lo bajo y se había interesado.
- Nada Boga, volvé a tu mesa - le contestó García.
- No seas ortiva García, la reconcha de tu madre, que nos conocemos de pibes - dijo riendo -  Dale flaco, contame, que pasa - y con la mirada prácticamente convenció a Julián de hablar.
- El del fondo Boga, me dio cien en lugar de diez.
- ¿Cien? No creo que se haya quedado sin cambio. Acá hay gato encerrado.
- Ve don García - exclamó con cierta alegría Julián, viendo que el Boga pensaba como él.
- ¿Qué querés que vea nene? Te dio cien, llevale el whisky de siempre, la soda, un cenincero y el vuelto.
- Pero...
- Pero nada Julián, me cago en vos.
- García - intervino el Boga - El pibe tiene razón, déjeme que yo le averiguo.
- ¿Qué vas a averiguar? Por el amor de Dios, la Virgen de Luján y todos los santos. Llevale Julián el maldito w... ¡Boga, vení para acá!
El Boga salió sacando pecho de la barra, encaminándose hacia la parte más oscura del bar, justamente la del fondo. Pensó en ese detalle, en que García debía dejar de amarretear y poner un tubo fluorescente en lugar de la bombita de cuarenta que no alumbraba una mierda. A cada paso retumbaba la madera, como en las viejas películas del oeste que miraba de pibe, tirado en la cama de su abuelo, con el viejo al lado. Escuchaba como el agua caía afuera, haciendo tintinear el alero de chapa. El cuchicheo de las conversaciones penetraba la piel, pero no desviaba su atención. Caminaba con paso firme, decidido en llegar al fondo del asunto.
Quedó delante de la mesa, a un metro del sujeto. El humo ocultaba sus facciones, aunque podía ver los remiendos en la vestimenta, el cabello enmarañado y sucio. Carraspeó dos veces y fuerte, para llamarle la atención. El hombre levantó la vista y las miradas se cruzaron.
El Boga creyó ver el mal en persona, dos centelleantes cañones de piratas, el presagio de una pelea inminente. Ese hombre no era de fiar, lo veía en el rostro curtido, quizá por una vida repleta de crímenes. Podía jurar, ahora que lo miraba de cerca, que esa cara había aparecido alguna vez en un noticiero, como un criminal buscado. Estaba seguro de haberlo visto en algún diario. Si, era la mismísima cara del diablo. Y en esos ojos que ahora pendían en la misma dirección de los suyos, había algo que podía calificar con una sola palabra: maldad.
Hasta el silencio mismo parecía haberse extinguido. Una exhalación podía llegar a aturdir los oídos en tremendo instante. Todas las mesas miraban hacia esa dirección. El pulso se había acelerado en todos los parroquianos. En todos, menos en el Boga. Le hacía frente al mismísimo demonio, al menos eso pensaba mientras sopesaba las palabras adecuadas para iniciar el diálogo que estaba al caer. Ese diálogo que marcaría el comienzo de una leyenda en todo el pueblo. La leyenda del Boga y el Diablo, enfrentados cara a cara en el bar de García.
Entornando los ojos, ladeando la boca y colocando las manos sobre la cintura, el Boga articuló una primera palabra:
- Mire...
Y luego, impostando la voz, como si fuese un locutor de radio matriculado, prosiguió:
- ...acaba de darle al mozo un billete de cien. ¿Qué tiene para decirme?
Acentuó cada palabra del interrogante, como quizá Dick Tracy lo hiciera en aquellas historietas que se devoraba de pequeño, intentando asemejar el tono que tendría un héroe de acción en un momento similar, sabiendo del peligro de muerte, del péndulo sobre su cabeza, pero a la vez, manteniendo la convicción de la justicia, del honor.
El hombre, aún con el cigarrillo en la boca, hizo hacia un costado la silla y se puso de pie. El Boga se vio sorprendido y dio un salto hacia atrás. Varias sillas se arrastraron en la misma dirección en todo el salón y el chirrido de las patas de madera fue un solo estruendo. El sujeto hizo un movimiento de manos veloz, digno de un gran contrincante y la llevó a la cintura. La mano volvió y no lo hacía sola.
El Boga alcanzó a ver el bulto y tragó saliva. Cerró los ojos, convenciéndose que quizá también otro héroe hubiese hecho lo mismo, quitándole mérito a las viejas películas, donde los protagonistas jamás arrugaban en las feas. En su mente cruzó "los del cine que mierda van a saber de esto", elevándose a mártir en ese mismo instante. Esperó el disparo, resignado. Hubiese querido hacerlo con el pecho hacia delante y no de costado como estaba ahora, porque no había podido evitar voltearse, como si aquello obrase el milagro de esquivar la bala.
Pero solo escuchó una voz ronca, agrietada por el pucho.
- Disculpe don, no me di cuenta. Está muy oscuro acá atrás. Tome, uno de diez así no se hace quilombo con el cambio.

Cuenta la leyenda que desde entonces el Boga no sale de su casa de noche, asustado por esa voz fantasmal que ulula los días de viento, arreciando con fuerza sobre las tejas de su casa. La misma voz que cuando se ve obligado a hacer los mandados en horas del día lo ataca sin clemencia desde cada esquina del pueblo. Esa voz tremenda y descalificadora que dice con furia "¡Boga cagón!".

12 de septiembre de 2010

Presentación de "Los vuelos del tintero"

El jueves 9 de septiembre fue presentado en la sede de la Editorial Dunken, en Capital Federal, la antología "Los vuelos del tintero", en la que se encuentra mi cuento "Las esquinas silenciosas".
Un gran marco de autores y familiares de los mismos le dio brillo al evento, que contó con Cesar Mellis como anfitrión y la presencia de Roberto Barletta, seleccionador de las obras en esta primera antología de Dunken del año 2010.
Por segundo año consecutivo tuve la suerte de ser elegido (el año pasado en la antología "Cantares de la Incordura"), por lo que agradezco a Editorial Dunken no solo por la invitación sino por la hospitalidad de siempre, extendiendo el agradecimiento a Sabrina Vega que es la persona que organiza y contacta a los autores.
Tuve la oportunidad de conocer a Doña Mariarosa (María Rosa Giovanazzi) y de disfrutar una vez más de esta excelente editorial ubicada en calle Ayacucho 357 de Capital.
Y antes de Dunken, me di otro gusto, poder compartir desde el mediodía y casi toda la tarde junto a Felipe Avila, gran amigo y dibujante. Nos faltan fotografías del almuerzo, compartido también junto a Marcelo Buvakev. Las imágenes atestiguan mejor la grata jornada del pasado jueves, de esas que con el tiempo se tornan inolvidables.

Recibiendo diploma y libro
Junto a Doña Mariarosa

En el "bunker" Felipesco
Felipe y Paul Grill, fotógrafo del día

9 de septiembre de 2010

Huecos en los huecos

La vida de Prudencio Oportuno Gatica es entendible si creemos posible la acción de meter un hueco dentro de otro hueco.
Prudencio es desde siempre un hombre muy atareado. Su rutina comienza a las cinco en punto de la mañana, cuando suena el despertador sobre su mesa de luz. Rigurosamente baja las piernas hasta el piso, apaga el despertador, se calza las pantuflas y camina a oscuras (con la habilidad del que conoce cada mueble de su casa) hasta el baño. Se higieniza y ya más despierto enciende la luz de la cocina, donde apurando los movimientos se prepara un café con tostadas y desayuna.
Media hora más tarde sale raudo hacia su trabajo, en una oficina céntrica. No tiene vehículo, por lo que camina por las veredas desiertas de una ciudad que aún duerme sus últimos minutos nocturnos. Es el único que ingresa a esa hora, porque alega que no le alcanza el tiempo para hacer todo lo que le corresponde.
Para las ocho, cuando llegan sus compañeros, Prudencio ya tiene varias carpetas adelantadas y planillas repletas de datos. Al mediodía hace un alto, de quince minutos. Apenas si saborea el sandwich que compra en el kiosco de la esquina. Lo hace pasar pro su garganta con el contenido de una botella pequeña de agua mineral. Vuelve a su puesto y no quita la vista del monitor hasta las cinco de la tarde, horario en el que todos se van.
Por supuesto, él también se retira, aunque siempre con la sensación de haber dejado cosas pendientes. Camina apurado por la vereda, atento al reloj de pulsera. A las cinco y treinta de la tarde comienza el taller de escritura al que asiste puntualmente desde hace una década.
Cerca de las siete de la tarde hay un alto, pero es común no verlo en la vereda, donde el resto de los alumnos del taller salen a charlar, estirar las piernas o fumar un cigarrillo. Recién a las ocho y media, cuando todos salen, Prudencio asoma la cabeza a la calle.
Siempre a pie, hace diez cuadras y entra a la rotisería de la esquina de su casa. Pide unas empanadas y aguarda sentado, mirando sin prestar atención el televisor encendido sobre un soporte en la pared. Veinte minutos más tarde está en su casa, empanadas y botella de gaseosa en mano.
Come en forma atolondrada y la última empanada está en la boca cuando prende su computadora personal. Mira su reloj, son las nueve con treinta minutos. Por la ventana ve la luna en todo su esplendor, pero quita la mirada rápido cuando ve aparecer el escritorio de Windows en el monitor. Abre el procesador de texto y conecta su pendrive. Se sumerge entonces en la novela que tanto tiempo le está demandando y de la que lleva escritas doscientas treinta y dos páginas y media.
A la medianoche suena la alarma del reloj de pulsera. Igualmente escribe dos líneas más. Las relee y se arrepiente. Las borra. Mira la hora y decide que debe ir a dormir, por lo tanto va al baño, se higieniza, se descambia rapidamente y se mete en la cama.
A las cinco vuelve a sonar el despertador.
Hasta allí, una vida rutinaria, común, solitaria. Ahora veamos los huecos dentro de los huecos.
Prudencio llega a la oficina y sabe que debe adelantar trabajo por un motivo. Le robará tiempo a su trabajo para escribir. Entonces completa una planilla; a continuación escribe una página de su novela de la que es probable borre la mitad o descarte en su totalidad; de inmediato busca un expediente, resume lo relevante y hace un informe; terminado eso, escribe otra página o continua la anterior; luego, busca una nueva planilla, la rellena según necesita su superior, lo hace a consciencia, cuidando cada detalle. Luego se mete de lleno otra vez en la novela. Y finalmente otra vez una tarea del trabajo. Almuerza, rápido. Vuelve al trabajo, a la novela, al trabajo, a la novela...
Para el horario de salida ha logrado hacer el mismo trabajo o más que el resto y avanzar al menos media página de su escrito. Graba todo en su pendrive.
Llega al taller literario, se sienta en la computadora asignada. Coloca su pendrive. Abre su documento y escucha al profesor. Un ojo mira hacia delante y una oreja atrapa lo que la voz del hombre delante de la pizarra manifiesta. El otro ojo está atento al texto que tiene desplegado en el procesador de texto y el oído restante equilibra la situación, manteniendo la atención en ambas partes.
Tras diez minutos de diálogo, en el que jamás participa, llega el turno de la consigna diaria. Entonces comienza a tipear aceleradamente un escrito que cumpla lo pedido. Hace cinco líneas, clickea en el otro archivo abierto y escribe en su novela, al menos cinco líneas. Vuelve a la consigna, hace diez líneas, va a la novela, hace otro tanto. Se anuncia un descanso. Prudencio opta por seguir delante del monitor. El teclado se sigue escuchando ahora en la sala vacía. El profesor se retira y le sonríe. Prudencio está atento incluso al gesto y le contesta con otra sonrisa. Pero sigue escribiendo, ahora en su novela.
Vuelven los demás alumnos, retoman la consigna. También lo hace él, pero solo por cinco minutos, porque  otra vez tiene delante de sus ojos la novela. Alterna, un rato una, un rato otra. Escucha al profesor avisar que quedan unos diez minutos y luego se leerán los trabajos. Prudencio entonces se concentra en la consigna, la termina. Aprovecha los dos minutos que le quedan y se enfoca en el otro texto.
Empiezan a leer los trabajos. Lentamente, sin presionar con fuezas las teclas para no hacer ruido, Prudencio sigue escribiendo en su novela. De vez en cuando borra. Demasiado en ocasiones. Le toca leer. Lo hace. Recibe la crítica del profesor pero no le presta atención si es buena o mala, hace que lo mira, pero de reojo analiza el último párrafo que escribió de la novela. Empieza a leer otro alumno, aprovecha y borra ese párrafo.
Termina la clase, sale con tranco apurado a la calle. Piensa en el camino que será más rápido para la cena, porque una milanesa a la napolitana tarda cerca de media hora, una pizza casi veinte, las tartas no le gustan, por lo que no le queda otra que nuevamente empanadas. Pide las empanadas, mientras mentalmente repasa lo escrito en la novela. Mira fijamente el televisor, pero lo único que tiene en su mente son los personajes de su argumento.
Están listas las empanadas, paga, sale presuroso. Ya en su casa come, toma algo de gaseosa y sin siquiera esperar a finalizar la última empanada, se sienta delante de su computadora personal. Ahora si, es su momento, no se tiene que hacer tiempo desdoblándose en otra actividad, ahora es todo para su novela. Coloca el pendrive, abre el archivo, comienza a tipear. Relee, no le gusta, lo borra. Vuelve a la carga, eso está mejor, sigue, corrige, se detiene, piensa, tipea, borra, vuelve atrás, relee.
De repente suena la alarma de su reloj. No lo puede creer, ya se hizo la medianoche. El tiempo pasó volando. Intenta un par de minutos más, pero no lo convence. Se obliga a acostarse, debe descansar. En el baño se cepilla los dientes y se asea a las apuradas, mientras piensa en la novela. Apaga las luces, se acuesta pensando en cómo darle continuidad a esa escena tan difícil.
Piensa en variantes en la oscuridad de la habitación. Algunos perros ladran a lo lejos y escucha coches pasar cada tanto. Tiene dilemas, opiniones encontradas sobre algunas situaciones planteadas en otros capítulos. Piensa en tener que reelaborar algunos de ellos. El sonido de las manecillas del reloj despertador marcan el compás de sus pensamientos. Finalmente se decide por corregir un par de escenas, dos capítulos antes del actual que está escribiendo. Queda conforme mentalmente. Supone que deben ser las tres de la madrugada. Cierra los ojos, de a poco va llegando el sueño.
Sueña con la novela, en realidad sueña que está escribiendo la novela. Le gusta lo que escribe. Incluso es apropiado y se ahorra modificar los capítulos que estaba pensando cambiar antes de dormirse. En el sueño borra algunos pasajes del actual capítulo, los reescribe. Relee parte de lo escrito. Le parece excelente. Cierra el capítulo de manera magistral. Suena el despertador. Abre los ojos, la oscuridad de la habitación. Baja las piernas hasta el piso. El suelo frío lo despavila un poco. Intenta recordar lo que había soñado, pero las imágenes se le van. Piensa que durante el día seguramente recuperará parte de lo que se le había ocurrido y aunque no está seguro, tiene la certeza de que era algo bueno.
A oscuras, sin chocar nada en el camino, va hacia el baño, aún algo dormido, entremezclando imágenes del sueño con ideas para la novela. Hace todo apurado, sabe que no tiene tiempo que perder, porque deberá hacerse espacio en otros espacios para poder seguir dándole rienda suelta a su imaginación, tal como lo viene haciendo desde hace diez largos pero excitantes años.

6 de septiembre de 2010

El muñeco de nieve

Salvo en películas, jamás he visto un muñeco de nieve y dado que no soy precisamente un ser de mucha imaginación, escapa de mi comprensión la razón por la cual todas las noches sueño con ellos. Vivo en una región de clima cálido, los fríos más inclementes del invierno pueden provocar alguna que otra helada, pero jamás han provocado una nevada. Y a menos que los cambios climáticos de los que tanto se hablan sean extremos, tampoco tendré oportunidad alguna de presenciar alguna en un futuro.
No me sobra el dinero para ir de vacaciones a sitios donde la nieve caiga en abundancia, ni tampoco la idea me atraería de tenerlo estando en sillas de ruedas y siendo consciente de las dificultades que representaría el querer movilizarme bajo dichas condiciones del clima. De todos modos, no es mi intención conocer la nieve. En realidad, no es la nieve lo que me preocupa; lo que me preocupa es el muñeco de nieve.
No la figura que uno se hace en la mente, sino, quiero que me entiendan, ese muñeco de nieve, el de mis sueños, que cada noche puntualmente suceda donde suceda el argumento de mi historia surrealista mental, hace su aparición estremeciendo mi ser.
Enorme, de quizás dos metros o dos metros y medio, con grandes botones en lugar de ojos, una zanahoria bañada en sangre a modo de nariz, una bufanda oscura y de una textura similar a una telaraña y largas ramas secas haciendo las veces de brazos, lo veo venir cada noche con su porte descomunal, mirándome fijo a los ojos y amenazándome en forma tácita, hasta que la sombra de su cuerpo me oscurece, absorbiendo por completo todo el sueño logrando despertarme.
Es allí que empiezo a temblar, como si el frío fuese algo real y miro mis sábanas empapadas, quiero creer del sudor de mi piel producto del miedo y la desesperación. Pero al ascender la mirada encuentro entonces colgando de una de las esquinas del techo una enorme telaraña que antes con seguridad no estaba y afuera, a través de la ventana, el árbol más próximo extiende sus ramas con salvajismo y perversidad y estoy seguro que son las mismas que antes eran brazos; pero aún se que todavía no he dado con los botones y la zanahoria, entonces busco denodadamente, debajo de la cama, dentro de los roperos, porque se que en alguna parte aparecerán, como cada noche. Me rindo, el oprobio de la resignación, el sueño que se  ha ido y mis ojos que se desvelan.
Los dedos tamborilean en el colchón mientras los ojos se adaptan a la noche y la vista viene y va hacia las sombras, atentos los oídos a cada murmullo de las sombras, expectantes y acechantes, aguardando ese algo, esa razón que me impide descansar. El mismo rito cada noche, incluso los mismos pasos en el pasillo, el roce de las paredes de alguien que se aproxima y de pronto el golpe en la puerta. Se que pasará, pero no puedo adelantarme. Vuelvo al suelo, me arrastro una vez más, ahora sobre la silla de ruedas y avanzo hacia la puerta. No hay nadie allí, pero en el pasillo está mojado.
Quiero gritar, deseo hacerlo. A veces lo hago. Entonces la enfermera llega, me vuelve a acostar, me arropa y la noche se repite, incansablemente, murmullo a murmullo, paso a paso, golpe a golpe. Pero ya no repito el viaje: resisto, soporto. Y cuando el amanecer amenaza con nacer, el sueño regresa y me sumo en él. Sueño entonces con primaveras y colores, pero es efímero. Me llevan el desayuno y con los ojos derrotados por el cansancio, le doy la cara al día.
Mi mente, sin embargo, queda atrapada en la noche por la figura horrible del muñeco de nieve. Y si bien nunca he visto uno, tarde o temprano lo veré. Esta mañana he amanecido con la zanahoria a mis pies, dos botones sobre la frente y algo que creo era nieve, cubriéndome.
Pero no es la nieve lo que me preocupa... sino aquello que no logro ver..

2 de septiembre de 2010

Las sendas químicas (parte IV)

El oficial de la policía sacó su arma y realizó cinco disparos. Pero el coche no se detuvo y lo atropelló sin miramientos. El cuerpo rebotó contra el parabrisas y dio un tumbo por encima del techo del vehículo. El auto se perdió en la siguiente esquina. Nadie acudió en ayuda del hombre tendido en medio de la calle.

Alrededor, cientos de personas se manifestaban a los gritos en contra del complot de exterminio, y otros cientos dedicaban todos sus esfuerzos a delinquir.
Las noticias en los medios tampoco eran alentadoras. En el mundo el efecto dominó estaba dando sus frutos y en pocas horas varias ciudades habían sido tomadas por la gente y las escenas de violencia, protestas y saqueos se volvía una constante.
Los políticos salían al cruce de las versiones, en tanto los noticierons no dejaban de pasar filmaciones y fotografías de los aviones dejando las estelas en el cielo, explicando que aquello no era condensación del aire, sino otra cosa. Aquellas filmaciones que seguramente habían recabado por años de aficcionados que las enviaban con el deseo que las pasaran, finalmente habían salido del letargo y eran ahora centro de la escena audiovisual.
Internet estaba abarrotada de comentarios y opiniones. Los sitios que desde hacía tiempo informaban estos sucesos se vieron colapsados de visitantes. De pronto el tema merecía atención. Las fuerzas mundiales intentaban dar de baja esas webs, pero no daban a basto. Bloqueaban una y se creaban al mismo tiempo de cinco a diez nuevas.
Profetas en las calles, oportunistas en los medios de comunicación ofreciendo máscaras y ropas especiales, ancianos asustados, jóvenes alterados, adultos preocupados por sus hijos. Todas las miradas apuntaban al cielo. El enemigo estaba allí, pero no tenía rostro. Era como el mismísimo diablo, pero en este caso, real.

La noche se cernía en llamas. Pero las voces no se acallaban. La plaza más importante de la ciudad estaba atestada de personas que en la furia escondían el terror más profundo, que era la muerte.
Alejo estaba sobre las tarimas que servían de escenario principal. Desde hacía diez minutos contaba su historia, sus muertes y el drama de vivir ocho años persiguiendo una idea que finalmente se transforma en una triste realidad.
El público lo oye a pesar de los gritos contínuos, del ulular de las sirenas policiales y algún que otro disparo que resuena bajo la luna en cuarto creciente.
Las cámaras de televisión lo muestran en cada hogar del país primero, del mundo más tarde, porque es la imagen misma de la tragedia. "No podemos quedarnos de brazos cruzados" grita ante la multitud. "No podemos dejar que nos quiten los sueños" dice con los pulmones a punto de explotar.
Lo aplauden a rabiar, lo vitorean. Tiene los ojos repletos de lágrimas. Al fin la verdad sale a la luz. También para el comienza un nuevo mundo. Ahora sabe que debe luchar para evitar que esa verdad logre su cometido. Varias personas se le acercan, mientras sobre el escenario otros toman la palabra. Recibe el afecto. Uno de los jóvenes que tiene delante le dice:
- "Mi amigo murió en el bosque hoy a la tarde y fue eso que largan los aviones. Eran como telarañas que caían del cielo".
Alejo se detuvo. Las telarañas de Amanda.
- ¿Tuvo naúseas, dolores fuertes, se le irritó la piel donde esas telarañas lo tocaron? - le preguntó.
A pesar del griterío, el joven lo escuchó a la perfección.
- Si, todo eso. Los brazos estaba irritados. Yo también estaba ahí, pero sigo vivo, aunque no me siento bien.
Se compadeció del joven. Aún estaba vivo pero ya estaba condenado. Si había estado expuesto, podría combatir como lo había hecho su hija, pero día más, día menos, la batalla estaba perdida.
Alguien que estaba cerca de ellos escuchó lo del bosque y subió al escenario: "¡En el bosque!¡En el bosque ha caido hoy parte de eso que esparcen! ¡Incendiemos el bosque!"
Alejo escuchó el bramido de público y no dio crédito a lo que había oído. Se apartó del camino sujetando al joven, dejando paso a la multitud que salía disparada como una manada. Parecían animales a los que se le ha abierto la tranquera, que enceguecidos salen a campo traviesa.
"¡Al bosque!¡Al bosque" gritaban como si hubiesen descubierto la razón de la existencia.
Intentó detenerlos, pero nadie le hizo caso. Elevó la voz, pero fue en vano.
- Vámonos chico, esto se va a poner peligroso - le dijo al joven cuyo nombre era Benjamín y que esa misma tarde había visto morir a su amigo.

Se levantó de donde estaba sentado y se asomó al pasillo.
- Andrés - le dijo desde su asiento Enrique - No te impacientes. Sentate. Cuando termine la reunión nos dirán que hacer.
- No Enrique - dijo para sorpresa de su compañero - No voy a esperar a que esto termine. Renuncio. Quiero irme de acá. No quiero pertenecer más a esto. ¿Me entendés? Todas estas pruebas en las que estuvimos metidos, al final son para matarnos entre nosotros. ¡No! ¡No quiero pertenecer a esto!
- Andrés...
Pero el científico joven atravesó el pasillo del sector de oficinas del observatorio, lugar al que había sido convocado a trabajar tres años antes, en lo que le habían dicho eran "experimentos secretos para mejorar el futuro de la humanidad" que se hacían en distintas partes del planeta al mismo tiempo.
Dos militares le cerraron el camino y lo obligaron a regresar. Andrés se resistió. Intentó escapar de los militares.
Enrique escuchó los disparos desde el salón, sentado aún en su asiento. Nadie salió de la sala de reuniones para ver que había pasado. Estaban alertados con seguridad que cualquier insurrección sería pagada con la muerte y aquellos estruendos no eran motivos de sorpresa.
Una lágrima amagó a caer en el rostro de Enrique, pero juntó fuerzas y la retuvo. Cerró los ojos y aguardó a que llegaran las órdenes.

Las llamas parecían querer alcanzar el cielo. Los bosques ardían vehementemente. Las imágenes sobrevolaban el planeta de satélite en satélite. La escena arrastró a la humanidad a lo que mejor sabía hacer: ejercer la locura colectiva.
Los incendios se propagaron en distintas partes del mundo, con el objeto de destruir aquellos lugares donde creían que podía haber caido parte de la sustancia que se utilizaría para aniquilar a gran parte de la humanidad. El descontrol es total y ya no hay vuelta atrás.
En la ciudad Alejo acompaña por calles atestadas y peligrosas a Benjamín hasta su casa. Hablan muy poco, pero el dolor los carcome por dentro. Acaban de ver las imágenes de los incendios en la vidriera destruida de una tienda de electrodomésticos, en el único televisor que aún quedaba, pues los demás ya se los habían robado.
Se da cuenta que es en vano, que los gobiernos detrás del maléfico plan seguramente sonríen en el anonimato. Alejo piensa que los grandes mandatarios podrían haberse ahorrado años de investigaciones para crear esos compuestos e idear una estrategia de aniquilación si tan solo hubiesen estudiado los siglos de historia de la humanidad y comprendido que no hace falta tanto ingenio para lograr que el hombre se mate a si mismo. Solo hay que darles razones, motivarlos, confundirlos y hacerles creer que el mal se combate con violencia. Entonces así, el hombre invita a la muerte a su banquete.
Y mientras todos se plegarían al caos, a los reclamos desmedidos, los cielos seguirían tiñéndose de blanco, contrastando con el rojo cada vez más presente en la superficie terrestre.
Se arrepentía de haber compartido su drama ante un mundo psicótico. Su mujer y su hija necesitaban justicia, no venganza.

- Aquí Comando Aire Exilón, espero órdenes. Cambio.
- Comando Aire Exilón, aquí Control. Estelar tiene órdenes, prepare para recibir. Cambio.
- Preparado para recibir las órdenes Control. Cambio.
- Ejecución de Fase 6. Repito, Fase 6. Cambio.
- Confirmado Control, Fase 6 en inicio. Ataque masivo con gas de benzodiacepina, GHB, poppers y PCP . Cambio.
- Exacto Aire Exilón. Cambio.
- ¿Orden de ejecución zonal Control?. Cambio.
- Mundial, Aire Exilon. Cambio.
- Entendido. A dormir al rebaño. Cambio y fuera.

Ignora donde está su jeep y también sus fuerzas. Se siente derrotado por la verdad. Sabe que no está a la altura del enemigo. Que nadie en realidad lo está. Piensa en Amanda y en Jazmín. Mientras camina en la cada vez más solitaria madrugada, repasa sus sonrisas, ese recuerdo tan suyo que atesora como ninguna otra cosa en el mundo.
A cada paso se sienté más aletargado, cansado, hasta el pensamiento se torna nebuloso. Ya no escucha alrededor el griterio de unas horas atrás, ni nadie correo o saquea negocios. Algunas personas deambulan taciturnos, casi errantes en el paso, como si vinieran de correr largas distancias.
Se sienta en el cordón de la vereda, con el corazón palpitándole angustiosamente. La respiración se la ha vuelto pastosa. Observa a otras personas dejarse caer en las veredas cercanas. Algunos hacen lo mismo que él y se sientan. Otros se aferran a columnas o ventanas.
Tiene sueño pero es muy difícil ordenar las ideas. Tan solo detiene la mirada en unas graciosas telarañas blancas que caen del cielo y se posan en su mano. Sonríe, sin saber por qué. Quiere recordar algo importante, pero no sabe que, se lo impide. Que más da, piensa. Y se deja vencer por el sueño como gran parte del mundo.

Fin