Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de julio de 2010

A futuro

El chorro de agua fría quitaba la sangre bajo la canilla del baño, mientras la ropa teñida de sangre ya ardía dentro de la bañadera, en una hoguera improvisada.
Miraba en el espejo el reflejo de su cuerpo desnudo, distante de los años en los que aún podía encontrar músculos en el abdomen y en los brazos. La panza parecía un garabato tragicómico que despertaba repulsión. Incluso su rostro no era el mismo, demacrado y con ojeras pronunciadas, coronado por una calvicie alarmante, que en los últimos tiempos había dejado al descubierto más de lo que se hubiese querido.
Por más que intentara restarle culpas, no podía. Pero era tarde para lamentos. El patético ser que era finalmente había cruzado la línea de la normalidad y saltado de pleno a vivir en el mundo de la demencia.
La sangre había desaparecido de sus manos y la ropa era un montón de cenizas oscuras despidiendo humo. Caminó desnudo hasta la habitación y buscó ropa limpia. Observó la habitación detenidamente y sonrió satisfecho. Ni una sola mancha, ni un solo objeto fuera de su lugar.
Tan solo dos razones necesitó Esteban para hacerlo. Una mentira y una verdad. La mentira era su vida. La verdad, el deseo de acabar con ella.
Se colocó el reloj que estaba sobre la mesa de luz. Consultó la hora. Aún tenía tiempo. Pasó un cepillo sobre su cabellera rala y acomodó el cuello de la camisa. Fue hasta el baño y limpió la bañadera, hasta no dejar rastros de las cenizas. Volvió a mirar el reloj.
Comenzó a preparar la cena con la tranquilidad de siempre. Su rutina en la cocina, metódica y paciente, no se vio alterada en lo más mínimo. Tres cuartos de hora más tarde, prácticamente tenía preparada la comida.
Escuchó sonidos en la puerta de calle y reconoció al instante el tintineo del llavero de su mujer y luego, el de la llave girando en la cerradura. El chirrido de la puerta, el sonido de tacos repiqueteando en el parquet, avanzando por el pasillo, hasta donde él estaba. Luego, su mujer, con el rostro malhumorado como de costumbre, acercándose para saludarlo, como quién saluda a un conocido por compromiso. Casi de inmediato le dio la espalda, en dirección a la habitación, donde seguramente iría a cambiarse.
Regresó a los quince minutos, con ropa más cómoda y se sentó a la mesa, a mirar televisión. En ningún momento cruzó palabras con su esposo.
Esteban llevó la comida a la mesa, sin atinar a iniciar conversación alguna. Comieron y luego cada uno siguió en lo suyo, ella mirando televisión y él paladeando aún el contacto con la muerte. Si ella lo hubiese mirado le habría llamado la atención esa mirada de felicidad, de extraño goce. Pero el sabía que ella no lo miraría, porque hacía años que no sucedía.
Y en ese cancerígeno silencio, la noche se fue prolongando, haciéndose carne la indiferencia entre ambos. Y si a ella no le importaba, se había dicho Esteban, a él tampoco le dolería. Incluso lo disfrutaría, como había hecho en la tarde, primero con un sexo como hacía tiempo no gozaba y luego con el placer inigualable de la sangre, mientras en un susurro pronunciaba su nombre, casi en éxtasis, en tanto el filo corrompía la piel suave y hermosa de aquella prostituta del diario.
Algún día, con suerte, se lo susurraría a ella, mientras con ternura acompañaría esos ojos verdes apagarse, para así terminar con todo y olvidar cualquier pensamiento sobre su patética existencia.
Algún día.

27 de julio de 2010

Arrugas del tiempo

Quizá lo haga por querer ganarle de mano a las malas lenguas o bien, porque no puedo con mi genio de tipo bueno y consciencia limpia. Me pueden tildar de boludo, no voy a decir lo contrario. Pero al menos permítanme que les cuente por qué es que le voy a confesar a mi esposa y a mi hija lo que hice hace una semana.
Empiezo por lo más importante. Tengo setenta y dos años y hace tres décadas, en la época de los milicos, me secuestraron y torturaron como a un muñeco.
Por entonces me ganaba la vida escribiendo en un diario de la ciudad. Gacetillas y algún que otro evento de la sociedad; hasta allí llegaba mi compromiso social. Sin embargo un fin de semana faltó gente y tuve que cubrir una marcha. Era una protesta por unos desaparecidos.
Solo a mi se me podía ocurrir escribir lo que había visto. Con total inocencia puse a tres columnas, en página central, que las fuerzas del orden habían atacado a los manifestantes. Es decir, poco habituado a escribir la realidad, no hice lo que todos hacían con ella: obviarla.
Lunes por la mañana, no hacía cinco minutos que había llegado, escuchamos en la oficina un estallido proveniente de la puerta de emergencia, que daba a un callejón por calle Sarmiento. En menos que canta un gallo irrumpieron cinco policías de alguna fuerza especial, con armas largas y las caras pintadas. Arrojaron una bomba de humo y perdimos noción del lugar.
Sentí como me apresaban del brazo y me arrastraban hacia la salida. Estoy seguro de haber puteado, al mismo tiempo de haber preguntado que pasaba. Me decían "vos sabés, no te hagás el pelotudo" y me lo repetían una y otra vez.
Cuando salimos al callejón vi que se llevaban en una furgoneta a Morales y Pandetta. A mi me metieron en un Falcon, junto a Ortiz y Miranda. Por suerte era temprano y aún no habían llegado los demás. Recuerdo bien haber sentido alivio por los que estaban retrasados. Lo recuerdo bien porque estaba seguro que de nosotros cinco, ninguno contaba el cuento.
Nos encapucharon ni bien arrancó el motor del vehículo. No tengo la menor idea del recorrido, pero notaba que doblábamos en forma permanente. Luego de varios minutos, tomamos un camino recto, quizá una ruta a la salida de la ciudad.
Creo que era Ortiz el que gemía. Sentí un chasquido e imaginé de inmediato un culatazo. No se escucharon más gemidos.
Varios minutos después frenaron el coche y nos hicieron bajar. Otras voces ordenaban avanzar, a unos metros de distancia. Supuse que eran los de la furgoneta con Morales y Pandetta. Nos metieron dentro de una casa o galpón y sin sacarnos la capucha nos empezaron a golpear.
No dejaban de repetir cosas como "no van a tener más ganas de escribir estupideces hijos de puta" o "a ver que valientes son ahora que no tienen una máquina de escribir adelante, maricones". Nos pegaron de lo lindo. Creí estar muerto luego de quince minutos, pero cuando comenzaron a patearme otra vez, supe que no era así. ¿Cuánto podíamos resistir? No lo sabíamos en ese momento. Creo que nadie lo sabe hasta que le sucede. Intentaba ovillarme, como si eso pudiera contrarrestar algo. El instinto de conservación me pedía a gritos estar callado, pero los gritos de dolor se me escapaban alimentando el goce de los milicos, que a cada grito asestaban un golpe más fuerte,
Largo rato después, nos metieron esta vez a todos en la furgoneta y nos llevaron de nuevo a la ciudad. Nos arrojaron como bolsas de basura sobre la vereda del diario. Morales quedó inconsciente en el lugar. A Ortiz y a mi, el conserje de la puerta corrió a quitarnos la capucha. A Pandetta y Miranda los ayudó Irma, la mujer que entonces limpiaba el lugar, que justo estaba barriendo la acera.
Ortiz se había meado. Yo me había cagado. Teníamos lágrimas en los ojos y no sabíamos si habíamos tenido suerte o si ya estábamos muertos. Renuncié al día siguiente. Fui el único. Los demás continuaron en el diario. No podía permitirme la posibilidad de morir, menos por un laburo, no con una hija y esposa. Los otros se embanderaban en la golpiza y en la defensa de los ideales. Los entendía, pero no quería terminar como tantos otros. Y sin meditarlo dos veces, me fui.
Con los años aquellos golpes se fueron atenuando, pero nunca desaparecieron. A veces al mirarme el cuerpo en algún espejo, me parecía ver aún los moretones. Quería olvidar, pero se hacía imposible. Ni siquiera perder el contacto con aquella gente del diario me brindó la oportunidad de desterrar esos hechos de la memoria. Pero me las arreglé para seguir adelante, conseguir otro empleo, ver crecer a mi hija, mantener de pie la familia.
Pero la amargura no me abandonó. Fue tejiendo una trama propia en mi interior, con la paciencia de una araña, carcomiendo la alegría, la esperanza y la tranquilidad. Cada vez que alguien arrojaba un petardo por alguna celebración, mi cuerpo se acurrucaba instintivamente y mis ojos se volvían hacia todas partes, esperando en cualquier momento el humo acorralándome y manos fuertes y ajenas tomándome del brazo.
Hace una semana el día amaneció como cualquier otro. Pero otro estruendo golpeó a mi puerta. En realidad no fue un estruendo. Fue el timbre el que sonó y fui a atender.
Al abrir la puerta cuatro hombres entrados en años me miraban desde la vereda. Tardé en reconocerlos. Allí estaban los cuatro. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Tantos años intentando olvidar todo y de pronto el pasado estaba en mi puerta.
Esos cuatro pares de ojos me miraban desde sus arrugas, con la seguridad de quién ha esperado el momento durante toda una vida. Esas miradas entendían el juego del silencio. Y sin decir una palabra, me invitaban a algo.
La incomodidad me embargó. El rechazo natural al pasado me decía que debía cerrar la puerta allí mismo, pero la educación recibida me obligaba al menos a saludar. Fueron quince segundos de total inmovilidad, que bien podrían haber sido quince horas. El mundo se había detenido y la vereda frente a casa era un pasaje a otra dimensión, distante y dolorosa, de la que no deseaba tener noticias.
Parpadeé más de una vez, sin embargo no me engañaba la vista. La voz de Miranda me devolvió a la realidad. Mis piernas flaqueaban, a pesar del esfuerzo por mantener la compostura.
- Carnevale - dijo la voz ronca, producto del cigarrillo - Tanto tiempo.
Ese era mi apellido. Esa era una voz que no escuchaba más que en sueños, desde hacía treinta y tantos años. Tragué saliva con dificultad.
- Muchachos... - dije, como ganando tiempo para hilvanar el resto de las palabras - qué sorpresa.
- Sabemos donde está - escupió Ortiz, a quién temía acercarme, por miedo a sentir aún el aroma a orina que lo envolvía aquella tarde.
- ¿Quién... - pregunté, pero no terminé la frase. Solo había un motivo para que el pasado cobrara forma. Y el motivo era la venganza.
Me quedé mirándolos. Todo lo que el tiempo se había llevado, ya sea la juventud, la fuerza, los semblantes alegres, los reducía a esos cuatro ancianos que aguardaban por mi en la vereda de casa.
Pero tenían algo que muchos otros no: un motivo, una razón, un deseo.
Di un paso adelante y cerré la puerta a mis espaldas. Quedé entre ellos, que ahora me miraban con la esperanza de contar conmigo.
- ¿Saben dónde está el tipo que nos golpeaba y nos gritaba? - pregunté.
Miranda me respondió:
- El jefe de aquel comando, sabemos donde está. Y vamos a matarlo, Carnevale. Vamos a matarlo para acabar con ese dolor que tenemos dentro desde hace tantos años. Nos gustaría que vinieras.
Cerré los ojos, sopesando cada palabra. Una sensación de embriaguez había asaltado mis sentidos y hasta creía que me faltaba el aire.
- ¿Van a matarlo? - pregunté como quién no cree en lo que ha escuchado.
- Vamos a matarlo - asintieron casi a coro los cuatro.
Pandetta agregó:
- Está en un geriátrico, a diez kilómetros de acá.
Otra vez el silencio. Abrí los ojos y repasé sus rostros. Podía verlos jóvenes detrás de esas arrugas e incluso divisar el brillo perdido en sus ojos apagados. Les hice un gesto con la mano que esperaran. Entré a casa y la busqué a Irma en el patio. Estaba agachada arrancando yuyos de los canteros. La llamé por su nombre y le dije que iba a salir. Le di un beso en la mejilla y me fui. Supongo que después de tantos años, las mujeres no necesitan palabras para entender ciertas cosas.
Regresé ya de noche. Una brisa movía los árboles y la luna se ocultaba tras nubarrones de tormenta. La luz de la cocina estaba encendida. Sabía de antemano que Irma estaría acostada y sobre la mesa, esperándome, la comida en un plato preparada para meter en el microondas.
Comí algo y me acosté. Y ya hace una semana que no puedo dejar atrás esa noche. Ella me mira de reojo, con paciencia de acero; se que quiere preguntarme, pero espera a que yo le diga dónde fui aquella tarde.
No tengo razones para ocultar lo que hice. Hacerlo sería condenarme a otro sufrimiento interior. Muchos fantasmas del ayer murieron hace una semana, pero otros nuevos comienzan a acecharme. No puedo cerrar los ojos sin antes ver las arrugas que el tiempo ha puesto sobre cada uno de nosotros para recordarnos que la vida no es eterna y comprender que tarde o temprano, todo se paga. No puedo acostarme a su lado sin decirle lo que hicimos.
Intenté hacerlo varias veces, pero no he podido comenzar. No es fácil confesar que uno se ha transformado en el ser que odiaba. No es fácil señalarse como culpable. Pero tampoco lo es admitir que hubiese sido mejor dejar todo como estaba, porque no es así.
Ya no veo el humo envolviéndome ni escucho los gemidos de Ortiz, tampoco siento las patadas en el cuerpo y el deseo de acallar los gritos de dolor. Ahora solo me acorrala el rostro anciano y débil de ese hijo de puta en silla de ruedas, rogando por piedad mientras le taladrábamos las sienes.
Quizá no entre en detalles, pero Irma y mi hija deben saberlo. De una u otra forma, parte del pasado, finalmente ha muerto.

24 de julio de 2010

Retrato de un buen asesino

Hay dos clases de asesinos, los buenos y los malos. Pero en realidad ser bueno o malo no es la diferencia. Sino la limpieza en la ejecución. Esto lleva a una contrariedad. Por ejemplo, el caso de Wenceslao Horton.
Este uruguayo amante del candombe y las empanadas de carne es un caso de estudio entre los asesinos. Su estilo perfeccionista hizo que se retirara de la profesión con una sola muerte. Por supuesto, está catalogado como un "mal" asesino.
Sin embargo es acertado señalar que esa única muerte, fue ejecutada a la perfección, con un tiro preciso al corazón a doscientos metros de distancia, sin dejar una sola huella en el lugar, ni pistas alrededor, además de ocultar el arma de tal forma que los criminólogos jamás pudieron determinar cuál había sido la misma.
¿Entonces Wenceslao, que en su única ejecución fue ciento por cuento eficaz, es un mal asesino? Las voces que se aferran a esa idea argumentan que no es válido contar solo aquella tarea en la que llegó a oprimir el gatillo, porque en realidad a Horton se lo contrató muchas otras veces y debido a su detallismo al extremo, no terminó sus encargos, devolviendo, eso si, el dinero que se le había adelantado en cada caso.
Su determinación era tan poderosa, que podía convencer a cualquiera de sus "patrones" que la muerte solicitada no se justificaba y de esa manera, el pedido que no llevaba a cabo por cuestiones que podrían llamarse de forma, quedaba en la nada, olvidado y no volvía a ser encargado. Por lo tanto, los que aseguran que fue un gran asesino, señalan esta particularidad y encabezan por dicho camino la férrea defensa de Horton.
Se esgrime así que lo que importa no es la cantidad, sino la calidad. Por supuesto, como toda idea, tiene sus detractores. Nadie puede negar que Guillermo "Willy" Ferrarasi tiene en su haber tres mil quinientos doce muertes, incluídas las treinta que se llevó con una sola granada por equivocación, al caérsele la misma de su pantalón sin el seguro dentro del vagón de tren en el que viajaba. Astuto, saltó a tiempo por la ventana.
Sin embargo, Ferrarasi es un animal. No solo extermina sus objetivos, sino que también los de otros asesinos. De esta manera ha arruinado muchas estadísticas. Tantas como enemigos se ha forjado. Pero no podemos colocar al "Willy" como ejemplo alguno, ni siquiera de lo que está mal.
Asesinos de renombre son los hermanos Thompson, el "Negro" Rubio, el almirante Randazzo, el chino Pong y la dulce como letal Angelita de Fernández, viuda de Sterling, el inglés del que se enamoró en su segundo trabajo. Cabe destacar que debía matar al viejo Sterling, pero la codicia fue mucho para ella. Unos meses después, ya casada y anexada al testamento, recibió una segunda oferta por la cabeza del viejo millonario y se lo llevó a la tumba en la cama, en un asesinato que hasta el día de hoy se recuerda, por lo disimulado y original, sin contar además los detalles que la propia Angelita ha narrado de aquella fatídica noche sobre el sommier del viejo.
Pero ninguno de ellos tiene el porcentaje de eficiacia de Wenceslao. Y eso nadie me lo puede discutir. Uno de uno. Ciento por ciento efectividad. El hecho que haya descartado los demás encargos habla, a mi criterio, bien de Horton. A veces el asesino toma el trabajo por el dinero, sin medir consecuencias. Esto ha llevado a más de uno a encontrarse en situaciones complejas o peor aún, no solo expuestos al fracaso, sino también a ser atrapados por la ley.
En cambio lo de Horton era un arte. El uruguayo se tomaba el laborioso trabajo de estudiar a su víctima durante días, que a veces se transformaban en semanas e incluso meses. El seguimiento era puntilloso. Horarios, comidas, vestimentas, lugares, mujeres, amigos, conocidos, propinas. Llegaba incluso a saber, en los casos de los hombres, los sobrenombres que algunas prostitutas les decían al oído en la intimidad de un motel en las afueras de la ciudad. Detallista, si vale el adjetivo como sinónimo de perfeccionista. Así era Horton. Y cuando estos datos no lo convencían, cuando no veía una obra en lo que estaba haciendo, desistía, convenciendo al demandante con los datos que poseía, de abandonar la empresa, elevar los ojos hacia otra parte y dejar de lado los rencores pasados.
Así era él. Esa fama antecedía sus pasos, ganando admiración de algunos y repudio de otros. Como les decía en un principio, hay asesinos buenos y asesinos malos. Siempre pensé en Wenceslao como uno de los buenos. Y en mí, como en uno de los malos. Sin embargo, alimentando esta paradoja existencial entre los de nuestra clase, decidí a dar el siguiente paso.
Tendrían que haber visto mi rostro de asombro y consternación sumándose a los de los demás presentes en el bar de Tito, ese antro sucio y bullicioso en los confines de la ciudad donde a diario compartimos charlas, comidas, tragos y partidas de truco entre los asesinos. Mi rostro en una mueca de horror, mientras Wenceslao, ya entrado en años, se oprimía el pecho con desesperación a la vez que se retorcía sobre sus piernas, sus venas hinchándose y la palidez habitual de su piel se tornaba violácea, casi como en erupción.
Tirado sobre los viejos tablones de madera del suelo sin barrer, cuán largo era, reposaba sin vida el perfeccionista Horton, observado por sus pares que aún no salían del asombro ante su fulminante muerte.
Fue el instante siguiente, aquel que comenzó tras el último estertor del uruguayo, el crucial de esa noche, cuando las miradas de los presentes se cruzaron con un signo de interrogación gigante, preguntando sin voz quién de todos había sido el ejecutor de Wenceslao. El silencio fue la única respuesta. Bueno o malo, allí estaba Horton sin vida, aún sosteniendo en su mano derecha la empanada que lo había llevado a mejor vida.
Cuando aquella noche se consumía y los restos de Wenceslao ya habían sido cremados en el horno de la cocina para no dejar huellas de lo ocurrido (cómo a él le hubiese gustado, aventuró alguien en medio del proceso) el "Matraca" Martínez, cuchillero del sur con permiso en dos o tres barrios del este, me preguntó que pensaba.
Fui directo y hasta mesurado.
- Nadie está a salvo "Matraca", vos lo sabés bien. Miralo ahora al "yorugua", tanta perfección para terminar adentro de un horno. Para mi el tipo fue un grande, pero más grande es el que lo mató entre tantos asesinos sin ser descubierto. ¿No te parece? Pero esa muerte no aparecerá en ninguna estadística y sin embargo... ¿eh, no es así "Matraca"?
El "Matraca" me miró y asintió con un chistido, mientras con los labios se pasada de un extremo a otro de la boca el sucio escarbadiente que tenía en la comisura desde la tarde.
Amanecía cuando llegué a casa. Vacié en el retrete el arsénico que había quedado en el tarrito que llevaba en el bolsillo del saco y me tiré en la cama. Vaya salame este Wenceslao, tan perfeccionista y nunca investigar a sus colegas. Poco le hubiese costado averiguar que al único que había matado era a mi viejo. Pucha, pensar que de tanto estudiarlo, hasta le había tomado un poco de cariño... en fin, no hay buenos ni malos, lo que importa en definitiva, es la limpieza en la ejecución.

21 de julio de 2010

Oda a la patria

Esta semana descanso y dejo lugar a un texto de mi padre, que hace poco me dictara.Como un homenaje a él y dándole la posibilidad a su escrito de ver la luz, aquí lo publico con enorme alegría.

Oda a la patria
de Alfonso T. Parrilla

Amanece
y como en los albores de las grandes gestas,
un clarín resuena...

Y en el silencio matutino irrumpe,
el sueño de las almas idas
y veintiún cañonazos recuerdan gloriosos
las ansias de un pueblo que libre se yergue

Alto ya el sol, se eleva la bandera sacrosanta
fortalecida en su viaje de gallarda señora
por manos firmes que van pregonando cada vez más alto,
cada vez más alto en el firmamento

Y en las muchedumbres se agolpan
ideas, frases y emociones que recuerdan
todos desde estas tierras a hombres tan pre claros
que a la patria dieron
símbolos de gloria sin pedirle nada,
que a la patria dieron,
símbolos de gloria sin pedirle nada.

18 de julio de 2010

Un algo

Hay alguien en la ciudad que nos domina a todos. Pensándolo bien, puede que sea algo y no alguien. He descubierto que solo en pequeños pasajes de la noche, ese algo se ausenta unos pocos minutos, los suficientes como para que me anime a garabatear este texto. Pero para ello me he propuesto algo peligroso, pues es importante que eso no sepa lo que estoy haciendo. No debo dejar pistas, ni tampoco me debe encontrar despierto, pues sabría que algo estoy tramando.
Anoche al notar que su presencia no estaba, busqué una cuchara y logré despegar un zócalo de la pared. Casi me descubre, pero al notar que estaba regresando (es una sensación muy extraña, no podría explicarlo) arrojé lejos la cuchara y coloqué en su lugar el zócalo. Debía estar dormido y había pensado en ello. Soy diabético, por lo que la presencia de agujas en mi mesa de luz es algo natural, debido a mi dependencia a la insulina.
Pero esta vez tenía dos dosis distintas, una con insulina y la otra con un anestésico. Me lo inyecté de inmediato y...

Casi me sorprende otra vez. Pero usé la misma técnica que estaba explicando. Me inyecté el anestésico y a los pocos segundos estaba dormido otra vez. Claro que entonces no tengo oportunidad de darme cuenta cuando desaparece nuevamente, pues la dosis si bien no es muy alta, logra vencerme por cuatro o cinco horas.
Mi deseo es lograr enviar este texto a alguien fuera de la ciudad. Si lo que aquí sucede llegase a las manos correctas, podríamos recibir ayuda.
Pero hay otro problema, creo ser el único en la ciudad que sabe que algo nos domina. ¿Se preguntarán que cómo es que...

Sigo. Seré breve esta vez, pues tardé en percatarme que no estaba. Les decía anoche que se preguntarán que cómo es que yo lo se y los demás no. Es sencillo. Tengo un sentido extrasensorial muy particular. Desde pequeños he visto figuras que otros no, hablado con voces que nadie escuchaba y ante todo, he tenido revelaciones en sueños que luego, como si me fuesen profetizadas se cumplieron en la realidad.
Ese algo...

Ese algo no debe poner sus ojos en mi existencia, debo seguir siendo un ciudadano más, que ignora lo que sucede. Este conocimiento me obliga a sopesar las decisiones, pues si bien actúo con desconocimiento, es solo parte de una ficción. El verdadero ser que soy está atento a la realidad, que no es la que se nos presenta, sino otra, muy bien enmascarada por ese algo y puesta lejos de nuestro alcance.
La dominación de la que somos víctimas es aberrante. Nos vuelve seres egoístas, dañinos, indiferentes. Odiamos al prójimo, no ayudamos a nadie, ignoramos al necesitado, discriminamos, tenemos....

Anoche me terminé lastimando con la aguja, pero estoy bien, al menos pude inyectarme. Creo que necesitaría las noches de todo un mes para describir lo que somos por culpa de ese algo. Es horrible, la realidad en la que nos envuelve es intolerable, sin embargo la respiramos como si nada. Somos seres ausentes que sin embargo convivimos y actuamos como si todo estuviera bien. Me asusta pensar que nadie se da cuenta de la maldad, de la falta de solidaridad, de la forma en la que nos pisotean los que nos gobiernan, de cómo ese algo nos obliga a lastimarnos entre nosotros, a quitarnos lo poco que tenemos. El solo pensarlo...

Creo que me descubrió. De todos modos durante el día no me ha pasado nada y he logrado dormir dos horas bien. Anoche quería dejar escrito que el solo pensarlo me replantea la vida misma. He intentado mirar a otros a los ojos, buscando la forma de comunicarme a través de ellos, de transmitirles de alguna forma sensorial lo que les estoy dejando en este texto, tras un zócalo de mi habitación. Pero nadie escucha. Todos están apurados, ajenos a la necesidad del otro. Temo hablar abiertamente. Ese...

Ese algo controla muy bien a la sociedad. La gente con la que tengo contacto apenas si me habla. No creo estar a salvo en esta habitación, ni de día ni de noche, por más atento que esté a la presencia de ese algo. Pero tampoco puedo escapar. No tengo alternativas. La única esperanza sobrevive en este papel, ya arrugado, pero portador de la verdad. Creo que el anestésico que me estoy colocando me está haciendo mal. Noto lividez en la piel y cansancio al escribir, pero...

Hoy busqué mis dosis y no estaban. Me estoy arriesgando al estar despierto y escribiendo. Cuando note su presencia, deberé esconder todo y simular que duermo. Se que puedo hacerlo, pero tengo temor, no lo voy a ocultar. Puede que esta sea la última noche. Puede que ya no vuelva a este papel. Si es así, solo me queda rezar para que de alguna forma este papel salga de la ciudad y llegue a buenas manos. Porque....


Encontré este papel durante la cuarta noche en el pabellón cinco del psiquiátrico de la ciudad. No podía dormir y algo hizo que me fijara en el zócalo flojo de la pared. Leí detenidamente el texto y me asaltó el pavor. ¿Acaso no describe a nuestra sociedad? ¿Al proceder general del ser humano?
Podría acercarme a la puerta y pedir a gritos por un doctor, explicarles lo que he encontrado y exigirles que me digan quién estuvo antes aquí. Pero nadie le hace caso a un demente, por más verdad que posea. Dudo que lo hayan dejado tener agujas aquí, lo más probable que todo fuese producto de la imaginación. ¿Acaso no estamos aquí por algo?
Añado estas líneas para luego guardar el papel en su lugar. Si realmente hay algo que nos hace así, mejor no pensar en ello. Demasiado problemas ya tiene uno.
Si acaso estás leyendo estas palabras es que tampoco has logrado encajar en el mundo fuera de estas paredes. Quizá estemos mejor aquí, no lo se. Al menos, en este lugar, lo único que nos domina es la soledad. Al menos por ahora. Se que tarde o temprano las alucinaciones vendrán por mi.

14 de julio de 2010

La banda

Si Enrique toleraba aún a Joaquín, era porque la banda necesitaba un buen saxofonista. Joaquín lo sabía y por ello no modificaba en nada su carácter molesto y negativo.
El último altercado se había producido en un bar en las afueras de la ciudad. Habían ido por unas cervezas, para celebrar una buena actuación en el anfiteatro municipal. Los dos sonidistas y Juan, el guitarrista, se toparon en la puerta con cinco chicas, que al reconocer al melenudo de la guitarra roja, le pedían a gritos un autógrafo.
Fue Joaquín el que se levantó de la mesa en la que el resto del equipo y músicos aguardaban que llegara la segunda ronda de vasos y empujó a las jóvenes. Y Enrique el que se arrojó encima de éste, para alejarlo de las mujeres y propinarle un golpe de puño.
Las chicas salieron corriendo y Juan, sorprendido por la actitud de Joaquín, atinó a nada. La escena mostraba al saxofonista en el suelo y a Enrique de pie, incitándolo a levantarse para golpearlo de nuevo.
La intervención de los demás evitó que la situación se descontrolara. Lo atribuyeron al alcohol y la disputa quedó atrás, sin embargo las miradas ásperas de cada día se intensificaron más a partir de aquel hecho.
Hubo dos presentaciones en clubes de localidades de los alrededores en los que ninguno de los dos se miraron en toda la noche. Enrique concentrado en su bajo y Joaquín en el saxo.
El clima estaba raro y el resto de la banda lo sabía. Por más que quisieran desviar la atención, la disputa era una espina clavada e ignorarlo era un error.
La noche del show que marcó la ruptura de la agrupación, Enrique llegó con la remera empapada en sangre. No le dirigió la palabra a nadie. Se colocó en un rincón de la sala que tenían para cambiarse y se concentró en afinar su instrumento.
Faltando quince minutos para el comienzo, Alejandro, el baterista, anunció que no podía ubicar a Joaquín. Otro de los integrantes tomó su teléfono y probó de llamarlo. Esperó pacientemente con el celular en la oreja, pero desistió luego de varios intentos.
Juan le preguntó a Enrique, si sabía algo.
- ¿Por qué tendría que saber algo? - contestó de mala forma y con una voz ronca.
El organizador del espectáculo ingresó a la habitación informando que era hora de salir. Los músicos se miraron, esperando que alguien tomara una decisión. Les faltaba el saxofonista, era imposible que pudieran tocar.
Llamaron al organizador y plantearon la situación. Enrique en todo momento se mostró ajeno al diálogo. Hubo discusiones e incluso amenazas de parte del empresario. Desde el lugar donde estaban podían escucharse los gritos de los fanáticos, que con el paso de los minutos se transformaron en abucheos.
El show no se hizo. La banda se negó a tocar. El organizador del evento los echó del lugar. Hubo empujones en el callejón lindante, donde un patrullero policial aguardaba con las luces encendidas.
- Lo único que nos falta - dijo malhumorado Juan al oficial policial que los esperaba apoyado en el vehículo - ¿Qué quieren?
- Joaquín Greiba, es parte de esta banda ¿cierto?
- Si... - contestó dubitativo Alejandro - No apareció a tocar, por eso no se hizo el show. ¿Le ha pasado algo?
- Está detenido en estos momentos en la comisaría. Necesitaría que alguno de ustedes me acompañe. Lo encontramos con un cuchillo en la mano y un cuerpo mutilado a sus pies. Tenemos una identificación no firme de la víctima  y él no quiere declarar.
- ¿Mató a alguien? Enrique, escuchaste... - Juan lo buscó con la vista, pero ya no estaba en el callejón.
El policía lo miró fijo.
- Enrique es el nombre de la víctima, al menos eso creemos, tiene tatuado el nombre en el brazo. ¿A qué Enrique se refiere usted? - le preguntó el oficial.
Los integrantes de la banda quedaron congelados. Enrique tenía tatuado el nombre en su brazo, pero Enrique había estado con ellos...
Miraron alrededor y solo eran ellos y el equipo técnico. Juan buscó apoyarse también en el coche. El sonido de un bajo llegó claramente a oídos de todos, incluso del policía y dos cuervos cruzaron volando por encima de sus cabezas.
El sonido cesó, pero una corriente de aire helada los envolvió de pies a cabeza. La radio del policía emitió un sonido de estática, seguido de una voz.
- Oficial Martínez, si ha conseguido contactar al resto de la banda, regrese de inmediato. El detenido ha sido encontrado muerto en la sala de interrogatorios. Alguien lo ha asfixiado con lo que parece ser, una cuerda de guitarra o algo parecido.
Nadie habló. El silencio recorrió el callejón y se meció en la oscuridad, como riéndose del terror que lo inexplicable puede generar en el ser humano.

10 de julio de 2010

La tierra sin sol

El pequeño pueblo de nombre Darwin había nacido producto de la necesidad de establecer un paraje para el descanso de los hombres que valiéndose de algunos animales y sus propias fuerzas, llevaban alimentos, ropas y medicamentos al otro lado de la montaña.
La travesía era larga y la falta de caminos obligaba a esas personas a transitar lugares naturalmente hostiles, repletos de bosques y barrancos, además de las montañas que en invierno recibían temperaturas muy bajas. Algunos de esos hombres optaron por edificar unos pequeños refugios a los que con el tiempo se le sumaron tiendas y viviendas. El correr de los años convirtió al paraje en pueblo y a muchas de las personas de paso, en pobladores del lugar.
Años más tarde la construcción de una ruta alejó al pueblo de Darwin de las demás ciudades y las visitas asiduas se hicieron esporádicas, hasta prácticamente desaparecer. El pueblo de todas maneras se las ingenió para prosperar.
De la naturaleza obtuvo todo lo necesario para sobrevivir y lujos que en otras partes eran moneda corriente, como ser la energía eléctrica, el gas, la televisión, allí quedaron en un plano secundario. Salvo un par de radios que captaban algunas emisoras de la región y algún que otro periódico, que llegaba con cierto atraso (de años, a veces) de la mano de alguien que hubiese tenido la necesidad de viajar a la ciudad más próxima, las únicas noticias que tenían importancia eran las propias.
A nadie le interesaba la economía mundial, porque era más importante saber como estaba Don Felipe después que se cayera del techo intentando limpiar el desagüe de la canaleta. Mucho menos lo que sucedía con el deporte en el país, porque las competencias de pesca de trucha en el lago o los juegos de familias de cada fin de semana tenían un relieve de tal magnitud que no quedaba tiempo para hablar de otra cosa.
Nadie necesitaba comprar libros de cocina o mirar un programa de televisión para cocinar. Las recetas iban de boca en boca y la creatividad iba de la mano de los productos que pudieran conseguirse en el bosque, las huertas, el lago e incluso en las montañas.
Tampoco había interés en leer a los célebres escritores del mundo, porque las mejores historias eran las que se contaban en el fogón, cada noche, donde el pueblo antes de ir a dormir se reunía plácidamente, a escuchar historias y compartir un cálido té de hierbas.
Eran autosuficientes, a tal punto que lo que sucediera en otras partes les era totalmente indiferente. De esa forma Darwin se convirtió sin saberlo en un lugar utópico, desconocido para la mayor parte del mundo. Y aquellos que sabían de su existencia, habitantes de las ciudades de alrededor, hablaban de aquel lugar como "la villa de los locos" pues nunca se los veía ni se tenían noticias, si bien sabían que eran muchas familias las que lo habitaban.
En las ciudades cercanas se hacían bromas en torno a Darwin, particularmente porque al estar tan dentro del bosque, la luz solar no lograba filtrarse, ganándose así el mote de "la tierra sin sol". Por lo tanto, solían referirse al pueblo como "el culo" del lugar, porque era el sitio donde no daba el sol.
Nadie en Darwin podía sentirse lastimado, en primer lugar, porque nunca supieron de esos dichos. Y en segundo, porque a pesar de lo que se decía, ellos si apreciaban el sol y si bien era cierto que el bosque lo ocultaba la mayor parte del tiempo, cuando algunos de sus rayos se filtraban era una bendición muy bien recibida.
En el pueblo, la gente era generosa y demostrativa. Lo bueno se valoraba de forma tal que contagiaba a actuar siempre por el bien de la comunidad. Y lo malo sencillamente no tenía lugar. Si los estudiosos hubiesen tenido conocimiento de Darwin antes de la catástrofe, seguramente se habrían arrojado de cabeza a analizar cada uno de los aspectos que hacían posible esa realidad, incrédulos quizá de que algo así fuese posible, pero sin dudas con la esperanza de haber encontrado el lugar más cercano al mítico Paraíso existente sobre la faz de la Tierra.
El hecho de contarles sobre Darwin en realidad es pretexto para hablar de su destrucción, porque una historia no es historia hasta tanto lo malo se imponga sobre lo bueno y surja entonces una argumentación que logre volver a estabilizar la balanza hacia el lado que nos motive. En esa lucha es donde un relato cobra fuerza y se hace tal.
El invierno al que nos referiremos,  frío y cruel como todos, se vio sorprendido una mañana por un accidente. No fue en Darwin, sino en las afueras de una de las ciudades más grandes al pie de la montaña. La gran represa erigida sobre el río más caudaloso de la región se partió en dos. Quizá por culpa de una ingeniería defectuosa o posiblemente algún movimiento subterráneo que debilitó los cimientos. Hasta no faltó quién adjudicara la inundación a un castigo divino.
La represa cedió y el cauce del río se vio enloquecido, desbordando de su lecho y penetrando con furia en las ciudades. Los habitantes de las ciudades próximas despertaron en pánico, con el sonido del agua atacando sus puertas, violando sus pertenencias, poniéndolos en peligro.
No hubo tiempo de responder con medidas. Apenas si algunos pudieron escapar. Algunas casas de pobre construcción se derrumbaron y otras acabaron bajo el agua. Los que poseían botes se subieron a ellos y los que no se asieron a todo lo que flotara.
En Darwin, en tanto, reinaba la paz de todos los días. Las primeras horas de la tarde invitaban a la siesta, ritual sagrado del pueblo, una bendición que les daba la vida para descansar de la rutina y recomenzar luego con las tareas del día a día, esas que permitían a todos el bienestar y la tranquilidad.
Al atardecer llegaron los primeros refugiados. Los pueblerinos se vieron sorprendidos al ver llegar gente entre los árboles, pues ya casi nadie los visitaba. Los visitantes llegaban mal vestidos, con los cabellos desprolijos y las miradas inyectadas. Había en sus ojos algo raro y algunos de ellos temblaban o hablaban nerviosamente.
Los menos tímidos exigían un lugar donde quedarse, otros también comida. Para la noche ya eran alrededor de cinco mil personas las que habían llegado desde las tierras bajas.
Ya no había lugar en Darwin, muchos incluso se habían quedado fuera de sus viviendas, porque los visitantes se metieron a la fuerza. La preocupación se notaba en los rostros de cada uno de los pobladores. Por lo que entendían, las ciudades estaban bajo agua porque la represa había colapsado. Aunque no comprendían demasiado bien que significaba para ellos la noticia.
En las primeras horas de la madrugada supieron que toda hospitalidad era en vano. Esa gente no había arribado a Darwin en busca de ayuda, sino de un lugar donde asentarse. Al menos hasta que el agua se retirara. Los que quisieron entrar a sus casas, fueron expulsados. Los visitantes los trataban mal, hablándoles como si fueran una raza inferior o animales mismos. Incluso más de uno arrojó las sobras de comida (de la comida que ellos preparaban) a la calle, riéndose de la ocurrencia.
Los pobladores de Darwin se refugiaron en el bosque, que tan bien conocían. Allí veían sus rostros tristes, como casi nunca habían visto. Por primera vez tenían sentimientos alejados del bien, totalmente extraños a sus espíritus.
Por la mañana regresaron al pueblo, pero no se los dejó entrar. "Quédense en el bosque" les decían y las familias volvieron entonces al cobijo de los árboles, donde la oscuridad era una insignia, debido a que el amplio follaje apenas si dejaba ver el sol.
Esa segunda noche en el bosque, helados y tiritando por el frío, decidieron que hacer. Prepararon el fuego y compartieron un enorme fogón, pero esta vez sin cuentos ni historias, tampoco hubo té con hierbas ni miradas cálidas. Solo antorchas hechas con ramas de los árboles que se embebieron en la llama crepitante y en una columna de luces, todos marcharon silenciosamente en la que recordarían como la última procesión hacia Darwin.
Los refugiados dormían y así fue más fácil. Las antorchas chocaron contra los techos y penetraron por las ventanas y al cabo de pocos segundos, el pueblo era un solo resplandor rojo, amarillo y naranja, una llama gigante que consumía la tierra misma.
Hubo gritos, alaridos, llantos. Pero nadie para escucharlos. El pueblo sigilosamente se perdió en el bosque. Esa noche el sol disfrazado de fuego  iluminó la tierra, ese paraje olvidado que había echado raíces propias. Los rescatistas de la inundación encontraron el pueblo en cenizas un día después. Nadie había sobrevivido. Primero se creyó que eran los habitantes originales del lugar, los llamados locos por los lugareños. Pero al poco tiempo se supo que no, que eran refugiados de las ciudades afectadas por el accidente de la represa. Jamás se supo que fue de los pobladores de Darwin.
Algunos dicen que huyeron al otro lado de las montañas, otros que formaron otro pueblo en un nuevo lugar alejado y escondido. Representan sin embargo el último bastión de humanidad pura, de comunidad, de hermandad. Pero la irrespetuosidad del hombre la barrió del mapa, como hace con todo. Es raro que aún no haya barrido consigo mismo, pero no hay dudas que hace los esfuerzos suficientes como para lograrlo.
Hoy Darwin es mito, un cuento de fantasmas. Si me preguntan a mi, creo que el pueblo debe estar afincado en otra parte, oculto, temeroso de hacer ruido, rezando a diario que la humanidad no lo encuentre.
Les deseo suerte. Y también los envidio.

7 de julio de 2010

Malos y buenos

En la agonía de la sociedad, los malos sobrevivientes eran aquellos que de la muerte hacían un negocio. Y en aquella última instancia, como a lo largo de los muchos siglos de existencia de la humanidad, la sangre derramada era una oportunidad.
La tierra desolada por el hambre pertenecía a un reducido número, bien resguardado en sus trincheras de oro, alejados de la inmundicia y la peste. Bajo el sol arrasador de aquel verano interminable, la muerte recogía en las calles el lamento final de una especie destinada a la perdición.
Los hombres en su mayoría habían perecido en la triste guerra que había asolado la última centuria. Quedaban muy pocos, maltrechos y confinados a la locura. Las mujeres vagaban por comida, despojadas de dignidad alguna, entregadas al maltrato y a la violencia, a veces de parte de los últimos varones, otras veces de las demás mujeres, cuando no de los niños, propios y ajenos.
La infamia misma, que en la historia ha vestido diversas pieles y ostentado cientos de miles de apellidos, podía pasar desapercibida en tal realidad.
Cada vez que la noche avanzaba cubriendo los cielos con su velo negro y mostrando esa esfera a veces blanca en su totalidad, el horror se hacía presente en cada ciudad en la que todavía existiese un latido de vida. Y cuando el alba traía la claridad, parte de esa sensación se encallaba en los seres sobrevivientes, formando así una capa de miedo sobre la piel, envolviendo a cada ser con un espectral deseo de acabar con todo.
Las escenas estremecerían si tan solo hubiese quién pudiese verlas. No quedaba comprensión ni deseo de tal en los sobrevivientes. Solo el anhelo de sobrevivir bajo el sol calcinante y soportar el frío helado de la noche. Y a veces, cuando el dolor era demasiado, ni siquiera eso.
El miedo no era supersticioso, sino tangible. Si bien algunos se vanagloriaban en las esquinas derruidas de ser portadores de la verdad, aludiendo a un castigo divino, otros lo atribuían a los efectos de la guerra, al aire enviciado por las devastadoras bombas arrojadas en lugares que ya no existían, de los cuáles hacía años dejaron de recordar los nombres.
Y cada amanecer era encontrar la piel más curtida que el día anterior, nuevas llagas carcomiendo con dolor, llevándose quizá las últimas esperanzas cobijadas en el corazón.
En esa agonía lenta pero certera, los buenos sobrevivientes eran los que se iban sin lastimar a nadie. Muchos de los que optaban por ese camino caían en la tentación que le proponían los malos sobrevivientes.
Existían razones, como el cansancio, el querer olvidar otra pérdida cercana, el deseo de terminar con el sufrimiento. Y otras veces el solo hecho de decir “si” a la propuesta. Porque el mundo había perdido sus aristas y los que transitaban por él, poco sabían de vivir, del mal y del bien. Los conceptos eran viejas palabras grabadas en libros que ya nadie leía, dispersos por las calles u olvidados para siempre en viviendas abandonadas, esperando lecturas que jamás llegarían.
Los malos sobrevivientes hacían su negocio, la sangre les daba la oportunidad, ofreciendo el camino más corto a cambio de un paraje de descanso que no sabían si era verdad y tampoco les importaba.
Los buenos sobrevivientes pagaban con comida, ropas limpias o monedas que en algún momento habrían tenido un mayor valor y de esa forma accedían a la “torre”. Cada vez eran más los que compraban su boleto.
Se los veía caminar hacia el lugar con una semi sonrisa en los labios, casi resignados y felices a la vez de poder decir adiós de una forma más digna que aquella que le deparaba el miedo heredado de la guerra.
Caminaban a veces en familia, los que tenían la suerte aún de tenerla consigo. Los que no tenían con qué pagar el boleto o no se animaban, eran testigos mudos de la procesión lenta y serena hacia el monte, allí donde desde lejos se dejaba ver esa enorme torre construida con las partes de un viejo puente colgante y coronada con las aspas de un molino.
Llegaban casi rendidos a los pies de la construcción, portando el papel-boleto con fuerza en sus manos, como si acaso temiesen que les fuese quitado. Y como llegaban, iban subiendo de a uno al viejo elevador sujetado con una gruesa cuerda que a la mínima señal era jalada desde lo alto. Ese ascenso lo era todo. Quiénes miraban desde abajo, esperaban su momento. Los que ya estaban arriba, aguardaban la llegada del próximo.
En lo más alto de la torre reinaba la paz. El silencio inconmensurable que antecede el final. Los pocos pasos hacia el descanso y el bienestar. El ritual que restaba desde que se apeaban del elevador era sencillo y gratificador.
Solo algunos minutos de espera en los que el aire se metía por cada poro e hinchaba los pulmones de tranquilidad; el alivio que se sentía alrededor y el momento cumbre, el de llegar al borde mismo de la plataforma.
¿Doscientos metros?¿Trescientos? Ya nadie podía calcular y a nadie le importaba. En la agonía de la sociedad los buenos sobrevivientes optaban por acortar el camino y entonces saltaban hacia la paz.
Ya no importaba mirar atrás, no en un planeta cuyas credenciales habían expirado hacía tiempo. El negocio lo hacían ellos, sin embargo los malos sobrevivientes lo ignoraban.

4 de julio de 2010

Libertad prisionera

Espera don García, espera.
Mientras la noche lo rodea sus pensamientos van y vienen. Mientras su cuerpo es presa de la vida, su espíritu juega a soñar.
Y allí, en la esquina de cada noche, a la hora de siempre tras la comida, aguarda casi herido que continúe la fábula de nunca acabar.
Con la luna como testigo se apea al transporte que se detiene sobre el cordón, sin sentirlo, sin quererlo. Pero es obligación, es motivo y tras él, queda esa soledad de esquina oscura, atenazando sus anhelos, sus esperanzas.
En tanto, el derruido colectivo se lo lleva lejos, a su prisión nocturna, de horarios y responsabilidades, de rutina y tedio, de necesidad y subsistencia.
Por la ventanilla observa el firmamento extenso y las estrellas vigilantes y por un momento las envidia; libres, distantes, testigos de la historia, del pasado, del presente y del futuro.
Piensa en el ayer. No en el suyo, sino en el del país que ama, dueño de esa tierra que pisa a diario, por el que transitaron hombres y mujeres que lo forjaron.
Se remonta décadas en el tiempo, en épocas donde la lucha eran moneda corriente y la patria un valor enorme, en tanto la hidalguía, el fervor y el sentimiento nacional se recelaban como un tesoro invaluable.
Ese pasado que había dejado huellas, no solo en los libros de historia. Esos campos en cuyas tierras aún hoy debajo de las siembras se esconden ocultos viejos caminos, deterioradas armas, olvidados esqueletos y derramada sangre, ahora seca, invisible, vencida por los años.
Esos mismos campos atravesados una y mil veces, en una época sin rutas como las de hoy, pero con mayor decisión que nunca.
En su mente enumera nombres y apellidos, que se amontonan, se agolpan, como queriendo pedir permiso en su cabeza. Pero no hace falta, porque le guarda a cada uno su lugar, porque el pasado así lo merece; sabe quiénes son, que han hecho, cómo vivieron, cómo murieron, cómo se los recuerda.
Hombres justos, hombres malos, hombres simplemente, que el tiempo y los hechos convirtieron en páginas escritas con tinta, en próceres, en ciudades y pueblos, calles y autopistas, en ideas y pensamientos, en acciones y consecuencias.
Y todo ello viene a su mente y como un aluvión, piensa en los pueblos y ciudades que aún preservan las raíces de la historia, con esfuerzo, a veces en soledad.
Piensa en las viejas pulperías, en las casonas de antaño, en el manojo de historia extirpado a la modernidad que sobrevive como refugiado en un mundo extraño e indiferente que crece en derredor, muchas veces a merced del abandono, de la extinción.
Nuestras raíces secándose, echándose a perder, bajo el sol de los años y la soberbia. La grandeza de antaño pereciendo a manos de la baja autoestima de hoy, de los malos gobernantes, de los negocios por encima de los intereses del pueblo.
El ayer muriendo en las noches de frío, por omisión, por olvido, a causa del recuerdo falso, ese que solo se rescata en fechas especiales o aniversarios de números redondos.
Por la ventanilla ve todo eso, como un reflejo del dolor de su alma y se queja sin voz al saberse preso de sus responsabilidades, de los horarios, imposibilitado de viajar y movilizarse por esos lugares que cobija en el corazón, esos campos que se extienden en sus sueños, esas pulperías que resuenan de noches de luna eterna en sus oídos, por esos caminos que en el ayer se forjaron los cimientos del hoy.
Incluso a veces, sentado en aquel incómodo asiento, en el traqueteo del andar, deja correr por su mejilla una lágrima sin sabor, pensando en aquellos hombres haciendo patria, a cuesta de sangre, luchas y pasión, transformando en verdades los anhelos, los sentimientos, los deseos de nación.
Ya con el colectivo a sus espaldas, camina por la calzada rumbo a su puesto, bajo la estrellada noche de otoño, a la par de muchas otras almas que marchan también en pos del pan para sus mesas.
Su mente no se detiene, sigue pensando porque no puede evitarlo. ¿Acaso podía llamarse a su encarcelada vida un intento de hacer patria? ¿Allí encerrado en un trabajo, sobreviviendo para no morir, muriendo cada día un poco para poder vivir?
Sentía que si la respuesta era sí, la vida era injusta. Tantos años de trabajar para aún seguir trabajando, tantos años soñando con la libertad de viajar por la tierra que amaba para que el sueño siguiera siendo solo eso.
Sus pisadas eran el eco de la desilusión. A lo lejos veía el mismo horizonte que antaño observaran en noches de espera y sigilo los héroes de entonces, en las vísperas de batallas o jornadas históricas, las mismas que hoy se aferran a nuestra sangre, que forman parte de nuestro espíritu, de la condición de argentino, patrimonio sagrado desde la cuna.
Pero como cada noche, con bronca, arriba al momento infranqueable de la resignación. No intenta auto convencerse de que lo que hace es vital. Sabe que no lo es. La misma prisión en libertad de tantos otros trabajadores, sin escapatoria alguna, sin posibilidad de vivir la vida de todo ser libre, apresados por la vorágine del día a día, del dinero necesario y maldito, de la línea entre existir y subsistir.
Vuela entonces en su mente, imaginándose libre, paseando por las tierras regadas por la historia, bebiendo en las pulperías colmadas de fantasmas nacionales, apreciando los monumentos legados y a veces olvidados. En su mente, entonces vuelve a ser feliz.
En soledad, en un paraje olvidado de la vida, imagina y eleva entonces una copa y brinda por un aniversario más de su patria, la que ama y proclama, pero que se ve impedido de conocer y disfrutar. Y a pesar de estar solo, siente que miles de almas del pasado le hacen compañía, agradecidos por el recuerdo y el humilde fervor.
Recién entonces, hace las paces con la vida.
Al menos, hasta la siguiente espera en la esquina de cada noche.


Cuento seleccionado para la antología "XI Encuentro de Poetas y Narradores del Departamento Constitución", publicado por la Municipalidad de Villa Constitución y presentado en la XX Feria del Libro de la misma ciudad el día 26 de junio de 2010.