Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

26 de febrero de 2010

La verdadera historia de Hermenegildo Cesáreo Correa

Del hombre que vivía en aquel rancho sobre el monte que uno veía de lejos cada vez que pasaba por la ruta 18, en la intersección con el camino que llevaba al pueblo, se decían muchas cosas.
Supongo que fue la curiosidad y en parte la necesidad de hablar cara a cada con esa persona que veía desde el auto trabajando la tierra cada santo día, con lluvia o sol, frío o calor.
Pero más que nada, quería conocer la verdad, derribar el mito si es que era posible dicha expresión, sobre ese individuo tan particular, que recordaba aunque pareciese imposible desde muy pequeño, cuando mi papá trabajaba en el molino que estaba sobre la ruta vieja y todas las mañanas, camino al trabajo, nos llevaba a mi y a mamá a la casa de la abuela, que le quedaba de paso, dos kilómetros más al sur del monte de Correa.
La abuela, que era dueña de una memoria prodigiosa y le gustaba narrar viejas historias, ya me nombraba al tal Hermenegildo en relatos que databan de muchos años antes, algunos incluso, de antes que con el abuelo, tras las persecuciones políticas de los años cincuenta del pasado siglo, se mudaran de la gran ciudad al pueblo.
Por supuesto que era el único que permanecía horas sentado cerca escuchando sus narraciones, mientras el mate iba cambiando de cebador y el día se iba yendo. Por las noches soñaba con esos personajes que salían de su boca y que cobraban imagen y forma en mi imaginación. Salvo la del viejo Hermenegildo, cuya figura ya tenía imagen propia y que cada mañana observaba con extraña admiración desde la ventanilla trasera del auto de papá.
Crecí pensando en otras cosas y olvidando como todo adulto eso que de niño creíamos mágico. Y ese tal Hermenegildo, que jamás vi en el pueblo porque según decían, cultivaba sus verduras en el monte y no compraba ni carne ni pescado porque de eso se aprovisionaba cazando y pescando, yo creía con todo el corazón que era mágico.
Pero el niño un buen día dice adiós y no nos queda más que la puta realidad. Es entonces que el hollín del día a día se nos comienza a pegar en la vida y terminamos cubiertos de una capa tan gruesa que toda esperanza de volver a recuperar lo que éramos, se desvanece en el aire.
Sin embargo esa coraza que la vida se empeña de hacer en nuestras almas, comienza en un punto determinado de nuestra existencia a descascararse como una pared vieja. Es el punto en el que además escuchamos que nos empiezan a decir "don", "viejo" o "abuelo" y que en la soledad de las tardes nos invitan a pensar: "pero cómo, la pucha, en qué momento se me fueron los años".
Sabemos entonces que nos encaminamos a un final ineludible. Un final de seis letras que por más que no asumamos, se convertirá en morada y descanso, todo al mismo precio. Solo cuando comprendí que me encontraba en esa recta final fue que volví a pensar en el viejo Hermenegildo. Sorpresivamente, fue también cuando me enteré que aún vivía.
Era imposible, hasta para un niño debía ser difícil comprenderlo. Si Hermenegildo vivía, entonces... ¿cuántos años debía tener?. Mi hija se reía de mi cuando le dije que ese hombre ya era viejo cuando yo era pequeño. Se reía y me tomaba en broma, diciéndome que estaba senil y que seguramente el que habitaba la casita en el monte sería un hijo u otra persona.
Por supuesto, no pude convencer a Betiana, mi hija, que me llevara. Pero si lo hizo mi nieto, Raúl. A veces en sus ojos veo esa picardía de niño que no quiere irse. Cuántas veces he querido decirle que por favor no la deje ir muy lejos. Pero me da miedo decírselo, porque lo quiero y no soportaría una burla de su parte. Me rompería el corazón.
La tarde en la que fuimos, el sol pegaba fuerte. Sentía la camisa húmeda y las articulaciones cansadas. Raúl me dijo que me esperaba, pero le pregunté si tenía algún problema en dejarme y volver en un par de horas. Por supuesto que no lo tenía, qué mejor para un adolescente que no ser esclavo de un anciano.
Quedé solo en el camino de tierra que iba hacia la casita del monte. No había visto a nadie desde la ruta y entré a sospechar que quizá el que me había contado que aún vivía el viejo Hermenegildo se había equivocado y que Betiana en definitiva tenía razón.
Pero a medida que mis pies en pasos lentos se acercaban a la humilde morada, el sonido de un martillo alivió mi pesar y al menos me dio la certeza de que alguien vivía allí. Dos minutos después comprobé que se trataba del mismo hombre que veía trabajando a diario la tierra, seguramente preparándola para su huerto.
Al escuchar mis pasos salió afuera y cruzó por entre las cañas que sostenían las plantas de tomates, para darme alcance y ayudarme a llegar hasta la entrada de la casa, donde reposaba una solitaria silla.
- Venga hombre, siéntese, que lo noto cansado - me dijo. Quedé estupefacto con sus palabras, la voz sonaba fuerte y sana y su cuerpo, viejo y demacrado por los años, sin embargo se notaba firme y vigoroso. Si hasta parecía más joven que yo. Y eso no podía ser posible.
Una vez en la silla, le agradecí y fui directo al grano. No anduve con rodeos ni salí con el cuento que estaba extraviado, no se lo iba a creer. ¿Qué podría estar haciendo solo en el monte un viejo de casi setenta años para perderse? Por esa razón y otras tantas, no quería engañarlo o sacarle la verdad mintiéndole.
Le pregunté entonces si acaso era la misma persona que hacía sesenta años trabajaba esa misma tierra y si incluso, era el también, como contaba mi abuela, quién vivía en la soledad del monte incluso antes que ella se asentara en la zona.
El hombre sonrió, mordió un palillo de gramilla seco y tras colocar la carretilla de lado, se sentó sobre la misma, mirándome con semblante cálido y amistoso. Y sin más, empezó a contarme su historia. La verdadera historia de Hermenegildo Cesáreo Correa.
- "Mire buen hombre, aunque no lo crea, es la primera persona que me hace esta pregunta. Ni siquiera en época de censos se acercan hasta aquí. Ya sabe lo que dicen, que vivo solo, que estoy loco y vaya a saber que cosas más. Seguramente que me escondo de la policía, que he matado a veinte tipos. Como verá, no necesito moverme de aquí. Tengo un huerto, animales detrás de la casa y una gran puntería con la escopeta." - dijo remarcando lo último para luego lanzar una carcajada contagiosa.
"Con las pocas cosas que no tengo, siempre me las he arreglado con la naturaleza. Allí está todo para que podamos sobrevivir. Y a ella recurro. Esta vivienda, que ha soportado tormentas, diluvios, calores intensos, la construí con mis propias manos. Si me pregunta cuando, tendré que ser sincero. No lo recuerdo con exactitud.
Hace décadas que el tiempo no me importa, al menos en lo que a precisión respecta. Vivo día a día, sabiendo que habrá un mañana, que veré salir el sol y por las noches las estrellas. Mi única ocupación es generar los alimentos para comer y tener las fuerzas de dar un paso más en el tiempo, de estar un día más en el planeta. Puede que mi acento le resulte algo llamativo, es que he andado por tantos lugares que las lenguas suelen confundirse muy fácilmente. No hace falta aclarar que además no mantengo un diálogo desde hace mucho pero mucho tiempo.
Sabe, puede que haya recalado en esta parte del mundo hace ya dos siglos. Si, veo sorpresa en su expresión, pero no tanta. No me equivoco ¿verdad?. Supongo que es hora de compartir con alguien la verdad. Además, la verdad no mata, al contrario. Al menos eso sostengo.
¿Le gusta la historia? A mi me fascina. Al punto de dar la vida por ella. Si, así de tanto me gusta. Para que entienda, no soy de aquí. No digo de este país, ni de cualquier otro. Sino que no soy de este tiempo. Ni tampoco de esta raza. No se alarme. Déjeme avanzar.
Qué me diría si le digo que todos los pronósticos sobre la raza humana son equivocados y que aún le queda de vida más de cinco milenios. Se sorprende ¿cierto?. Aparentemente encontraron la forma de evitar la destrucción de la capa de ozono, de vencer el efecto de las bombas nucleares y de escapar del derretimiento de los polos. Por supuesto, aún no lo hemos visto. Porque no ha sucedido. Pero lo lograrán, puedo asegurarlo.
Sin embargo, en algún punto dentro de cinco mil años, desaparecerán de la faz de la Tierra, sin dejar ningún tipo de rastro que permita conocer la historia de la humanidad en su totalidad. Tan solo pequeños fragmentos, que tras centurias de estudios permitieron, miles de años después, a la raza superior siguiente, los korertas, a la que pertenezco, afirmar que la raza humana había sido evolucionada.
La historia me fascina, como se lo dije hace instantes. Formé parte de ese grupo de estudio, alrededor de trescientos años, según la forma de calcularlo en la actualidad.
Y como parte de ese proyecto, quise ser integrante de la siguiente etapa de investigación. La que podríamos decir, de campo. Es decir, la historia vista en el lugar de los hechos. Para que entienda, nuestra raza es sumamente evolucionada, impensada para esta época. Conceptos como muerte, guerra, enfermedad, no existen. La paz es un estado natural. Y nuestras plantas y animales son un patrimonio indispensable, que nos alimento y ayuda. Conocemos los planetas más cercanos y hasta razas de otras constelaciones.
Podría hablarle durante meses de nuestra raza, pero no comprendería muchos conceptos y me serían imposible explicárselos. Partamos desde el punto que le estoy diciendo que además de tener siglos viviendo en el planeta, vengo del futuro y sabrá a lo que me refiero.
La cuestión es que en ese futuro hoy distante, mi raza desarrolló en su ciencia la posibilidad del viaje en el tiempo, o más precisamente, el viaje de ida en el tiempo. Cuando le decía que daba mi vida por la historia, me refiero a este sacrificio, al que ahora le voy a contar.
Además del viaje al pasado, nuestro organismo no conoce la muerte. Pensará en superpoblación o bien en otros inconvenientes que esto podría acarrear, siempre desde la óptica actual, pero eso, le aseguro, nunca supuso problema alguno para nosotros.
Cuando llegamos a la conclusión que la raza humana merecía un estudio más profundo, supimos que eso señalaba tener que conocerla personalmente, dado los escasos datos que sobrevivieron a los milenios que la separaron de la nuestra.
Quinientos historiadores nos alistamos en el proyecto, la mayor parte, de longevidad extrema como es mi caso, en el que el organismo ya no evoluciona más pero tampoco se degrada. Nuestra misión, regresar varios miles de años en el pasado y convivir con los humanos, pasando lo más desapercibidos posibles, con el único fin de retratar cada instante de la historia, desde rincones diferentes del planeta.
Llegamos en el año trescientos tres, ateniéndonos a la denominación que más adelante el mundo occidental le dio al nacimiento del llamado hijo de Dios. Desde entonces, dispersos por el mundo, vagamos tomando notas, registrando los sucesos y esperando el paso de los días, porque la única manera de regresar a nuestros tiempos es esperando a que los mismos lleguen.
Pensará que es una locura, pero le aseguro que no. Qué cosa más excitante puede haber que vivir una vida que ustedes calificarían de inmortal con una raza primitiva, repleta de conflictos, de hechos y personajes de lo más disimiles, de una configuración política cambiante y con conceptos evolutivos aún al día de hoy tan precarios. Nunca influimos en ninguna decisión ni pretendimos hacer contacto con nadie influyente para decirles quiénes éramos. Si pequeños contactos, como el nuestro de esta tarde. Pero nada más.
Nuestro deber es para con la historia y hoy en día, tan lejos de los nuestros, sentimos al humano más que una raza primitiva, se lo puedo asegurar, pues hemos vivido más que cualquiera de ustedes y visto como han ido prosperando casi a ciegas, y que a pesar de subsistir cometiendo errores significativos, incurriendo en guerras descomunales, jugando con la vida de los prójimos, tienen aún la voluntad para seguir creyendo en la raza.
Es aún un misterio saber como se las arreglarán con lo enumerado al principio. Los quinientos korertas diseminados en el mundo podremos atestiguar en un futuro que fue lo sucedido. Por ahora nos mantenemos informados sin necesidad de ir de un lado para otro. La radio, la televisión nos han permitido un descanso. Solo debemos alimentarnos y seguir prestando atención a lo que sucede.
Lo que el futuro depare a la raza humana es tanto un misterio para usted como para mi, no obstante, sabemos más nosotros del pasado que la propia humanidad, indicador este que uno de los grandes errores fue siempre ignorar el ayer. Y dicha soberbia le ha costado, como se dice, tropezar más de una vez con la misma piedra.
En miles de años, cuando ya solo seamos otra vez los quinientos aguardando la llegada de nuestros tiempos, podremos sentarnos todos a cruzar opiniones y debatir sobre como contar la historia una vez que estemos otra vez en tiempos de los korertas.
La espera es larga, pero la historia se escribe día a día y eso supone un trabajo interminable. Somos historiadores y como tales nos debemos a la historia. Somos privilegiados en una misión sin precedentes. Espero mi amigo, que esa duda que lo carcomía de pequeño, haya tenido hoy la respuesta que esperaba. Para mi ha sido un placer poder compartirlo".
Lo miré a los ojos y comprendí que la eternidad puede alojarse en los lugares más recónditos e inesperados y supe que en esa mirada, había más que el color avellana envolviendo las pupilas. Había sabiduría, del ayer y del mañana. Solo compartíamos algo, la ignorancia absoluta sobre el presente.
Le di las gracias y nos estrechamos en un abrazo. Volví por el camino con un aire renovado en el interior. Debo reconocer que parte de mí se había quedado en aquel monte y por eso algunas lágrimas me rodaban por las mejillas. Se había quedado el niño, que sonreía al saber que realmente el hombre era mágico; y se había quedado el "viejo", al que habían tratado de loco por creer recordar lo que realmente recordaba.
Cuando llegué al final del camino de tierra, vi el coche de mi nieto viniendo a recogerme. Subí feliz y complacido. Lo palmeé en la espaldas y le pedí que arrancara. Volvíamos al pueblo, pero ya no me sentía el mismo. Sabía que por delante me quedaba mucha vida y que aprendería a vivirla día a día, saboreando cada cosa como si fuera la primera vez y añorando los recuerdos como si de un tesoro se trataran, porque al fin de cuentas, el pasado era eso.
A tal punto, que algunos daban sus vidas por conocerlo.

22 de febrero de 2010

El bosque alejado

En aquel bosque alejado, donde los árboles crecían frondosos y verdes, fue que Ismael conoció los hechos que lo atormentarían años después.
De carácter malo y contestatario, con tendencia a la falta de respeto hacia sus padres, como era común en los jóvenes durante esos ya distantes tiempos, Ismael era conocido sin embargo por otras virtudes.
En las tabernas del norte hablaban del jovenzuelo que con astucia y coraje confrontaba las costumbres de la época y escapaba cada noche con una joven diferente a parajes remotos, desconocidos por los pobladores de la región.
Y en las tabernas del sur, brindaban efusivamente por el mismo muchacho que por las mañanas solían ver corriendo semi desnudo huyendo de la furia de algún padre trasnochado y malhumorado por la desaparición nocturna de su hija.
Las culpas recaían sobre la familia, que harta de excusarse ante los demás, pocas posibilidades veían en cambiar los comportamientos de su hijo. El nulo trato y las pocas palabras que se cruzaban por día, sumado a la siempre ausente imagen de Ismael, deambulando por aquí y por allá, hacían de la autoridad familiar una efímera y casi inexistente figura.
Sin embargo la noche en la que tras trepar la cerca de madera de la vivienda celeste de la manzana contigua a su casa, invitó a la hermosa Aurelia llamándola por la ventana a una pasional aventura bajo las estrellas, fue la noche tras la cual ya nada volvió a ser lo que antes era.
Corrieron a campo traviesa, sintiendo la naturaleza acompañarlos con el canto de los grillos y el ulular de las lechuzas. Jugaron a perseguirse bajo el encanto de la luna, hechizada por el tiempo a permanecer testigo de los amores fugaces de pasiones sin celos. Rieron a más no poder en medio del silencio de un mundo ajeno a ellos.
Ismael la condujo hasta el bosque, ese lugar maravilloso donde los árboles tejían con sus ramas bonitos marcos para un cielo repleto de astros, el que acostado sobre la húmeda hierba, contemplaba rodeado de los brazos de una joven distinta cada noche.
Se tendieron sobre las flores amarillas de un cantero natural y se besaron con la pasión de dos jóvenes sin edad. Desnudos ante nadie disfrutaron de amarse sin sentir culpa ni vergüenza. Acariciaron sus rostros antes del amanecer, sabiendo que debían volver pronto, aprovechando que la oscuridad aún era cómplice de tremenda osadía.
Se habían vestido cuando un ruido, tan pequeño como el de una rama al quebrarse, sobresaltó a ambos. Se tomaron de las manos instintivamente, esperando ver una ardilla bajar del árbol más cercano para luego romper en risas.
Pero no hubo ardilla. El sonido volvió a repetirse, ahora más cerca. Se miraron uno al otro, buscando en los ojos las respuestas que sus palabras no se animaban a decir. El ruido se repitió y otra vez, y una vez más.
Pero allí no había nadie, al menos de momento. Pegaron sus espaldas al tronco más ancho y aguardaron allí a que aquello que provocaba el sonido, saliese a enfrentarlos.
Temían que fuera un oso o quizá un gato salvaje. Pero el crujido no era ni de uno ni del otro y por más que las palabras estuvieran ausentes, en sus mentes martillaba la verdad.
De repente todo fue silencio. Ni los crujidos, ni las avenas, ni siquiera el viento. Como si el mismísimo tiempo se hubiese detenido. Pero entonces, casi como una premonición, un pichón de gorrión cayó del nido en el que crecía, en lo alto de la copa del árbol, y se estrelló contra piso, desparramando sus diminutas vísceras en dirección hacia donde ellos estaban.
Aurelia mutiló el aire con un grito de horror que aguardaba en su garganta por salir desde mucho antes y se aferró de su amante nocturno, colgándose del cuello. De la nada, Ismael escuchó con claridad un siseo, un sonido tan imposible como real y en sus brazos sintió como el cuerpo de la hermosa pareja de la noche se estremecía y tras pocas convulsiones dejaba de existir.
Se desprendió de los brazos de Aurelia y la dejó caer desesperadamente, aún más al ver la sangre salirle de la boca, esa que había comido a besos, convertida ahora una abertura inerte de la cual fluía viscosa y tibia la sangre que antes gobernaba sus venas.
Temblando y con ganas de vomitar, vio en la espalda de Aurelia, a merced del bosque cuando se trepó a su cuello, una flecha enterrada justo en el medio, de cuya herida también la sangre manaba tiñendo de rojo la delicada prenda que la cubría.
De ahí el siseo, y de los pasos del asesino, los crujidos. Pero no veía el rostro de aquel rufián y no estaba muy seguro tampoco de querer verlo. Buscó reparo en otros árboles, tanteándolos sin mirarlos, presa del pánico y rehén del momento. Por sus mejillas corrían lágrimas, no por Aurelia, sino por su vida, a la que ya creía extinta.
Sin saber en que momento, comenzó a correr. Con todas sus fuerzas, esperando en cualquier instante el contacto fatal de la punta, previo a ese siseo que jamás dejaría de oír. Corrió sin importante la naturaleza, sin detenerse a oler las flores, corrió para escapar de la muerte.
Llegó al pueblo exhausto, casi sin habla y la mente todavía en el bosque. Balbuceó incoherencias, el nombre de Aurelia, el sonido de los pasos, el siseo de la flecha. Quiso decir más, pero sus fuerzas lo abandonaron.
Despertó por la noche sin deseo alguno de escapar de su casa y arrebatar a joven alguna del lugar. En el bosque perdió la pasión, el mal carácter y su convicción. Se encerró en el olvido, cambiando astucia por miedo, valentía por terror y dolor por amor.
En esos bosques alejados, donde aún muchos años después buscan algunos, entre árboles frondosos y verdes el cuerpo de Aurelia, el joven Ismael conoció los hechos que jamás dejaron de atormentarlo.

19 de febrero de 2010

La noche de Berenice

El diario lo decía claramente: presentarse a la medianoche para casting de película de terror. La selección se realizaría en un lugar muy llamativo, pero acorde al motivo de la cita. El cementerio.
Berenice no lo dudó y si bien tuvo que convencer a su novio durante una larga y excitante noche, para que la llevara en el auto, se tenía fe para lograr un papel en el film.
Llamó al bar donde trabajaba en horario nocturno y argumentando fiebre de casi cuarenta grados centígrados, se excusó de no ir. De todos modos no creía que una noche en la que no mostrara sus partes íntimas delante de desconocidos fuese un motivo para que la despidieran.
Por la tarde en el gimnasio le comentó a sus amigas el aviso del periódico. Algunas le objetaron que nadie publica avisos de esa manera, otras que se trataba de una broma y apenas una, Celeste, se alegró con sinceridad y le deseó buena suerte.
Todo parecía una sucesión de hechos felices, más allá de lo negativas que fueron la mayor parte de sus amigas. El aviso, que no le hicieran problemas en el trabajo, que su novio accediera a llevarla.
La tormenta empezó al atardecer, con un viento sur bastante fuerte y una lluvia torrencial. Temía que el mal tiempo suspendiera el casting.
Llamó al diario, pidió hablar con los responsables de los clasificados y esperó varios minutos hasta que gentilmente uno de los empleados tras varios "no sabría decirle" y su terca insistencia, se dignó a marcar el teléfono de contacto dejado para eventuales consultas y no publicado.
La boca se le iluminó en una sonrisa cuando el chico de los clasificados le confirmó que no se suspendía, según le habían informado. Agradeció, colgó y llamó a su novio.
"Llueve mucho" fue la contestación que recibió desde el otro lado de la línea. No lo podía creer, después de todo a lo que había accedido en la cama la noche anterior, ahora se echaba para atrás y la dejaba sin saber como ir. Le colgó con violencia, no sin antes decirle cuánto lo odiaba, además de que era un hijo de mil puta.
Quería llorar pero eso sería resignarse y ella no podía permitírselo, porque de una u otra forma, estaría en ese casting. Buscó la guía de teléfonos debajo de la cama y fue directo a la T.
Probó primero con la agencia de taxis que tenía el aviso más grande, destacándose por mucho a las demás. La línea daba ocupada. "Seguramente por la lluvia, tienen descolgado el maldito teléfono" pensaba mientras se mordía el labio inferior.
Intentó con dos más, con el mismo resultado.
La cuarta agencia, de llamativo nombre, "Martes 13", contestó de inmediato. Hizo la reserva, sin el menor problema. Respiró hondo, se tranquilizó. Sola en la habitación, lanzó al silencio una carcajada de loca. Bien se lo merecía, se dijo.
Faltaban dos horas y aún no había pensado que ponerse. Revolvió en el baúl de madera de su abuela, regalo de la madre el día que decidió ir a vivir sola al centro, y encontró un vestido negro, ajustado y con un buen escote. ¡Perfecto! exclamó.
Se lo probó. Le quedaba infartante. Se miró de un lado, del otro. Encorvó un poco la columna para ver como le quedaba la cola. Estaba fantástica, sensual, encantadora. Se lo estaba quitando en el momento que enganchó la tela con un clavo oxidado del closet que no usaba. Se oyó un sonido cortante y supo de inmediato que había arruinado el vestido.
Se arrojó desnuda sobre la cama, mordiendo las sábanas con rabia y pataleando de la bronca. No quería llorar, no quería rendirse. Se levantó, puso a andar sus piernas y en dos trancos llegó de nuevo al baúl. Otra cosa tenía que haber. Una luz proveniente de la ventana la distrajo un segundo, pensó primero en un relámpago pero luego al observar por el vidrio vio que era un adolescente del edificio contiguo, que le acababa de sacar una fotografía estando ella desnuda.
Bajó la persiana lo más rápido que pudo, sin embargo pudo ver la felicidad del muchacho en el balcón del otro edificio. Deseaba tener el tiempo para vestirse, bajar, buscar el piso correcto, hablar con los padres del adolescente e insultarlos si era posible... pero no tenía tiempo.
Hurgó entre sus ropas un buen tiempo. Desechó mil combinaciones hasta que finalmente, más urgida por la hora que convencida por el vestido, resolvió ponerse uno rojo, que su madre le había obsequiado la última Navidad.
Alcanzó a maquillarse justo a tiempo que le tocaban el portero eléctrico. Había llegado el taxi. Se fue colocando los zapatos mientras bajaba por las escaleras, dado que el ascensor no funcionaba desde hacía dos días.
Terminó de calzarse el pie derecho y al bajarlo, quebró el tacón. Ya estaba casi llegando a la puerta, podía ver el taxi esperando bajo el diluvio que arreciaba sobre la ciudad. Ahogando un grito de furia, abrió la puerta y rengueando a causa del tacón roto, entró al coche.
Le dio la dirección al taxista. Era de los que no paraban de hablar. Del tiempo, de la lluvia, de que la última vez que llovió le chocaron el otro coche, que el oculista era un mentiroso y que lo único que pretendía era hacerle gastar dinero en unos lentes que seguro le vendería un óptico amigo que...
Un chirrido infernal, ella pensó que pasaría al asiento de adelante, pero el cinturón de seguridad la devolvió contra el respaldo. El taxi había frenado de golpe, a centímetros del camión recolector de residuos, que estaba en ese momento cruzando una avenida. Discusiones de ventanilla a ventanilla, insultos, malas palabras, un gato negro que aprovechó para subirse al maletero y mirarla a los ojos a través del vidrio mojado. Por fin volvió a arrancar.
No quería mirar para delante. Enfocó su atención al paisaje abstracto que le ofrecía su ventanilla empañada por dentro y bañada en agua por fuera. El conductor no volvió a abrir la boca, aunque refunfuñaba por lo bajo.
Pudo notar que salían de la ciudad, el paisaje lateral se volvía cada vez más repetitivo y oscuro, el número de vehículos que cruzaban por la ruta era menor, la noche se cerraba aún más golpeando el coche con ráfagas salvajes que parecían querer despistarlos del camino. El limpia parabrisas trabajaba denodadamente y por momentos se veía superado por la copiosa lluvia. Creyó que el sonido constante y rítmico de la goma sobre el vidrio la iba a volver loca.
"Estamos llegando" anunció el taxista, callado desde hacía más de media hora. Pereció caer entonces en la cuenta que la dirección coincidía con la ubicación del cementerio. "¿Señorita, pretende que entre al cementerio con una noche así?" le preguntó como quien ya da por sentada la respuesta sin necesidad de esperarla.
Berenice no sabía que decirle, quería bajar de ese taxi lo antes posible, pero si descendía en la entrada del cementerio, tendría que caminar hasta vaya saber donde, porque no sabía con exactitud donde hacían el casting.
Discutieron, pero salió ganando el taxista. Mentalmente ella se dijo no llamar más a esa agencia, no importaba que fuese la única que trabajara en medio de la lluvia, ahora veía la razón.
Llovía torrencialmente cuando vio las luces del taxi completar el giro en U y emprender el camino de retorno. Quedó bajo el cobijo de un rompevientos y el alero de la entrada. Buscó con la mirada algún indicio que le revelara el lugar donde hacían el casting. El agua estaba fría y por más protegida que estuviera, el viento llevaba la lluvia a su merced y a esa altura estaba toda mojada.
Sin pensarlo dos veces, se sacó los zapatos y corrió hacia la enorme puerta de entrada. Sus pies se enterraron en el lodo pero más que maldecir para si misma no hizo. Siguió corriendo a la espera de algún lugar iluminado. Si mal no recordaba, las oficinas quedaban a la izquierda y a la derecha había una pequeña capilla.
Fue hacia la izquierda. Un poderoso trueno estalló en el aire y a los pocos segundos un relámpago (y ahora si era un relámpago) cruzó el cielo, pintando todo de blanco por un instante. En ese palidecer de la noche, frente a sus ojos se dibujó el contorno oscuro de la capilla. Las oficinas estaban para el otro lado.
Entre el viento y el agua, perdió la orientación. El suelo de baldosas se convirtió pronto en un manto esponjoso de pasto y agua. ¿Hacia donde estaba yendo? No tenia la menor idea. La lluvia había invadido todos sus sentidos. Se sentía mareada y le dolía el estómago. De pronto sus rodillas golpearon con dureza una pared y voló por encima de ésta, cayendo a todo lo largo que su cuerpo.
Solo cuando abrió los ojos comprendió que había tropezado con una lápida. Tanteó con las manos y supo que estaba sobre un ramo de flores. Quiso ponerse de pie, pero las rodillas le temblaron y volvió a caer. Observó atónita como la sangre corría por sus piernas, mientras la lluvia la iba lavando. En cada una de sus rodillas tenía un corte profundo, de los cuales no dejaba de sangrar.
Ahora estaba llorando, pero no podía notarlo. Ni siquiera oía su propio llanto. Aterrorizada gritó pidiendo auxilio. Su brazo y su mano derecha, sobre el cual tenía apoyado todo el cuerpo, cedió en el terreno y se enterró en el barro. Quedó casi besando el agua sobre la tierra. Buscó sacar el brazo, pero no podía. Había caído sobre una tumba reciente y la tierra que cubría el ataúd estaba cediendo.
Sintió como descendía el nivel del suelo y el agua se agolpaba para abalanzarse sobre ella, como si estuviese en un foso. La tumba se estaba convirtiendo en uno y ella estaba atrapada sin poder escapar.
Luchó, pero cada movimiento la enterraba más. Al gritar de nuevo, se le metió en la boca agua y barro. Comenzó a toser, pero no podía escupir. Se estaba ahogando. Su mano derecha hizo tope con algo duro. Lo supo al instante y por su mente se cruzaron las más horribles pesadillas. Era el ataúd
La lluvia aceleró sus fuerzas y caía en forma de diluvio. El agua ya estaba a la altura de su boca. Buscó desprenderse por última vez de esa trampa mortal, luchando contra la tierra que la tenía prisionera, el agua que había penetrado en sus pulmones y el oxígeno que no llegaba al cerebro. Dio batalla, no se rindió, pero finalmente cedió.
Por la mañana encontraron su cuerpo, totalmente desnudo, con tan solo un zapato puesto. El color blanquecino de la muerte invadía cada centímetro de su piel. La sangre había sido lavada por la lluvia. En la mano tenía el recorte de diario que la había llevado hasta aquel lugar.
Uno de los productores de la película, enterado de lo sucedido se acercó para hablar con la policía. Nunca llegaron a verla, explicó. Ellos estaban en las oficinas. Coincidió con el oficial que lo estaba interrogando que era una verdadera pena. Y al verla allí tirada, sin vida, supo que actoralmente también era una tragedia. Pocas veces había visto una escena en la que un cadáver resaltara con tanta elegancia en un paisaje tan nefasto como en el que se encontraban.
Cuando levantaron el cuerpo para trasladarlo a la morgue notaron el ataúd a la vista, con la tapa corrida unos pocos centímetros.
Por el espacio abierto, si bien angosto, sobresalían estiradas hacia la joven, las cadavéricas manos del dueño de la tumba.

16 de febrero de 2010

La casa en las afueras

El traje, la corbata, el sombrero y la vieja maleta marrón. Todo encajaba frente al espejo. Faltaba un detalle, aún sobre la mesa. La pipa de su abuelo.
La guardó en uno de los bolsillos. Ni siquiera fumaba y mucho menos, sabía prepararla. Pero sentía que sin la pipa no podía ir a ninguna parte, como si se tratase de un amuleto o la forma de decirle eternamente gracias a un ser que ya no estaba.
Apagó la luz de la habitación, cerró la puerta con llave y bajó por las escaleras. Ochenta y dos escalones desde su piso hasta la planta baja. Llevaba once años contándolos. Ni uno más, ni uno menos.
El día se le antojaba frío, pero sabía que eran los primeros días de otoño, por lo tanto, estaba exagerando, como siempre que la brisa era un poco más fuerte que lo normal. Detuvo un taxi y aguardó que estacionara, alejado del cordón para evitar que el vehículo le salpicara los zapatos de cuero negro con el agua estancada en la calle.
Dio una dirección como quién da la hora, prestando atención a la exactitud de los números. Puso el maletín sobre sus piernas con los brazos rodeándolo. Miraba sin mirar por la ventanilla, absorto en sus pensamientos, en las cavilaciones que lo habían mantenido despierto toda la noche.
No tuvo noción del tiempo dentro del coche, solo volvió a la realidad cuando el conductor por segunda vez le anunció que habían llegado. Buscó cambio en su pantalón y pagó el viaje. Descendió con cuidado, tratando de no pisar en falso, haciendo algo de malabarismo con el maletín que lo incomodaba para cerrar la puerta.
Escuchó el motor del taxi alejándose, mientras le daba la espalda a la calle, observando el lugar frente al que había bajado. Quedó solo en la vereda, sin más compañía que el trino de unos pocos pájaros, escondidos en la copa de un viejo jacarandá.
Delante, un imponente caserón de ventanas con los vidrios rotos y aberturas desvencijadas por el tiempo, lo recibía en el más absoluto y lúgubre silencio. A cada lado, un baldío se extendía hacia cada extremo de la manzana y parecía alcanzar incluso el lado opuesto de la misma. No había otras manzanas alrededor o bien, se habían esfumado por arte de magia. A esa altura, cualquier cosa podía estar sucediendo.
Repasó mentalmente sus últimas horas. Tarde a la noche había recibido el llamado telefónico. Una voz grave, pausada, desconocida en su registro mental, le informaba que había raptado a su hija. Y que a cambio de ella, querían medio millón de dólares.
Cuando se atrevió a hablar, se opuso tajantemente. Primero, porque no tenía ese dinero. Y segundo, elevando la voz, porque no tenía una hija, ni siquiera un hijo.
La voz del otro lado vaciló, pero no se dejó intimidar por la contrariedad del asunto y fue muy clara al manifestar que hija de alguien era y que pesaría entonces en su consciencia la muerte de la pequeña.
En ese punto coincidió y manifestó estar de acuerdo, pero volvió a repetir que no tenía el dinero. Cuánto tiene, le preguntó la voz. Hizo cálculos mentales y se dio cuenta que no era mucho, más que lo que guardaba debajo del colchón, quizá unos diez mil o quince mil dólares, en billetes de dos y diez dólares. Es lo único, disculpe, dijo casi avergonzado.
Para la voz estaba bien, más teniendo en cuenta que en definitiva no era su padre. Le dio la dirección y pidió discreción y nada de policías o la chica moría. Por la mañana, a primera hora. Sin policías, reiteró.
El maletín parecía pesarle una tonelada, pero era producto del miedo y pánico que sentía ante la situación. Avanzó hasta la puerta y golpeó dos veces. La madera emitió su sonido y la casa devolvió el saludo con el silencio de varios segundos. Volvió a repetir el llamado, preguntándose si acaso había tomado nota mal de la dirección.
Al no tener respuesta alguna, se retiró unos pasos, con el fin de observar con más amplitud y detectar algún movimiento en las ventanas. Ni siquiera en aquellas donde el vidrio estaba ausente la brisa lograba mover las raídas y amarillentas cortinas.
Tras cinco minutos golpeando, rodeó la casa. La misma no tenía cercos y el paso hacia la parte trasera era sencillo. Al llegar al fondo divisó un solitario árbol en el centro del patio y detrás de este, sentado con la espalda apoyada al mismo, un joven de camiseta blanca sin mangas y pantalón oscuro.
Perdone, le dijo, he venido a pagar un rescate. Pensaba que si se había equivocado de casa, eso iba a sonar muy raro, pero no sabía que otra cosa decir. El joven levantó la vista y lo invitó a sentarse con un movimiento de manos.
Con naturalidad se acomodó el saco de tal forma que no quedara atrapado bajo su trasero y se ensuciara con el rocío del pasto, aunque no había oportunidad de salvación para sus pantalones. La mirada del joven lo perturbaba. Parecía estar lejos de allí.
Aguardó impaciente que le hablara. Así estuvieron unos diez minutos. Finalmente el joven le preguntó si el dinero estaba en el maletín. El respondió que si con la cabeza. El de camiseta blanca asintió con el mismo semblante que hubiese utilizado para afirmar que la brisa estaba algo fresca.
Las palabras volvieron a ausentarse, por quizás treinta minutos o más. El joven miró al sujeto de sombrero y le dijo entonces que se fuera, que olvidara el asunto. Para el hombre, que había llegado allí con el corazón en la boca, esas palabras eran las últimas que se esperaba escuchar. Preguntó por la niña y el joven, que ahora se había puesto en la boca un pedazo alargado de corteza del árbol, le contestó, con el mismo tono apagado que venía utilizando, que no existía.
Pero entonces, preguntó sacándose el sombrero al mismo tiempo que se paraba y tanteaba la pipa en el bolsillo del saco, qué es todo esto. El muchacho, alzando la vista, fue tan claro como aterrador: Esto es una pesadilla.
Despertó asustado, con el corazón palpitando alocadamente y bañado en sudor. Sentía que le faltaba el aire. Tragó saliva. No era suficiente. Buscó en la mesa de luz el interruptor de la lámpara y la encendió. Por suerte tenía allí un vaso de agua. La bebió de un solo trago. Se miró los brazos, totalmente mojados. Tocó las sábanas y las sintió húmedas. Intentó serenarse, pero apenas pudo. Había sido horrible.
Miró hacia la silla y le llegó algo de tranquilidad. El traje, la corbata y el sombrero reposaban con normal tranquilidad, en tanto el maletín con el dinero que guardaba debajo del colchón estaba apoyado contra uno de sus pies. El reloj de pared marcaba las cuatro de la madrugada. Aún faltaban algunas horas para ir a la dirección informada, de una casa en las afueras. Decidió cerrar los ojos nuevamente, confiando en que esta vez el sueño fuese un poco más placentero.

12 de febrero de 2010

En el sueño me llamaba Alberto

Veintiuno llamó el doctor asomando la cabeza en la sala de espera. Se puso de pie un hombre y le estrechó la mano.
Cerraron la puerta y quedaron a solas en el pulcro consultorio. Tomaron asiento, cada uno de un lado del escritorio, quedando frente a frente. Distendidos luego de un breve comentario sobre la familia, el profesional hizo la pregunta de rigor: "Qué lo trae por aquí".
Allí la amistad se convertía en confianza, en la posibilidad de transmitir aquello que lo apenaba a un ser con capacidades de poder ayudarlo. O al menos, intentarlo.
- Verá, he tenido sueños recurrentes, más que sueños, pesadillas. Es una realidad muy absurda y me asusta.
- Cuénteme.
- En mis sueños nuestros nombres son otros, por ejemplo, en el de anoche, Mil quinientos treinta y cinco me llamaba "Alberto".
- ¿Alberto?
- Si, cómo lo escucha "Alberto" y lo que es peor, a ella le decía "Clarisa".
- ¿Pero... de dónde ha sacado eso?
- No se, no entiendo esa sucesión de letras y la fonética resultante sencillamente divide mis pensamientos.
- Señor Dos millones trescientos veintiuno, estamos ante algo raro, una especie de alucinación en sueños... ¿me dice que es recurrente? ¿Ha estado en contacto con algo fuera de lo normal? ¿En su trabajo está todo bien? ¿Con la hermosa Treinta y cinco, y disculpe que la nombre por la decena, ha tenido algún tipo de problema?
- No doctor Seiscientos, he repasado todo ello antes de decidirme a venir. Me sustrae esta situación. Por momento me siento al cubo, totalmente perdido. Me levanto buscando la raíz cuadrada de algo que con certeza, no lo tiene.
- Tranquilícese estimado Veintiuno, que todo tiene solución, usted lo sabe. La ecuación no debe ser tan difícil, seguramente estamos pasando por alto algún factor. Podemos elaborar conjeturas e intentar deducciones, pero para un axioma del caso debemos proceder con estudios rigurosos.
- Para llegar así a conclusiones definitivas...
- Usted lo ha dicho Veintiuno. Así es. Le daré un turno para el próximo Cinco, para no perder tiempo. Empezamos desde cero hasta infinito si hace falta. Con lógica y método llegaremos a la resolución de su problema.
- Doctor Seiscientos - dijo el paciente levantánde y estrechándole nuevamenta la mano - le agradezco la tranquilidad que me da, descarto que llegaremos a redondear lo que sucede.
- Con seguridad - ratificó el doctor mientras lo acompañaba hasta la puerta. Lo despidió y la cerró con cierta inmediatez.
Nervioso, volvió a su escritorio. Jugueteó con las manos y garabateó fórmulas sobre un block de notas, como hacía cuando pensaba. Pero por más que se esforzaba, no podía ocultar el miedo.
La suma de las últimas consultas multiplicaba sus dudas. Una centena de pacientes con el mismo sueño recurrente y lo peor de todo, lo que más le restaba fuerzas a su habitual seguridad, era que había comenzado a soñar lo mismo.
Algo estaba sucediendo y no tenía buena perspectiva. ¿Y si los sistemas numéricos estaban derrumbándose? ¿Y si la realidad como la conocían desaparecía así como por arte de magia? Dudaba de lo abstracto, pero los vectores eran ineludibles. ¿Alberto? ¿Clarisa? El solo pensar esos ininteligibles términos le provocaba naúseas.
No sabía que sombras acechaban sobre el mundo que conocían, pero de algo estaba seguro. Atrás de todo debían estar los adoradores de la numerología. ¡Malditos herejes! ¿Qué pacto se guarecía detrás de tan macabras visiones? Acaso el Número Positivo al fin era derrocado por el Número Negativo. ¡No, por todos los números, que no se diga tal cosa!
No ganaba nada allí sentado. Volvió a la puerta. La vida continuaba, en forma atormentada, pero continuaba.
- ¡Señora Cuarenta y cinco! - dijo jubilosamente - Siempre tan coqueta usted.
Y la invitó a pasar, dejando por el momento de lado la inquietud que lo carcomía por dentro.

9 de febrero de 2010

El arte del engaño

Mi primer día de trabajo en el diario fue un espanto. A tal punto que llegué a mi habitación casi llorando, deseando no ver a nadie. No era fácil entonces para un muchacho de apenas dieciocho años animarse al mundo de una gran ciudad, viviendo solo en una pensión y haciendo un laburo para el que no nació.
Pero no tenía otra, era eso o... Sencillamente había que crecer, madurar, el chiquillo que corría tras las faldas de mamá cuando alguien le pegaba en la plaza del pueblo debía quedar atrás, no había otro remedio. No había que darle vueltas al asunto. Dieciocho años era mucho. Si ya podía votar, podía también hacer cosas más sofisticadas.
En el diario me tomaron por la carta de recomendación. Aparentemente allí decía que tenía mucho talento, además de ganas de hacerme desde abajo. Eso último lo tomaron al pie de la letra, pues desde aquel primer día me pusieron en la calle para recorrer un determinando itinerario recogiendo partes de prensa, tarea que comenzaba bien temprano y terminaba pasado el mediodía, para luego sentarme frente a una máquina en un pequeño sucucho de dos por dos y pasarlos en limpio y sin errores de ortografía.
Lo odié desde el primer día, en el que me perdí cruzando una de las avenidas por lo que llegué tres horas tarde y por consiguiente, demoré tres horas más en terminar de tipear todo. Pero lo odié aún más el día que me dijeron "Ferreyra, ahora pasa a preparar los policiales".
Justamente policiales. Si supieran. En fin, así fue que mi itinerario cambió, ya no era para recolectar partes de prensa institucionales, sino para ir de comisaría en comisaría buscando el informe diario de novedades, y de vez en cuando, si me lo encargaban, pedir datos adicionales por algún que otro caso en particular.
Si bien uno le va tomando los tiempos al recorrido, a la velocidad sobre el teclado (que a medida que pasan las horas pareciese que se necesitara cada vez más fuerza para impulsar la tecla hacia abajo) no había forma de terminar temprano, como para decir "qué bien, un par de horas libres". Y fusilado por el cansancio, caminaba cada anochecer hacia la pensión en las afueras de la ciudad, del lado oeste.
De vez en cuando me detenía a contemplar las vidrieras, no precisamente para observar algo en particular para una futura compra, sino para sentir la sensación previa a un robo, el hecho de estudiar el interior del negocio, la calidad de lo exhibido, el número del personal atendiendo y más a esa hora de la jornada, cuando la mayoría estaba cerrando sus puertas, que es el momento adecuado para tomar a alguien de imprevisto.
Si, sabía mucho sobre eso. Por eso, ironía del destino, justamente a mi me daban para hacer policiales. Pero como decía antes, la realidad en la que uno se sumerge no siempre es la que desearía. Las vicisitudes en la vida son como la noche y el día, constantes. No nací para periodista. Podía engañar a la gente del diario arribando puntualmente y bien vestido, podía engañar a los policías mostrando mi credencial y pidiendo el parte de novedades. Podía incluso engañar a los editores y correctores, cuidándome en el uso de palabras y evitando aquellas que no sabía como se escribían.
En pocas palabras, podía engañar a toda la condenada humanidad si así me lo proponía. Pero no podía mentirme yo mismo. Porque lo que era, a pesar de que me cuidara de no demostrarlo, lo seguiría siendo.
Y si entonces ahora, delante de esta vidriera, una de las tantas sobre la avenida, con las luces aún encendidas, haciendo gala de una majestuosa cantidad de joyas, una ofrenda a la codicia y a la lujuria material, el pasado se despierta y me tienta a ser el que era... ¡cómo negarme!.
Cómo decirle que no a esa sensación indescriptible de poder, a la adrenalina escalando mi cuerpo. Y buscando a ciegas entre mis ropas se que allí está escondido el 22 corto que siempre llevo conmigo. Pruebo la puerta y no tiene la llave puesta, a pesar que dentro están haciendo la caja diaria.
Y blandiéndolo como una bandera sobre mi cabeza, les aviso a todos que se queden quietos, que esto no es una broma y más vale que nadie intente nada raro. Se los digo con fuerza, para que entiendan. Mis palabras brotan con furia, cansadas de estar tanto tiempo replegadas, escondidas. Si hasta el calibre 22 parece estar feliz de andar de nuevo a los trotes.
Desde aquella tarde en el tren que nos trajo a la ciudad que no lo sacaba con ganas delante del rostro de nadie. Aquella tarde en la que me crucé con ese tal Ferreyra, que allá en el pueblo se la daba de periodista y que tan agrandado estaba por haber conseguido un laburo en un diarucho de la capital. Estúpido, como toda su familia. Los conocía bien, bastante como para saber que ese flaco no llegaría al andén de destino. Muchacho débil, incapaz de soportar dos balazos en el abdomen.
Cómo decía mi vieja, la mentira tiene patas cortas. Y así es nomas, la vieja tenía razón, la máscara volvió a caer y ahora los ricachones dueños de esta joyería sabrán quién soy verdaderamente. Por lo pronto parecen estar asustados, temblequeando como muñecos de papel en medio de una ventisca. Gente débil.
Para que engañarlos. Este mundo no es para ellos. Pero primero que me den todas las joyas, las pongan a resguardo en una bolsa o algo que pueda llevarme. Después si. Después les voy a hacer el favor de sacarlos de este mundo.

6 de febrero de 2010

Berganssoli y Ahumada

Berganssoli y Ahumada, así se llamaban los dos enanos que asaltaron el banco del pueblo unos treinta o treinta y cinco años atrás. Los clientes y los tres empleados pensaron que era una broma y no tuvieron mejor idea que largarse a reír. Los enanos portaban un revólver cada uno y no usaban munición de salva. Eso lo pudieron comprobar los peritos policiales, en tanto sacaban como podían los pedazos de seso que habían quedado desperdigados en las paredes.
La federal los estuvo buscando un buen tiempo, para luego darse por vencido. Era una época brava, no había tiempo para malandras cuando el país era un hervidero. Había otros asuntos que se les encomendaban por entonces a los policías. Y Berganssoli y Ahumada pasaron entonces a un segundo o tercer plano que mal no les venía.
No se habían alzado con mucho dinero, al fin de cuentas se trataba de un pueblito, mucho no iban a sacar y eso lo sabían de antemano. Para ellos escapar fue fácil. Había cinco circos en un radio de sesenta kilómetros. Eran las vacaciones de verano y por lo tanto las carpas estaban armadas para funcionar todo el período estival.
Se metieron a trabajar en uno de esos circos hasta tanto el golpe fuera olvidado. Y así fue. Al poco tiempo ya nadie se acordaba de lo que había pasado, salvo en el pueblo, claro está, donde las familias de las once personas acribilladas lloraban aún las penas de una justicia que sabían, no llegaría.
Era invierno cuando desenterraron el botín. Lo habían puesto a resguardo en las afueras del pueblo vecino, muy cerca de una estancia, justo al pie de unos eucaliptos que describian majestuosamente el camino hacia un caserón antiguo, donde en otros tiempos supo vivir una familia adinerada, muy popular en la zona.
Retiraron el dinero y se alejaron en silencio, sin gastar un solo centavo en las cercanías, para no despertar sospechas. Algunos dice que se fueron para el sur, otros que se cruzaron al Uruguay. Lo cierto es que durante décadas la historia del robo solo le importó a la gente del pueblo y a nadie más.
Así creció Emilio, entre la ignorancia del pasado y la rabia constante del presente. Huérfano tras la masacre, su padre en aquel fatídico día tras la caja de cobranzas, su madre de paso llevándole el almuerzo, fue comprendiendo con los años la triste idea de que jamás sentiría el afecto de aquellos que le habían dado vida. Y más que comprender, fue asimilar esa realidad lo que día a día le fue carcomiendo el espíritu, la voluntad, la esperanza. Al revés de todo, de la lógica, saber le resultó una pesadilla. Darse cuenta de lo que había sucedido con sus padres fue recibir los impactos de bala nuevamente, como si esa ejecución continuara produciéndose en el tiempo y las balas incrustándose continuamente en su alma.
Así transcurrió a medida que los años pasaban y llegaban los primeros amoríos, la escuela se volvía una carga, el trabajo una obligación y el único deseo era esperar el fin de semana para olvidarse de todo, sumergirse en un bar, un boliche o donde fuese que hubiese alcohol y dejarse llevar por la bebida, las mujeres, los momentos, sin importar las consecuencias.
Pero a todos nos llega el momento de sobriedad. Ese en el que nos marcamos un camino e intentamos atravesarlo hasta el otro lado. El instante de sentar cabeza. El de la verdad. Ya no era un chico. A veces creía que jamás lo había sido. No al menos como cualquier otro chico que conociera, que tenían a sus padres para lo que necesitaran o casi todo.
La historia de los enanos que tantas veces había escuchado con dolor se volvía cada vez más una obsesión. Las pesadillas de antaño habían remitido. Soñaba ahora con la venganza, con escuchar el rugir de un revólver, pero con el cañón dirigido hacia los delincuentes. Si era posible, apuntándoles a la sien.
La vida lo había mudado a otro lugar y allí nadie sabía de lo que hablaba. La sola mención de aquella época era motivo para excusarse, para objetar cientos de otras fechorías, ninguna relacionada a aquella masacre. Por esa razón una mañana se encontró conduciendo su Yamaha 250 por caminos de tierra que creía nunca más volvería a transitar. El paisaje monótono de los campos, que iba quedando atrás a medida que avanzaba, le anunciaba que el arribo era inminente. Estaba viajando al pasado, al ayer detenido en ese pueblo que años antes había abandonado.
Pero abandonado no era el término. Huido lo era. Las mismas calles, las avejentadas veredas y las fachadas de siempre. El pueblo. Aquel que le dolía ver, porque en cada rincón tenía grabada la palabra muerte. Creía reconocer los rostros de aquellos que habían vuelto las miradas hacia el motor que llegaba por la calle principal, pero podía estar confundiéndose. ¿Es que no pasaba el tiempo en estas arterias adormecidas del planeta?
Varias arrugas más, menos cabello en algunos casos, pero las caras que lo habían visto partir allí estaban, detenidas en el tiempo, en un pueblo que no había escapado jamás de aquella balacera. Y todas, absolutamente todas, lo acribillaban con la vista y a pesar del casco, de la campera ajustada hasta el cuello, no necesitaban esperar a que se bajara de la moto para saber quién era el que avanzaba frente a la plaza.
En ese tácito reconocimiento, sobraban las palabras. Nadie derramaría una lágrima, porque sería falsa. Ni uno extrañaba a todos, ni todos extrañaban a ese que había vuelto. Y si había emprendido el camino de regreso, era por un solo motivo. El ayer.
Porque el pueblo había aprendido que todo giraba en torno a lo que no podía revertirse, porque era mucho más fácil así. Más vale afrontar lo pasado, que enfrentar el porvenir. Y cuando el chico ya no tan chico se quitó el casco y cruzó la calle hacia la comisaría eran conscientes que la jaula había quedado abierta y la fiera contenida no tendría más que remedio que saltar hacia fuera, con las garras afiladas y suplicantes de sangre.
Y claro, preguntó por aquellos. Por quiénes habían detenido el tiempo.  Berganssoli y Ahumada, así se llamaban los dos enanos. Así les fueron presentados. Si vivían, hoy tendrían entre cincuenta y sesenta años. Más no le podían ofrecer. Salvo las viejas historias, aquellas que decían que habían matado a todos porque se rieron de su condición, que luego habían dejado el dinero bajo los eucaliptos de la estancia de los Conrado Martínez en el pueblo vecino, que habían burlado a los policías escondiéndose de circo en circo, que se habían ido al sur, o a Uruguay...
Pero eran historias que solo perduraban en el pueblo, que se nutrían de los comentarios en el bar, de los asados en el club, de los juegos de truco por la noche junto al vaso de vino tinto, o las partidas de canasta de las mujeres a la hora de la siesta mientras los maridos dormían... no eran más que eso, historias con las cuales un pueblo podía seguir mirando hacia delante, por más que la sensación fuese otra, la de haber muerto aquel mismo día, junto a las inocentes once víctimas.
El chico no tan chico escuchó, intentando remediar los años de voluntaria sordera, de consciente rechazo, de silencioso sufrir. Berganssoli y Ahumada. Ya era un comienzo. Se marchó con solo dos nombres pero llevaba los ojos abiertos. Y en aquella mirada no había resquicio para mucho más, solo para esa palabra que anhelaba saborear y que solo podría lograr haciendo justicia. Se fue pero esta vez sin huir, porque creía que no huía aquel que sabía el camino que emprendía. Y el suyo era muy claro.
El viento golpeaba el casco a gran velocidad, pero no retumbaba en su cabeza, donde las voces del pueblo aún se elevaban por encima de cualquier otro sonido. Voces que preguntaban qué harás, dónde irás, cómo los encontrarás. No había muchas palabras para responder esos interrogantes. Pero les prometió algo. 
Y esa promesa fue suficiente.
En el pueblo nadie querría morirse sin antes ver esa promesa cumplida. Nadie en aquellas manzanas olvidadas de la república desearía mayor premio que el prometido. Las cabezas de Berganssoli y Ahumada colgando de los árboles de la plaza, para atestiguar que tarde o temprano todo se paga.
Y solo así el tiempo comenzaría a correr hacia delante otra vez en ese pedazo de tierra desprotegido por los hechos, olvidado por la memoria.

1 de febrero de 2010

Escenas cotidianas de las tardes en la canchita

Ningún mate tenía el sabor de los mates cebados por Jacinto. No se trataba de una apreciación de unos pocos, sino de una realidad constatada por todos aquellos que por las tardes se apiñaban al costado de la canchita de fútbol ubicada en la última manzana del barrio.
Ese lugar, una especie de club sin puertas, paredes, ventanas, gimnasios, estaba en lo que solía conocerse como la zona pobre de la ciudad.
Poco le importaba esa etiqueta a los que allí concurrían a diario, desde temprano, para organizar los turnos y jugar al fútbol con los amigos o bien, afrontar desafíos contra otras barriadas, o yendo más lejos, organizar torneos de varios equipos, con "fixturi" y todo.
En la canchita, pelada de tanto potrero a sus espaldas, la pelota rodaba todo el día, desde media mañana casi siempre con pibes hasta que última hora de la noche, donde prácticamente en la penumbra (por que no había iluminación alguna) a veces cobijados por la luna piadosa, los más grandes corrían, jugaban, disfrutaban y puteaban por igual.
Pero era la tarde cuando más se disfrutaba. No solo por los partidos que se armaban, mucho de ellos de pierna fuerte y enemistades pasadas, con muchachos que la "pisaban" y solían "dejarla chiquita", haciendo que muchos se preguntaran cómo es que no jugó nunca en algún equipo de la ciudad. No. El fútbol no era el único eje sobre el cuál giraba la canchita.
Se trataba de la rutina del barrio y de otros que caminando o en bicicleta se llegaban desde más lejos. Era llegarse después de la siesta para ya quedarse hasta la hora de la cena, cuando más de uno interrumpía sorpresivamente una charla y pidiendo disculpas corría para la casa, antes que la patrona se enojara por llegar tarde o lo que era peor, quedarse sin comer por ese mismo motivo.
Y dentro de esa rutina ubicamos a Jacinto. Hombre del barrio desde hacía más de dos décadas. Y a pesar de los años, siempre se lo veía igual: cara chupada y alargada, orejas grandes, cabello negro y corto, bigote de antaño y sus ropas habituales, que no salían de camisa desprendida y pantalón arriba del ombligo y las infaltables ojotas, que le daban a la imagen su forma total.
Su casita quedaba apenas a una calle de la canchita, así que se llevaba la pava y el mate ya preparado y era cuestión de llegar que ya tenía a varios ubicándose cerca, porque con él la charla siempre era amena y sus mates, la excusa inevitable para aunque sea, llegarse del otro lado de la cancha a saludarlo.
Y cuando el agua caliente se le acababa, que solía suceder en menos de media hora, no faltaba un pibe que estuviese dando vueltas y se ofreciera a ir hasta la casa o el kiosquito de la esquina a calentar más agua.
Poco sabían de Jacinto, pero era un tipo de conocimientos. Sabía de pesca, de sembrados, del clima, de la ciudad, de los paisanos de la zona, de política, religión y por supuesto, de fútbol. Y estaba abierto a cualquier charla, mientras el mate pasaba de mano en mano y se tomaba hasta hacerlo "cantar" debido a lo rico que Jacinto los preparaba.
Eso si, cuando le preguntaban el secreto de sus mates, solo devolvía una sonrisa y guiñaba el ojo, medio como inclinando el cuerpo, costumbre seguramente ganada en sus años mozos.
Divertido, paciente, jovial. Su llegada era bienvenida y pocos lo veían partir, ya que dado que vivía solo, era uno de los últimos en irse ya entrada la noche y cuando la trama del último partido estaba ya definida.
El ánimo parecía encenderse con su presencia. Y a los primeros que se le sumaban a la ronda, le seguían muchos más, incluso los muchachos que estaban en la cancha ya relojeaban con la mirada en un tiro libre o de esquina que Jacinto ya estaba allí y lo primero que hacían al terminar el partido era ir a saludarlo y "manguear" un mate.
No han faltado aquellos chicos que jugando en defensa, aprovechando que su equipo atacaba, corrieron hasta el borde de la cancha a pedir a gritos un mate. Jacinto por supuesto, no era de negarlos. Eso si, después venía la risa, cuando el mismo jugador tenía que correr despavorido a su puesto viéndole la espalda al nueve contrario que se escapaba solo al gol.
Eran escenas cotidianas de las tardes en la canchita. Momentos impagables, que se compartían muchas veces en el anonimato de los nombres, con el único sello de los rostros como cartas de presentación.
No importaba si llovía, si hacía frío o calor. A lo sumo un abrigo o un paraguas. Pero las tardes eran sagradas, como un ritual no consignado en ninguna parte. El sector pobre era rico en armonía, en saber que allí la vida les sonreiría en forma de anécdota, de fútbol, de diálogo o de mate, sin importar los problemas fuera de esa canchita, ya sea en el laburo si es que lo había, con el dinero si es que lo tenían o en la casa si es que aún no los habían echado.
Por eso, eran varios los que en silencio agradecían ese gesto de Jacinto llevando su mate y compartiéndolo sin pedir nada a cambio o la misma entrega de los pibes en la cancha, ofreciendo un espectáculo sin cobrar un peso de entrada.
Y volver al otro día era una forma de agradecer ya la vez, de sentirse parte de ese lugar donde la pelota no dejaba de rodar y don Jacinto de cebar.
Estrecharle la mano, decirle hasta mañana y recibir como respuesta ese mismo guiño que también correspondía ante cada consulta sobre el modo en qué preparaba sus mates. Todo formaba parte de ese misterioso bienestar que allí se respiraba y que se sentía fluir en la sangre misma, como un bálsamo fresco ante tanta "malaria" dando vuelta.
Jacinto también se sentía agradecido ante tanto cariño. Por eso se quedaba hasta lo último, casi adivinando lo que veía en la cancha. Casi sin charla, porque eran pocos los que estaban y ya se habían hablado todo, pero compartiendo los últimos mates del día, que a pesar de las cebadas, seguía manteniendo el mismo esplendor que los primeros.
Cuando se terminaba el agua de la pava y veía que no había mucho más que hacer, que el partido estaba liquidado y apenas eran dos o tres los que estaban observando, saludaba con un "hasta mañana" bien fuerte y enfilaba para la humilde casita, a una calle de distancia.
Allí se preparaba un nuevo mate, para disfrutar en solitario. Después salía al fondo, donde tenía bien disfrazado su propio invernadero. Dentro crecían hermosas y fuertes plantas de yerba mate cuyas hojas el mismo se encargaba luego de secar, tostar y desmenuzar.
Con cariño las cuidaba y regaba. Lo mismo hacía con las plantitas que tenía en una fila del otro lado, de hojas muy diferentes, más pequeñas y alargadas, escondidas celosamente por miedo al qué dirán. No tanto porque temiera que dijesen por el barrio que cultivaba marihuana, eso no le importaba, lo que si, era que descubrieran aquello que mezclaba con la yerba mate y hacía que sus mates fueran tan codiciados y él, tan popular.