Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de diciembre de 2010

Por Martín

Entre tanto estruendo, se olvidaron de Martín. Chiquito, encarador, de berretín fácil y llanto ligero, el gurrumín se escapó por el fondo de la casa, que no tenía tapial.
Se dieron cuenta a la hora del brindis, en el momento que renegaban con Mateo, el nene más grande, porque seguía encendiendo cañitas voladoras mientras que los abuelos querían bajar el pan dulce con alguna bebida.
La madre lo llamó por su nombre. Se inquietó, aunque no quería trasladar sus nervios a los demás familiares. Se le acercó su esposo, que le preguntó que pasaba. Le confesó que había perdido de vista a Martín y que ahora no lo encontraba.
El hombre puso en sus manos la botella de champán y salió a la vereda. Consultó con sus vecinos si habían visto a su hijo, al más pequeño. Entre risotadas y felicitaciones, le dijeron que no, aunque fueron sinceros: habían estado atento a los fuegos artificiales.
Se le ocurrió entonces la nefasta idea del fondo de la casa. Pero no podía ser, tanta gente en el lugar y el nene se escapa sin que nadie lo vea. Pasó delante de la mesa donde estaban todos sentados y por los rostros, la preocupación se había instalado entre los mayores.
Su mujer lo siguió, dándose cuenta del lugar al que se dirigía. El le pidió que regresara por una linterna y así lo hizo. En la oscuridad, el hombre se las arregló para no tropezar con escombros de una vieja construcción. Quizá en el momento de los fuegos artificiales irrumpiendo en la noche, los destellos de luz pudieron haber ayudado a Martín a sortear todos los peligros, pero si se había internado en el camino que llevaba hacia las afueras...
Su mujer llegó con la linterna, agitada. No le dio tiempo a preguntar, tomó el aparato y lo encendió. El haz barrió el lugar de un lado a otro, frenéticamente. Ella quería pedirle calma, pero de nada serviría. No había rastros de Martín.
Avanzaron por terrenos baldios, siguiendo la única dirección posible. Llegaron hasta el camino que tanto temía, sin haberse topado con ningún indicio.
- No quiero llamarlo aquí a los gritos Elena.
- Te entiendo - dijo ella casi en un susurro.
Más allá se veían los altos matorrales de los primeros campos y aún más lejos, el espeso bosque de árboles que se recortaba siniestramente contra la noche. Una brisa de antaño les erizaba la piel. A kilómetros de distancia, un aullido partió la oscuridad en dos.
- Volvamos Elena, no tiene remedio.
Quiso pronunciarse en un llanto, pero reprimió el impulso.
Volvían en silencio, aunque de vez en cuando ella repetía como un robot "sabía que no debía ir hacia allí, sabía...".
Ingresaron a la casa por el fondo. Se recordó las veces que se dijo que debía tapiar el lugar, como lo habían hecho todos los vecinos. En la mesa los aguardaba un semblante lúgubre, casi de resignación. No hubo preguntas. Comprendieron al verlos volver sin el pequeño.
Los padres tomaron asiento cada uno en su lugar y sin mirarse a los ojos, tomaron sus copas. El fue el primero en levantarla y decir "por Martín". Chocaron sus copas, con algún que otro petardo tardío de fondo y el llanto de una de las abuelas.
Allá afuera estaba Martín, si acaso aún era tal. Sabían todos su destino, porque nadie que fuera a los Campos de la Sangre, volvía a la ciudad. Al menos como humano.

27 de diciembre de 2010

Carrusel de recuerdos

De mi infancia tengo recuerdos borrosos. Cuando pienso en aquellos años, las imágenes saltan de un lugar a otro, como si se disparara una ruleta gigante y jamás se quedara quieta.
Mi psiquiatra me ha dicho que solo el tiempo puede canalizar aquello que creemos, son heridas abiertas. He intentado pensar en ello. La paciencia no es mi punto fuerte. En parte, podría afirmar, la falta de esta, es la que inició todo.
De los pocos recuerdos que se mantienen y que me asaltan por las noches muy de vez en cuando, está la noche en la que aguardábamos con mis hermanos más pequeños que llegara mamá del trabajo. Los tres a la mesa, habíamos terminado de hacer los deberes y con una responsabilidad admirable, habíamos desocupado el sitio, para que cuando mamá llegara, colocara los platos y nos preparada la cena.
Pero según las manecillas del reloj de pared, ya tendría que haber llegado para entonces. Es nítido en mi mente, aún a pesar de los años, el sonido de los pasos delante de la puerta del frente de casa. Ansiosos, corrimos a recibir a mamá. Sin embargo, al abrirse la puerta, fue el hombre que entonces nos visitaba de tanto en tanto y al que le decíamos papá, el que entró a la casa.
Su rostro parecía desencajado. El cabello revuelto no le daba mejor aspecto. Retrocedimos, asustados. Nos calmó la presencia de dos policías fuera de casa, asomados por la puerta, observando lo que estaba por producirse.
Aquel hombre, papá, nos dijo muy angustiado que mamá se había ido al cielo. La idea en ese momento nos resultaba poco entendible, pero sabíamos lo que significa ello. No la veríamos más. Rompimos a llorar los tres, casi por compromiso. El sujeto nos abrazó, aunque ya nada podía revertir la situación.
Desde entonces, los recuerdos que vagamente se cruzan en mi mente, tienen que ver con ese hombre viviendo con nosotros. No podría aseverar si era o no nuestro padre real, pero así lo llamábamos y en la medida que pudo, intentó ayudarnos con nuestras cosas. De pronto en casa hubo un auto, un televisor nuevo y otra mujer.
Con ella la situación era diferente. Nos trataba mal y nosotros a ella. Aunque debíamos cuidarnos, porque si le hacíamos algo, papá no solo nos retaba, sino que nos ponía en penitencia.
Había una caja, en lo alto de un armario. Ese es otro de los recuerdos fijos que me quedan de entonces. Y quizá el más perturbador, el que marca mi vida. Qué es, le preguntaba a papá y siempre la respuesta era un gruñido y una mirada tan feroz como sentenciadora: "Esa caja no se toca".
La mujer, la que llegó después de mamá, de la que no recuerdo el nombre, dejó de vivir con nosotros. No se muy bien cuánto estuvo y cuándo se fue. Pero el día que papá me descubrió abriendo la caja, ella ya no estaba.
De eso estoy seguro, porque su cabeza era una de las dos que había dentro de la caja. La otra era una calavera con jirones de carne aún colgando y restos de una cabellera larga y rubia, casi como la de mamá.
No recuerdo bien que pasó luego, solo se que papá me castigó y durante mucho tiempo no vi la luz. A veces pienso en esos tiempos, como los años del sótano, quizá porque lo poco que tengo en memoria tiene que ver con un sótano. Papá me sacó a la rastra de ese lugar una eternidad después. Tras la oscuridad, no tengo recuerdos sobre mis hermanos. Nunca supe que fue de ellos.
Viví con papá unos años, pero en algún momento ya no volvió a casa. Entonces fue que llegaron los doctores y me llevaron a aquel enorme edificio, donde tuve cama y comida, y mucha soledad.
Hay días que creo entender la forma de ensamblar cada recuerdo, como si se tratase de un enorme rompecabezas, pero como dice mi psiquiatra, no soy muy inteligente y entonces mis pensamientos se dispersan. Muchas cosas siguen siendo un misterio.
Y si bien el doctor me pide que preste mucha atención a mis sueños, no entiendo la relación de estos con lo que me pasó.
Si así fuese, tendría importancia ese cuchillo que en los sueños tengo en mi poder, ese afilado y de hoja larga que en casa se usaba solamente para cortan la carne, el mismo que veo en mis pequeñas manos, prestos a rebanarle el cuello a mamá y luego a esa otra señora de la que no recuerdo el nombre.

23 de diciembre de 2010

El vendedor de sahumerios

Las grandes ciudades ocultan a los turistas o a los extraños sus partes más horribles, dejando a la vista solo aquello que puede provocar el deseo de volver. A veces, para quienes miran muy atentamente, se filtran como por un tragaluz, algunos indicios de esos maliciosos detalles que obligarían a salir huyendo sin mirar atrás.
La gente que desde siempre las habita, conoce esas facetas oscuras pero no siempre quiere hablar de ello. Incluso, en la mayoría de los casos, aparta la mirada de lo que no le incumbe y deja al libre albedrío los designios misteriosos de la urbe en la que vive.
A veces corren rumores que a la larga se convierten en mitos y en otras oportunidades son mitos que se transforman en rumores. Lo cierto es que toda ciudad grande tiene una piel oculta, más arrugada, más pálida, más lúgubre que la que deja ver y tras los enormes edificios, imponentes monumentos y gigantescas avenidas, se esconden realidades que algunos preferirían no conocer y que otros habrían deseado, jamás descubrir.
Sebastián, que estudiaba el último año de medicina, y que durante los primeros cuatro años de la carrera había viajado a diario desde su cercano pueblo natal, ignoraba todo esto. Ese último año quiso hacerlo radicado en la ciudad donde estaba la universidad. No por comodidad, si tenemos que decir algo a favor de Sebastián, sino porque debía comenzar la residencia y el tiempo destinado a volver a su hogar iba a estar relegado por actividades vitales para recibirse.
Los horarios apretados, las pocas horas de sueño, el trato indiferente del personal del hospital donde hacía la residencia y la gran cantidad de apuntes que debía aprender para los primeros parciales, lo estaban volviendo loco. No literalmente, por fortuna.
Pero sin dudas que las jaquecas reiteradas, el cansancio muscular y los trastornos estomacales que tenía eran producto de la agitada vida a la que estaba sometido, en pos de su sueño y el de su familia.
Vida que, por otro lado, no le permitía placeres que sus amigos disfrutaban seguido. El encuentro semanal para comer un asado, un partido de fútbol en el club del pueblo, la salida con la novia, la charla con los padres. Pero, se decía, eran sacrificios válidos. Al menos, si no se creía del todo esa idea, insistía en hacerlo y así, se convencía para volver a levantarse con ánimo al día siguiente.
Pero ese despertar sobresaltado, en ese día gris de mayo, fue demasiado para su saturada existencia. Había soñado con callejones eternos de largo, algunos colmados de murciélagos, otros de ex novias que le reclamaban mayor atención. En su momento, no había sabido por cuáles optar. Se había perdido, en su sueño, y no encontraba salida alguna, aumentando a cada instante la tensión hasta que agitado, casi faltándole el aire y sudado, despertó.
Atemorizado sin sentido, logró ponerse de pie. Tenía el cuerpo bañador en sudor y el cabello se le pegaba en el rostro. El dolor de cabeza era mayor aún y sentía nauseas. Fue al baño, pero todo quedó en amenaza.
Miró la hora: apenas las dos de la tarde. Había regresado de la guardia en el hospital a las diez de la mañana y había caído rendido en la cama. No había dormido nada. Y ahora tenía los ojos bien abiertos y si bien lo intentó, como ya lo sospechaba, no pudo volver a conciliar el sueño.
Debía ir a la universidad a las siete de la tarde, podía aprovechar para repasar algún apunte, pero sabía que no podría concentrarse. Con jaqueca, de mal humor por no poder volverse a dormir, lo menos que quería, era estudiar. No era de tener impulsos, más bien era una persona medida. Pero esa tarde Sebastián tomó la decisión de salir a caminar para despejarse. Un lujo que no se daba muy seguido, el de aprovechar el tiempo para algo que no sean los pilares de su vida actual: estudiar, hacer la residencia y volver estudiar.
El día estaba fresco, el sol se mantenía oculto tras cúmulos de grises nubes y la gente caminaba velozmente bien abrigada. El tránsito, a pesar de la hora, era un caos. Su departamento estaba cerca del centro. Y era pisar la vereda y sentir ese ruido tan propio de ciudad, con el chillido del colectivo frenando en la esquina, los bocinazos de los taxistas en las esquinas, el grito del vendedor ambulante, el parloteo de cientos de conversaciones que convergían en el aire. Ese ruido en el que no se detenía a pensar durante sus días comunes de ajetreo y que, en ese preciso instante, deseaba hacer desaparecer con furia.
Si quería entretenerse podía ir hasta la peatonal y recorrerla de arriba abajo, entrar a cada una de las galerías y visitar las tiendas de libros y música que tanto le gustaban y que hoy por hoy no eran prioridades. Sin embargo quería escapar del ruido y decidió caminar en sentido opuesto, salir del centro, recorrer calles lejanas, desconocidas. Y si fuera posible, esfumarse en el aire aunque sea por un par de horas. Pero no era mago.
Mientras caminaba, el viento le daba en la cara. No le molestaba, lograba despejarlo. Notaba a cada paso que dejaba atrás algo más que las calles céntricas, pero no sabía qué. Caminó durante un buen rato, sin percatarse de nombres de calles ni de alturas, ni de tiendas ni edificios. Caminó, sin detenerse en las esquinas ni esperar el semáforo en rojo. Cruzó las calles con la seguridad de un ciego guiado por su lazarillo y recorrió veredas como si estas fueran pequeñas baldosas, a las que iba dejando atrás con un suspiro.
Apenas si levantaba la vista para decidir si seguía derecho o tomaba la decisión de doblar a la izquierda o cruzar la calle y avanzar en la otra dirección.
Creyó cruzar baldíos, vías del ferrocarril y algunos terraplenes. Pasó por barrios de los que no sabía su existencia y le pasó al lado a gente que jamás imaginó cruzaría.
Notó tarde que el gris del día se tornaba más oscuro. Había perdido la noción del tiempo y cuando se detuvo a mirar la hora, además de descubrir que su reloj no marchaba, se dio cuenta que no sabía donde estaba.
No solo por el lugar, sino porque estaba prácticamente en el fondo de una calle sin salida, una especie de callejón ancho, cuyo horizonte se veía obstaculizado por un tapial descolorido, que mostraba sus ladrillos como dientes afilados, esperando a quién se le acercara con cierta falsa simpatía.
Giró en redondo y se encontró con una calle en cuyas veredas lindantes no había vivienda alguna, tan solo enormes tapiales, Y en el fondo del callejón, delante del tapial de ladrillos descoloridos, había un pequeño puesto de chapa, muy parecido a los que utilizaban en el centro para la venta de diarios, pero más pequeño, con una abertura rectangular en lugar de ventana y sin ninguna puerta a la vista, por lo menos en lo que el frente dejaba ver.
Había alguien del otro lado de la ventana abierta. Con timidez y curiosidad, se acercó a paso lento, olvidándose por completo que estaba perdido y que seguramente se le había hecho tarde para ir a la universidad.
A medida que se acercaba fue divisando la silueta de un hombre, no muy alto, hombros pequeños, rostro redondo, de oscuros y finos bigotes, ojos hundidos y oscuros y una elegante galera rematando la cabeza.
El hombre lo contempló acercarse sin pronunciar palabra alguna. Sebastián se aproximó sin sacarle los ojos de encima, poseído por la imagen del diminuto ser detrás del rectángulo, en un lugar donde parecía terminar el mundo, en medio de la nada, en un callejón gobernado por la mezcla de palidez y oscuridad propia del atardecer.
Quedaron cara a cada, separados por el marco de la pequeña abertura del puesto de chapa. El hombre, con un cortés acento y ademán, dijo:

- ¿Qué es lo que está buscando el señor?

Sebastián se sorprendió que hablara. Estuvo a punto de reírse, porque la imagen le era irreal, como si nunca se hubiese despertado y siguiera en uno de sus sueños. Pero se contuvo y preguntó:

- ¿Qué se supone que hace usted? ¿Y donde supone que estoy?
- Soy un vendedor de sahumerios. Vendo sahumerios.
- ¿Vende sahumerios? ¿Y dónde están que no los veo?
- Vea mejor – le dijo el hombrecito.

Y Sebastián al observar con mayor detenimiento quedó deslumbrado al ver que el interior del puesto estaba lleno de estanterías con sahumerios de todas las clases y colores. Incluso, notó algo de humo en uno de los rincones, y algo de la fragancia que desprendía ese sahumerio encendido llegó de repente a su olfato.
Sin embargo, la piel se le erizó. Podía jurar que nada de eso estaba allí un segundo antes. Aunque… ¿estaba seguro?

- Le puedo ofrecer – continuó el de bigotes finos y oscuros – sahumerios indios y también de Tailandia. Aromas únicos, que no encontrará en otra parte, hechos con ingredientes recogidos en los lugares más inhóspitos, alejados e insospechados. Salvia roja, que emana lujuria y pasión; Oliva negra, lo agridulce, el desvelo, el deseo de pernoctar; Aliento de Dragón, llameante, penetrante, más que fuego, el olor al azufre mismo; Corazón de dalia, aroma que transporta a la oscuridad, a la carne, al pecado; Sangre de Boggart, sangre verdadera de demonio antiguo, da fuerza, vigor; Sombra del Coco, alimenta los miedos, la comunicación con el más allá; Polvo de Poltergeist, el deseo de muerte, el olor a dolor… y, escúcheme bien, porque esto se lo diré una sola vez: Esencia de mandrágora viva.

Sebastián se quedó mirándolo, no dando crédito a lo que oía. El hombre le estaría jugando una broma, no le quedaba ninguna duda.

- ¿Esencia de qué, perdón? – preguntó como para representar en esas pocas palabras, toda su incredulidad.

El hombrecito se quedó callado.

- ¿Ey, por qué no me responde?
- Le dije que solo lo diría una vez.
- Eh. – Ahora si estuvo a punto de reír, pero volvió a contener la risa. – Bien, no la última, pero los otros sahumerios… ¿por qué eran sahumerios verdad?...
- Si, son sahumerios.
- Bueno, si, los otros sahumerios. ¿De qué me está hablando? Sangre de no se qué, sombra de coco…
- Del Coco – corrigió.
- Del, de, es lo mismo. De dónde saca… aclaremos, me está tomando el pelo, es eso ¿no? No me reconoce del barrio y entonces me toma el pelo – era la explicación que en realidad quería escuchar.
- No señor, no le tomo el pelo. Quiero venderle sahumerios. Soy vendedor de sahumerios. Esto es un local de sahumerios.
- “Esto es un local de sahumerios” – repitió en voz alta Sebastián. “Y yo soy un estúpido que se perdió vaya saber uno donde” pensó en silencio. – Bien – le dijo – si esto es un local de sahumerios, me puede decir dónde está ubicado este local de sahumerios.
- Al final de un callejón.

Sonrió. Si, definitivamente le estaba tomando el pelo. Pero no quería perder la paciencia, al menos aún no. Se estaba poniendo de noche y solo quería una indicación que lo orientara como para pedir un taxi o tomar un colectivo.

- Señor… a propósito, usted es…
- Un vendedor de sahumerios.
- Olvídelo. Dígame, a ver, es obvio que estamos al final de un callejón. Hasta el momento me puedo dar cuenta de eso. Pero, el callejón, la calle, dónde – remarcó el dónde con énfasis – está. En la ciudad, si usted mira el mapa, dónde se encuentra.

Soltó una carcajada al terminar de formular la pregunta, orgulloso de no haberse reído antes. Sentía algo paradójico en su interior, por un lado, que le estaban tomando el pelo, pero por otro, que él se estaba burlando del hombrecito de bigotes.

- Disculpe, no sabría decirle. Solo soy un vendedor de sahumerios.
- ¡Si! Me lo ha dicho, sabe. Me lo ha dicho. Pero cómo llega usted hasta acá. ¿En colectivo, en auto, se pide un taxi? Por qué calle. Nómbreme alguna, por ahí la reconozco.
- No sabría decirle señor, yo no vengo, yo siempre estoy aquí. Cuando alguien viene por sahumerios, yo lo atiendo. Soy vendedor de sahumerios.

Era muy bizarro lo que le estaba pasando. No podía creerlo. Y además para que perdía tiempo con el vendedor de sahumerios (¿se lo había dicho, no? ¡Si, creía que si!) si podía volver sobre sus pasos.

- Señor, le agradezco su tiempo, su paciencia, pero ya es hora de irme. Lo dejo con sus sahumerios y quizás, quién le dice, vuelva un día de estos – y dicha la última palabra, giró para dejar a su espalda el puesto de chapa.

Sintió un escalofrío. Había pegado media vuelta y sin embargo, delante estaba el puesto de sahumerios, con el vendedor contemplándolo con cara de vaca que ve pasar el tren, como decía su abuela.
“No, no, no” se dijo. Y volvió a pegar media vuelta. Tragó saliva. Se le hizo un nudo en el estómago. El puesto con forma de pequeña casilla estaba ahí, otra vez.
“Me daré vuelta y saldré corriendo”. Y lo hizo, veloz y ágilmente, tan despierto como nunca en todo el día, y sintió la chapa al toparse con ella. Retrocedió asustado, muy asustado.

- ¡Qué es esto! - gritó. ¡Qué está pasando! – aulló. ¡Quién sos!
- Soy un vendedor de sahumerios.
- ¡¡¡BASTA!!! Basta por favor – dijo cayendo de rodillas, casi balbuceando. Si no le daba un ataque al corazón ahora, nunca tendría uno. Podría firmarlo, si tuviera un papel y lapicera a mano.

Se llevó las manos a la cara y de a poco fue retirándolas, viendo como la imagen del hombrecito se iba haciendo realidad de a ínfimas partes.

- ¿Dónde estoy y cómo salgo de acá? – inquirió, elevando su tono lo más alto que podía, pero extenuado y atemorizado.
- Está parado delante de mi local de sahumerios. Y supongo que se irá luego de comprar sahumerios, como todos los que llegan a comprar sahumerios.

“Al fin” se dijo, al fin una pista, una idea, algo, de cómo abandonar para siempre (y nunca, pero nunca, volver) ese callejón.

- Bien, bien… no perdamos tiempo. Te compro sahumerios, vale. Dame los que quieras.
- ¿El señor ha decidido ya los aromas?
- ¿Los aromas? No se, no conozco ninguno. Cualquiera por favor, solo quiero irme.
- Si el señor lo desea, podría sentir el olor de los exclusivos de la casa, como por ejemplo…
- ¡Cualquiera! En serio, por favor, déme cualquiera. Es lo único que le pido, déme cualquiera.
- ¿Cualquiera? No, no tengo ese aroma, pero mire, le puedo recomendar Ataduras del Horror, o Sangría de Penas. Con el fuego arden y saben mejor que a ningún otro.
- Si, por favor, quiero las ataduras y también las penas.
- ¿Cuántos les doy?
- ¿Cuántos? No se. ¿Diez, veinte? No se, sinceramente no se. Ponga varios en una bolsa y listo. Pero por favor, apúrese.

El hombrecito se agachó desapareciendo de la vista de Sebastián. La jaqueca había aparecido otra vez y se confundía con la extraña sensación de estar perdido y aterrorizado. Volvió a aparecer a los pocos segundos, levantando un saco de cuero, atado prolijamente con una cinta roja.
- Aquí tiene, seis decenas de sahumerios. Tres son de Ataduras del Horror y tres de Sangría de Penas.

Sebastián tomó la bolsa y sintió el peso de la misma. Se sorprendió del mismo, aunque a esa altura pocas cosas podrían sorprenderlo.

- Dígame por favor, cuánto le debo. Y si es tan amable, también como hago para llegar a un teléfono para pedir un taxi o una parada de colectivo.
- El precio es para todos el mismo, señor.

Sebastián se quedó esperando una segunda oración. Hasta parecía interrogarlo con la mirada. Pero el hombrecito no dijo nada más.

- Bien, señor misterioso. No veo cartel alguno por aquí, así que ignoro cuánto le cobra a los demás. Solo quiero que me diga cuánto me cobra a mí – dijo ya perdiendo la paciencia.
- Lo mismo que a todos. – Sebastián estuvo a punto de protestar e interrumpirlo, pero se dio cuenta que estaba vez seguiría hablando - Su compra le costará su alma.

Dos sensaciones convergieron en Sebastián. Las ganas de reír y un miedo sobrenatural. Optó por creer que había escuchado mal.

- ¿Perdón? ¿Me costará qué?
- Su alma, señor. Es el precio que todos pagan.
- En primer lugar, no le daré mi alma. Y en segundo, no se puede pagar con el alma. Déjese de bromas por favor y dígame cuál es el precio.
- El precio es su alma, señor.
- Por favor…
- Y debe pagarme ya.
- Le digo que…
- Ahora mismo.
- No…
- En este momento.

Y tras estas palabras del vendedor de sahumerios, Sebastián cayó de rodillas, con la extraña certeza de que algo le estaba pasando. Algo distinto a cualquier dolor, a cualquier síntoma estudiado durante sus años de medicina. Un dolor silencioso, que más que doler, lo entristecía, lo dejaba vacío, extenuado, desahuciado.
El torso se le iba para delante y tuvo que apoyar las manos contra el suelo. Sintió nauseas y le vino una arcada. Y otra, y otra… pensó que se atragantaría o que saldrían los pulmones por la rara sensación interna, pero en lugar de eso, vomitó algo cálido, suave, increíblemente bello.
“Eso”, lo que había vomitado se suspendió en el aire sin tocar el piso y se elevó a la altura de sus ojos, flotó allí unos segundos y luego, al escuchar la voz del vendedor de sahumerios fue hacia él. El hombrecito estiró una mano fuera de la ventana del puesto de chapa y con la galera aferrada con sus dedos, atrapó “eso”.
El hombrecito le sonrío, contemplándolo sin la menor contemplación, observando cómo continuaba aún en el sueño.

- No olvide llevarse la bolsa, se le ha caído.

Sebastián hizo ademán de levantarse, pero recién lo consiguió al quinto intento. Estaba descompuesto, triste, desolado. Tomó la bolsa del piso. El hombre de bigotes le habló.

- Siga derecho y seguramente llegará a algún lado que desee ir.

Sebastián estaba por protestar, alegando la presencia del tapial de ladrillos, pero el mismo ya no estaba ahí.
Avanzó arrastrando las piernas. Al mirar por última vez al vendedor de sahumerios, éste lo saludaba. Sebastián no le devolvió el saludo.
Caminó un tiempo del cual no llevó la cuenta y tampoco le importaba. Cuando reconoció las primeras calles, supo que había llegado desde muy lejos.
No recordaba dónde había estado, solo que había perdido algo. Entonces fue que le vino a la mente una idea que no comprendía: “Cuántas personas de esta ciudad habrán visitado al vendedor de sahumerios”. No supo explicar lo que había llegado a su mente. Ya era tarde, estaba cansado y quería dormir.
Miró alrededor y vio a personas ir y venir, ajenos e indiferentes a todos. Lentamente, se sumó a ellos como uno más y caminó sin pensar en nada hasta que la noche lo sorprendió plena, con su frescura y estrellas.

20 de diciembre de 2010

El dibujante que se olvidó de dormir

Apenas un haz de luz se filtraba por la ventana, colándose como un intruso en medio de la noche. Sin embargo, afuera era pleno día. Pero Colombatti no lo sabía y tampoco le importaba.
Su profesión era su vida, aquello que lo motivaba a confinarse en su habitación, con las ventanas cerradas, música acorde sonando en el pequeño equipo de audio y su mesa de trabajo repleta de colores y hojas, para poder terminar a tiempo, más allá que eso fuese en su caso, difícil de calcular.
Colombatti, que dibujaba desde que tenía uso de razón, solía dar la estocada final de sus trabajos cuando el teléfono empotrado en la pared vibraba al compás de su rechinar tan odiable y alguno de los editores (ya sea del diario, de la revista o la editorial) lo urgía a entregar para tal hora tal dibujo.
Era frecuente entonces la pregunta del dibujante, que comenzaba a morder la parte trasera del lápiz casi sin darse cuenta, sobre cuánto faltaba para la hora mencionada Recién allí, en esos casos, podía tener cierta idea del horario.
Pero mientras tanto, sus manos se movían tan rápido como su imaginación le dictaba, cubriendo de negros, rojos, amarillos, pasteles, azules, verdes y muchos colores más, esas hojas que nacieron inmaculadas, para perdurar impregnadas de fantasía.
Y en ese devenir de las horas, que le eran ajenas, el mundo giraba alrededor casi sin pena, casi sin gloria, como gira a diario, a merced de la eternidad. Colombatti no se daba por enterado, mezclando colores, trazando líneas y sombreando dibujos, rodeado de lo necesario para seguir allí, encorvado sobre su mesa, los ojos bien abiertos y el brazo cansado.
De vez en cuando estiraba sus brazos, movía el cuello de un lado a otro, bebía un vaso de agua, caminaba por la habitación y volvía a su mundo, aquel que despertaba con el solo movimiento de sus dedos.
El reloj de arena que nadie ve, pero que muchos escuchan en algún resquicio del alma, volteaba una y otra vez. Constante. Continuo. Entonces, el teléfono. Colombatti iba hasta la pared, descolgaba el tubo, escuchaba al editor, balbuceaba una excusa que sabía no le creerían y aceptaba de malas ganas que era verdad, que siempre dejaba todo para último momento.
Pero daba batalla y por eso tenía tanto trabajo. El editor sabía que lo terminaría y el mismo era consciente de eso. Colgaba el tubo y se refugiaba en la obra, donde se sentía seguro, en una relación de mutuo afecto, casi entendible, entre creador y creación.
A veces el haz de luz se posaba en un rincón, por unos instantes. Otras, directamente no aparecía. Y afuera, el sol y la luna se turnaban los ciclos, mientras el planeta no detenía su andar. Colombatti tampoco lo hacía, los ojos bien abiertos, el lápiz hecho un demonio entre sus dedos, los colores esperando a un lado, junto al pincel y una jarra de café.
Lo lograba, terminaba el pedido y entonces corría hacia el aparato telefónico y marcaba el número. Ya podían pasar a buscarlo. Alegría efímera, casi irreal. Otra vez el teléfono, otro editor. Y si, tenía razón, otra vez todo para último momento. Y allí iba Colombatti, exhausto, pero aún de pie, erguido para soñar despierto mundos por los cuales otros navegarían. Tomaba el papel, se acurrucaba encima y garabateaba los trazos que luego cobrarían vida.
Sin embargo, los ojos ya no se sostienen. ¿Cuándo fue la última vez que durmió? Ya no lo recuerda. Casi no lo cree posible. ¿Tiempo para dormir? Quería reírse de esa idea, pero la boca se le hacía para un lado. Bebía entonces café y una electricidad renovaba el espíritu. Pero el efecto era cada vez menor, lo sentía.
Le dolía el brazo, las articulaciones, la vista. Pero más aún le dolía la lentitud con la que dibujaba a medida que pasaban las ¿horas?, ¿o eran los días? ¿o las semanas? No lo sabía, tan solo conocía de dibujos y editores al teléfono, uno tras otro, con haz o sin haz.
Entregó otro trabajo, alguien lo pasó a buscar. Ni siquiera le miró la cara. El teléfono otra vez. Fue, escuchó, asintió que si, que había dejado todo para lo último, y regresó. La mesa de dibujo, su hábitat. Sus manos se movieron, pero el lápiz se equivocó. El trazo quedó mal. Los párpados se pusieron pesados, de repente. Pero dio lucha y los abrió.
El dibujo estaba mal. Tomó la goma de borrar y la pasó con ferocidad sobre el papel. La goma fue y vino frenética, y en su viaje pasó por encima de la mano de Colombatti, una y otra vez; entonces el dibujante se percató que se estaba borrando sin darse cuenta. Dio un alarido de susto al verse sin la mano izquierda. Empujó la silla hacia atrás y cayó pesadamente. ¡Tampoco tenía las piernas! No comprendía cómo podía ser, salvo que se hubiese dormido mientras pasaba la goma de borrar. El corazón le latía peligrosamente. Buscó apoyarse en la mesa y todo se le vino encima. Alcanzó a gritar antes de sucumbir bajo las témperas y acuarelas, el papel, el grafito y el líquido corrector.
Fue encontrado gritando de dolor por un cadete de la editorial. En su demencia decía haberse borrado él mismo. Todos lamentaron su destino, pero no pudieron evitar el manicomio para Colombatti, otrora gran artista.
Cuesta escucharlo en aquella habitación acolchada, donde no se filtra ningún haz de luz, gritar a viva voz que por favor lo ayuden, que las paredes ya se le han acabado y no tiene dónde más dibujar. Tiene pánico, terror, vive al borde del abismo. Es que aún no ha terminado y sabe que en cualquier momento lo pueden llegar a llamar.



Dedicado especialmente a esa gente linda que la vida me ha hecho conocer en este último tiempo y que tanto admiro: Felipe Ricardo Avila, Sergio Alvarez, Guillermo Decurgez y Marcos Severi.

17 de diciembre de 2010

Los días eternos de la soledad

Acomodó las mesas según su gusto y sobre las mismas fue dejando el material de escritura. Colocó las sillas suficientes, cuidando que en ninguna mesa el número fuera desigual.
Consultó su reloj, como hacía cada diez minutos desde que se había levantado. La mañana ahora se le antojaba lejana, como de un ayer distante. Faltaba poco. Buscó un espejo para mirarse otra vez. Se acomodó el cabello, el cuello del vestido y limpió el armazón de sus anteojos.
Se dirigió hasta una habitación contigua y se sentó al lado del teléfono. Extrajo de un bolso blanco una pequeña libreta y la abrió en la primera página. Levantó el tubo del teléfono y llamó al primer contacto de la libreta.
Una vez que le contestaron, le recordó a la persona que atendió que lo esperaba en la reunión. Sonreía a medida que articulaba las palabras. Venía haciendo lo mismo todos los días, desde hacía una semana. Cortó. Buscó el segundo número y lo trasladó al teléfono. Otra voz, el mismo mensaje.
Entre llamado y llamado, miraba el reloj. Los nervios parecían consumirla, pero no abandonaba el gesto sonriente, como si esa sola actitud la relajara. Cuando finalizó de telefonear, había pasado una hora desde que había tomado asiento en aquel lugar.
Volvió donde estaban las mesas. Otra vez se arregló delante del espejo y consultó de nuevo la hora. Estaban por comenzar a llegar. Fue hasta la puerta y espió hacia fuera, por un pequeño ventanal que la misma tenía en un lateral.
Caminó hasta la mesa más cercana y volvió a acomodar las sillas. Recordó los refrescos y corriendo fue hasta la cocina. Abrió la heladera y tocó las botellas. Estaban frías. Respiró aliviada. Entre tanto trajín, no recordaba si las había dejado afuera o llevado al refrigerador.
Regresó hasta la puerta. Las agujas del reloj anunciaban la hora esperada. Volvió a espiar hacia la calle. Aún no llegaba nadie. Dudó entre abrir la puerta y dejar libre el paso, para que a medida que llegaran, fueran entrando, o mantener cerrada la misma y como atenta anfitriona, abrir a cada uno que arribara.
Observó enarcando las cejas el pequeño reloj de pulsera. Ya había pasado un minuto del horario anunciado. Abrió la puerta y salió a la calle. Miró hacia un lado de la avenida y luego al otro. Los coches avanzaban sin dar señales de querer estacionar en esa cuadra.
¿Habrían confundido el lugar de la reunión? ¿O quizá el horario? Se metió dentro de la casa. Fue hasta el teléfono. Buscó otra vez la libreta. La abrió como antes en la primera página. No había ningún número anotado. Se quedó tiesa, observando el papel en blanco. Volteó la hoja y en el pliego siguiente el vacío daba continuidad a lo visto con anterioridad. Su corazón se aceleró, pasó con velocidad página tras página. Nada, absolutamente nada.
Dejó caer el bolso. Se puso de pie, pero las piernas le temblaban. Salió del cuarto y fue hasta las mesas. Allí estaban, pero no inmaculadas como antes. Las telarañas colgaban por todas partes y se enmarañaban en las patas. Las sillas, cubiertas de polvo, también eran una exhibición del arte de las arañas.
Se llevó las manos al corazón, sentía que le faltaba el aire. La sequedad en la garganta era fatal. Se dirigió al espejo y el reflejo cruel que devolvió, terminó por desmoronarla: las arrugas, el cabello gris y las ojeras interminables.
La espera se había hecho eterna.
Se miró las manos temblorosas y repleta de manchas, sabiéndose anciana. No sabía si podía fiarse de su memoria, pero por lo que veía alrededor, esperaba a alguien. Se acercó con esfuerzo hasta una de las sillas y allí se dejó caer.
Por alguna razón no sacó su vista de la puerta. De todos modos, nadie tocó a la misma. Miró su reloj por última vez. Las agujas ya no marchaban.
Supo que sería en vano darle cuerda.
Y cerró los ojos, en soledad.

14 de diciembre de 2010

Las fiestas de la amargura

Se acercan las fiestas, como cada año, inevitablemente. En las calles, los niños juegan con pirotecnia desde horas tempranas, beneficiados por el tiempo libre y la poca atención que les prestan sus padres.
De noche es común escuchar pasar por la vereda grupos de jóvenes y no tanto, bastantes jocosos, entonados con alcohol y vaya a saber uno que más. Todos están felices o aparentan estarlo.
Me levanto siempre aturdida, con el achaque de los años a cuestas. Hay días, últimamente, que ni siquiera el bastón pareciera mantenerme en pie. Pero resisto, vaya que lo hago. Mi decena de pastillas al despertarme, antes del desayuno. Las otras cinco con el almuerzo y tres más por la tarde. Así resisto, envenenándome.
La calle ya no es un buen lugar. Los gritos de los chicos, los coches a toda velocidad, la falta de respeto de los más grandes, los chismes de las vecinas e incluso las veredas deterioradas, que me hacen sentir insegura.
Me siento cerca de la ventana, para poder observar sin ser parte de ese mundo exterior cada vez más extraño. El polvo del tiempo se ha quedado dentro de casa, en cada rincón y desde allí me azota con recuerdos desoladores, que incrementan mis miedos, intensifican mis penas.
María me hace las compras desde tiempos inmemoriales, pero jamás la había escuchado renegar tanto como ahora. Qué los precios, que las colas, que todo. Y la entiendo pobrecita. Si para mi que estoy semi postrada en una silla, cuando no en la cama, el exterior se me antoja una pesadilla, no quiero pensar que representará para ella, que se mete en las fauces de esa bestia salvaje disfrazada de modernidad.
Me da pavor el solo hecho de encender el televisor. Apenas si lo hago, solo para ver las misas, los fines de semana. Me estremezco de solo pensar en la perversidad que existe en la sociedad, en la violencia que los canales no se cansan de pasar. Y las noticias... para que enterarse de cosas malas, si ya bastante tiene uno con sus problemas.
Y como si no estuviera mal todo, se acercan las fiestas. Epoca maldita, tirana, cruel como pocas, que te refriega en la cara casi con sorna todas las ausencias. Y en mi caso, las ausencias son totales. Ni un amigo vivo. Ni un pariente. En esta casa no hay ningún espíritu navideño, ningún deseo de año nuevo.
Los viejos amores, todos enterrados. Los seres queridos, sepultados. Los sueños, maltratados por la vida y destruidos con los años. La esperanza, una broma que nunca entendí.
Los veo pasar por la ventana, a casi todos riendo. Los niños corren de un lado a otro, escapando de la mecha encendida y esperando el rugido del petardo. Las parejas de jóvenes caminan muy juntos, se besan, se abrazan. La gente está de buen ánimo. Pero nada de eso es cierto, es la época de mierda que los vuelve así. No son felices, no lo serán cuando regresen a sus hogares, a sus miserias cotidianas, las cuentas por pagar, los problemas laborales, los roces matrimoniales, las discusiones con sus hijos, sus padres, sus hermanos...
Entonces, recién entonces, pensarán como lo hago yo desde hace tiempo. Pueden llamarme vieja amargada si así lo quieren. Pero no se olviden de algo, conozco de la vida hasta el último detalle, pero desde hace siglos me sabe tan amarga que los únicos recuerdos que sobreviven, son aquellos envueltos por el velo del luto y la oscuridad del desengaño.
Y en esa tiniebla que se forma en mi mente alcanzo a recordar puntualmente la maldición de aquel brujo que fuera mi esposo, aquel que algunos llamaran Merlín, condenándome a la vida eterna, en la desdicha de la noche eterna, tras aquella traición que ya ha escapado de mi mente.
La noche eterna, dentro de mi corazón.
Así resisto, para al menos mantener vivo mi cuerpo, puesto que mi alma sufrirá eternamente. Así resisto, mientras las fiestas otra vez caen, como demonios, sobre mi y la alegría de los demás se vuelve una daga lacerante, que me desangra en vida y me vuelve a condenar.

11 de diciembre de 2010

Caperucita en pocas palabras

Dos micro relatos de mi autoría recibieron menciones en el original concurso literario impulsado por la página literaria "Cuentos y más", que llevan adelante los periodistas Juan José Panno y Mónica Pano.
El certamen, denominado "Caperucita en tiempos de Twitter" tenía como particularidad aceptar pequeñas historias que no sobrepasaran los 140 caracteres, es decir, el máximo en un mensaje por el mencionado sistema.
El jurado del evento fue conformado nada menos que por Juan Sasturain y Sandra Bianchi y se recibieron en total 650 micro relatos, de los cuales se eligió un ganador y trece menciones.
Felicito a Elisa De Armas, la ganadora y a los demás integrantes de esa lista tan esperada. Y por supuesto, una enorme alegría que dos de mis breves relatos lograran quedar finalistas entre tantos envíos.
Para acceder a los relatos ganadores, se puede visitar la página de Cuentos y más
Para leer todos los relatos participantes, pueden llegar a través de este enlace

Mis textos breves que recibieron menciones fueron:

Advertencia
Mira Charles, el cuento es lindo, pero eso de que el lobo se traga a la vieja y el leñador la rescata viva... no creo que tenga éxito.


@Caperucitaroja 
Desde que tienes Twitter ya no visitas a tu abuelita. Te extrañamos. El Lobo.


También envié estos, sin menciones:

Verdad
No hubo Caperucita, pasteles ni lobo. Con ese cuento se disfrazó un triángulo amoroso entre una princesa, su abuela y el leñador del rey.

Precavida
- ¿Qué llevas en la canasta? preguntó el lobo
- Preservativos - contestó ella.
El animal salió huyendo, como lo había presagiado su madre.

Ella inventó lo del lobo
Abuelita... ¡estás hecha mierda! No vale la pena esperar.
Y dicho esto, sacó una .45 y disparó. Siete días después, cobró la herencia.

Duda bestsellerística
La duda existencial en la literatura es si el cuento de Perrault hubiese tenido tanta repercusión con otro color, por ejemplo, el amarillo.

¡Corten!
- Caperucita, ¡qué ojos más grandes tienes!
- ¡Corten! Será de Dios. ¡Otra vez estudiaron el diálogo con los guiones cambiados!

8 de diciembre de 2010

Un paseo por el mundo de los deseos

La muchedumbre se desplazó bajo la lluvia, empapando a todos con sus cánticos y el redoblar de los tambores. Las banderas flameaban alto, de cara al viento, empuñadas con tesón.
A cada lado de la larga columna de personas, otras se agolpaban para observar y tras preguntar, muchas se sumaban. El nutrido grupo crecía a cada paso, con el anonimato de nuevos rostros y voces, entonando las mismas sílabas al unísono.
Multitudes como esa, pocas veces se habían visto. Desde todas partes llegaba gente y aquello se volvió inmenso, colosal.
Las calles quedaron chicas, los miles de rostros se convirtieron en uno solo, al igual que la voz, que fue un solo grito. Y haciendo temblar la tierra, aquel gigante avanzó.
Los edificios lo vieron pasar; las nubes temieron ante su presencia y dejaron de llover; el sol aprovechó y apareció a tiempo para alumbrar; la luna no espero la noche y se asomó en un rincón, casi con timidez.
El gigante se irguió, bramó con fuerza y el mundo lo escuchó. La voz, tan fuerte como para despertar al cosmos, rugió. Y su mensaje fue claro: Paz.

5 de diciembre de 2010

Los niños rusos

Los niños rusos solían acercarse con timidez, hasta el alambrado. Pero se quedaban allí, observándonos jugar a la pelota, sin animarse a entrar. Era cierto, tampoco nosotros los invitábamos. Era gracioso verlos con las manos entre los rombos del alambrado, sus rostros pálidos y casi inexpresivos, porque parecían pintados, una tribuna dibujada, ya que permanecían inmóviles, sin gesticular, incluso, hasta parecía que no respiraban.
No podíamos afirmar con certeza que eran rusos. Así los llamábamos. Algunos de nosotros preguntamos en casa de dónde eran, pero nadie sabía ni tampoco les interesaba saberlo. Eran interrogantes de chicos, sin dudas. Los padres estaban para preocuparse de otras cosas, más complejas, más interesantes.
Vivían en una casa que se había alquilado el año último. No iban a la escuela del barrio, sino que los cruzábamos siempre en la avenida, ellos esperando el colectivo de línea para ir más hacia el centro, uniformados de pie a cabeza con ridículos trajes de colegio privado.
Nos miraban a la pasada, con cierta curiosidad. Algunos de nosotros, como algo propio de la edad, les hacíamos bromas que suponíamos, no debían entender. Y lo creíamos así, dado que solo nos observaban, sin reacción ni contestación alguna.
Se había hecho una costumbre tenerlos del otro lado del alambrado, eran parte del paisaje. Se marchaban antes que oscureciera y Andrés, el cuidado del predio, encendiera los enormes reflectores.
Primero eran tres, con el tiempo comenzamos a ver a cuatro, luego cinco. Una tarde reparamos que ya eran una docena. No lo decíamos, pero aquello había perdido su gracia. El hecho que doce niños que no hablaban, se quedadan allí parados mirándonos, intimidaba.
Sus rostros eran fríos, jamás habíamos visto una sonrisa, algo que delatara un sentimiento. Eran muy parecidos entre si. El cabello claro, la tez muy blanca y el semblante serio. Las niñas se hacían dos colas en la cabeza, mientras que los chicos se peinaban hacia la derecha.
Uno de nosotros, una tarde, me preguntó si el más alto de los rusos, de los últimos en aparecer, no se parecía a Marcos, un compañero que hizo hasta cuarto grado con nosotros y luego se había cambiado de barrio. Era posible, claro que si, pero Marcos tenía el cabello oscuro y si algo lo identificaba además de su sonrisa amplia, era la piel siempre bronceada por el sol.
El problema se desató justamente con el clon de Marcos. La pelota se había ido al lateral, contra el alambrado. El sol ya se estaba ocultando, pero los chicos rusos seguían allí. Martín se acercó a buscarla para ponerla de nuevo en juego y recordando el comentario sobre lo parecido a nuestro viejo amigo de aquel niño, le dijo: "Marcos, te uniste a la secta carapálida".
El muchacho alto estiro la mano entre los rombos del alambrado y tomó del cuello a Martín, que sorprendido y asustado se echó a gritar. Corrimos hacia el lugar, para defender a nuestro amigo. Alguien tomó a Martín y lo alejó del alambrado.
Nosotros nos envalentonamos y abrimos la puertita para pasar del lado que estaban los rusos. Nos fuimos al humo al chico alto y empezamos a los empujones. Ahora que estaba más cerca, la similitud era extraordinaria. En ese momento me distraje y uno de los rusos me embocó una piña en el ojo. Para entonces, aquello era una guerra campal, en la que incluso las niñas golpeaban.
Andrés apareció con una manguera en la mano, y sin dudarlo, apuntó hacia donde estábamos peleando. El agua fría nos obligó a separarnos. Estábamos agitados y furiosos. Sin embargo los rusos mantenían el semblante frío pero sereno, aunque ahora sus ojos brillaban de manera tal que parecía que nos estaban maldiciendo de alguna forma, si eso era posible.
Tras arrojar la manguera a un lado, Andrés los echó del lugar y luego nos regañó a todos. Quisimos explicarles, pero no nos dio lugar. Nos pidió que nos fuéramos y volviéramos al día siguiente, pero calmados o no nos dejaba usar más la canchita de fútbol.
Mientras nos retirábamos, fastidiosos, veíamos como a una cuadra de distancia, bajo una de las farolas de la calle, los chicos rusos nos observaban. Ismael amagó a salir para aquel lado, pero lo frenamos. De nada valía seguir peleando, lo mejor era aplacar los ánimos, tomando una gaseosa o yendo a la sala de video juegos de la otra calle.
Esa noche volví a preguntarle a mis padres sobre la procedencia de los chicos rusos, sin mencionar ningún detalle de lo ocurrido por la tarde. Otra vez dijeron desconocer la respuesta y tuve que contentarme con seguir en la incertidumbre.
Olvidamos el asunto, hasta un mes más tarde. Hacía dos semanas que éramos uno menos. A Martín los padres lo cambiaron de colegio, uno privado del centro. Más que nada porque a la madre, que era docente, la trasladaron a ese colegio.
Los primeros días siguió acercándose por las tardes hasta la canchita, pero se lo notaba extraño. Dijo que creía haber visto a los niños rusos en aquella escuela nueva. Nos dábamos cuenta que tenía miedo.
Cuando dejó de aparecer por las tardes, conjeturamos que seguramente le estaba costando adaptarse o bien, tenía contraturnos en el colegio. Pero una tarde de llovizna, al mes del incidente y a dos semanas de la partida, vimos llegar nuevamente a Martín a la canchita.
Pero aquello no fue motivo de alegría. Nos estremeció verlo, pues no venía solo. Alrededor, unos veinte niños rusos seguían sus pasos. Sin embargo, lo más difícil de asimilar era el aspecto de Martín, otrora pelirrojo y lleno de pecas, ahora rubio, de tez blanca como un fantasma y el rostro serio, frío, perverso.
Se situó del lado de los rusos, las manos sobre el alambrado. A su lado, estaba el clon de Marcos. Ninguno emitía sonido alguno. Una brisa gélida nos recorrió los cuerpos y la pelota quedó quieta sobre el escaso césped de la cancha. Todos mirábamos a quién sabíamos, ya no era nuestro amigo. Y éste nos miraba a nosotros, como si no nos reconociera.
Nos apiñamos en medio de la cancha, con mucho miedo y sin dejar de hacernos compañía, nos alejamos del predio, sin siquiera saludar a Andrés, seguramente del otro lado, regando el jardín.
No miramos hacia atrás, temerosos que nos siguieran. Y aunque nos cueste reconocerlo, jamás volvimos a aquel lugar. Algunos comentan que siempre está ocupada por unos niños rubios, de tez muy pálida y que cada día son más.
A nosotros eso ya no nos importa. Nuestra preocupación es otra. Como por ejemplo, que nos cambien de colegio, extirpándonos así del mundo tal como lo conocemos y nos sumerjan en esa burbuja de existencia sin sonrisas ni sentimientos.
Esa misma que a veces, a otra escala, parece consumir a nuestros padres, compenetrados tanto en sus rutinas que no se dan cuenta de cómo están cambiando las cosas en los alrededores.
Y con esos miedos a cuestas, tratamos de crecer.

2 de diciembre de 2010

El ciclo del olvido

Amaneció el día con el color de la esperanza, devolviéndole a la vida esa razón por la cual ser. Pero las horas se tiñeron de rutinas, en el vaivén propio del subsistir y de pronto la sonrisa desapareció.
Cuesta arriba se hizo hacia el mediodía, con rostro de hambre y miseria, entre mesas colmadas de turistas comiendo con placer. Manos pequeñas por aquí y por allá y nada de compasión.
La tarde los abrazó, solitarios, exhaustos bajo el sol, desamparados ante el viento, expuestos al dolor. Y ajenos a un techo, las lluvia los empapó, en un diluvio de olvido y resignación.
Tiritando se arrastraron en las sombras del atardecer, buscando el refugio y el amparo de la luna, naciendo como siempre para llevarse las lágrimas del día. Se hicieron ovillos bajo el cartón, sin fuego ni amor.
Y en los suburbios, aquella imagen se fundió, perdiéndose en la noche, mientras todos sueñan, incluso ellos, a pesar de la marginación.
Cierran los ojos, para esperar de nuevo la luz, la esperanza, de volver a empezar.

29 de noviembre de 2010

La dulzura de los reposteros

En el pueblo eran los únicos reposteros. Razón válida para además ser los mejores. Pero no morían en la gloria, buscaban siempre sorprender a sus clientes habituales. Entonces era muy común maravillarse en celebraciones como cumpleaños, bautismos, aniversarios o casamientos, de las tortas que los Karkoris elaboraban en la tradicional panadería ubicada frente a la plaza.
Y si de innovar se trataba, las propuestas diferentes no pasaban solamente por la forma final de la torta, que podía asemejarse a lo que uno quisiera, ya fuese un automóvil, una vivienda, un edificio con helipuerto, una pelota de fútbol o una modelo venezolana posando para Playboy: en los ingredientes residían muchos de los secretos del éxito.
Eran comunes las charlas en la panadería entre los clientes y la familia Karkoris en las que los primeros aventuraban ingredientes y los segundos, se cuidaban con las respuestas, sin dar jamás una que permitiese a los curiosos, descifrar tal o cual misterio.
El merengue rojo fuego que había dado vida al riquísimo demonio de casi un metro de altura para el cumpleaños de 18 del mayor de los Pérez García, fue todo un suceso. No solo por lo bien que combinaba con el tridente de chocolate amargo, sino porque parecía una réplica a escala.
O el glaseado de la torta del aniversario de casados de los Benvenutti, de un verde casi transparente, más parecido a la bilis de un lagarto que a una exquisitez repostera, de esas que llevan a cualquiera a abandonar dietas y promesas de no probar nada dulce.
El misterio era mayor dado que los Karkoris no llamaban a ningún proveedor de la ciudad para que les trajera las materias primas, sino que ellos iban en sus dos utilitarios a realizar las compras. En el pueblo los tenían como grandes profesionales y no pocas fueron las veces que les preguntaron por qué siendo tan buenos en lo que hacían, no probaban suerte en la ciudad.
- En la ciudad nadie valora lo artesanal. Cualquier sabor viene bien. Aquí, en el pueblo, los paladares gustan de placeres más intensos - dijo una vez la señora Karkoris nieta del primero de los Karkoris que había arribado al pueblo cinco décadas antes y abierto ese lugar, que era la perdición personificada.
Pero además de profesionales, más de una vez demostraron ser excelentes seres humanos. En ocasiones trágicas, como las inesperadas muertes de los hermanos Zimmerman, de trece y quince años, acercaron al velatorio tartas y masas finas para amenizar la triste jornada, logrando que aunque sea por momentos, las delicias lograran dejar de lado las penas.
Todos recuerdan las lágrimas de la Sra. Mannara, viuda desde entonces, cuando le anunciaron la aparición de su esposo, en realidad, del cuerpo de su esposo, en las profundidades del arroyo. Pero perdura más en el recuerdo de esa tarde gris, el enorme pastel de frambuesas con forma de corazón que los Karkoris acercaron en gesto de acompañar a la pobre mujer en tremendo instante.
Quién no querría en su pueblo tener gente así. Quién no buscaría en ciudades distantes seres humanos con esa calidad de gente, con ese talento innato, esa dedicación al trabajo, a la innovación, al placer de los demás o bien, a lograr, con lo que producen, la paz de almas atormentadas por la tragedia.
La Sra. Karkoris los ve salir de su panadería felices y entonces ella también se siente feliz. Los quieren y se sienten queridos. Cómo, entonces, no preocuparse por tenerlos contentos. Cómo no acercarles algo dulce, sabroso y tentador, para apartar las penas y aquietar los interrogantes.
Porque sabe bien, tal se lo trasmitiera su abuelo desde que tenía edad suficiente para estar en su falda, que las dudas pueden surgir en toda operatoria y que como la música calma a las fieras, la comida hace lo propio con el hombre. Y qué mejor en aquella oportunidad, que la propia sangre del Sr. Mannara para elaborar ese símil frambuesa tan sabroso, si al fin de cuentas, era el Sr. Mannara el que husmeaba a escondidas cerca de los hornos de la panadería, seguramente para robar alguna de las cotizadas recetas. O cuando los granujas adolescentes irrumpieron en la noche... nada como el sabor del miedo mezclado con harina.
Y esos mendigos en la ciudad, tan a la deriva en la vida, otra vez teniendo un objetivo dentro de la sociedad, cumpliendo un rol como ingrediente, y la ciudad, con un problema menos. Qué tan difícil podía ser lograr una armonía. Qué tan complicado era dar lo que otros querían y tomar lo que estaba de más. Dulcemente, claro. Porque para amarga, ya estaba la vida.

26 de noviembre de 2010

Siseante

Cuando en la noche la maleza sisea, hay que poner cuidado. Lo sabía el Guido, capataz del campo. Lo sabía el Cirilo, el peón que oculto tras el establo, rezaba al Tata Dios para zafar de esa.
Pero ni uno ni otro la vieron venir. Puede que la hayan escuchado, puede que no. Es probable. El viento atravesaba la llanura aquella noche y se llevaba algunos sonidos. El Guido estaba de pie cuando la vio, la escopeta aferrada con furia entre ambas manos. Casi al mismo tiempo se percató de su presencia el Cirilo, prácticamente arrodillado, oculto del capataz.
Fue un santiamén, una exhalación. Ssss. Ssss. Y clavó sus colmillos. El Guido cayó todo lo largo que era, con las órbitas de los ojos casi saliéndose de sus cuencas, apresado por el dolor. Alcanzó a divisar la sombra del Cirilo, justo donde creía que estaba escondido.
El peón lo vio caer. Pero no tuvo tiempo a nada. Ssss. Ssss. Gritó de dolor, pero fue un grito mudo, que solo resonó en su cabeza. Cayó con la boca abierta sobre la grama y las heces del ganado.
Los cuatro pares de ojos moribundos se cruzaron. El sufrimiento se había robado toda claridad. A la distancia, compartían el adiós. Lejos estaba la escopeta de las manos del Guido, que ya no volverían a disparar. A cientos de años luz se encontraba el perdón para el Cirilo, cuyas manos aún atestiguaban el rojo de la sangre de Lucía, la esposa del capataz, amante ocasional, víctima de un arrojo de locura.
Y recorriendoles las piernas, sin dejar de sisear, ellas, las centinelas del infierno, disfrutando la escena, aquella antesala de la muerte a merced de la noche, esa partida inesperada que dejaba inconclusa la venganza, el arrepentimiento o el mismísimo perdón.

23 de noviembre de 2010

El extraño comportamiento de los faisanes en días impares

En su casa del campo, Eriberto tomó nota por primera vez del extraño comportamiento de los faisanes en días impares.
La libertad con la que vivía sus días, sin ataduras de relojes y responsabilidades, posibilitaban el ejercicio de la observación. Tarea nada fácil para un sitio tan amplio, donde la atención podía ser robada por cientos de cosas o animales.
Pero el destino quiso que su vista se posara en los faisanes y aquellos sacudones de los que era testigo. Fue haciendo conjeturas, basándose en las anotaciones que garabateaba en forma casi casual con una tiza sobre un poste de madera.
Los sacudones se daban casi dos horas y a veces, tres. Solo se sacudían loas faisanes de más de seis meses de edad. Y lo más sorprendente de todo, era que sucedía día de por medio, más precisamente, los días impares.
Luego de un mes de intensa actividad de campo, con registros irrefutables, sacó su vieja Ford 100 del galpón donde guardaba las herramientas, oxidadas en su mayoría, y condujo hasta el pueblo, para hablar con el veterinario.
- Mire que está al pedo, Eriberto - le dijo el profesional, al evaluar las anotaciones que le había llevado.
No conforme con las improvisadas explicaciones del veterinario, Eriberto siguió viaje hacia la ciudad, varios kilómetros más al norte.
Las puertas de las veterinarias estaban cerradas. Era la hora de la siesta y media ciudad dormía, mientras la otra intentaba hacerlo. Pero Eriberto recordó que el municipio de la ciudad tenía una guardia veterinaria y se dirigió hasta allí.
Algo adormilado, el encargado lo recibió en un pequeño despacho, en el que un escritorio bastante antiguo compartía escena con una camilla con sábanas verdes. Se notaba que además de dormido, el hombre estaba intrigado por saber donde Eriberto llevaba el animal para hacer atender. Recién cuando éste le mostró las anotaciones y comentó su descubrimiento, es que el veterinario comenzó a sospechar que estaba soñando.
Pero quince minutos después, el hombre que había llegado en la Ford 100 aún seguía allí, exponiendo el tema de los faisanes. No era un sueño, no señor. Era real, lo que suponía ser peor.
- Hagamos una cosa, don - dijo por fin el veterinario - Llamo al INTA y vemos que me dicen.
Eriberto asintió, conforme. Observaba como el veterinario marcaba en el teléfono, haciendo gala en tanto de sus poderes de observación, potenciados en el último mes, al tomar nota mental de la cantidad de pelos que tenía en las orejas el hombre del otro lado del escritorio.
El veterinario logró establecer la comunicación. Explicó la consulta de Eriberto, le pidieron que aguardara en línea. Segundos más tarde volvía a explicar y nuevamente, lo pasaron con otro sector. Así estuvo unos diez minutos, hasta que finalmente dejaron que se explayara con el tema. El veterinario la hizo fácil y le tendió el teléfono a Eriberto.
Veinte minutos más tarde Eriberto conducía su camioneta de regreso al pueblo, conforme con la promesa del INTA de indagar más al respecto de la extraña conducta de los faisanes en los días impares.
Esa noche, en horas de la madrugada, ruidos provenientes de fuera de la casa lo sobresaltaron. Buscó rápidamente su rifle de caza y una linterna. Con seguridad eran ladrones. Se apresuró a encender la luz trasera y salió a la intemperie en calzoncillos largos y camiseta, portando la linterna en alto y el rifle bajo la axila.
Vio dos coches negros estacionados a unos treinta metros de la casa y entre el sembradío, tres sujetos de negro, avanzando hacia el lugar donde tenía los faisanes. Gritó "alto" a viva voz, pero entonces un golpe estalló en su cabeza. Forcejeó con alguien que lo tomaba por la espalda y solo pudo divisar una figura con anteojos oscuros, recortado contra la enorme luna de fondo. El grandulón que lo sostenía le dio un cabezazo, dejándolo inconsciente.
Cuando despertó, Eriberto no sabía que hacía al pie de la cama y menos, como había hecho para golpearse tan fuerte la nuca y la frente en la misma caída. Estuvo dolorido toda la mañana. Finalmente se decidió ir al dispensario del pueblo. Desde la camioneta pudo leer el cartel escrito a mano, que decía "hoy no viene el doctor". Maldijo en voz alta. Puso en marcha la Ford y enfiló para la ciudad.
Estacionó frente a hospital municipal. Por suerte no parecía haber mucha gente. Incluso el veterinario que atendía en un pequeño despacho, estaba sentado en la puerta, cebándose unos mates. Lo saludó a la pasada, con un gesto de cabeza.
- Oiga - le gritó el veterinario.
Eriberto ya estaba entrando al hospital, pero giró hacia el hombre sentado.
- Cómo le va - dijo Eriberto
- ¿Y? ¿Ya supo algo de los faisanes? - preguntó mientras se llevaba la bombilla a la boca.
- ¿De los qué? - se sorprendió Eriberto.
- ¿Cómo de los qué? ¡De los faisanes hombre! ¿Se le siguen sacudiendo?
- Pero por qué no se va un poquito a la mierda, qué barbaridad dice - replicó ofuscado Eriberto, que de inmediato entró al hospital para hacerse ver los golpes.
El veterinario quedó con el mate a medio tomar y una expresión de asombro. Cada loco con su tema, pensó, y apuró el brebaje.
Muy cerca, desde dentro de un coche oscuro, un sujeto vestido de negro había tomado nota del diálogo entre los dos hombres. Llevándose un handy a la boca murmuró:
- El veterinario algo sabe. ¿Procedemos?
Tras unos segundos de estática, otra voz respondió: "Procedan".

Y ya nunca más se volvió a hablar del tema.

20 de noviembre de 2010

Un héroe que no lo supo

Grandes hombres y mujeres han recorrido los caminos de la humanidad, dejando su huella en la historia. Como suele decirse, han forjado el destino de la raza. Sus nombres nos resultan conocidos y a muchos de ellos, los admiramos sin siquiera saber con certeza cuáles fueron sus actos.
La historia de Antonio Corrales en cambio es tan sencilla y anónima que podría escribirse en el reverso de un boleto de colectivo de línea. No obstante, es importante.
Aquella mañana, de aquel día en el que sucedió todo, salió de su casa casi dormido, como tenía por costumbre. Barrendero municipal por opción y pereza, pues se anotó para dichas tareas por estar el formulario para dicho puesto en la oficina más próxima a la entrada, buscó sus elementos de trabajo y subió al camión que lo llevaba a diario hasta sus calles.
Apenas si el sol escupía sus primeros matices por sobre los árboles y los pájaros inundaban el aire con su cantar potente y armónico. Antonio empujaba con el escobillón las hojas, que se iban apiñando en un grupo homogéneo, cada vez más grande.
Cada tanto se detenía, tomaba una pala y cargaba las hojas en ella, para luego volcarlas en el enorme contenedor que cada cuadra tenía para tal fin.
Hasta allí, un día común. Salvo un par de coches que pasaron a su lado por la calle, mientras limpiaba, el lugar era un desierto en medio de la ciudad, y las edificaciones, modernos oásis que sin embargo no llamaban su atención.
El hecho ocurrió cuando se disponía comenzar a barrer la segunda cuadra a su cargo. Un hombre dobló por la esquina, apresurado. Llevaba una bolsa negra colgada al hombro y aspecto desagradable. Antonio no supo que era lo que le llamaba la atención de ese sujeto, ni tampoco el motivo por el cual en lugar de seguir haciendo su trabajo, se quedó observándolo fijamente.
Sea como fuese, el hombre se dio cuenta que Antonio lo miraba con recelo. Bien pudo haber seguido su marcha, pero sin embargo, molesto por la forma en la que el barrendero lo observaba, bajó a la calle y lo increpó.
- Qué mirás, eh, decime. ¿Tengo monos en la cara?
El tono de voz elevado y hasta histérico no amedrantó sin embargo a Antonio Corrales. Apoyado en su escobillón, lo miró de los pies a la cabeza y con voz serena y hasta, podría aventurarse, provocativa, contestó:
- ¿A quién te comiste, piscuí?
El rostro algo nervioso del hombre del bolso colgado al hombro se contrajo en una mueca de disgusto y sin pensarlo dos veces, arrojó un puñetazo en dirección al humilde barrendero. Antonio, de habitual andar cansino, sorprendió al agresor esquivando el golpe y propinando un inesperado contraataque merced a un arma que no estaba en los planes de ninguno: el escobillón.
Un movimiento brusco y rápido hacia delante, apuntado milimétricamente entre las piernas del hombre del bolso, impactó con violencia en la denominada zona baja. El agresor cayó de rodillas, tomándose con ambas manos el lugar donde Antonio le había asestado el golpe.
Cuando parecía que la riña estaba sentenciada, el barrendero vio como el hombre, con una mano, sacaba del cinto del pantalón un pequeño revólver. No dudó. El palo del escobillón se quebró en dos al golpear con fuerza malsana en la cabeza del sujeto que pretendía atacarlo con un arma.
Fue instantáneo. El hombre quedó nmóvil dos segundos y luego cayó con el cuerpo hacia atrás, mientras de la frente un tajo provocado por una astilla del palo del escobillón dejaba escapar un hilo de sangre, que de a poco se convertía en un verdadero manantial.
Antonio, estaba sorprendido, por la situación y el desenlace.
- Mierda, creo que lo maté - dijo en voz baja, como un silbido perdido en la brisa.
El barrendero miró hacia todas las direcciones y el lugar seguía desierto. Apuró entonces su accionar. Sin dudar, tomó al hombre y lo arrojó dentro del contenedor. De inmediato buscó otro escobillón y barrió con prisa las hojas y las fue tirando encima del cuerpo, hasta cubrirlo por completo.
Cuando más tarde pasara el camión a recolectar el contenedor, el ya no estaría allí y con suerte, las hojas serían quemadas esa misma tarde en algún basural de la ciudad.
Antonio no lo sabía, pero ese hombre iba a asaltar un banco esa mañana. Sus secuaces, al no aparecer a la hora señalada, suspendieron el atraco. Todos andaban armados y en sus prontuarios contaban con varias muertes en su haber.
El barrendero se convirtió así en un héroe anónimo, un tipo que evitó un hecho delictivo e incluso, quién sabe, salvó vidas inocentes. Sin embargo la historia jamás lo dejará asentado en sus anales. Ni siquiera Antonio se enterará de lo valioso de los actos de aquella mañana.
¿Es acaso justa la vida? ¿Cuántas personas como Corrales existirán que jamás podremos admirar? Es hora de comenzar a mirar a los barrenderos con otra predisposición y no asustarnos si ellos nos observan detenidamente. Lo heroico puede suceder al cruzar la calle. Nunca se sabe.

17 de noviembre de 2010

Reír

Se reía Carlitos al oír a sus maestras decir que era malo jugar bruscamente, mientras separaban a los niños de las infantiles riñas del recreo.
Se reía Carlitos cuando algún vecino o vecina (con mayor frecuencia) lo calificaba de maleducado por no saludar cuando pasaba, de regreso de la escuela o hacer los mandados.
Se reía Carlitos cuando en televisión decían, entre noticias de robos y violaciones, que era muy malo para los chicos pasar horas y horas jugando a los videojuegos, principalmente a los de guerra y luchas.
Se reía Carlitos cuando alguna tía lo retaba vehementemente, por distraerse mientras hacía la tarea o directamente, por no tenerla ni siquiera copiada en su cuaderno de clases. Así nunca, le decían, prosperaría.
Se reía Carlitos cuando en su casa, papá le revoleaba a mamá algún objeto y ella, aturdida, contestaba con insultos. En tanto el abrazaba a su hermanita Angela, mientras la ponía a resguardo bajo la cama, para que tampoco ella terminara golpeada.
Se reía Carlitos de todo eso, para no llorar.
Para sobrevivir.
Para no pensar en otros caminos.
Se reía, por Angelita.

14 de noviembre de 2010

El olor del tiempo

Se sentía viejo, ya sin fuerzas. Otras eran las épocas en las que despertarse era sinónimo de alegría. Casi a desgano recorría la distancia entre sus aposentos y la sala mayor.
Lo fastidiaba la rutina, la falta de originalidad en sus días. Cuando era más joven, al menos tenía la osadía de aventurarse por lugares prohibidos, alimentando su necesidad de asombro.
Pero el tiempo era tirano, para unos y otros, sin ningún tipo de preferencia. Y con su paso, se lleva todo, absolutamente todo.
Por los amplios ventanales del caserón divisaba lejana la noche, con su manto lúgubre enalteciéndola, como la recordaba desde siempre. El aire fresco penetraba con fuerza, traspasándolo.
Sentía en el aire el olor a los campos de lavanda que rodeaban el lugar. Era el aroma de la pena, el que se respiraba cada despertar y a toda hora, el que le recordaba sus años. Era el puñal diario de saberse preso de sus días.
En aquel lugar, a pesar de la oscuridad, se movía sin problemas. Sus pasos retumbaban sobre la madera y eso estaba bien. Ese sonido lo devolvió a la realidad, alejándolo de la ensoñación, del recuerdo nefasto de aquel pasado añorado.
Se miró, de cuerpo completo. Era cierto, estaba avejentado. Pero no por ello había perdido el don de hacer lo que mejor sabía hacer, lo que en realidad, era lo único que sabía hacer.
Y entonces, como buen fantasma que creía ser, subió al primer piso a horrorizar a los sufridos habitantes de la mansión.

11 de noviembre de 2010

El día de mañana

El día baña de luz las profundidades: es la señal.
Como cucarachas, abandonan sus escondites nocturnos.
Caminan torpemente, se topan entre si y gruñen como bestias; algunos se dañan.
Son figuras humanas, pero sus rostros son el reflejo de la muerte, del horror.
Avanzan en dirección sur, como un rebaño.
Algunos caen en la ruta, barriendo con el cuerpo fulminado el polvo, convirtiéndose en algo más del paisaje.
Nadie encabeza la marcha, es un andar desprolijo, como una manada sin pastor.
Los buitres vuelan bajos e intentan descensos rapaces a los rostros de esos seres, que se defienden con manotazos y gruñidos al aire.
El sol no tiene piedad con esos cuerpos y brilla con violencia desde lo alto.
El sudor empapa a los andantes, la muerte sucumbe a su paso.
Para la tarde, un pequeño pueblo aparece en lo alto de una colina.
Los caminantes transitan sus calles, pero no se detienen, ni siquiera se preocupan por saber si hay gente en las viviendas. Quizá ya saben la respuesta.
La marcha los devuelve al desierto.
Pasan entre tanques y vehículos del ejército, abandonados para siempre bajo el cielo del mundo.
A lo lejos divisan otro rebaño de seres torpes, como si un espejo los reflejara. Salvo que no es un espejo.
Se miran con furia, con instinto de supervivencia.
Se lanzan al combate, unos contra otros; sus brazos se transforman en armas, arrancan ojos, quiebran brazos, rompen costillas.
El desierto es ahora un mar de sangre, el sol ante el horror comienza a retroceder
Los sobrevivientes, siguen su camino, hacia el horizonte.
Comienza a anochecer en el medio de la nada de aquel futuro espantoso.
Los seres torpes buscan refugio.
Saben que el sol los vendrá a buscar luego.
Para seguir caminando.
Para seguir existiendo.

8 de noviembre de 2010

La cola del diablo

Quisiera que todos me escuchen, dijo Evaristo tras hacer tintinear la copa que segundos antes contenía el más delicioso champagne del restaurant. Había pronunciado las palabras con un suave tono de voz, pero a la vez severo, que hizo que los comensales invitados a su fiesta de cumpleaños número sesenta dirigieran las miradas hacia la mesa más cercana al escenario, es decir, la que él ocupaba.
Evaristo se había puesto de pie, dejando ver de cuerpo completo sus dos metros de altura, aquella estampa que tanto había intimidado a maleantes y criminales durante años. Aquel hombre, de semblante recio y justo, era respetado como un digno representante de la ley. Para algunos, era tan solo un tipo de pocas pulgas que había encontrado la profesión justa.
Las cinco palabras aún resonaban en los oídos de los presentes. Los ojos interrogadores iban y venían, de mesa en mesa, y la pregunta colectiva se elevaba como un fantasma que nadie podía ver, pero todos percibían. La duda, la intriga, iba ganando el lugar. Hasta el aire parecía contenido, casi en un rictus de letargo, quebrado por un rayo que nadie había visto caer.
Un cubierto rozando un plato rompió el silencio, y luego un par de carraspeos intentaron darle naturalidad al momento. Sin embargo allí estaba Evaristo, de pie ante su mesa, tras haber pedido la atención de todos. Los rostros reflejaban incertidumbre por lo que el gran hombre pudiera decir, podía leerse en los gestos angustiados, casi al borde del pánico.
Entonces, el hombre, allí parado, con la copa en la mano, dijo:
- Pueden estar tranquilos aquellos honrados, pero comiencen a temer los que se han desviado en sus acciones y tienen algo que esconder. Desde mañana, haré que la ley se cumpla y que la tierra tiemble bajo los pies de quiénes se rían de ella.
Hubo un silencio, casi espectral, de la misma magnitud de una bomba atómica. Luego, con una timidez que enraizaba el miedo latente, surgieron unos aplausos, dubitativos primero, que luego, casi en un reflejo de supervivencia, se convirtieron en una cascada de palmas.
Evaristo aguardó paciente que el ruido cesara, sin siquiera mover un ápice su cuerpo. Barrió con la vista la sala presente y se sirvió otra vez en la copa, pero siempre de pie. La levantó en señal de brindis.
- Y que se corra la voz. ¡Chin chin!
Los presentes apuraron a levantar sus copas, como si eso los hiciese cómplices de la ley, aventurados amigos de la honestidad. Hubo quienes derramaron el líquido y otros que notaron recién con la copa al aire que la misma estaba vacía.
Evaristo sonrió sin demostrarlo, saboreando el momento, el instante preciso en el que la verdad arrasó con el desfachatado disfraz de la hipocresía. No es difícil ver la cola del diablo bajo el traje de santo. Sobretodo si uno hace el esfuerzo por mirar y ver, como Evaristo, el tipo de pocas pulgas que era respetado como un duro de la ley.

5 de noviembre de 2010

La mudanza

Primero embaló las cosas más pequeñas y las metió en cajas. Luego colocó en bolsas sus ropas. Subió todo a una camioneta y las llevó hasta su nuevo departamento.
Llegó el turno de los aparatos electrónicos. Televisor, heladera, lavarropas fueron los más complicados. Los más pequeños los metió dentro de las cajas que había utilizado para los platos y vasos. Subió todo a la camioneta y los llevó al nuevo piso.
Luego fue el mobiliario. Cama, armarios, alacena, mesas, sillas y varias repisas. Esta vez necesitó de muchos viajes.
Para el final dejó sus herramientas de trabajo. La .45, el cuchillo de mango plateado, las sogas, las cintas adhesivas, la escopeta de caño recortado, las cajas de explosivos.
Pero antes de cargar todo en el vehículo, golpeó la puerta del departamento del conserje, le asestó dos tiros con el silenciador puesto en su arma de fuego y luego si, dejó atrás su viejo hogar, tranquilo que nadie pudiese indicar hacia dónde había ido.

2 de noviembre de 2010

El estadístico

Obsesivo, el adjetivo que definía a la perfección a Guillermo. Una persona que con la sola apariencia, ahuyentaba a otros. Cabellera frondosa y despeinada, barba de varios días, pantalones siempre desabrochados, camisa mitad dentro del pantalón mitad afuera, ojotas, las manos sucias de tinta de periódicos y un aire de superioridad que pocos soportaban, lo retrataban a diario, mientras carpetas en mano caminaba por los pasillos del cuarto piso, el correspondiente al área de estadísticas.
Es que Guillermo era un estadístico formidable, pero un ser humano que dejaba mucho que desear. Al menos, en lo que a relaciones se refería. Pocas veces saludaba a alguien, si tenía que empujar en su paso a un compañero de trabajo lo hacía, no era solidario, no hacía favores y tampoco comía junto al resto de los que trabajaban en la empresa.
Llegaba puntualmente a las ocho de la mañana y se iba a las cinco de la tarde, ni un segundo más, ni uno menos. Su trabajo era impecable. Llevaba las estadísticas de forma notable. No había registro con error alguno ni dato estadístico omitido.
Su figura desaliñada se compenetraba en su trabajo como ningún otro lo hacía. Su tarea era la de recolectar datos de los periódicos y elaborar estadísticas de consumo según las publicidades y noticias, además de relevar la cantidad de informaciones según temas, el número de veces que se mencionaban a políticos, deportistas, artistas, para luego proyectar tendencias que aprovecharían otras áreas de la compañía.
Repasaba cada dato al menos diez veces y llevaba en su memoria cada número recolectado. Era capaz de citar estadísticas de cualquier día, sobre cualquier tema, en cualquier momento. El ostracismo en el que se sumergía durante el trabajo hacía que nadie pudiera comprender cómo lograba tal capacidad y en todo caso, cómo poder emularlo.
En contrapartida, lo dicho. Esa fama de mal tipo que se había forjado, que hacía de su nombre una mala palabra, al menos entre sus compañeros. Cuando alguna discusión lo alcanzaba recurría a una táctica: informaba el número de personas que según las cronológicas habían muerto en los últimos diez años con el mismo apellido de quién lo estaba peleando. Y no conformándose con eso, citaba los nombres. Las estadísticas (y el sabía) le auguraban que alguno de los nombrados, sería pariente de la persona con la que discutía. Lograba así asestar un golpe bajo y acomodar la situación a su favor.
Varias veces quisieron golpearlo por llegar a estas artimañas, pero entonces enumeraba de memoria los casos en los que empleados habían sido despedidos por utilizar la violencia contra un compañero de trabajo y lograba que desistieran de lincharlo.
La convivencia con Guillermo no era la óptima, pero a los jefes, que no tenían trato, esto no le importaba. Incluso, debido al excelente trabajo del hombre, ni siquiera oían los reclamos del resto.
Fue así que la bronca de algunos se fue acumulando, al punto de estallar cierta tarde, tras un cruce de palabras entre Guillermo y un cadete de otro piso que había bajado en busca de unas carpetas con datos del año anterior.
El estadístico fue tomado de los hombros y entre varios, llevados hasta el balcón del cuarto piso. Dos compañeros lo sujetaron de las piernas y lo pusieron cabeza abajo. Guillermo colgaba en el aire, con el suelo, cuatro pisos más abajo, como única posibilidad de aterrizaje en caso que lo soltaran.
Uno de sus compañeros lo increpó:
- ¿Y entonces Guillermo? Estadísticamente... ¿cuántos sobreviven a una caída así?
A pesar de estar colgando, la voz de Guillermo sonó tranquila, casi parsimoniosa.
- Tengo un alto porcentaje de posibilidades de sobrevivir. En los últimos veinte años se han cometido ciento cincuenta y dos asesinatos con esta modalidad en el país, de un total trescientos veinte intentos confirmados por la policía. De los más de cien sobrevivientes, cincuenta y uno se vengaron de sus verdugos, de los cuales treinta y tres perecieron en esas venganzas. De ese total, solo dos fueron arrestados. El resto logró escapar de la cárcel. Es decir, que en caso de soltarme, tengo muchas chances de sufrir solo lesiones óseas, lo que me dará bastante tiempo de planear la venganza en un hospital, para luego perpetrarla con comodidad tras la rehabilitación.
Los hombres vacilaron y se dieron cuenta que estaban haciendo una estupidez. Bajaron a Guillermo y se retiraron a sus puestos de trabajos, entre avergonzados y masticando bronca.
El estadístico los observó alejarse y sonrió perversamente. No existía en el mundo mayor poder de persuasión que las estadísticas. Con ellas, podía hacer lo que quisiera. Y muy seguro de si mismo, volvió a su oficina, mientras en su mente iba sumando un nuevo dígito a las discusiones ganadas frente a sus compañeros de trabajo.

30 de octubre de 2010

Melodía de sangre

En aquella barbarie de sangre, el sonido del disparo era la única ley.
Y entre tantas balas, sobrevivir era un calvario. Se oían los gritos en mil idiomas y se veían los rostros morir, sin importar la piel.
Desangrados se arrastraban, por un poco de piedad. El cielo se oscurecía de tanta maldad, quizá por vergüenza de mostrar lo que sucedía en aquel páramo de soledad.
La metralla continua, las explosiones sin respiro. El caos, la destrucción. Lo atroz, vistiendo al día con gasa oscura, mortaja y hoz. En el lecho de tierra, las tumbas se regalaban de cara al sol. Al opaco y triste sol.
El hombre, que ya no recordaba ni el nombre ni el bando estiró su brazo entre vísceras, quizá suyas, quizá no, y lo llevó al bolsillo de su pantalón. Entre estertores de nefasto presagio, se movió entre los cuerpos que lo inmovilizaban y sacando el rostro del barro, giró hacia un lado.
La mano, que era un solo ardor, tomó la armónica que dormía ajena a todo en el pantalón, y con mucho esfuerzo, la llevó a su boca ensangrentada. Primero con miedo, casi tímida, escapó la primera melodía.
Con dubitativos compases, danzó en el aire y se esparció. El sonido de la armónica se elevó como un ángel, mezclándose entre el dolor y la muerte, besando las mejillas de los heridos, acariciando el alma de los moribundos, despidiendo a los que se habían ido.
Y cuando la muerte los alcanzó, se sintieron abrazados por esa paz sin idiomas ni distinciones.
En aquella tragedia, la música fue el único bálsamo.

27 de octubre de 2010

Día de censo

Es mi segundo censo. Hace diez años apenas si tenía experiencia. Recuerdo salir de las viviendas temiendo haber olvidado algún que otro detalle. Supe estar nervioso, aunque solo en las primeras visitas. Con el correr de las horas y la práctica, aquella inolvidable jornada terminó de la mejor manera.
Para muchos se trata de un evento estadístico, para otros, una jornada diferente que se puede tomar como de descanso. En lo personal va mucho más allá. Quizá no me crean, pero desde hace una década que espero esta fecha.
Aprendí bastante de aquella experiencia inicial, podría decirse que a lo largo de todo este tiempo he repasado cada una de las visitas. En mi mente he planificado este segundo censo una y mil veces. La forma de presentarme ante la gente, cómo hablarles hasta ganarme su confianza, las maneras más rápidas y precisas para llevar a cabo las tareas. Este lapso ha sido interminable.
Sin embargo aquí estamos, de cara al sol naciente elevándose por el este. La brisa es tenue, casi imperceptible, pero la veo en las hojas de los árboles, en las flores de las ventanas. Un día hermoso, signado por el censo. Poco tránsito, casi nadie en las calles. Un día perfecto.
Sin la planificación este segundo censo sería como el primero: el censo de un inexperto. Pero se dónde comenzar y cómo hacerlo. He estado en esta esquina cientos de veces desde que la elegí. Conozco cada vivienda, cada puerta, la ubicación de las ventanas, el movimiento de los vecinos, incluso, los nombres de muchos.
La veo venir, carpeta en mano. Camina en forma cansina, quizá temerosa por la primera visita. Veo juventud en su rostro. Es primeriza, no me quedan dudas. La aguardo en la esquina norte de la manzana, la que por instrucción le corresponde para comenzar. Se acerca y le sonrío. No tiene tiempo para más. La atraigo contra mi cuerpo, el quiebro el cuello y la arrastro hasta el interior del container de basura de la esquina. Tal lo planificado miles de veces en mi mente.
Tomo su carpeta, su identificación (a la que le coloco mi fotografía), busco el bolso con mis armas y me dirijo a la primera casa a la derecha. Golpearé y me atenderán. Me harán pasar sin sospechar que soy la muerte personificada. Les hablaré, entraré en confianza, sabré cuántos son y si esperan a alguien a lo largo del día y luego, sigilosamente, haré del asesinato un arte y vestiré de sangre el lugar.
Y luego, iré a la casa contigua, y a la otra, y a la otra, hasta completar la manzana. Cómo lo tengo planificado. Cómo sucedió hace una década. Cómo seguirá sucediendo.
Sólo, ábreme la puerta.

24 de octubre de 2010

Huyendo

Entre sueños retumbaron los últimos tambores. La selva quedó atrás. La fatiga lo acostó sobre la tierra húmeda, el sol acariciando sin lastimar. Aún retumbaban sus oídos, como a punto de estallar. La sangre ardía en sus venas y él todavía sin creerlo.
No quiso mirar hacia el lugar de donde venía, porque temía volver a vivir la pesadilla.  La respiración era agitada, su pecho se hinchaba y luego se desinflaba como un viejo fuelle. Cerró los ojos pero los abrió al instante: la oscuridad lo asustaba.
Se parecía tanto a las noches en medio de la nada, sin luces ni estrellas, sepultadas en lo alto, detrás de las frondosas copas de los árboles. Sintió el dolor en sus piernas. La piel lacerada por las ramas y las caídas. El cansancio en los músculos, la debilidad mental en su punto cúlmine.
Sin pretenderlo, se echó a llorar. Quería detenerse, pero no podía. A lo lejos, incluso encima de los tambores, se escuchaban gruñidos. Se estremeció entre lágrimas y haciendo un esfuerzo, abrió los ojos y miró hacia atrás.
Allí estaba la ciudad y sus bestias de cemento, ocultando el día e invitando a la noche. Había escapado de sus fauces, de ese voraz apetito que devora almas y corazones sin consuelo. Su vista se nubló por un instante y entre fantasmas volvió a ver esa selva moderna que lo había azotado sin piedad, repleta de rugidos extraños y tambores que presagiaban el rito de la muerte.
La muerte del ser humano, ni más ni menos.

21 de octubre de 2010

Tito

Me pidieron que explicara lo que era la radio. Uno cree muchas veces tener todas las respuestas, al menos hasta que alguien le pide que se exprese sobre algo. Entonces, se cae en la cuenta que si bien uno sabe por experiencia, a veces es difícil precisar lo que ha llevado años asimilar, como parte de uno, como una pieza más de su espíritu.
Temiendo no encontrar las palabras adecuadas e incluso, con temor a que no vieran la dimensión de la misma o peor aún, empantanarme en una explicación sencilla y de compromiso, narré la siguiente anécdota:

Domingo. El día más lindo de la semana. Para algunos porque llega el descanso, el asado del mediodía, las carreras en la tele, el paseo por el río, la caña de pescar, la caminata por las calles de la ciudad. El domingo también traía el fútbol. El nuestro, el de las canchas con tribunas de tablones, de terrenos casi pelados, con apenas sombras de césped.
Almorzaba apurado, mirando de reojo el reloj de pared. Si los partidos arrancaban a las cuatro, al menos dos horas antes tenía que estar en la radio, para los preparativos. La emoción de recibir el grabador, el equipo para comunicarme, que por entonces era un handy y por supuesto, el partido a cubrir para la transmisión central.
Las dos en punto en mi reloj que siempre estaba adelantado unos minutos. Había llegado con tiempo de sobra. Llamé a la puerta y allí estaba Tito, el dueño de la radio, para abrirme. El semblante serio, pero amable. Me hizo pasar, indicándome que en la oficina estaba su hijo, Gerardo, que tenía las cosas para darme. Fui raudo por el pasillo hasta aquella puerta al fondo, detrás de la cual ya se escuchaba el diálogo de esas voces conocidas.
El estar allí ya era motivo de alegría. Hablamos de Boca, de River, de los partidos de esa tarde, de algunos entretelones de la liga local. Nos fuimos metiendo en clima. El partido central de la transmisión era en un pueblo vecino. Allí irían en coche los cuatro que llevarían adelante la conducción radial del encuentro. Me habían designado para seguir los acontecimientos de un partido en la ciudad, en uno de los barrios hacia el sur de la misma.
"Te lleva Tito" me dijo Gerardo. Asentí con una sonrisa. Los ayudé a subir los equipos al auto y chequear que no se dejaran nada vital para poder entablar la comunicación. "Llegamos y en media hora largamos con la transmisión" me informaron y para despedirse: "Cuando llegues a la cancha, llamanos por handy".
Quedé en la radio, con la libreta de apuntes preparada, la radio portátil con pilas nuevas para tener buen retorno de la emisora, el handy aguardando ser usado y todas las ganas del mundo de salir para la cancha. Pero debía esperar a Tito.
El hombre se tomaba su tiempo, no le veía apuro a la situación. Acomodaba los cds y cassettes usados en los programas anteriores, se cercioraba cada tanto que el sonido estuviera bien, que el programa que estaba saliendo al aire en ese momento lo hiciera bien. Pasaba a mi lado y me decía "ya vamos, no te preocupes". Pero seguía en lo suyo y a pesar de mi impaciencia, podría decirse que admiraba la forma en la que cuidaba de su radio.
Mis ojos acudían cada dos minutos al reloj y eran testigos de como el tiempo iba transcurriendo. Desde el pasillo donde estaba pude escuchar como el operador de turno ya estaba probando el enlace con la cancha del pueblo vecino. Eso significaba que ya habían llegado y estaban montando los equipos.
Tito pasó por mi lado y me animé a preguntarle "¿ya salimos Tito?. Consultó la hora al tiempo que también escuchaba las pruebas de sonido provenientes de la cabina de controles. "Si negro, dame un segundo que olvidé unas cosas".
El segundo se convirtió en un minuto, luego en cinco, en diez... Escuché la música característica de presentación de la transmisión y a continuación, la voz del relator anunciando la espléndida tarde en la cancha de la vecina localidad. Anunció los móviles que reforzarían la información e incluso escuché mi nombre y la cancha asignada; luego pasó a las publicidades, escupidas con elogiable habilidad por el locutor.
Me estaba poniendo nervioso. Si bien faltaban varios minutos para el comienzo del partido, era consciente que debía estar un rato antes, para poder recabar la información de los equipos y narrar el panorama a los radioescuchas.
Entonces sucedió lo que me temía. El relator pidió publicidades para luego "tomar contacto" conmigo, claro. Corrí prácticamente hacia la oficina de Tito, que levantó la vista de unos papeles cuando entré.
- Tito - le dije - Quieren que salga al aire, creen que estoy en la cancha. ¿Qué hago? - preguntaron mis años jóvenes - ¿Les digo que estoy en camino?¿No les contesto?
Tito me miró y como la cosa más normal del mundo, me dijo:
- Deciles que estás en la cancha, buscando información. Total... qué saben ellos que no estás.
- Pero...
Sin embargo no le agregué nada al pero. El retorno desde el estudio traía otra vez la voz del locutor. Me estaba presentando y entonces, me dio paso.
Ese segundo fue eterno. Ese instante entre mi nombre y mis dedos oprimiendo el pulsador del handy, bajo la mirada de Tito, el rostro sereno, hasta cómplice. Y entonces mi voz llegó a mis oídos. Si, era mi voz y ya despojada de los nervios, siguió el consejo.
- "Buenas tardes compañeros, aquí estamos en la cancha, como bien decís, donde jugarán...."
Hablé durante dos minutos sin parar, describí un día perfecto, la gente llegando de a poco, los jugadores trotando a un lado de la cancha mientras el partido preliminar aún se estaba jugando. Describí todo como si estuviese allí y prometí en unos minutos, las alineaciones.
Tito me miró cuando corté la transmisión y me sonrió. "Negro, esto es radio - me dijo - Bueno, ahora si, vamos a la cancha".

Y entonces comprendí, sabía a lo que se refería. No pude menos que agradecerle con una sonrisa.
Desde entonces la anécdota me acompaña como definición sobre lo que es la radio.
Porque aquello no fue una mentira. No fue un engaño.
Fue magia.
Fue radio.


Con cariño, dedicado a Eduardo "Tito" Muriado. Gracias Tito y fuerza.

19 de octubre de 2010

Mención de honor en "Mundos en Tinieblas 2010"

El pasado sábado 16 de octubre, se llevó a cabo la ceremonia de premiación del concurso literario "Mundos en Tinieblas 2010" (en el Centro Cultural Guapachoza, ubicado en Jean Jaures 715, Abasto, Capital Federal) organizado por Ediciones Galmort, obteniendo el cuento "El niño en la noche", de mi autoría, una mención de honor.
Por segunda vez en tres ediciones, logro que un cuento sea finalista de este concurso de relatos de terror, siendo ésta la primera ocasión en la que recibo un galardón de parte de la joven editorial.
Hasta el momento he participado en las dos primeras antologías de Mundos en Tinieblas (2008 y 2009) y luego de esta grata noticia, con seguridad veré publicado mi cuento en la tercera publicación, de aparición en los próximos meses.
En el año 2008 el cuento seleccionado fue "Despertar" (fue elegido como uno de los veinticinco finalistas), en tanto que en 2009, "La verdad tras la mirada" tuvo la suerte de ser publicado en la antología. Este año le toca a "El niño en la noche", relato entre el terror y lo macabro, lo irreal y lo posible.
Agradezco a Ediciones Galmort por la posibilidad que brinda a través de este ya tradicional concurso literario de relatos fantásticos y de terror, a los escritores nóveles y si bien es una materia pendiente poder asistir a sus eventos, hago extensivo desde aquí mi felicitaciones por esta iniciativa, que ya va por su tercera edición y que seguramente tendrá muchas más, dado el empeño y dedicación que le ponen las personas que están detrás, con Alejandro Geloso a la cabeza.

Durante la ceremonia de premiación se efectuó una charla, a la que lamentablemente no pude asistir, con la participación de Bárbara Duhau, autora del libro Criaturas insensibles, y Agustín María, autor de Contradicciones.

A continuación, el listado completo de los ganadores del concurso (los relatos serán publicados en breve en la web de la editorial):

1. "Había algo allá afuera", por Pablo Martínez Burkett
2. "El Dr. Regis", por José Joaquín Romero Lozano
3. "Seis puertas antes de Adela", por María Noelia Antonietta
4. "Capgras", por Fabián Kon
5. "Bruxismo", por Ernesto Daniel Bollini
6. "El niño en la noche", por Ernesto Antonio Parrilla
7. "El camino cruzado", por Leandro López Trimarco
8. "El fantasma persistente", por Tomás O. Manzanelli
9. "Las voces", por María Rosa Llinares
10. "El caso Harris", por María Rita Gil

Web de Ediciones Galmort

Web del Concurso Mundos en Tinieblas

17 de octubre de 2010

Pañuelos

Una sucesión de extrañas muertes movilizó hace unos años a los investigadores más reconocidos del país.
Tras varias semanas se pudo corroborar que las mismas estaban conectadas. Todos ellos hombres, habían perecido en calles céntricas de la ciudad, desvaneciéndose repentinamente sin síntomas previos o pedido de ayuda alguno.
Pocas coincidencias servían de asidero a los encargados de la investigación, pero había una que fue decisiva y sin embargo, en primera instancia, parecía un detalle menor.
Cada uno de los hombres fallecidos en esas circunstancias, sostenían en sus manos un pañuelo.
Las conjeturas iniciales querían explicar algún posible resfrío que éstos tuvieran o bien, alguna enfermedad que hiciera necesaria la utilización de un pañuelo, ya sea para contener la tos o limpiarse la nariz.
Los pañuelos eran distintos y puede que esa excusa haya desorientado a los investigadores o bien, impedido que hubiesen atado cabos en un principio.
Cuando este elemento pasó a ser considerado de importancia en el caso (que a esa altura era uno solo, dado que se decidió que algo en común conectaba cada muerte) procedieron a ser analizados.
Un rastro de un químico que no podían precisar, se repitió en cada uno de ellos. Se puso en alerta a las fuerzas policiales, de todos modos nadie sabía que buscar.
Las muertes se prolongaron durante varios meses y de repente cesaron, tan abruptamente como habían comenzado.
Este hecho fue muy comentado entonces y los medios, al no registrarse más muertes, lo olvidaron, como hacen con todo aquello que deja de ser posibilidad de venta.
Sin embargo volvió a mi mente hace unos días y aunque vagamente recordaba, recurrí a los archivos de la hemeroteca de la ciudad para saber más del caso.
La caja de pañuelos que por casualidad encontré bajo un piso falso en el armario donde mi mujer guarda sus zapatos, despertó mi interés.
El hecho que ella sea una respetada química en una fábrica de perfumes, reforzaba una de las teorías por entonces existentes, que mencionaba la posibilidad de que el asesino fuese una mujer, que dejaba caer el pañuelo impregnado en alguna esencia perfumada mezclada con algún veneno líquido.
El destino de aquel acto, era un asesinato al azar, pero con seguridad, algún hombre que veía caer el pañuelo y lo recogía con el fin de devolverlo, pero con ese último acto reflejo de oler el perfume como detonante de su muerte.
Por supuesto, pensar eso de mi mujer podía considerarse como poco serio de parte de uno, pero teniendo en cuenta su carácter reservado en los últimos tiempos, la forma en la que perdió la jovialidad de antaño, su manera distante de tratarme, el odio creciente en sus comentarios a lo largo de los años sobre los hombres, me hacían sospechar.
Decidí hace dos noches encarar la conversación durante la cena. Fui directo, mencioné que había encontrada la caja de pañuelos.
Ella no levantó la vista del plato, si bien el cuchillo dejó de cortar el pollo durante un segundo. Comió el bocado, mientras el silencio reinaba en la cocina, quebrado por el sonido imperceptible del televisor, encendido en la habitación contigua.
Tras un minuto, sin mirarme, escupió unas pocas palabras:
- Supongo que irás a la policía.
Debo confesar que tan escueta pero más que suficiente declaración, me tomó por sorpresa. Atiné a decir que "no", pero en forma tímida y atolondrada, como un niño que no sabe que contestarle a su padre, cuando éste lo encuentra en un aprieto.
La cena prosiguió, aunque cada fibra de mi ser sintió como la tensión se apoderó del lugar y las fricciones de los cubiertos de ella sobre el plato hacían chirriar la porcelana.
Al despertar, en la mañana, ella ya no estaba. Tampoco sus pertenencias. Sobre la cabecera de su lado de la cama, había dejado un pañuelo.
Lo examiné desde mi lado, en silencio. Me contuve, tuve la necesidad de estirar mi mano, pero no lo hice. Tampoco fui a la policía.
Jamás sabré si el pañuelo también estaba envenenado. Lo arrojé a la basura envuelto en las sábanas. Tampoco conoceré los motivos. Se fue, desapareció. A media mañana llamaron del trabajo, no había ido. Colgué, no sabía que decir. No lo se aún.
El mundo se ha vuelto una incógnita enorme y todo lo que creía saber, ahora es un mar de dudas. Naufrago en gigantesco espejo de agua con melancolía, sin saber siquiera si tengo que considerarme un afortunado por seguir apreciando el celeste del cielo o si deberé esperar tarde o temprano, toparme con otro pañuelo en alguna de las calles de mis días.