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28 de diciembre de 2009

La de los ojos rojos

Julián era un tipo serio, trabajador y honesto. Se había marchado de la casa paterna antes de los dieciocho, ni bien terminó el colegio secundario. Le parecía de aquello una eternidad, pero aún no había pasado una década. Recordaba claramente la discusión con su madre, porque se había plantado en la postura de no seguir estudiando y buscar un trabajo.
Se quedó con la suya, lágrimas de por medio de su madre y varios meses sin hablarse con su padre, pero nunca se arrepintió. Capaz y versado, supo ganarse la confianza de sus patrones en una tienda de un pueblo vecino y con el tiempo, ser promovido como encargado de una sucursal mayor, ubicada en la capital de la provincia.
Así fue como perdió contacto fluido con su familia. Atrás había dejado además de sus padres, con los que, luego de aceptar su decisión, la relación siempre fue estupenda, a cinco hermanos, una gran cantidad de primos y tíos y a los abuelos por parte de su madre.
No dejaba de llamar todos los domingos, pero no era lo mismo. Las conversaciones parecían superficiales, intangibles. De vez en cuando se enteraba de alguna novedad de sus hermanos o primos, pero era lo mismo que enterarse en el diario que un hombre en otra parte del mundo se había ganado la lotería. Sus "qué bien", "mandale saludos", "decile que los quiero", "los extraño" se fueron haciendo cada vez más forzados.
Eran su gente y ese lazo era más fuerte que el olvido y la distancia y por ello, cada domingo marcaba en el teléfono el número que conocía de memoria y aguardaba el tono de llamada hasta que la inconfundible voz de su madre lo aturdía con "¡hola Julián!" seguida de un "vos siempre te acordás de nosotros". Y a Julián, aunque sea un par de segundos, se le aflojaban las piernas. Pero duraba poco. Luego la frialdad a la que se había acostumbrado, tomaba posesión otra vez de él.
Pero desde el último domingo, es decir, dos días atrás, que no podía dormir. Era algo extraño, pero de pensarlo se le erizaba la piel. No podía dejar de recordar unos meses atrás, también domingo - ahora estaba seguro - que al regresar a su solitaria casa de pasar la tarde con unos amigos del trabajo, con los que había comido un asado, sintió a sus espaldas mientras cruzaba del living a la cocina el aleteó de un animal.
Pensó en un pájaro. Entonces revisó las ventanas y se dio cuenta que había dejado abierta la que daba al pequeño patio. La cerró y tomó la escoba, para intentar cazarlo.
Lo buscó hasta el cansancio. Cuando se daba por vencido, escuchó el sonido otra vez. Giró y no era un pájaro. Una enorme mariposa negra se poso en el estante de los libros, en una posición tal que hubiese jurado, lo estaba observando.
Apurado, quiso encender también la luz que daba para ese sector, así la veía con más claridad si escapaba hacia el techo, pero se equivocó de tecla y dejó todo a oscuras. Fue un segundo, pero en ese instante sintió pavor. En el lugar donde estaba la mariposa, dos puntos rojos se suspendían fijos en el aire, como si fuesen ojos. Activó la tecla de inmediato.
La luz trajo de nuevo a su vista la imagen de la mariposa. Corrió hacia ella con la escoba en alto y el bicho, presintiendo el peligro, se alejó volando hacia la cocina. Julián fue tras ella, pero tuvo que agacharse para evitar chocar con la mariposa, que ahora volaba en dirección contraria perdiéndose por la puerta que daba al dormitorio.
"Ya te tengo" dijo Julián recordando que había acabado de cerrar la ventana pero al llegar al marco de la puerta se detuvo con la boca abierta, al ver la ventana abierta hasta arriba y las cortinas arrebatadas por la brisa.
No había pensado más en el asunto hasta que un par de horas después su madre se anticipó a su llamado y llorando le dio la noticia de la muerte de Pedro, el más pequeño de todos.
Un accidente fatal, en la ruta, dos horas antes. Julián no supo que decir. Lo velaban a la mañana siguiente, estaba destrozado "mejor no vengas Julián". Y él, por supuesto, no fue.
Y a su vez, pensar en ese episodio, le traía a la memoria lo del último domingo. Había terminado de ver el partido de fútbol de su equipo en la tele. Tenía que ponerse a pensar en lo que se haría de cenar. En la heladera había algo de fiambre, pero ya había hecho sánguches la noche anterior. Vio que en la puerta tenía unos huevos y supuso que un omelette no estaría mal.
Cerró la puerta de la heladera y su vista quedó cara a cara con la ventana de la cocina, la que da al pasillo con el vecino. Del otro lado del vidrio, posada sobre el mismo, la mariposa negra lo observaba fijamente, como esperando su próximo movimiento.
No supo si estuvo congelado en esa posición mirándola durante pocos segundos o un par de horas, tampoco le importaba, el hecho de tenerla delante, aunque separada por un cristal, no hacía más que hacerle sentir una sensación repugnante.
Por fin se movió y fue hasta la ventana. La mariposa desplegó sus alas y desapareció de su vista. Un fino sudor lo había empapado debajo de la camiseta. Se pasó la mano por el rostro y también estaba húmedo.
Era la hora de llamar a su casa, pero vacilaba en hacerlo, sin saber muy bien por qué. Lo hizo. Marcó el número que se sabía de memoria. Sonó una vez, dos veces, tres veces, cuatro... no atendió su mamá.
"¿Quién habla?" preguntó una voz grave, cascada por el cigarrillo. Era su papá. De inmediato le explicó que algo le pasaba a su madre, que desde la tarde sentía dolores en el pecho y que un médico la había ido a examinar. Al día siguiente irían al hospital a que le hicieran estudios. Julián asintió sumiso a cada oración. No sabía si estaba sorprendido o no. Algo le decía que no. Dejó saludos para todos "especialmente a mamá" y cortó.
Desde entonces no dormía.
Se había sentado en el sillón más cómodo, repasando los hechos. Aún tenía sangre en la mano. El corazón todavía le latía acelerado y el estómago era una piedra lacerante de ácidos revolucionados y teorías descabelladas.
El domingo de la muerte de su hermano, dos días atrás, cuando su madre comenzó a sentirse mal... y hacía veinte minutos.
Siempre ella, siempre la mariposa negra de ojos rojos. Antes, hace dos días, recién, cuando casi lo mata a él de un infarto. Salía de bañarse, semidesnudo, con una toalla cubriéndole de la cintura para abajo, más por intentar no mojar el trayecto hasta su pieza que por otra cosa, cuando el sonido espeluznante del aleteo del insecto, aún presente en su memoria, lo golpeó de lleno en el inconsciente, sacándolo de los pensamientos en los que estaba inmiscuido y llevándolo a ese terreno de lo irracional que tanto temía.
Improvisó un arma con la toalla húmeda, haciendo una especie de trenza con ambas manos y la agitó sobre su cabeza, aguardando que se acercara. Poco le importaba quedar con sus partes íntimas expuestas, solo quería matarla.
La mariposa entendió el juego y bailoteó a su alrededor, suspendida con una gracia tan desagradable como terrorífica, clavándole la mirada desde los dos puntos rojos que con mayor detenimiento, comprendió Julián, que no parecían ojos, sino más bien, dos protuberancias sobre su cuerpo.
El insecto se movió rápido y decidido hacia la izquierda y Julián atacó con la toalla. Erró el golpe y la mariposa se abalanzó sobre él. No podía creerlo, estaba luchando contra ella. Las alas batieron muy cerca de su rostro, pero a tiempo que pudo arrojarse al suelo, esquivándola.
Se puso de pie de inmediato. Ella cargaba de nuevo. Le arrojó la toalla instintivamente. ¡La había atrapado! Se agachó con recelo y apretó con fuerza la toalla contra el piso. Pero la mariposa se escabulló antes que pudiera aplastarla, contraatacando contra su espalda desnuda. Julián sintió el escozor del roce y gritó con fuerza. Se afirmó en la pared para no caerse y cuando levantó la mirada la mariposa ya estaba encima de él. Lo embistió con fuerza, haciéndole perder el equilibrio. Algo caliente el surcaba la frente, pero no podía pensar qué era, porque estaba cayendo. Interpuso sus manos ante su cara a tiempo para evitar que fuera ésta la que diera de lleno contra la mesa ratona de vidrio, que estalló en mil pedazos con la fuerza de su cuerpo.
Vio desde el piso los cristales esparcidos por la alfombra. Se miró las manos. Una estaba cortada, la otra otro. Con esta última comprobó que también era sangre lo de su frente.
Aún tirado en el piso, buscó la forma de girar su cuerpo sin lastimarse con los fragmentos de vidrio para ponerse a resguardo de la mariposa. Sin embargo, la vio alejarse por el pasillo, camino a su habitación.
Finalmente se puso de pie y armado ahora con la escoba, fue hasta su pieza. Allí no quedaban rastros del horrible insecto. Tan solo la ventana abierta. La cerró sabiendo que debía volver al living y marcar el número que conocía de memoria.
Pero allí estaba, sentado en el sillón más cómodo de su casa, sin la voluntad de querer hacerlo. No era ahora la frialdad de la distancia, sino la certeza de lo inexplicable lo que lo detenía.
Dolorido y con ganas de llorar por una noticia que aún no le habían dado, aguardó en el silencio de la habitación el llamado que no tardaría en producirse.

24 de diciembre de 2009

Deseo de Navidad

La navidad suele ser una época feliz. Pero también es cuando más contrasta la desdicha de algunos. Como la risa lo hace con el cielo, el blanco con el negro, la vida con la muerte.
Antonia era de esas personas que lloraba en los rincones. Mientras sus compañeros de trabajo se tomaban un descanso ella se apartaba y se entregaba a su tristeza. Volvía a la oficina con los ojos colorados de tanto llorar. Sin embargo nadie le preguntaba que le pasaba ni siquiera, si estaba bien.
No era una fea chica, pero se vestía mal, no se peinaba y esa imagen la favorecía poco, porque la sociedad se rige por valores superficiales y materiales que hacen de ese "target" el equivocado.
Mascullaba bronca por lo bajo cuando la reprendían por algún error involuntario en sus tareas, porque veía que otras hacían lo mismo y nadie les llamaba la atención.
Odiaba la oficina, a sus compañeros a sus jefes... odiaba a todos, incluida la Navidad. En casa la esperaba solo su abuela, a quién cuidaba desde que tenía memoria.
Sus mejores recuerdos se remontaban muy lejos, cuando era pequeña y sus padres la llevaban a la plaza y por supuesto, la convencían del maravilloso mundo de la navidad. Cuando ellos ya no estuvieron, la fantasía se derrumbó, como un telón que se cae en medio de una función y deja a la vista a los artistas a medio cambiarse, perdiendo la gracia de quiénes representan ser.
Ella perdió el gusto por la vida. Supo de trabajos cuando sus amigas pensaban en novios. De responsabilidades cuando las demás diagramaban sus salidas. Y ahora, con casi treinta años parecía un ser a punto de estallar, porque lejos de estar acobardada, lo único que pensaba era en hacer justicia con su vida.
Todo sucedió, con toda seguridad, tras la invitación a la cena de despedida de año organizada por la empresa. Invitación, claro, que ella no recibió y de la que sutilmente le hicieron saber.
El odio, la bronca, no se sabe bien, fue lo que provocó la catástrofe. Había estado llorando en el baño, durante su tiempo para comer. Cada vez que intentaba regresar a su lugar, le daba otro ataque de llanto. Estuvo así varios minutos. Al regresar, su jefa inmediata la retó por haberse tomado un momento más del que le correspondía.
Entonces, algo en su mente hizo click. Imperceptible, inaudible. Un click. Como un chasquido de dedos. Algo efímero, pero consistente. Un click.
Se concentró en sus recuerdos oscuros, la niñez perdida, la adolescencia robada, en los años cuidando a su abuela, bañándola, limpiándole el culo cuando se cagaba encima, saliendo a trabajar y haciendo las tareas en los momentos libres, corriendo a hacer las compras y volviendo al trote para preparar la comida, el sueño cortado de cada noche, siempre dolorida, siempre exhausta, haciéndose cargo de mantener la casa en orden, de sacar las telarañas, de asear el sótano, de combatir esas inmundicias de cucarachas que poblaban los rincones, que deambulaban por los cajones, encima de la comida, grandes, pequeñas, voladoras, transparentes, con olor, sin olor, seres asquerosos que cuando los pisaba largaban un líquido viscoso entre blancuzco y amarillento, que habitaban sus sueños convirtiéndolas en pesadillas, viéndolas noche a noche devorarse a sus padres en una zanja cualquiera al costado de un camino oscuro y olvidado. Un click. Todo eso pensó en un click.
Y de pronto, comenzaron a aparecer. De atrás de los zócalos, dentro de los escritorios, de abajo del piso de madera, por las paredes, en el techo, de cientos, de a miles, de a millones. En la oficina empezaron a gritar, las mujeres a treparse a sus sillas, los hombres intentando golpearlas con sus zapatos, pero eran muchas, no podían, se les trepaban a los pantalones, se le metían en los pliegos, por las mangas, dentro de las camisas, hurgaban en sus medias, cubrían sus manos, las orejas, los ojos, la boca, las fosas nasales, convirtiendo el lugar en un manto marrón en vivo movimiento y un sonido ziz ziz ziz ziz elevado a la enésima potencia del roce de sus alas y patas lo abarcaba todo, salvo un escritorio, una pequeña porción del sitio, donde Antonia, aún con los ojos cerrados deseaba (porque era Navidad y a los niños buenos se les cumplen los deseos) con ganas que todos de una buena vez desaparecieran de la faz de la Tierra.

22 de diciembre de 2009

En tren hasta la Mutual de la Asociación Médica de Rosario

Hacemos un alto en la ficción, para sumergirnos en el acto de premiación del primer Concurso de Cuentos organizado por la Mutual de la Asociación Médica de Rosario, en el marco de los festejos por los diez años de cultura solidaria, tal como definen a un segmento de las actividades que realizan.Al mismo fui invitado por haber sido seleccionado para una mención especial por el relato "El Tren de la Chatarra".

El breve pero cálido evento se hizo en conjunto con la entrega de premios del concurso de fotografía que también estuvo vigente durante parte del año, cuyos ganadores tendrán el privilegio de ver sus fotografías en el calendario 2010 de la mutual, que será sacado a la venta con fines benéficos.
Pocos minutos después de las 19 del lunes 21 de diciembre, el pintoresco edificio de España y Tucumán de la ciudad de Rosario fue escenario para el encuentro de los organizadores y patrocinadores del concurso con los escritores y fotógrafos premiados.
Luego de un pequeño ágape, en una sala contigua, se procedió a la entrega de premios, con la presencia del jurado y autoridades que apoyaron la actividad.
Una experiencia linda, donde todos fuimos tratados con mucha cordialidad, recibiendo en manos de la gente que llevó adelante esta propuesta la mención (como en mi caso), la revista de la mutual y el dossier con los cuentos, además del CD del Coro de la Mutual, que grabaron este año y se presentó hace pocas semanas.

Se nos anunció además, a los autores de los relatos (fueron seleccionados ocho entre casi dosciendos, uno, el ganador, premiado con una Netbook y los restantes con menciones especiales) que de la revista más el dossier se imprimieron 12.500 ejemplares, más una considerable cantidad que va a instituciones públicas y privadas.
Ojalá sigan fomentando la cultura desde el lugar que ocupan en la sociedad e insistiendo con este tipo de actividades, que para quienes nos gusta la literatura, en nuestro caso, sabemos valorar.
Así que si saben de alguien que recibe la revista "Una Mano" de la Mutual de la Asociación Médica de Rosario, pídanle el dossier!
En las imágenes se pueden ver el diploma y la tapa de la revista "Una Mano". En el lateral derecho del blog, está la tapa del dossier con los cuentos, que viene con la revista.




Y como regalo para Navidad, para quienes lo quieran tener, me tomé el trabajo de escanearlo para que pueda llegar a más lugares y se pueda apreciar lo hecho, por un lado por los organizadores, porque la presentación es genial, y por supuesto, por los escritores, con sus trabajos premiados.
Está en formato .PDF (para leer con el Adobe Reader, Foxit -aguante Foxit!-, etc).


Click en la tapa del dossier para descargar

19 de diciembre de 2009

Después del alba

No es fácil vivir en Santo Braulio del Norte. En realidad no es fácil vivir en ninguna parte del planeta, pero en mi pueblo somos tan pocos que hasta la tristeza y la pena parecen contagiosa.
Desde las calles desoladas, el paisaje se viste de eterno otoño e invita a todo automovilista perdido pegar la vuelta sin siquiera bajarse a preguntar donde está el próximo pueblo.
Nuestros jóvenes se han marchado hace tiempo. Solo quedamos mayores de cincuenta. Pareciera que con ellos se fue la alegría y la sorpresa. Las lentas rutinas desde que despunta el alba no hacen más que martillar el silencio de nuestras vidas a una tabla tan vieja y dura que por más que se quiebre no le importará a nadie.
Nos vemos las caras desde las entradas de nuestros hogares, saludamos con golpes de cabeza como si las palabras estuvieran de más. No hay mucho en las pocas calles que abarca. Con el almacén alcanza. Las verduras las cultiva cada uno en el fondo de su patio y la carne está a merced de quién quiera ir a buscarla.
Nadie aquí necesita medicinas. Cuando escuchamos alguna tos en la calle, espiamos por la ventana para saber quién es el próximo en irse. Empieza como una molestia en la garganta, sigue con un catarro, después con la sensación de no poder respirar y a las pocas horas... bueno, hay uno menos en el pueblo.
En algún momento las diez manzanas del pueblo estaban habitadas e incluso funcionaba el colegio y un cura venía una vez por semana a dar la misa. Con suerte serán ahora una veintena las casas habitadas. El colegio es una sombra frente a la amarillenta plaza y la capilla mendiga bajo el cielo por una muerte más rápida y digna.
Los días son tranquilos. Las primeras luces traen los sonidos de los cuervos que se posan sobre los árboles altos y deshojados, cuyas ramas parecen formar algún enmarañado tejido pagano.
Hace años que no se escuchan ladridos. Las mascotas fueron las primeras en desaparecer. Luego del mediodía el sonido de las palas en las quintas del fondo repiquetean al unísono. Es cuando se cultiva y se vuelve a sembrar.
Antes que el sol comience a bajar, quienes necesitan víveres, van a comprarlos. El almacén no cierra muy tarde. Es que después de las seis de la tarde, ya nadie camina por las calles.
Al menos, hasta que cae la noche.
La luna nos convierte en lo que realmente somos y el apetito se vuelve voraz. Nuestros jóvenes se hartaron de detenernos, de ser lastimados por sus propios seres queridos y se fueron. Ahora quedamos a merced del destino. Primero devoramos las mascotas y luego a los más débiles.
Cuando lo que cultivamos en el día no nos alcanza, merodeamos las calles y a veces combatimos. No sabemos contra quién, porque nadie es quién suele ser. Somos monstruos desfigurados, envueltos en pelamen y repletos de llagas, armados de garras y colmillos más fuertes que el acero.
Y cuando no encontramos a nadie, corremos a campo traviesa, ignorando las zanjas, los alambrados y los cercos electrificados. El olor a carne nos lleva hasta nuestras víctimas, sean vacas, caballos, toros, perros, comadrejas, liebres... humanos.
Pero debemos volver antes del alba, no por temor a que nos descubran, sino de morir en forma horripilante, con la piel cayendo a gajos y la sangre brotando por cada poro, previo a sufrir la tos que comienza con el picor en la garganta.
Somos seres malditos desde que aquel cura reveló su identidad demoníaca y nos poseyó a todos y como tales, nos debemos a la noche.
No es fácil vivir en Santo Braulio del Norte, no señor, nada fácil.

16 de diciembre de 2009

Atapuerca

Atapuerca. La brisa de otoño otorga algo de aire a los cansados trabajadores. En los niveles inferiores de la Sima del Elefante las excavaciones se suceden día a día. El yacimiento es uno de los tantos en aquel paraje de sierras dónde el tiempo parece detenerse y la tierra, desde sus entrañas, devuelve parte del pasado que desconocemos de este planeta.
Arqueólogos, antropólogos, ingenieros y el personal contratado sabe que la paciencia es la mejor compañía en tremenda empresa. El minucioso trabajo hace todo más lento, pero no se quieren cometer errores. De por si el lugar lleva el nombre por unos huesos que se pensaron eran de elefantes y terminaron siendo de rinocerontes. Quizá por eso nadie lo ha cambiado, para recordar que los errores pueden aparecer a la vuelta de la esquina.
Desde la superficie, la doctora Quiñonez aguarda que regrese de la excavación Enrique, su asistente. Está preocupada y el gesto borra de su bello semblante todo rastro de juventud.
El yacimiento ha sido más que fructífero desde que se descubrió, casi una década atrás. Sin embargo el descubrimiento de hace dos días no la ha dejado dormir. Primero aparecieron unos huesos, claramente partes de una mandíbula, que de inmediato se enviaron a datación, para determinar la antigüedad.
Allí no radicaba problema alguno, más bien algarabía. Sin embargo, a diez centímetros de la mandíbula fue hallado otro objeto, que...
- ¡Doctora!
- Enrique, por favor, porque te demoraste tanto. Sabés que no puedo bajar, que estoy esperando los resultados del laboratorio.
- Disculpe doctora, aquí tengo los informes de Fernández y Thompson, han delimitado el área y aguardan a que llegue el grupo de investigación desde La Gran Dolina.
- Bien Enrique, perdona, estoy nerviosa. Hace media hora me avisaron desde La Gran Dolina que se van a demorar porque tienen un problema con una de las galerías. Dime ¿pudiste ver el objeto?
- No doctora, incluso ni me han comentado que es. Me dijeron que por radio a usted ya le han dicho, pero prefieren que primero bajen los expertos y los ayuden a extraerlo, no quieren estropearlo.
La doctora asintió con la cabeza mientras se mordía el labio inferior. Ese gesto volvía loco a Enrique. Mientras la vio partir hacia la casilla que utilizaba para asearse, no podía dejar de pensar en cuánto la amaba. Dejó escapar un resoplido, casi de resignación. Era su jefa, una arqueóloga de fama mundial y él... ¿qué era el? Su asistente y debía dar gracias de ello. Pero estaba enamorado y eso si que era un gran problema.
Se dio cuenta que estaba parado al borde del yacimiento y con la mente en las nubes. Se alejó un poco y decidió que debía dejar de pensar en ello. Al menos hasta que volviera a la ciudad de Burgos. Allí había visto un colgante para obsequiarle precioso, de plata con detalles en oro y un amplio lugar al dorso para colocar esas pocas palabras que le revoloteaban en la cabeza como mariposa desde hacía más de un año: "Te amo. E."
El sonido de un camión lo volvió a la realidad. No eran los expertos de La Gran Dolina, pero si uno de los grupos investigadores que centran sus tareas en el Portalón de la Cueva Mayor.
La noticia del descubrimiento se había conocido dos días atrás, pero recién tres horas antes se divulgó a los demás grupos, cuando las tareas de extracción de la pieza se pusieron difíciles.
Vio acercarse a la doctora al camión y entablar diálogo con un par de arqueólogos que conocía por los apellidos, pero casi nunca le dirigían la palabra, como si su lugar de asistente fuera motivo de exclusión o un síntoma de enfermedad en proceso de la cual convenía alejarse.
Pero estaba acostumbrado y le restaba importancia a ese trato. Solo pensar en el timbre suave de la voz de la doctora llamándolo por su nombre le devolvía la paz y la calma y toda reminiscencia de bronca quedaba sepultada bajo toneladas de amor, emulando casi a los valiosos restos fósiles que habían quedado atrapados producto del paso de los siglos bajo capas y capas de sedimentos y rocas.
- ¡Enrique!
Su voz. Era su voz.
- Si doctora, diga.
- Ten listo el equipo, en cinco minutos bajamos junto a Morales y Dubadis, cuando la otra gente llegue, que nos encuentre abajo. Te esperamos en el camión.
Enrique partió raudo hasta las tiendas de campaña, a buscar los elementos de trabajo de su jefa. Conocía de memoria cada detalle de lo que había en la mochila, pues la preparaba con suma atención y dedicación. Inspeccionó que estuviese todo. Algún día se animaría a escribirle una carta, declarándose, y guardarla a escondidas dentro de la mochila, para cuando, ella en medio del yacimiento buscara entre sus cosas, se topara con la confesión y al fin se diera cuenta del amor que aguardaba en el corazón de su asistente.
Sonrió tontamente a la habitación. Quizá cuando tenga el colgante. Quizá...
Salió presuroso hacia donde lo estaban esperando. Tomó nota de las indicaciones que la doctora le dictó y los acompañó hasta las escalinatas, para comenzar el descenso.
La vio bajar casi sin prestarle atención a los frágiles escalones de madera de la improvisada escalera, que parecía interminable hasta los niveles inferiores del yacimiento. Iba discutiendo con sus pares, seguramente sobre ese descubrimiento que tan preocupados los tenía. ¿Algún tipo de hueso diferente o quizá el de algún animal que no pensaban encontrar en la región? No le importaba de momento. Solo le preocupaba que no le pasara nada a su amor secreto allí abajo.
Dos horas más tarde arribó el grupo de Fernández y Thompson. Les dio la novedad que la doctora había descendido junto a Morales y Dubadis y los puso al tanto de otros datos que ella le había indicado previo a bajar.
Una hora después, comenzaron las corridas. Se había preparado un café en su tienda, atento siempre a la radio y la comunicación de la doctora, cuando escuchó fuera un gran alboroto.
Supuso un accidente en el yacimiento y tembló de pies a cabeza. Dejó el café sin beber y salió disparado hasta las escalinatas. Habían arribado dos camiones y un coche particular, con el encargado de los yacimientos de Atapuerca. No vio ambulancias por ningún lado, lo que tranquilizó su ánimo. Y por otra parte, se sorprendió de ver tanto movimiento.
Por las escaleras estaban llegando los expertos que habían bajado y otros cuántos que estaban en el yacimiento desde horas tempranas. Había rostros de confusión, de incertidumbre. Algunos cuchicheaban entre si, en voz baja.
Las miradas se cruzaban de un lado a otro pero el hermetismo existente parecía tener un cartel de "frágil" pegado de lado a lado y de un momento a otro iba a estallar ese silencio tácito que había sobre el descubrimiento. Enrique lo presentía. Vio aparecer la figura que veía hasta en sueños. Las ropas, como de costumbre, cubiertas de tierra, el rostro sucio pero sin dejar de perder la belleza natural que brillaba con intensidad bajo el sol, mientras la brisa movía con gracia sus cabellos.
Finalmente, emergieron del yacimiento dos personas llevando con cuidado una manta, en cuyo interior estaba con seguridad lo que habían desenterrado en el fondo del yacimiento, quitándole a la tierra aquello que no le pertenecía y que por siglos había apresado con recelo.
Armaron una mesa de madera y colocaron encima la manta. La desplegaron y los arqueólogos ocuparon los lugares más cercanos a la pieza extraída. Enrique intentó acercarse, pero le resultaba imposible de momento. Veía a la doctora intercambiar palabras con sus colegas, llevándose repetidamente la mano al mentón en señal de desconcierto.
Había como pocas veces ante un hallazgo, poca algarabía y mucho temor. Por fin, la doctora lo llamó. Enrique corrió a su lado, sacando la libreta de apuntes, a sabiendas que le dictaría tareas a llevar a cabo y no quería olvidar.
Y así fue. Su voz angelical llegó a sus oídos como una sinfonía y sus dedos bailaron a su compás, garabateando de prisa pero con seguridad cada palabra por ella formulada. Le dictó casi tres carillas. El "gracias Enrique" detuvo su lapicera. Y fue allí que al fin llevó su mirada hacia el objeto desenterrado.
Su piel se erizó, como quién cree ver un muerto en el rostro de un desconocido en la calle. Dejó caer su libreta, llamando la atención de todos. Se quedó sin habla, sin poder creer lo que sus ojos veían. Aún sin depurar la totalidad de los residuos, con la tierra de miles y miles de año encima, y el daño habitual en todo artefacto o fósil que se rescata del olvido, allí estaba el colgante de sus sueños, de plata con detalles de oro y un amplio espacio para escribir las pocas palabras...
- ¡Enrique! ¿Te sientes bien?
Su mano delicada y suave se posó sobre la suya, sobresaltándolo. Ella vio el pánico en los ojos de su asistente, siempre sumisos, y no entendió que le pasaba. ¿Quieres ir a la tienda, a descansar?
A Enrique la voz melodiosa ahora parecía llegarle de otra dimensión. Y casi sabiendo que intentarían detenerlo, se lanzó hacia la mesa con una sola intención: mirar el otro lado.
Sintió que lo frenaban de los brazos e incluso lo quisieron tomar del cuello cuando osó a tomar entre sus manos tan importante pieza, pero no dudó en voltearla y casi soltarla del susto al ver estampadas en letras prolijas y en claro castellano "Te Amo. E.".
Cayó al suelo forcejeando, mientras uno de los arqueólogos le quitaba la pieza de sus manos. Vio los ojos sorprendidos de la doctora por su actitud y se sintió incapaz de poder explicar lo que sabía, impotente de no saber que había sucedido y mucho menos aún, que significaba todo ello. Casi sin pensarlo, se tapó los ojos y comenzó a llorar con fuerza, porque sabía que su amor ahora estaba a millones de años, lejos de todo razonamiento, atrapado bajo los sedimentos de lo misterioso, lo impensado, lo no explicable.
Supo que su amor, en pocas palabras, era irreal.

12 de diciembre de 2009

El enigma de la diosa cósmica

El más grande de los magos había intentado vencerla, cuando aún el tiempo era joven y las diversas razas, solo rumores. Pero había fallado. Otrora una insignificancia en la existencia, fue entonces consciente de su poder y destruyó al agresor.
Esparció su aliento por el cosmos, en la infinita espesura de astros, sin llegar jamás a conocer los límites del mismo ni tampoco necesitar saber de ellos. Sin días ni noches. Sin las horas ni los apuros, porque el tiempo como lo conocemos, le era igual de desconocido como de inservible.
Fuerza creadora, hechizó los destinos y se maravilló con la vida, vió fulgores resplandecer en crepitares brillantes de inagotable belleza y sucumbió ante la armonía de los elementos, ese equilibrio exacto, indomable, único, vital.
Su presencia inmaterial, el estar pese a no estar, el viajar sin viajar, su visión total sin necesidad de mirar, dueña de todo, hechicera poderosa y ambiciosa, la hicieron reina sin trono de un reino sin límites que nunca deja de nacer.
Y en los mundos regados a voluntad, ubicados por capricho y bendecidos con un soplo de eternidad, yacen presos quienes indagan respuestas a preguntas tan simples, encerrados en sus propios límites, sin más visión que la de sus ojos, tristementes delimitados a un solo cielo de la infinidad existente.
Se engañan estos, con ideales y principios, jactándose de avances y revoluciones, mientras reemplazan teorías con otras, escarbando en los interrogantes hasta sangrar de cansancio, en tanto los escenarios, si bien cambiantes, no hacen más que teñirse de rojo en cruentas batallas, sin importar las épocas, los nombres y los credos.
Y así sucede, en los mundos desperdigados, ignorantes unos de otros, en tanto ella, la poderosa hechicera, la que en un instante tan distante, en el infinito del universo, disfrutó al destruir a aquel mago perverso, ahora disfruta de su libertad expandiendo en su andar lo que es su existencia, su necesidad, envuelta en una inevitable marcha creadora, materializando lo que antes no estaba, ajena a esos astros que quedan en el camino, muchos convertidos en soles, otros en planetas, algunos destinados a perdurar, otros a dejar de existir, pero en todos los casos, a dudar, a no saber, a ser solo un enigma más detrás de esa doncella sin tiempo, dueña de todo, incluso de aquello que aún no existe y jamás podremos ver.

9 de diciembre de 2009

Luis y sus vientos

Qué difícil se me hace, aún hoy, hablar de Luis Suárez Ambrosi. En enero se cumplirán cinco años de su desaparición. Luis fue como un padre, un maestro, un guía. Pero también fue el camino hacia una pesadilla de la que aún me cuesta despertar.
Lo conocí en la universidad. El dictaba clases y yo era un simple muchacho que se ganaba la vida vendiendo café. Fue así que varias veces, mientras le servía un café sin azúcar, entrábamos en el juego del diálogo y a veces nos íbamos por las ramas, hablando de todo un poco.
No soy un tipo muy inteligente, pero me gusta leer. Y Luis, bueno, él era todo conocimiento. Dictaba la cátedra de geología, pero su pasión era la meteorología. Podía estar las horas hablando de fenómenos atmosféricos, de la presión, el viento, saltar de allí a las eras geológicas, trazar paralelos a través de millones de años... en fin, podía quedarme las horas escuchándolo.
Así fue que las primeras charlas de dos minutos se fueron extendiendo cada vez más, hasta acabar en el bar de la esquina, donde el café quedaba de lado y compartíamos una o dos cervezas.
Luis era una persona muy abierta, cordial, amable. Se preocupó por mi educación. Le sorprendió que alguien con mis conocimientos no tuviera estudios. Quiso que me anotara en la universidad, pero le tuve que ser sincero: no había terminado la secundaria. Me obligó a hacerlo. En una escuela nocturna.
No me resultaba fácil, porque desde la mañana trabajaba para poder ganarme la vida y llegaba a la noche rendido, exhausto. Luis se dio cuenta y una vez que terminé el último año me dijo: "Alejandro, demostraste que podías. No es necesario que sigas exigiéndote. Venite conmigo, que a partir de mañana sos mi ayudante personal".
Y así largué la cafetería ambulante y comencé mis tareas como asistente de Luis. Estaba en sus clases, manejaba su agenda e incluso en ocasiones acudía a entrevistas o reuniones en su nombre. Tal era la confianza que me tenía.
No recuerdo con exactitud cuando fue que Luis empezó con las ideas raras. Pero a partir de allí, él cambió. O sus objetivos cambiaron.
Si recuerdo que una mañana me dijo "desde mañana ya no vamos a la universidad". No entendía la razón, estábamos a mitad de año. Le pregunté si había pasado algo, alguna pelea, alguna confrontación con el rector, con otro profesor, pero no, negó con la cabeza y arrojó delante de mi pocillo de café (siempre había café, no podía faltar) una carpeta con más de cincuenta hojas.
¿Qué es? farfullé, pero me di cuenta que quería que lo leyera. Mientras miraba las primeras hojas, tomó su abrigo y se fue. Quedé en el estudio que tenía sobre la avenida hasta vaya a saber que hora de la madrugada, leyendo la hipótesis que Luis había preparado en los últimos meses y que ahora se proponía comprobar.
Es imposible, me dije. Debe ser una broma. Sacudí la cabeza varias veces, me preparé más café y finalmente me fui a dormir a mi departamento. Por la mañana lo llamé al teléfono y ni bien escuchó mi voz largó su pregunta: ¿Y qué te parece?. No supe que responder, pero me animé a un "¿no es una broma, verdad?.
Pensé que se iba a enojar, pero al contrario, dejó escapar una carcajada. Así era Luis. Inmediatamente me dijo "sabía que dirías algo por el estilo, es más, de ahora en adelante voy a tener que acostumbrarme a que tilden la idea de tal".
Si, coincidía. Seguro tildarían la idea de broma. Broma de mal gusto. Y así fue, con los primeros inversores que entrevistó para sus fines de investigar la hipótesis.
Es que, imagínense, un respetable académico, con títulos de geología y meteorología, en un momento cumbre de su vida se propone realizar una investigación de enormes proporciones, anunciando que será algo revolucionario y que por lo tanto ha debido dejar de lado la docencia y sale explicando que lo que quiere demostrar es que los vientos en lugar de movimiento de masas de aire están conformados por las almas de los muertos, bueno, sin dudas, o bien hace reír a carcajadas al inversor o bien, se gana el título de loco grabado con fuego en la frente.
Discutimos varias veces y en lugar de amilanarlo, solo lograba entusiasmarlo más. Veía en cada objeción, un obstáculo más que debería superar buscándole la explicación. Me hablaba entonces de las zonas calmas, donde los vientos eran brisas, porque las almas estaban en mayor reposo. De regiones de vientos fuertes, por pasados vertiginosos, de catástrofes y masacres y por lo tanto, almas inquietas y hasta furiosas.
Me mostraba imágenes satelitales y garabateaba sobre ellas contornos no definidos que según su teoría daban indicios de la clase de almas que se movilizaban de un lado a otro del planeta. Juro que comencé a asustarme, no tanto por lo que proponía, sino por la salud mental de Luis.
Lo apreciaba mucho y comprenderán que escucharlo hablar de ese modo, sobre fenómenos físicamente demostrados, con teorías de siglos apoyadas en nuevas tecnologías como respaldo, pero intentándoles dar un nuevo sentido, tan irreal, tan extraño, me erizaba la piel. Me lo veía siendo llevado a la rastra a un manicomio y se me partía el corazón.
Fue quizá por eso que nunca le dije que no y que a partir de entonces comenzamos un recorrido por distintas partes del mundo que parecía, sería interminable. Llevamos la loca teoría por regiones remotas, muchas veces indagando en la soledad de los desiertos, en la frialdad de las noches polares, en la inclemencia del sol pampeano.
Divagaba sobre las almas, hacía apuntes aquí y allá, no cesaba de sacar fotografías y en todo momento pedía mi opinión, mis apreciaciones y yo... debo admitirlo, le mentía. No quería que se sintiera defraudado. Había abandonado todo para investigar su hipótesis. A dudas penas había encontrado los inversores, más por compromiso que por otra cosa.
Luis parecía un niño persiguiendo su cometa, en tanto el viento se empeñaba en llevarlo de un lado a otro, sonriente, pícaro. Y si, justamente era el viento su oasis en el desierto. El bálsamo tras una larga y dilatada carrera, donde se hizo de un nombre y de un respetable cariño.
No entendía la razón por la que arrojaba todo ello por el balcón, persiguiendo una loca teoría que solo él podía creer. Y en teoría, yo también. Pero mi devoción por Luis fue más fuerte que mi convicción de lo que estaba mal y lo ayudé. Caminé junto a él cada palmo de la pesadilla.
Hasta que pasó lo de Aragón. Hace cinco años Luis quiso estudiar los vientos del Valle del Ebro. Allí, en una vasta región del noreste de la Península Ibérica por donde corre el río Ebro sobre una falla, existe un viento bastante peculiar.
Nuestra guía, Paloma, nos dijo que no debíamos internarnos en la región en pleno invierno. Decidimos seguir por nuestros medios. El Valle del Ebro está limitado por la cordillera de los Pirineos al norte y la Cordillera Ibérica al sur. En alguna parte de allí, nos perdimos.
La temperatura había descendido a cero grados y el viento era constante. Según Luis, debía estar en los cuarenta kilómetros por hora, un poco más velo que lo normal, pero no alcanzaba ni a estar cerca de las velocidades máximas. Por mi parte, no podía creer que pudiéramos mantenernos en pie a esa velocidad, no quería imaginarme más rápido.
Intenté convencer a Luis de buscar refugio, pero se negó rotundamente. Me dijo que preparara la cámara digital de alta definición que llevaba a todas partes y que estuviera listo. Siempre me decía lo mismo, quería fotografiar el viento y encontrar en las imágenes sus tan esperadas almas. Lo hacía en todas las latitudes. Pero fue allí en tierras de Aragón que lo noté más entusiasmado.
"El cierzo - me gritó por encima del sonido del viento - así es como lo llaman. A mitad del siglo pasado midieron su velocidad en más de ciento sesenta kilómetros por hora. Casi una década después de que terminara la guerra mundial y quince que finalizara la guerra civil española. Y ten en cuenta algo Alejandro, cuando el Cierzo avanza, la temperatura disminuye".
Asentí con la cabeza, buscando de reojo algún refugio o paraje donde no quedar tan expuesto. Una de las claves en su teoría, era la temperatura. No bajaba a causa del viento en si, sino de las almas, que son frías. Y si uno le refutaba sobre los vientos cálidos, se reía y decía "almas que no han sufrido".
El viento parecía me iba a arrojar al suelo en cualquier momento. Luis se aferraba a un árbol y tomaba notas, mirando de frente al viento embravecido. "Luis, Luis -grité en vano - busquemos refugio".
Me hizo un gesto con la mano, sin mirarme. Soltó el árbol. Ví su rostro al girar hacia mí. Sonreía. Sus ojos estaban iluminados, radiantes. Fue la última vez que ví su cara aquerenciada de arrugas. La giró de nuevo, en dirección al viento y con su mano alzada hacia el cielo me señaló algo y entonces, las vi.
El viento estaría entonces a más de cien kilómetros por hora y la temperatura a diez o doce grados bajo cero. Pero todo ello era secundario, había dejado de preocuparme. Alcé la cámara y disparé varias veces, absorto, maravillado. Cientos, miles, millones de pequeñas almas, avanzaban como un rayo pegadas entre si, empujándose, mezclándose, traspasando cada elemento de la naturaleza, no dejando piedra, roca, montaña, árbol, animal o ser humano sin tocar con sus manos invisibles, como tanteando con ellas algo perdido en el tiempo o bien, de dónde asirse para detener la marcha.
Miré fascinado la escena, el cuadro poderoso de sobrenatural encanto. Y busqué con mi vista maravillada a Luis, para asentir con una sonrisa, para decirle que ahora si creía, que ya no había mentira alguna en mi afirmación, que nunca se había equivocado y que el ciego era su ayudante, que loco no es aquel que cree si no el que no quiere ver... pero no vi a Luis.
Cuando el viento amainó, lo busqué entre los árboles, en los caminos, incluso por algunas barrancas. Antes que cayera la noche llegué al pueblo más cercano. Al amanecer emprendimos una búsqueda, pero fue en vano. Tras una semana, me di por vencido. Regresé triste, casi huérfano.
Han pasado cinco años y aún me cuesta hablar de Luis. Nunca publiqué sus trabajos, ni siquiera he hecho mención a sus investigaciones en los ámbitos catedráticos. Temo que las borrosas fotografías no den cuenta de lo que ambos vimos con nuestros propios ojos y su respetable imagen quede tachada por la locura y la idiosincrasia de los que dicen saber porque otros se los han contado sin intentar llegar a sus propias respuestas.
He visto a las almas disfrazadas de viento surcar el Valle del Ebro a la misma velocidad en la que la luz de la luna llega a mis ojos. Los días de viento salgo a la calle y acaricio la nada, esperando así poder dar ánimo a esas almas errantes y vagabundas, especialmente a una, que extraño y mucho y que a veces susurra en una brisa mi nombre de amigo y eterno escucha, invitándome a tomar un café.

6 de diciembre de 2009

La puerta del pasado

Había algo raro en el bar de los Herrera. Mamá me llevaba de muy pequeño, de regreso a casa tras hacer los mandados. Allí se podía jugar la quiniela, pero no la oficial, la otra, la que no estaba permitida.
Con el paso de los años, los mandados eran mi responsabilidad, por lo tanto, jugar la quiniela a diario también. Así que cada mediodía, cargando los bolsos con lo comprado en el almacén, la verdulería y la carnicería, empujaba la puerta de madera ya sin lustre y transitaba los veinte o veinticinco pasos que había hasta el mostrador con mucha prisa, para hacer el trámite lo más rápido posible.
Don Herrera siempre estaba igual, cada larga y pálida, patillas anchas y el pelo enmarañado bajo una boina gris. Me escrutaba con sus ojos negros y sin hablarme ni esperar a que yo lo hiciera, estiraba su mano para recibir el papel en el que mi mamá anotaba los números a jugar.
Don Herrera sacaba entonces la lapicera que guardaba detrás de la oreja izquierda y buscaba en el bolsillo superior de su camisa la libreta donde llevaba las apuestas. Con cuidado miraba el papelito que yo le había dado y transcribía a la libreta. Finalmente doblaba el papel y me lo entregaba. Para entonces yo había sacado del bolsillo el dinero, que siempre era el monto exacto, y se lo entregaba, en silencio, como si existiera un acuerdo tácito de antemano entre ambos.
Una vez que le daba el dinero, pegaba media vuelta y prácticamente corría hacia la puerta. Jamás miraba hacia atrás, ni a las mesas, muchas de ellas ocupadas por los murmullos que llegaban a mis oídos. Mi objetivo era la puerta. El picaporte en realidad. Tomarlo, sentirlo en la palma y de inmediato, hacerlo girar y sentir el aire fresco del exterior, para luego inmiscuirme en la calle, donde me sentía a salvo, seguro.
Esta rutina fue un hábito hasta los quince o dieciséis años. Ya en los últimos años de secundaria los contraturnos hicieron que no pudiera ayudar a mamá en las compras y por ende, tampoco hacerle las apuestas en la quiniela.
El tiempo y el esfuerzo, claro, me convirtieron en doctor. La medicina me llevó por otros horizontes y los años me trajeron dichas y tristezas. Ya con familia, las visitas a la casa paterna se redujeron a cuatro o cinco por año. Es un proceso inevitable, me decía muchos domingos a la tarde, mientras contemplaba en soledad la caída del sol y pensaba en mis padres, mis hermanos y en como el destino nos lleva por senderos tan impensados y nos aleja de todo lo que alguna vez quisimos.
Y en esas ensoñaciones, vaya a saber uno por qué, siempre se me cruzaba la fachada del bar de los Herrera. Esa puerta maltratada por el uso, las paredes descascaradas, el piso de madera, el mostrador oscuro, las mesas distantes que no miraba, los murmullos habituales y el rostro de don Herrera, con su lapicera en la oreja.
La semana pasada internaron a mamá y me vine para el pueblo. Ya está bien, no fue más que un susto. Achaques de la edad, coincidimos con el médico de cabecera del hospital. Pero me di unas vacaciones del consultorio, de mi familia y me quedé unos días, con la excusa de cuidarla un tiempito, hasta que estuviese bien.
Esta mañana me pidió que le fuera a jugar la quiniela. Mientras que escuchar el pedido me arrancó una sonrisa, no pude precisar la razón por la cual un escalofrío me recorrió la piel.
Como cuando era joven, anotó sus números en un papelito y me lo entregó con la misma solemnidad de siempre. Buscó en su monedero el dinero e hizo lo mismo. Era gracioso, porque bien podría decirle que pagaba yo, pero no lo hice, como si el solo pensarlo quebrara el momento, la magia de regresar a un momento de mi vida, de repetir ese pasado que añoraba y atesoraba tan vívido en el recuerdo.
Caminé las cuadras como si el tiempo no hubiese transcurrido. Y la misma sensación de antaño, ese miedo paulatino que se apoderaba de mi, volvía a estar allí, a medida que los pasos me acercaban metro a metro al bar de los Herrera.
Y de golpe, la hora de afrontarlo. La puerta se me antojaba tan grande como entonces. Ni la medicina, el matrimonio, la familia forjada a cientos de kilómetros del pueblo, me habían preparado para repetir la historia. Sentía los músculos agarrotados. Me costaba llevar el brazo hacia la puerta. Pero lo hice.
Agaché la cabeza y apuré los pies. El suelo seguía estando sucio, cubierto de polvo, y los pasos eran otra vez entre veinte y veinticinco.
El mostrador. Los pocillos apilados en una esquina. Botellas en las estanterías que estaban detrás. Y entre estas y mis ojos, don Herrera. Levanté la vista. Imposible. El mismo semblante, las patillas anchas, la palidez a lo largo de ese rostro bajo el pelo enmarañado. Y ese detalle tan particular, el de la lapicera, que le daba el toque de irrealidad a la escena.
Sentí como se me erizaba cada centímetro del cuerpo, mientras los murmullos de las mesas cercanas llegaban nítidamente a mis oídos. Pero así y todo, casi petrificado, estiré mi mano con el papelito de las apuestas.
Entonces, de una de las mesas, llegó un murmullo mucho más claro y fuerte que los demás que surcaban el aire, que encerraba mi nombre. Fue como volver de un sueño, sentí que los músculos se liberaban y entonces, giré en redondo y quedé de frente a las mesas, en un esfuerzo casi sobre humano, pero con el fin de ver quién había pronunciado mi nombre.
Pero en cambio, fue cuando todo se vino sobre mí. El pasado, el ahora, el miedo de ayer, el terror de ese momento. El instante, tan fugaz como eterno, paralizó mi corazón y me dejó en blanco.
No había mesas, no había gente, no había murmullos. Me di vuelta y ya no estaba don Herrera, ni el mostrador, ni la estantería repleta de botellas. Me quedé allí de pie, en medio de un salón vacío, escuchando el silencio que proviene de la nada.
La vieja puerta de entrada se abrió y un joven se asomó.
- Señor, disculpe, lo ví entrar desde el bar de enfrente. Supongo que hace mucho que no viene al pueblo, porque cerramos este salón hace unos veinte años. Ahora estamos cruzando la calle. Soy Mauro, el más chico de los Herrera, no creo que me recuerde, pero yo me acuerdo de usted, claro que era más joven - me dijo sonriendo, con la calidez de la gente de pueblo.
Lo seguí, pero antes de cerrar la puerta de madera por última vez, me agaché a recoger la lapicera tirada en el piso. La reconocí en el momento y hasta creí que al querer agarrarla se iba hacer humo en mi mano, pero no fue así. La puse en el bolsillo y crucé la calle.
Comprendí que la vida era una continuidad imposible de frenar y que cada uno colocaba sus anclas mentales allí donde más las necesitaba, para aferrarse, para poder seguir. No había nada raro, tan solo nuestros miedos. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, la magia de lo irreal salía de su escondite para jugar con nosotros y ante ello, había que permanecer con los ojos abiertos y nunca salir huyendo.

1 de diciembre de 2009

En la oscuridad remota

Me dejó de importar cuando la luz que se filtraba por las hendijas de metal un buen día dejó de estar.
Aún me traían algo de comer en un plato hondo, que parecía estar hecho de arcilla o barro cocido. Solo bebía pequeños sorbos de agua que llevaba a mi boca con la mano.
En las noches escuchaba el martilleo lejano y repetitivo de las armas, que a veces el viento haciéndome un favor llevaba bien lejos.
Por la mañana me despertaban los pasos apurados, los correteos de los hombres preparándose para ocupar sus lugares allí en medio de la nada.
Si hacía calor, el lugar donde me tenían encerrado se convertía en un horno y la tierra, reseca, dura, era como una tabla caliente. Aprendí a soportarlo y ya no representaba un problema.
Cuando llovía, el agua podía llegarme hasta la cintura y por supuesto, debía permanecer de pie hasta que la misma remitiera.
En las pocas semanas de frío que se registraban en el año, me acurrucaba en un rincón y hecho un ovillo, tiritaba hasta que la inconsciencia me ganaba.
Sin embargo sobreviví a todo. Incluso a la falta de contacto. No me dejaban ver a nadie, ni siquiera alcanzaba a observar la mano que me traía el plato de comida.
La luz que se filtraba por las hendijas del diminuto respiradero ubicado en una esquina superior del bloque de cemente que me servía de prisión, era mi única garantía que aún estaba vivo.
Desde que la luz cesó, las ganas de vivir me abandonaron. Jamás me habían dirigido la palabra y mucho menos entonces para explicarme la razón por la cuál habían tapado las hendijas. Quizá de esa forma creían que mellarían mis esperanzas. Creían bien, sin dudas.
Ya la noche y el día se parecían tanto que terminé por perderme en mi propio tiempo, que definía por sonidos o situaciones, como la llegada de la comida, los pasos apresurados, los repiqueteos lejanos de las armas.
Pero sin la luz, incluso esas rutinas parecían tropezar una con otra.
Llegó el momento en que también dejé de comer. Y luego, de tomar agua.
Debilitado, en soledad, encerrado en mi propio tiempo, ajeno a todo lo que me rodeaba, sentí el desfallecimiento de cada centímetro de mi cuerpo.
La guerra afuera debía ser cruel, tanto como mi sufrimiento. Pero se habían olvidado de mí. Tanto mis captores como mis amigos.
De a poco aquella luz fue solo una ilusión de un pasado distante. En la penumbra del final de mi existencia, me embarga la nostalgia, el ayer. Me duele morir así, lejos de casa, de mi gente.
Mientras afuera se matan, en una guerra despiadada, mi mente se aleja flotando, aguardando la forma de viajar millones de años luz para regresar a Exsztrion, mi planeta.
Mi raza no pudo encontrarme. No los culpo. La invasión no era tan fácil como preveíamos. Los humanos demostraron ser fuertes. Ya mis tibios brazos están fríos. Los imagino violetas, casi marrones. La oscuridad es total, pero todavía no alcanzo a comprender si ya he cerrado los ojos o no.