Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de octubre de 2009

Los habitantes

Caímos en el pueblo luego de perdernos al tomar una salida equivocada de la autopista. Carlos avisó que el camino no estaba en su mapa, pero sus indicaciones no siempre eran confiables y nadie le hizo caso. Si no está, refunfuñó Luis, es que debe ser un atajo y así concluyó la discusión.
Al principio creímos que el lugar era como una especie de oasis en el desierto, un paraje inesperado que nos ayudaría a retomar el rumbo, el sitio ideal para detenernos, comer algo y preguntar como regresar a la hoja de ruta de nuestro viaje.
Nos detuvimos frente a una desolada plaza. El pueblo parecía abandonado, pero todo pueblo pequeño suele dar esa impresión y más aún en la hora de la siesta.
Joaquín y Enrique fueron los que se bajaron de la camioneta para preguntar en lo que aparentaba ser un bar, del otro lado de la calle. Carlos en tanto seguía ofendido porque nadie había considerado en su momento lo que había dicho y César, como siempre, era el encargado de apaciguar los ánimos.
Los dos que habían cruzado la calle regresaron con el semblante preocupado. En el bar no había nadie, aunque la puerta estaba abierta. Miramos alrededor y la idea de un pueblo fantasma nos asaltó a todos al mismo tiempo.
Pensamos en seguir viaje, en no perder ni un minuto más en tan desolado lugar. No recuerdo quién propuso entonces hacer un recorrido por las pocas calles que habíamos visto, como para confirmar la teoría que el grupo tenía. Hoy me arrepiento de no haber objetado la idea.
Ni siquiera nos subimos a la camioneta. Marchamos a pie por esa misma calle, hasta la primer intersección, donde la cruzaba una artería más ancha, que imaginamos, era la principal.
Todas las casas guardaban silencio sepulcral, aunque parecían estar habitadas: las ventanas abiertas, las cortinas descorridas, el césped corto y prolijo. César golpeó las palmas frente a varias de las viviendas, pero nadie respondió a su llamado.
Pasamos frente a un almacén, una peluquería y hasta lo que suponíamos, era un dispensario. Todos los lugares estaban abiertos, las puertas sin llave, pero totalmente vacíos en su interior.
Recorrimos dos o tres manzanas y decidimos irnos. Al volver a la plaza la camioneta no estaba. Y arrojados frente al bar, sobre la vereda, se encontraban nuestros bolsos.
Luis se puso furioso, era la camioneta de su padre. Nuestra preocupación comenzaba a ser entonces que tendríamos que marcharnos del pueblo caminando. Desde antes de llegar a ese sitio, ya habíamos vislumbrado en el camino que nuestros celulares no tenían señal. Por más que volvimos a probar, la suerte no cambió.
Con el sol a cuestas, partimos en grupo hacia el este siguiendo la línea imaginaria de nuestro recorrido. No habíamos hecho dos kilómetros dejando atrás el pueblo a nuestras espaldas, cuando divisamos a la distancia otro paraje. Sonreímos y apuramos el tranco.
A medida que nos acercábamos las siluetas nos resultaban familiares. Al llegar a la entrada de ese pueblo comprendimos que se trataba del mismo que habíamos abandonado media hora antes.
Aquello desafiaba nuestro razonamiento, nos acercaba a la locura. Discutimos sobre lo que estaba sucediendo pero no llegamos a ninguna conclusión. ¿Acaso la había?
Volvimos a intentarlo. Una y veinte veces más. Tomábamos siempre otra dirección, otro camino, pero al cabo de dos kilómetros llegábamos de nuevo a esa maldita entrada, como en una pesadilla.
Con el tiempo nos dimos por vencido. Anclamos nuestras fuerzas hace ya tanto que no lo recuerdo y nos quedamos en el pueblo. Vimos que había provisiones suficientes para subsistir.
Los primeros tiempos estábamos lo más juntos que podíamos, pero de a poco fuimos dejando de hablarnos, como culpándonos unos a otros de lo que nos había pasado.
Luego, cada uno fue apostándose en una casa diferente, haciendo alusión a una mayor comodidad. Nos convertimos en solitarios. De vez en cuando nos cruzamos en la calle, pero ya ni nos saludamos, como si fuésemos extraños.
Es que quizá lo somos. Debo confesar que recuerdo sus nombres porque los tengo anotados.
A veces quiero creer que no fuimos nosotros los que caímos en las garras del pueblo, sino otros, y que nosotros estamos en otra parte, viviendo nuestras vidas y esto es tan solo un mal sueño del que cuesta despertar.

28 de octubre de 2009

Existencia ausente

Como todas las mañanas, don Braulio sacó la silla a la vereda y con radio portátil en mano se dejó llevar por la rutina del barrio con sus protagonistas diarios: el canillita madrugador; doña Etelvina que salía a hacer sus mandados una hora antes que abrieran los negocios; los chicos que iban a la escuela, los barrenderos de la municipalidad; García y López, los dos empleados del banco que vivían en casas contiguas. Incluso hasta los perros callejeros que daban vueltas por la zona parecían ser puntuales en sus visitas a los árboles de la vereda de don Braulio.
En la radio las noticias anunciaban tiempos sombríos, con medidas económica extremas y posibilidad de nuevas pérdidas laborales, se detallaban crímenes violentos y las cifras de accidentes y fallecidos en estos parecían escalar paredes invisibles, subiendo cada vez más.
La amargura que el pequeño parlante despedía a través de voces sin rostro se matizaba con informaciones de menor importancia, como los resultados de los partidos del día anterior, los estrenos esperados para la semana en los teatros del centro y alguna que otra película importante que se vería en las salas en esos días.
Don Braulio permanecía ajeno a las noticias, concentrándose en las imágenes que le regalaban el día, su calle, su gente. El ir y venir que tanto extrañaba.
El mediodía se acercaba. El sol vertical se lo anunciaba. El show de coches por la calle y de gente por las veredas había crecido durante la mañana. Miraba sus rostros, sus gestos, esos pasos raudos y deseaba tanto poder detener a cada uno y preguntarles por sus vidas, invitarlos al diálogo, a hablar de la vida, de las cosas importantes, de los sueños que dejarán olvidados en un rincón en el afán de sobrevivir el día a día.
Anhelaba tanto hablar con la gente, su calle, su barrio. Y más de uno al pasar miraba hacia esa porción de vereda, delante del portón verde, donde solía sentarse todas las mañanas don Braulio con su radio portátil y ahora, vacío, delataba esa partida que tanto dolió.
El fantasma de don Braulio, entendiendo que es imposible volver a ser lo que fue, se conforma entonces con una existencia ausente en este más allá no tan complejo ni misterioso. Y viendo que el mediodía ya se ha instalado, se mete con su silla y radio adentro imitando esa rutina que tanto disfrutara en vida y que nadie le impide seguir repitiendo ahora.
De todos modos, se obliga a retener las lágrimas, porque no le es indiferente el hecho de no poder saludar a nadie y aún más grave, no poder volver a ser abrazado.

25 de octubre de 2009

Sin secretos para tu condena

Del trabajo a la casa, de la casa a la guardería, de la guardería a la casa, de la casa al supermercado, del supermercado a la casa. Y entre un viaje y otro, en la comodidad del living, frente a la computadora siempre encendida, se permitía esos minutos de distracción en el Facebook, colocando comentarios, etiquetando gente en las fotografías o avisando a viva voz que era lo estaba haciendo, por pura diversión, como todos sus conocidos.
Un relax, un parate entre tanto ir y venir. Como si un alpinista se tomara unos minutos en algún descanso de la montaña, sabiendo que luego habría más rocas de las cuales asirse para alcanzar la meta.
Nada grave, apenas un
"Estoooooy cansada de tanto trabajaaaaaaar"
o siendo más explícita
"Mañana no puedo ir al gimnasio porque tengo que trabajar una hora más: es justa esta mierda Señor!!!"
o simple divertimento
"Mañana: Viernes, viernes, viernes, fiesta, fiesta, fiesta"
Mensajes inofensivos, un tecleo casi automático y un afán por decir lo que a nadie en otra situación le podría llamar la atención. Salvo allí, claro. A los pocos minutos veía los comentarios de sus frases y a su vez contribuía con las masas, comentando las reflexiones de sus conocidos.
¿Pero que mal había en todo eso? ¿Acaso no eran sus amigos, sus conocidos más cercanos? Si no se podía permitir esas distracciones, bien se podía pegar un tiro, pensaba mientras cerraba todo, tomaba la cartera, las llaves del auto y salía otra vez, ahora ya casi de noche para llevarle los papeles del divorcio a su prima la abogada.
La rutina del siguiente día era la misma. Solo cambiaría la ropa que se pusiera, lo que comería al mediodía, los comentarios por la tarde de la maestra jardinera de la guardería, las compras de último momento, la no posibilidad de ir al gimnasio como todos loa martes y claro, los comentarios en el Facebook. El resto, era la misma y nefasta repetición de cada jornada.
"Llevé a Matías a la guardería"
"Hoy mi jefe me dijo: Ivana, sigue así. ¿Le tendría que haber pedido un aumento"
"Te odio a Julián. Por suerte pronto serás mi ex"
"Cinco minutos para irme a caaaaaaaaaaasa"
"Dejé un bizcochuelo en el horno, en veinte minutos vuelvo"

Y luego nada, al menos en el Facebook.

- Hola Mirna, cómo estás. Vengo por Mati. ¿Cómo se portó hoy?
- Ay Ivana... ¿Cómo qué venís por Mati? Si vinieron a buscarlo con una nota tuya hace quince minutos.
- ¿Julián? Vino ese hijo de...
- No, no era Julián querida, sino un señor, dijo ser de tu trabajo, que vos tenías una reunión y no podías venir a buscarlo. Ay mi amor, por Dios, decime que lo mandaste vos, me muero.
- ¡Dios mío! ¡Dios mío! Hay que llamar a la policía, urgente, por Dios...

- Julián, por favor, te repito, si me estás haciendo esto para hacerme quedar mal en el pedido de custodia, decímelo. ¡Me estás matando Julián! ¡Por favor!
- ¿Dónde estás Ivana? Por favor, es mi hijo también. Entendé que no hice nada. Decime que pasó, cómo fue... Ivana, Iva... ¡No cortes estúpida! Pero qué...

- Si oficial, todos los días. Alrededor de las 17.30. Salgo a las 17 del trabajo y dejo algunas cosas en casa y luego vengo a buscarlo.
- ¿Viene siempre por las mismas calles? ¿Ha notado que alguien la siguiera?
- Mmm... no se, no, que se yo. Si, creo que vengo por las mismas calles. ¿Eso es importante? Pero si alguien me estuvo siguiendo, no se. ¿Cómo me puedo dar cuenta?
- Es importante que lo recuerde. ¿Se ha peleando con alguien últimamente?
- Si me he peleado, ja. Ya le dije, estoy en pleno divorcio. ¿Eso no cuenta?

- Era un hombre común, no se cómo explicarle. Metro ochenta, con algo de barba... no, no era barba, quizá una pelusa o que no se había afeitado... ay no recuerdo. Estoy nerviosa sargento, discúlpeme no soy de gran ayuda... ¿cierto?
- Cálmese señora, sepa que es la única persona que puede describir a este hombre, así que siéntese aquí y vamos a esperar a que...

- ¿Qué hago Julián? ¿Me querés decir? ¿Qué hago?
- Ivana, no me cortes. Decime donde estás, en qué comisaría y dejame estar con vos. Decime, alguien sabía tus horarios, tus...
- ¡Ves! Ya queriéndome echar la culpa no, que soy la que le dice a todo el mundo qué y cuando hago algo, no. Cómo cuánto estábamos juntos. Igual. Qué que hago, dónde estuve, con quién, sabés qué, me tenés...
- Ivana...
- Ivana un cuerno, dejame de joder.
- Pero... la puta que la parió, me cortó de nuevo.

Llamada entrante. Número desconocido.
- ¿Si?
- Tengo a su hijo.
- ¡Matías! Matí... hijo de puta, tocás a mi bebé y te mato, te clavo las uñas en los ojos y te hago desangrar estúpido de mierda.
- Cállese y escúcheme. Sabemos donde vive, donde trabaja y como sabrá, donde está la guardería. Conocemos sus amistades, sus horarios, su vida completa. No se pase de lista. Haga lo que le pidamos y nada más. Queremos dinero. Nosotros le vamos a decir cuánto y cómo. Mientras tanto...

Ivana "Dejé un bizcochuelo en el horno, en veinte minutos vuelvo"
Juan Carlos "Nena, yo que vos lo saco, debe estar negrito ya jajajaj"
Analía "Una hora Iva, sacaaaalo, sacaaaalo. Te debe haber quedado riquísimo, verdad.
Paco Cortéz "Looooca tanto tiempo, avísame si te sobra y paso. Llevo cuchara propia"
Ana "Ivana, acordate esta noche de llevarme la campera negra plis, gracias"
Ana "Y si sobra bizcochuelo, llevame un poquito miserable"
Celeste "Iva, hoy llego 22.30 para cuidar a Mati, si, puede ser, me perdonás, me seguís queriendo, muack????"



- Mire señora, cuando vuelvan a llamar, pídale que hable con nosotros. Usted nos da el teléfono y buscamos la forma de terminar con esto antes de tiempo.
- Quieren treinta mil pesos, ya hablé con mi jefe, me prestan la plata, después veré como la devuelvo. No me importa cómo, quiero a mi hijo, entiendo eso, quiero a mi hijo.
- Señora, escúcheme, somos policías y todos los días vemos estas situaciones. Muchas veces desisten del secuestro.
- Quiero pagar, quiero que me den a mi hijo y quiero irme a casa. Nada más. Míreme los ojos. Nada más.
- En este estado, no puede ir usted con el dinero. Está nerviosa, en un estado psíquico inestable...
- ¡Qué me está diciendo! ¿Me dice loca? Me está diciendo eso, se cree que soy tonta. Déjeme hacer las cosas como ellos lo pidieron.
- Señora... señora...

Calle oscura. La brisa de la noche es como un secreto no contado. Permanece allí, flotando, alrededor, esperando por las estrellas que no saldrán y la luna esquiva, ausente tras los nubarrones. Pero desde allí no se distinguen, tan solo hay negrura. En el fondo de la calle también. La ventanilla está hasta arriba. Afuera hace frío.
Escucha un motor. Las luces de un coche se encienden al fondo de la calle. Ella sale del coche, con una mochila en la mano.

- Teniente, nos llegó el informe de Investigaciones. Por los conocidos que han contactado, no parece que tuviera enemigos, es una mujer que vive sola desde hace tres meses, tiene un trabajo estable, lleva a su hijo a la misma guardería desde hace año y medio...
- ¿Cómo estiman que llegaron a ella? ¿La perseguían?
- A ver... acá no... espere, si, acá. Internet. Chequearon su conexión y constataron que tiene usuario de Messenger, aunque no lo usa mucho, una conexión cada dos o tres días y de pocos minutos. Pero si hay conexiones frecuentes a Facebook. Son casi rutinarias, eso les llamó la atención. Horarios similares cada día, duraciones parecidas... a ver, acá. Bien, accedieron a la cuenta y chequearon los contactos. Aparentemente la frecuencia de visualización de su perfil es variable entre sus conocidos, pero según el reporte de seguridad de Facebook facilitado, hay un contacto que prácticamente vive dentro de su perfil.
- Bien, ya sabemos su nombre. ¿Pudieron ubicarlo?
- Si, hay un problema. Según han constatado. Esta persona está fuera del país.
- Descartado entonces...
- No. Ese no es el problema. El tema es que alguien accedía con la cuenta de esta persona, desde algún punto de la ciudad.
- Cuando todo el mundo se siente seguro rodeado de sus amistades, ignora que no siempre son sus amistades las que la rodean. ¿No?
- Llevará un tiempo rastrear la IP del infiltrado.
- ¡Maldición!

La luz encandiló sus ojos. Igual, siguió avanzando. El sonido de sus pasos llegaba claramente a sus oídos. Parecían irreales, como provenientes de una pesadilla. Entendió que estaba viviendo una. Alcanzó a distinguir una silueta parada a un lado del otro coche.
- ¡Tengo el dinero!
- Déjelo dónde está y retroceda.
- ¿Dónde está Matías? ¡Voy a dejar el dinero, pero por favor, dónde está Matías!
- Déjelo y retroceda. Le diremos dónde encontrarlo.
- ¡Nooo, por favor, no me pueden hacer esto! Les dejo el dinero, pero entréguenme a mi hijo. ¡Por favor, se los suplico!
- Deje el dinero y...
- Por favor, por favor, por favor...
- Le digo que deje... no avance mujer, no avance...
- ¡Matías!¡Matías!
- No avance, quédese...

Un disparo y la noche se quebró en dos. La puerta del coche se cerró con fuerza y el motor se puso en marcha. Las ruedas chirriaron al retroceder. De inmediato se escucharon sirenas policiales. No estaban lejos.
Desde las penumbras de la calle corrieron hacia la mujer tres efectivos policiales, con atuendos especiales que incluían chalecos antibalas y armas de alto calibre.
Dos rodearon el cuerpo que aún temblaba, acostado sobre su propio charco de sangre, con pequeños espasmos que presagiaban la muerte. Los ojos abiertos de la mujer rogaban piedad.
El tercero no encontró rastros del coche que había huido. La luna logró escaparse de la muralla de nubarrones para asomarse completa por unos breves instantes. Solo el destino sabe si para decorar la noche o sonreír burlona.

Mariam "Mi vida te estuve llamando toda la tarde. Nos juntamos en Pum's o en Barbarian?"
Angel "Linda, te veo esta noche, me debés un baile bonita"
Rafael "Ivana, me enteré, cualquier cosa avisame. Y el bizcochuelo es para celebrar cuando todo termine"
Marita "Ey nena nena, pasé por tu casa y no estabas. Avisá nena, para que tenés el Feisbuc tonta jajajaj. Nos vemos esta noche!!!"
Ezequiel "Te equivocaste perra, te equivocaste. Chau Ivana, chau Facebook. Chau Matías"

22 de octubre de 2009

Recuerdo Borneo

Recuerdo Borneo. Ese gran pedazo de tierra que desde el aire parecía caber en la palma de la mano. Allí fue cuando comencé a notar que la avioneta hacía un ruido extraño. Un chic chic cada treinta o cuarenta segundos.
Cruzaba entonces entre bancos de nubes y la isla se me antojaba una forma de facilitar las cosas. Descender, revisar la maquinaria y proseguir la hoja de vuelo. Pero sabía que no podía darme ese lujo.
Llevaba atrás un cargamento de quinientos kilos de cocaína pura. Me esperaban unos narcotraficantes en el continente. El sudeste asiático no es lugar fácil de meterse en este negocio y al fin tenía una venta. Con la avioneta me ahorraba un intermediario, pero el riesgo era el doble, era jugar con fuego y sostener la mecha hasta el último instante.
Si bajaba a la isla seguramente tendría a la policía encima. El chic chic debería esperar hasta llegar al continente. De todas formas el sonido seguía sin gustarme. De vez en cuando miraba por encima del hombro, hacia la parte trasera de la avioneta. Allí estaba la droga. Eran varios millones y el principio del negocio en esa parte del planeta.
Las moscas en el aire eran culpa de Adrián. Mi ex socio. La relación se había roto diez horas antes, cinco minutos antes de despegar. No nos pusimos de acuerdo en las ganancias de cada uno. Y aún a pesar de haber ganado la disputa, seguía pensando que no tendríamos que haber llegado tan lejos, puesto que además de negociar, en mi caso, ponía también el avión para el contrabando.
Pero Adrián quiso discutir. Y no se le discute a una Glock 17 9 mm. Dos disparos y asunto zanjado. No pude deshacerme del cuerpo. Despegué pensando que lo podría arrojar al océano, pero en todo el viaje hubo turbulencias y no quise arriesgarme a maniobras extremas. Así que ahora su cuerpo viaja también en la parte trasera, junto a la droga.
Cada vez que el ruido se repetía, me acordaba de Borneo. Era instantáneo: chic chic, Borneo. Minuto que pasaba, más seguridad tenía en que debía haber bajado a tierra. Aún no veía el continente. Si acaso el sonido provenía de alguna falla menor, no existiría problema para alcanzar la pista. Pero mi temor era algún daño mecánico de importancia.
Volví a buscar alguna señal de esperanza en el horizonte. Nada. La línea interminable del océano confundiéndose entre los bancos de nubes y el interminable espacio aéreo.
Miré la hora. Según mis cálculos, aún quedaba una media hora de vuelo.
Treinta minutos de incertidumbre y chics chics. De recordar la chance que tuve de bajar a tierra al pasar por encima de la isla. De estar cortando clavos deseando que no pasara nada grave.
Chic Chic.
Los nervios casi de punta, como decía Adrián. El altímetro, el velocímetro y el resto de los controles marcaban datos coherentes. Nada parecía estar fuera de lo normal. Por la ventanilla no se veía que hubiese alguna parte floja o desprendida, ni siquiera que la avioneta perdiera combustible.
Chic Chic.
Miré de nuevo el reloj. No habían pasado ni dos minutos desde la última vez.
Chic Chic.
Chic Chic.
¡Track!
Me sobresalté. Una corriente de aire en el cuello me hizo enderezar en el asiento. ¿Qué carajo había hecho ese ruido? Miré por sobre mi hombro y noté que la penumbra habitual de la parte trasera había desaparecido. La luz ingresaba de alguna parte. Dejé los controles y arrojé los auriculares sobre estos.
En la parte trasera algo había pasado. Un panel lateral de la avioneta se había desprendido. En su lugar se veía peligrosamente el cielo. Fuertes ráfagas de aire entraban al aeroplano y hacían que comenzara a moverse de un lado a otro.
Atónito observé el cadáver de Adrián con un brazo estirado hacia el lateral faltante. Su mano pálida y rodeada de moscas sostenía aún un tornillo. Los demás estaban a su alrededor.
Intenté sostener parte del cargamento que estaba desplomándose hacia el exterior por el agujero abierto, pero tropecé con el cuerpo. Quise asirme del metal del fuselaje, pero el vacío me absorbió. Me ví de repente cayendo al océano mientras la avioneta se alejaba sin destino alguno, cada vez más lejos.
Desperté hace una hora. Una patrulla naval de la costa asiática me encontró flotando en el agua, sobre una mochila cargada de drogas. Me estuvieron interrogando pero no entiendo su lengua.
Sospecho que ya han localizado la avioneta, que se debe haber estrellado en alguna parte. Imagino también que no van a creer ningún cuento sobre la droga que me mantenía a flote, ni mucho menos sobre lo que haya quedado dentro de la avioneta. Y me refiero a la cocaína y a mi ex socio.
La cabeza me duele intensamente, pero no quiero cerrar los ojos. Cuando lo hago me acuerdo de Borneo y de la mano de un Adrián muerto mucho antes, y la imagino sacando de a uno los tornillos.
Pero lo peor de todo es ese sonido, que tanto me hace estremecer y que sigo escuchando, aunque ahora con seguridad, proveniente de abajo de la cama.
Chic chic.
Chic chic.

19 de octubre de 2009

El dibujo de tiza

Jugando juntó sus cosas del suelo y riendo contrarrestó el enojo del guardia. Lo miró sobrándolo, no de frente, sino de reojo y trotando se marchó calle abajo, haciendo oír por sobre el ruido de los coches su carcajada, tan sonora como falsa.
El guardia limpió como pudo el lugar que antes ocupaba el vendedor ambulante. Con sus zapatos negros pateó hacia la calle restos de lo que parecían, eran pequeños huesos trabajados con detalles.
Pensó en llamar a la chica que limpiaba dentro del local comercial que lo contrataba para cuidar la seguridad y el orden, pero supuso que tampoco era para tanto. Apenas unas pequeñas cosas que el vendedor había dejado, que bien podía sacar del paso sin inconvenientes.
Solo una cosa no pudo quitar. Un dibujo en tiza de color que había hecho sobre la vereda. Era un dibujo pequeño, de no más de quince centímetros de alto por diez de largo. Sin agacharse no podía identificar que era. Tan solo veía un manchón celeste, verde y rojo, con algo de amarillo en el centro.
Acercó un poco más el rostro, doblando la espalda. Aún no divisaba lo que era. Se arqueó más y nada. Otro poco y... no sintió nada, tan solo el aire frío que lo llevaba hacia el dibujo y luego lo devoraba.
Carmencita salió a buscarlo porque el patrón lo necesitaba dentro del local. Pero no lo encontró afuera. Le preguntó al vendedor ambulante que estaba a un lado del negocio, pero este, desde el suelo donde estaba sentado, negó haberlo visto con un simple gesto de su cabeza mientras entre sus manos tallaba un pequeño hueso con una navaja afilada.

12 de octubre de 2009

Vigilia nocturna

Las luces rojas resplandecían en la noche. Creaban una iluminación falsa y caótica. Los vecinos se agolparon delante de sus casas, observando cada uno de ellos hacia lo de los Juárez. Veían la ambulancia con el motor en marcha, las luces encendidas y las puertas traseras abiertas de par en par. Ninguno emitía opinión alguna. Aguardaban, algunos cruzados de brazos para abrigar el cuerpo, otros con las manos en las caderas, pero todos con la vista puesta en un solo lugar.
La puerta de la casa de los Juárez había quedado abierta. Pero casi no se podía ver hacia dentro. Más de uno debió haber pensado en acercarse más, pero la sensatez prevaleció. Nadie se movió de donde estaba. Tarde o temprano los médicos y enfermeros tendrían que salir y entonces...
Un movimiento. Uno de los enfermeros salió corriendo hacia la ambulancia metiéndose raudamente en la parte posterior. Volvió a verse a los pocos segundos, cargando un maletín verde. Se metió dentro de la casa y ahora, cerró la puerta.
Algunos vecinos cruzaron miradas, cómo preguntándose "qué pasa". Solo hubo movimientos de hombros, expresando el desconocimiento. La pareja de ancianos que vivía al lado de los Juárez estaba en la vereda, prácticamente sobre el cordón que da a la calle. Estaban abrazados y miraban hacia la casa de sus vecinos. Ellos sabían que algo grave había pasado. Se habían despertado mucho antes que llegara la ambulancia. El ruido de vidrios que se rompían había sido el detonante. Se imaginaron que provenía de los Juárez, porque últimamente allí se escuchaba todo tipo de sonido en horas de la noche.
Melisa y su marido, al que nadie en el barrio veía con buenos ojos, también habían salido a la calle. Su casa era la que se encontraba del otro lado de los Juárez. No tenían las paredes lindantes, pero las ventanas del dormitorio daban al jardín de sus vecinos. Si les hubiesen preguntado por vidrios rotos, habrían dicho que no escucharon nada y no habrían mentido. A Melisa la había despertado un alarido. Su esposo no se había despertado, pero no podía fiarse de eso, podía pasarle un tren por al lado que no lo escuchaba.
De las viviendas de enfrente, los que no salieron a la calle al escuchar los disparos, lo hicieron cuando llegó la ambulancia haciendo rugir su sirena. Juan y Esther estaban seguros que nadie abría la boca porque tenían la certeza todos de haber escuchado lo mismo, pero se sorprendería de saber que solo ellos habían escuchado dos disparos de revólver. En el caso de Margarita, que esa noche cuidaba a su nietita, había escuchado lo que le pareció, fue una ráfaga de ametralladora. Los Martínez Gelman firmarían con los ojos cerrados, de ser solicitada, una descripción de los cinco escopetazos que los hicieron saltar de la cama. Y Miranda, la dueña del almacén, estaría segura de discutirle a cualquiera que más que disparos, fueron dos bombas las que escuchó provenientes de la casa de enfrente.
Pero nadie mencionó una sola palabra. El silencio flotaba como una niebla en esa noche fresca, alcanzando una y otra vereda, mientras las luces de la sirena, cuyo chillido había sido acallado al llegar, arrojaban salpicaduras de luz roja hacia todas partes.
El denso corolario de la espera, era el revoloteo de un cuervo de rama en rama, sobre el árbol de la entrada principal de los Juárez. Más de uno lo vio y desvió la mirada, pues no es precisamente un pájaro de buen agüero.
Cuando la eternidad parecía querer apoderarse de la escena, la puerta se abrió. Marchaba adelante el enfermero que había salido antes, llevando consigo el maletín verde. Su bata estaba regada en sangre. Detrás avanzaba otro enfermero, con rastros de sangre en las mangas y el barbijo aún puesto. Detrás, cerrando la fila, el paramédico principal, con un maletín en cada mano. Llevaba el gesto adusto y evitaba levantar la mirada. Uno de los enfermeros metió los maletines por la parte de atrás y cerró las puertas, en tanto los otros dos subían adelante. De repente las luces rojas se apagaron y las sombras se acentuaron en cada rincón del paisaje nocturno. La ambulancia arrancó y la vieron perderse por la calle rumbo a la intersección de la esquina, donde dobló para convertirse en un recuerdo de la noche.
Los vecinos quedaron allí, de pie, observando donde la ambulancia había girado, como hiptonizados. Comprendieron que todo había terminado o al menos, nada había sido tan grave como parecía. Se miraron entre si y algunos hasta se animaron a sonreír, como si compartieran cierta vergüenza por estar a esas horas de la noche esperando en la vereda, en pijamas, sin saber a ciencia cierta qué.
Emprendieron la retirada, lentamente, metiéndose en sus casas. Nadie volteó la cabeza para mirar por última vez. No hacía falta. El calor del hogar los llamaba, la cama los esperaba para proseguir el sueño. Desde la casa de los Juárez una figura observaba por la ventana, corriendo apenas las cortinas. Tenía sangre en la boca y un hueso en la mano. A sus pies, inertes, tres cadáveres vestidos con batas blancas, esperaban su turno para ser devorados.
Afuera, el cuervo chilló por última vez antes de levantar vuelo y confundirse con la noche.

9 de octubre de 2009

El hombre de la obsesión extraña

Cierta obsesión traumaba a Ricardo. No concebía ver dos objetos similares o relacionados juntos. Si dejaba revistas sobre la mesa, debían ser distintas, es decir que si había una historieta, no podía haber otra, pero si un catálogo, la programación del cable, pero ojo, un ejemplar solamente de cada uno, por más que fuera de otro mes.
Tenía cinco platos en su casa y no guardaba ninguno en el mismo lugar. Ni hablar de apilarlos. Uno estaba en la alacena, otro en el cajón de los cubiertos (donde solo había un cubierto), otro encima de la helada, uno siempre en la mesa y el restante en la pileta de la cocina.
No dejaba perfumes juntos, ni colocaba monedas del mismo valor dentro del bolsillo o billetes iguales dentro de la billetera. Solo plantaba una flor por cantero, que debía ser distinta a su vez de la que ponía en otro (el otro cantero no podía estar lindante al primero).
Muchos de sus amigos le recalcaban que lo suyo era para el diván. Pero Ricardo no les hacía caso. Incluso, no permitía que lo visitara más de un amigo por vez.
Cuando se llevaba un bocado a la boca, siempre hacía una pausa para el siguiente, bebiendo un vaso de agua.
En los muebles había adornos, pero ninguno tenía relación del otro. Había un elefantito con un billete de un dólar en la trompa, pero ningún otro objeto de cerámica. Un pequeño molino de metal, y ningún otro adorno de metal. Una casita hecha de madera y ningún otro objeto de madera.
La obsesión llegaba a grados inimaginables. Ropa interior desparramada por toda la casa, con la idea de no encontrar pares de medias o calzoncillos que estuviesen encimados; cigarrillos ubicados en lugares insólitos ante su imposibilidad de aceptar que pudieran estar juntos dentro del paquete en el que los compraba; verduras guardadas de la misma forma, por lo que se podían encontrar tomates en todas las habitaciones (uno en cada una, claro) y los ejemplos podrían extenderse para una infinidad de cosas.
Nadie recordaba cuando comenzó esta obsesión, pero lo cierto es que a Ricardo la actitud le costó bastante caro. Fue perdiendo conocidos, sus familiares comenzaron a considerarlo un ser extraño y a tomar distancia, su novia (la que tenía cuando comenzó su rara forma de actuar) lo dejó y perdió el trabajo de cajero de supermercado al comenzar a perder tiempo para guardar el dinero que cobraba.
Ahora es beneficiario de un plan por desempleo, pero retira del banco un billete distinto por vez.
En su casa nunca enciende más de una luz por habitación y si es posible, nunca dos en toda la vivienda. Y si tocan a la puerta, nunca la abre más de dos veces en una misma hora, por lo que si es un conocido, le pide que vuelva más tarde o bien, que espere.
Claro que cada vez son menos los que acuden a su casa. Es que su propia imagen ha ido cambiando desde que comenzó a actuar tan extrañamente. Porque en su obsesión llenó una oreja de piercings y la otra la dejó como siempre; se tatuó un brazo y el otro no; se prendió fuego una pierna protegiéndose bien la otra y se extirpó un ojo, cuidando de no lastimar el otro. En cuánto a sus dedos, quizá sea lo que más impresión provoca: muñones de por medio dejan a la vista que la obsesión ha cruzado ya la línea de la locura.
¿Cuál es la solución para Ricardo? Nadie lo sabe con seguridad, pero todos piensan en que tarde o temprano algo pasará. A muchos se les cruza por la cabeza que hay un solo destino para Ricardo. Un solo camino, no más.
La única bala en toda la casa la guarda en la mesa de luz.

6 de octubre de 2009

La calle (su calle)

Lo llamaron, saliendo del colegio. “¡Paragua, venite con nosotros!” le gritaban los chicos desde la puerta. El levantó la vista y les sonrió, agradecido. “¡Dale paragua, vení con nosotros que está lloviendo!” le gritaron esta vez y todos rompieron a reír mientras se alejaban por la puerta, sin el menor deseo de su compañía ni el menor atisbo de vergüenza.
Claudio se guardó la sonrisa y se ilusionó con hacerse invisible para desaparecer del patio de la escuela, donde otros que habían escuchado lo observaban y reían por lo bajo. Casi arrastrando los pies, para no hacer ruido ni llamar la atención, salió también a la calle. Evitó las arterias céntricas y fue bajando en la numeración hasta llegar a su barrio.
Las casitas humildes y venidas abajo lo saludaban en silencio mientras el mediodía lo recibía con olores tentadores que salían de las ventanas abiertas.
Oyó a doña Patricia gritarle a sus críos al pasar frente a la casa azul, una de las pocas coloridas sobre su calle y disfrutó con la melodía que venía de la casita blanca de al lado: Juanita practicando con la flauta dulce, la que le habían regalado un año atrás en la escuela para discapacitados donde iba.
En el baldío los pibes que iban al colegio de tarde jugaban un partido de fútbol, que seguramente habría empezado a mitad de mañana. A muchos de ellos nadie lo llamaría para comer. El Rauli y Jimena coqueteaban detrás de un arco. Eran primos y apenas si tenían cinco años.
Don Carmelo el almacenero estaba sentado en la vereda, observando a la gente pasar. Saludó con un guiño cómplice de ojo a Claudio. “Por la tarde date una vuelta, que voy a necesitar mover unas cajas que tengo atrás” le dijo con su voz ronca sin abandonar la silla que su gordo cuerpo ocupaba.
Claudio se ganaba unos pesos ayudando a Carmelo o a Ramón, el de la verdulería frente a su casa. Acomodaba cajones de frutas o de otras mercaderías. Y a veces le atendía un rato el negocio a cada uno, cuando sus dueños tenían que salir por alguna razón. Era obediente, inteligente y no robaba. Suficiente para Carmelo y Ramón.
Su mamá había llegado de Paraguay con él a cuestas, cuando todavía era un bebé. Le escapaba a la miseria en la que vivía en las afueras de Asunción. Acá no tenía mucho más, pero al menos decía que vivía tranquila. Es que no solo le escapaba a la pobreza y eso Claudio se fue dando cuenta de grandecito, cuando empezó a preguntar por su padre. Y aprendió con los silencios más de lo que hubiese querido.
Era un día más, la calle (su calle) reflejaba la rutina diaria a la que estaba acostumbrado y le parecía bien. Así debía ser. Porque su calle lo era todo. Tanto como su humilde casita y su querida mamá. No necesitaba más. Ni a los discriminadores compañeros de colegio, ni a los maestros pocos pacientes. ¿Acaso ir al colegio todos los días no significaba un sentimiento de humillación tan grande que a veces deseaba acabar debajo de un colectivo? Pero todo eso acababa con el timbre de salida, con la caminata numeración abajo hasta el barrio, hasta su calle, su hogar.
Pero debía ir a la escuela, por su mamá. Porque, le decía, con eso iba a poder conseguir trabajo más adelante y con suerte, ir a vivir a un lugar mejor. ¿Mejor que esto, mamá? Le preguntaba incrédulo Claudio. No se imaginaba nada mejor que su lugar en el mundo, esa calle, la gente de siempre, su casa chica pero cómoda… ¿mejor que esto, mamá?
Y allí estaba ella. Esperándolo en la puerta de casa, pasando la escoba como excusa, porque lo único que hacía desde que veía en el reloj rojo de la pared de la cocina que eran las doce, era salir afuera y clavar su mirada a la calle, aguardando por él. Y se le iluminaba la sonrisa al verlo llegar, con el guardapolvo hasta arriba de las rodillas y las carpetas bajo el brazo, el pelo revuelto por el viento, la boca sonriente.
En la mesa ya tenía el caldo caliente para calmar el rugir del estómago y calentar el cuerpo de su hijo. Claudio la abrazaba, la besaba en las mejillas y corría a la mesa, en busca de lo que su madre le había preparado.
La sentencia final lo era todo para su madre: “Riquísimo má”. Se daba cuenta que su cumplido la complacía y eso lo hacía también feliz a él. Y al rato quedaba solo, porque la madre se iba a limpiar unas casas al centro. Así que aprovechaba para completar cosas de la escuela y quedar con el día libre.
Luego iría a lo de Carmelo, a lo de Ramón, se llegaría a la plaza a ver que hacían algunos de sus amigos del barrio, más tarde esperaría a su mamá y la ayudaría con las cosas de la casa…
¿Mejor que esto má? Se volvía a repetir la pregunta en soledad, riendo ante los deseos de su madre.
El sol se fue moviendo y las horas corriendo. Nadie se detiene a mirar el sol, nadie tiene la necesidad. Así funciona, así es su rutina. La tarde fue cayendo y las sombras ganaron terreno, cubriendo con su manto oscuro esos lugares que antes desbordaban en luz.
La hora en que regresa mamá, pensó Claudio. Pero mamá no volvió. Ni a las siete, ni a las ocho, ni a las nueve. Preguntó en lo de Ana, la vecina, si le había dicho de algún trabajo extra que se hubiera olvidado de decirle. Pero Ana no sabía nada. Fue a lo de Carmelo, pasó por lo de Ramón. Nadie sabía nada.
Recordó que a veces pasaba por lo de la modista de la vuelta, para buscar algunas changas cosiendo ruedos o haciendo remiendos. Caminó hasta la casita de la modista. No había nadie, así que tampoco estaba allí.
Volvió a su casa, esperando encontrarla pero en su lugar lo esperaban dos uniformados. Los azules le daban miedo en cualquier circunstancia, pero ahora le temblaban las piernas. ¡Algo le pasó a mamá! se repetía mentalmente.
Y así era. Los policías le narraron los hechos, fríamente como si enfrente tuvieran a un hombre de cuarenta años, olvidando que trataban con un pibe.
Un pibe que quedaba solo.
Sintió que le atenazaban el corazón y se lo oprimían, con tanta fuerza que explotaría de dolor. Supo que podía morir de dolor. Lo supo allí mismo. En ese instante. Aún sin creerlo, rompió a llorar. Apenas si oyó el “vas a tener que venir con nosotros, para reconocer el cuerpo”.
En el patrullero, mientras avanzaban hasta el hospital, le hacían preguntas. “¿Paraguaya?” escuchó. “Si” respondió, esperando alguna acotación, como siempre le hacían en la escuela. Pero nadie acotó nada. “¿Alguien que quisiera lastimarla?”. Dudó. Fueron unos segundos, pero lo hizo. ¿Acaso podía mencionarle a su padre, al que había abandonado trece años antes? Si ni siquiera sabía su nombre. Dijo “No”. Por la ventanilla veía pasar una ciudad que desconocía, un mundo que le parecía lejano. Las voces de los agentes de policía parecían venir de otro plano, una existencia distante, imposible. Le preguntaba de su madre muerta. ¿Muerta? ¿Cómo podía estar muerta su mamá? Si al mediodía lo había esperado con un plato de caldo caliente y abrazado en la puerta y…
Claudio cerró los ojos y ya no contestó más preguntas. Se recluyó en lágrimas, sumido al dolor. El coche siguió avanzando en medio de un paisaje furioso, ajeno a su vida, a su calle, a sus días. Lo hacía presa del llanto, de un dolor desconocido, de una sensación de soledad intensa. Y con miedo. Terror. Pánico de abrir los ojos. Porque sabría que de hacerlo, ellos estarían allí, del otro lado de la ventanilla, sonriendo, hablando por lo bajo, codeándose entre si, señalándolo con gestos. Y escucharía sus voces, el “paragua” que tanto odiaba. Le harían bromas, se reirían de su pérdida. Y hasta quizá intentaran algo peor, como golpearlo. No abriría los ojos, no lo haría.
Sintió el coche detenerse y que le abrían la puerta. Lo acompañaron hasta la morgue. Las letras estaban impresas en grande. Los policías golpearon. A través del vidrio esmerilado vio moverse una figura. Y mientras el picaporte se movía y un nudo del tamaño del corazón se le hacía en el estómago, recordó con ironía y rencor la pregunta más estúpida que le hubiese hecho a su madre: ¿Mejor que esto má?
Supo que ya nada sería lo mismo. Ni su calle, ni su casa ni sus días.
La puerta se abrió.
Los policías entraron y lo llamaron desde adentro.
El escuchó: “Dale paragua, entrá con nosotros”.
No. Nada sería lo mismo. Ni siquiera volver a su lugar en el mundo.

2 de octubre de 2009

Los errores del hombre

Se alejó de ella y marchó hasta el borde un acantilado. El verde pintaba cada lugar donde enfocara su vista. La virginidad del lugar era pletórica. El cielo se extendía hasta más allá de lo imagible. La brisa hacía sentir frágil su cuerpo semidesnudo.
Más abajo las praderas indicaban rumbos desconocidos y algunos animales parecían indiferentes a todo lo que los rodeaba, husmeando aquí y allá, sin precisar con sus movimientos que harían a continuación.
Se sentó. Dejó que la gramilla fresca y húmeda le acariciara las piernas. Dejó que sus ojos apreciaran todo aquello durante un largo rato. Luego los cerró, ocultándose en su mente.
De inmediato llegaron las imágenes. De lugares nunca vistos, de otras personas que no conocía, de tiempos seguramente remotos. Observó poblarse la tierra, al fuego calentando la noche, a la piedra servir de pared.
Vio a la gente en grupos, viviendas y pueblos. También maldad y pecados y luego un gran diluvio. Otra vez se poblaron las praderas, se ocuparon los valles, se aprovecharon los ríos y nuevamente, el hombre era malo, robaba, mataba y engañaba. Fue testigo de castigos, de plagas, de errantes e incluso de varios mesías. Vio al hombre derrocarlos sin la menor vergüenza.
Y luego más ciudades, nuevos templos, armas, enormes navíos, soldados y muertes. Guerras tras guerras, sangre sobre sangre, herida sobre herida. Vio al hombre equivocarse y ser abandonado.
Las imágenes seguían llegando, una tras otras, como puñales en su cabeza. Millones de personas, el hambre, la muerte, el poder, el pecado, naciones en odio, hermanos en lucha. Las construcciones cambiaban, las armas eran más letales, los límites cada vez más lejanos, pero la mente humana siempre la misma, engañada por el oro y la muerte, el poder y la gloria efímera.
No pudo más. Ya no quiso seguir mirando. Abrió los ojos. Sintió lágrimas corriendo mejilla abajo. Se llevó una mano a la cara y palpó esa humedad que descendía. Se la llevó a la boca y saboreó lo salado. El futuro era sufrimiento. Era sangre y codicia, era barbarie y vergüenza.
Y sin embargo ese acantilado albergaba tanta paz. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía el hombre llegar a ser lo que había visto? Pero irremediablemente llegaría, lo sabía...
Se puso de pie y a pesar de saber muy poco aún, sabía lo suficiente como para darse cuenta que su fin era la solución. Caminó sin miedo hacia el borde, mirando el horizonte.
Entonces la escuchó detrás.

- ¿Adán? ¡Espera, no lo hagas! Ven a mí, te puedes lastimar ahí.

Y embelesado por su voz, volvió a hacerle caso por segunda vez.