Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de marzo de 2008

Caprichos

El papá de Leandrito no creía en imposibles, desde pequeño se lo inculcó como una regla básica. Todo podía hacerse realidad, era cuestión de proponérselo. Sin embargo Leandrito comprendió muy pronto que los costos de esos ideales eran enormes. Un día le pidió a su padre que le trajera la luna, para poder abrazarla y sentirla entre sus brazos, como si fuera un muñeco amigo. Tras ese pedido, Leandrito jamás volvió a ver a su padre.
Una tarde, mientras jugaba con sus hijos, Leandro, que alguna vez fuera Leandrito, escuchó el tiembre de su casa. Al abrir la puerta se encontró con un señor mal vestido cuya sonrisa le atravesaba toda la cara. A su espalda, atada con una soga gigantesca, tenía amarrada a la luna. Leandro reconoció a su padre, pero le cerró la puerta en el rostro.
No podía tolerar que su padre, por seguir un capricho suyo, se haya apartado de él cuando más lo necesitaba. Que se entienda bien, le dijo más tarde a sus hijos mientras les contaba la historia: comparto sus ideales, pero no los costos.

26 de marzo de 2008

Destino

Presionado por el mundo, escapé por una ventana de la consciencia.
Ahora soy un prófugo en mi locura.

24 de marzo de 2008

El hombre del muelle

Cuando el día se esconde detrás de las islas, el río se tiñe de nostalgia y los reflejos opacos del anochecer hacen inútiles intentos por llamarnos la atención. Nuestros ojos, tristes por su partida, no abandonan el horizonte, troquelado de verde y marrón, y siguen atentos al gran astro rey, que muere hoy como ayer huyendo vaya uno a saber de que antigua condena.
El manto que tiende la noche va ganando cada rincón y de un momento a otro, la oscuridad ha cubierto orillas y botes, árboles y camalotes. Los pescadores emprenden la retirada, con pausa y sin prisa, de cara al agua, soñando con la mirada. Se acallan los gritos de los niños y los últimos coches le dan la espalda al río, marchando en armonía sin saber cuando será que regresarán.
El último bote ha sido tapado por una lona y su dueño, marchado.
Todos se han ido, menos el hombre del muelle. La naturaleza es su única compañera en la ahora noche. Las estrellas lo observan, inmóvil. De vez en cuando el agua golpea la orilla; el vaivén del río que viene y va con su propio ritmo.
Cuerpo erguido, cabeza en alto y manos en los bolsillos, soportando la brisa fresca y ajeno al canto de los grillos. La imagen de quien, ensimismado en pensamientos lejanos, se vuelve un pensamiento más, casi un fantasma para los demás.
Y volverá cada noche, ni bien caiga el sol. Habrá quienes lo vean, y quienes no. Asegurarán algunos que siempre está y otros que es pura imaginación. Pero el hombre del muelle no se moverá, estará allí. Al menos hasta que alguien lo libere del dolor y le permita vivir sin necesidad de pedir perdón.

15 de marzo de 2008

De la vez que se cometió un asesinato en lo de don García

En reiteradas ocasiones he tenido la dicha de escuchar a don García, cantinero del pueblo, con post grado de domador de borrachos y doctorado en apaciguador de disputas, de la vez que se cometió un asesinato en su boliche, justo en la mesa delante de la barra de madera, entre la mesa de billar y el pasillo que da al baño.
Era de tarde pero el sol aún no había despuntado su vicio diario de esconderse y con el aire fresco que entró al abrirse la puerta de calle, ingresó un hombre de buena estatura, morochón, de ojos achinados pero firmes, pelo duro como pincel viejo y una enorme cicatriz en el mentón.
Llegó solo, o bien, eso parecía. Sin embargo, como saben hasta los mocosos, las apariencias engañan. Dijo llamarse Charly Gómez, procedente de muy lejos, ansioso por una buena cerveza y un par de aceitunas pa' picar. Si había pan mejor, porque hacía rato no probaba bocado, pero si no había no importaba, porque lo importante era haber llegado. Dicho esto, se dirigió a la mesa más cercana a la barra, con su vaso de cerveza y el platito de aceitunas.
Como todo foráneo, fue inspeccionado de arriba a abajo por los presentes, eso si, sin que se enterase. Porque Charly Gómez no tenía pinta de buenos amigos. Y la cicatriz en el mentón era como un cartel de peligro que espantaba al más valiente. Claro que en la cantina no era que sobraban justamente.
Si algo puede tildarse de normal, hasta entonces todo indicaba que lo era. No era más que un extraño en el pueblo tomando una cerveza y escupiendo al piso unos carozos de aceitunas. Lo torcido empezó ahí mismo, tras la cuarta aceituna. Todavía la tenía en la boca en realidad cuando al que él llamaba Jony, se hizo presente.
- Creí que no me seguirías hasta aquí, Jony - dijo Charly Gómez, ante la atónita mirada de los presentes, dado que no había nadie allí haciéndole compañía. Don García y los demás parroquianos miraron a cada rincón del boliche y los rostros eran los mismos rostros tristes de cada día.
De repente Charly Gómez se levantó de su silla de un solo movimiento, tan brusco que casi voltea la mesa. Giró y se quedó de pie observando el lugar vacío donde hasta hacía medio segundo, estaba sentado. Y dijo:
- Nunca escaparás de mi Charly. Juré perseguirte por pampa o montaña, arena o mar. Es hora de acabar con esto.
Charly se sentó inmediatamente y mirando hacia donde recién había estado parado, vociferó furioso:
- ¡Escúchame lo que digo Jony, escúchame bien! Deja todo en el pasado, si es que...
Entonces Charly o Jony, en definitiva, el hombre de la cicatriz, volvió a pegar un salto desde la silla y casi en una misma acción, giró y quedó mirando hacia la mesa:
- ¿Si es qué Charly, si es qué? ¿Charly Gómez me amenaza? ¡A mi! No sabes en lo que te metés.
Otra vez corrió a la silla.
- Se con quién me meto. Quieres acabar con esto, lo acabaremos.
El aire se puso aún más tenso de lo que estaba. El humo del tabaco pareció abrirse. Don García recuerda el ruido de un vaso al caerse en una mesa del fondo, pero nadie se inmutó. Algo iba a suceder, el diálogo estaba extinto.
El hombre de la cicatriz volvió a pararse y esta vez al girar desenfundó un revólver que llevaba escondido entre la camisa y el pantalón. Las manos se movieron rápidas y el cañón apuntó a la sien. El disparo rugió de tal forma que temblaron las paredes y los oídos más próximos quedaron aturdidos. Sobre la mesa, con abundante sangre cubriéndole la cara, yacía sin vida el que dijo llamarse Charly Gómez.
El comisario tomó declaración solo a los que podían mantenerse de pié. Nadie dudó que previo a la disputa se había zanjado un duelo verbal. Los parroquianos declararon que Jony, del que se desconoce el apellido, había matado a Charly Gómez. No tenían dudas de ello, porque el hombre de la cicatriz se había levantado de la silla para disparar. Si lo hubiera hecho sentado, el muerto sería el otro. El comisario terminó de interrogar a los presentes y a don García y preguntó si le estaban tomando el pelo. Todos se miraron sorprendidos. El comisario se fue desorientado, a sabiendas que por la mañana tendría que dar cuentas por un homicidio en el cual víctima y homicida, eran a su criterio, la misma persona.
Al llamado Charly Gómez, del cual nadie reclamó su cuerpo, lo enterraron en el cementerio del pueblo, en tierra y bajo una cruz de madera, que tenía sus iniciales grabadas. Jony sin apellido fue declarado prófugo de la justicia y al día de hoy jamás fue encontrado.

8 de marzo de 2008

La Pregunta

Y allí se encontraba, tras mucho andar. Qué lejos parecía el día que salió de su casa, sabiendo que se lanzaba a una travesía difícil, sin descanso alguno. Pasó penurias, comió lo que podía y cuando podía; los días lo vieron pidiendo monedas para los pasajes, cuidándose de los desconocidos en cada nueva parada, durmiendo con los ojos abiertos. Lo regocijaba el saber que iba a saber la verdad. Porque se dirigía al Sabio. Y el Sabio tenía todas las respuestas. Había meditado su pregunta una y mil veces. Soñaba con las palabras que saldrían de los labios divinos de este ser eterno, dueño de los años y amo de todos los conocimientos. Imaginaba su cercanía, su majestuosidad. Abrazaba en su corazón la esperanza de obtener la respuesta deseada. Esa con la que se levantaba cada día y se iba a acostar cada noche, y con la cual convivía durante la dura jornada, en la que se ganaba el pan y el cielo.
El templo, ahora, se rendía a sus pies. Había llegado y allí se encontraba. Las últimas cuarenta horas las había pasado en una cola interminable, rodeado de rostros fatigados, avejentados por el cansancio y la incertidumbre. Qué misteriosas consultas pululaban en esos rostros; qué respuestas esperaban oír. A él no le importaban en realidad, no eran más que actores secundarios y esta era su obra. Y qué eran cuarenta horas tras cinco semanas viajando hasta los confines del país. La gran puerta se abriría para él, tarde o temprano. Y cuando el chirrido de las oxidadas bisagras inundara el aire haciéndole saber que su turno había llegado, tendría más fuerzas que nunca. Una hora más, dos quizá. El tiempo era un decorado.
Sombras movedizas jugaban a sus pies, trayendo formas inverosímiles. Su mente les era ajena. Nada lo separaba ya de la entrada. Era el próximo. Era el fin del viaje. De repente, la puerta cedió y fue como si el interior lo inhalara. Casi no sintió sus piernas avanzar, pero supo que lo hacía. Si alguien le hubiese dicho que flotaba, le creería sin dudar. Pero quién le creería a él dónde había llegado. Imponente, radiante, inmaculado, irradiando paz y serenidad, se erigía ante su persona el Sabio. No era un sueño ni una alucinación, apenas una exhalación de aire los separaba. Cortaba la respiración y el tiempo, antes un decorado, ahora ya no existía. Se había detenido, huido. Y la voz dijo, calma, suave, arrullante: ¿Cuál es tu pregunta, hijo?
La pregunta, la única que podría formularle en toda su vida, en su única y última peregrinación a la gran puerta; la pregunta. Esa que había soñado con decir, de la que anhelaba una esperanzadora respuesta. La pregunta. Y sin más, sabiéndola de memoria de tanto repetirla en su cabeza, mañana tarde y noche, la expulsó, casi en una súplica, un ruego de amante ignorado, de amor no correspondido, una espina clavada en lo más profundo de su ser: ¿la Jacinta... la Jacinta Gómez, me quiere?.