Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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27 de diciembre de 2008

Una sola copa en la mesa vacía

Champaña sola y un pétalo de más,
en una flor olvidada por un jardinero poco fiel.
Recuerdos ingratos a la hora de brindar,
por la vida pagana, el deseo y la soledad.
Miradas ciegas por culpa de festejar
la salida de un año que no da para más.

Artificio en el aire, penumbra de navidad
Colores apagados, esta vez sin tintinear
La noche perdida por la vanidad
y el desenfreno medido, las ganas de gritar
Un grito silencioso de la más pura piedad
Para esa vida agobiada, cargada de culpabilidad

Y cuando las doce dan, las campanas suenan
pero no traen alegría, ni dicha próspera de año nuevo
se acabó la risa, hace rato, se acabó el juego
el manto echado sobre la piedra, donde lágrimas ruedan
El ayer terminó, comienza el hoy, comienza la nada
El estar parado donde ya se estuvo, tristeza sopesada.

Y cuando las doce dan, se va un año, se va la vida
Se va donde nadie la quiere, todos la olvidan
El niño sale a llorar y nadie enjuaga su llanto
Es que el niño es grande y ha quedado a la deriva
Es por culpa de crecer y creer en vano
Que el día es día y la noche, tan solo un cuento.

23 de diciembre de 2008

Festejos ajenos

Acá no hay nieve, acá no llega Santa Claus.
No hay chimeneas encendidas ni medias rojas rellenas de caramelos.
Las casas no están decoradas con luces brillantes que titilan como guiños en el aire.
Y no hay muérdagos bajo los cuales besarse a medianoche.
Acá no hay nada de eso.
En este callejón solo retumban, a lo lejos, fuegos ajenos, mientras la humedad se filtra entre las ropas de quienes, con tan solo pan duro y resignación vivimos los días de la humillación de no ser más que lo que somos y saber, con seguridad, que no seremos jamás, algo más.
Y entre sombras y dolor, soledad y desamparo, el mundo nos rodea sin abrazarnos y la felicidad pasa sin vernos.
Es nuestra historia y a nadie le importa.

22 de diciembre de 2008

Con qué cuento venís

Qué me van a contar a mí de lo caras que están las cosas! Qué me vienen a llorarme la carta los patrones de qué no pueden dar aumentos ni cajas navideñas ni nada de nada porque no hay dinero!
Pero qué me vienen a mi con esos cuentos, de miyaduras y pobrezas, cuando la palpo en el aire.
Si el otro día nomás quise suicidarme y fui a comprar gilletes; llegué a la caja y me dijeron cuánto salían! Me quise morir! No las compré, por supuesto! Me fue indignado por no poder ni siquiera matarme sin ser antes estafado.
Qué me van a contar a mí...

29 de noviembre de 2008

Negativa

Qué si no vamos. Qué si nos negamos. Qué si decimos basta y nos olvidamos de esa parte.
Qué si decidimos no morir y optamos por quedarnos.
¡¿Qué?!
¿Acaso nos perseguirán ángeles y nos llevarán a la rastra? ¿O enviarán demonios?
Cómo poder enojarse con nosotros si desde siempre hemos tolerado todo, cómo no permitirnos este últmo deseo.
Cómo convencer a la muerte que no nos lleven a quiénes amamos, cómo convencerla de que esto no es solo un juego...

14 de noviembre de 2008

Cuatro

Cuatro paredes te rodean y te hacen sentir.
Sentir la soledad y la condena.
Condena por no saber escapar y ser libre.
Libre de cargos y culpas, de hoy y de ayer.
Ayer de dolores y arrepentimientos.
Arrepentimientos que te obligan hoy a sufrir.
Sufrir por uno y por otros.
Otros que vivirán y vos entre paredes.
Paredes que serán por siempre, cuatro.

11 de noviembre de 2008

La vedette

Como si de una broma se tratase, la descomunal Brigitte arribó a su oficina. La Brigitte de sus sueños, el de todos.
La vedette estaba en desgracia. Su marido había sido asesinado. El detective la contempló con deseo, hipnotizado. Balbuceó antes de poder hablar, pero ella no se dio cuenta porque luchaba contra una marea de lágrimas.
La indagó ¿Sabía ella de enemigos de su marido? ¿Alguien que quisiera lastimarla? Bajo el arruinado maquillaje, una sonrisa triste y resignada surcó el rostro. Seguro que los había. La lista era innumerable.
El detective recorrió la zona, cabaret, sus contactos del bajo mundo, policías conocidos. Sacó fotografías de los alrededores de la mansión de Brigitte y las estudió minuciosamente.
La noticia fue tapa de todos los medios. La televisión se hizo un festín. La policía estaba desorientada. Pero William Scofet, tercera generación de detectives, no.
Sabía muy bien hacia donde apuntaban las pistas y los pasos que el criminal había seguido tras el crimen. Conocía el por qué y el cómo. Pero a pesar de ello, no podía develarlo.
El asesino era él y el destino lo había engañado con la broma de tener que descubrirse.
Era consciente que fallaría.

1 de noviembre de 2008

Resquicios

Para ese hombre de mirada perdida, su meta iba más allá de este mundo. Locura era lo que todos veíamos en él. Agachado en todo momento, buscando en los zócalos, en las uniones de las paredes, en los escondrijos más insólitos.
Qué es lo que buscaba. “Resquicios” decía él. Qué pasaría cuando los encontrara, indagábamos. “Sería al fin libre” explicaba. La gente afirmaba con la cabeza, fingiendo, como se suele fingir ante lo que nos desconcierta.
Libre de qué, le pregunté un buen día. “Libre de aquel que nos vigila con una lupa, desde lo alto. No te das cuenta… somos un experimento, una gran caja de cristal donde nos estudian, no es un cielo lo que nos cubre, sino la lente de una lupa”. Fingí, por supuesto. Hice que entendía.
Al tiempo nadie volvió a verlo. Encontró su “resquicio” nos decíamos. Ya casi no lo recordaba, pero hoy lo he visto del otro lado del río, agitando sus brazos. Señalaba hacia arriba, desesperado. No fue hasta entonces que levanté la mirada y esquivé la pinza gigantesca que venía hacia mí. Huí.
Estoy escondido, aún temblando. Necesito encontrar un resquicio y escapar. Dentro, la lupa me delatará tarde o temprano.

El que huye

Era un espíritu que soñaba con ser mortal, porque quería sentir y sufrir a la par de los seres que amaba. Era un espíritu que amanecía acompañando el último sueño de los moribundos. Susurraba esperanzas en los oídos de los indigentes y dibujaba ilusiones en los rostros de los niños sin familia.
Recorría en las primeras luces de la medianoche los lugares donde los hombres se juntaban a tomar, soplando en los vasos a medio terminar de los borrachos, cambiando amor por alcohol. Era un espíritu que reía cuando otro reía, que respondía con una sonrisa otra sonrisa, pero que abrazaba al que lloraba, sostenía al dolorido, acompañaba al solitario.
Era un espíritu que quería sentir ese abrazo, saber la sensación de una lágrima, quería que vieran su sonrisa. Anhelaba más que ser un aura, un sueño, una esperanza. Y se lo pidió al dios de los espíritus. Se lo suplicó una y otra vez. Pero el dios de los espíritus fue claro y no se lo permitió: debía ser una esperanza, debía inculcar amor, ser una compañía, sus propios sueños no podían entorpecer aquello para lo cual había sido creado. El hombre debía purgar sus pecados por el solo hecho de ser hombre, y él, debía cuidar que así fuera, aunque con los menos males posibles. Porque no todos los hombres eran iguales y aquellos de buen corazón, debían sufrir menos. Así estaba escrito, así debía ser.
Era un espíritu obediente. Pero no podía no ser lo que amaba. Entonces, se escapó del mundo espiritual y huyó al terrenal. Fue Jesús, fue Mahoma, fue Buda, fue Ghandi. Fue muchos y siempre sigue siendo. Huye, pero lo encuentran y logran callarlo. Pero su voz es fuerte y algún día prevalecerá. Sigue huyendo, buscando quien ser, cómo sufrir, como amar, como sentir y enseñar. Mantiene la esperanza de algún día vencer.

30 de octubre de 2008

Desaparecer

Acechante, el pasado, se puso a su lado. Lo tomó de la mano obligándole a avanzar.
Así fue que repetió los errores de antaño.
El presente no reaccionó. Y su mañana dejó de existir

14 de septiembre de 2008

Partida

Mirar no es mirar, es enfocar sin pensar decía ella al vivir. Y tendida horizontal, yace inerte en la habitación, pálida inmortal, sin ya pensar, sin ya mirar. Recuerdo los días de consejos y retos, de lecciones y reflexiones y saber que ya no está, que no fue más que un mortal, hace trizas mi ser, hacer perder mi convicción.
Retiro la manta y el viejo chal, estiro la sábana hasta el final, ocultando su rostro para el más allá, empezando a olvidarlo el más acá. Quiero creer que en algún lado reposarán sus pensamientos y se guardarán sus ideas, que no perderán con los años y el desamparo. Quiero creer que lo bueno al menos perdura en lo más hondo de los que quedan y sin embargo disiento.
Me recuesto a su lado, agitada en llanto, tomo su mano sin que se resista, aprieto con furia pero no hacia ella. Golpearía a la muerte de tenerla a mano, por ser despiadada y no dar posibilidad. El viejo cuarto se adueña de la soledad de mi persona, de mi llanto inútil, de mi pena derramada. Qué las vidas se pagan con nada y siempre la muerte se lleva todo. Qué dónde están los que en las buenas te rodean, parásitos de la felicidad, escapistas en las díficiles, ausentes en los finales.
Vivir no es vivir si uno desconoce que la muerte no es el final, decía ella al existir. Sintiéndola fría a mi lado, tan quieta, tan muerta, dudo de su teoría a pesar de mi ilusión, de mi amor, de mi grito anudado en la boca del corazón.

9 de septiembre de 2008

Nunca no hay nada

¿Qué hay del otro lado? ¿Qué encierra el viejo ventanal? Cubierto por el polvo de mil años, yacen detrás vaya a saber uno cuántos sueños inconclusos. Las miradas curiosas agudizan la vista, se hacen visera con la mano y decepcionados, siguen su camino. Nada se observa del otro lado. La verdad es inexpugnable.
Del otro lado, ellos observan. Gente extraña se arrima con miedo. El antiguo ventanal atrapa sus contornos en complicidad con el sol. Los ven acercarse y marcharse, casi huyendo. Ellos se preguntan que buscan dentro teniendo todo afuera.
La verdad permacerá allí, porque es mejor que no salga. El mundo está mejor sin ella.

20 de agosto de 2008

El espejo del abuelo

Mi abuelo me dejó tras su muerte, legado en su testamento, un viejo espejo del siglo XVIII, tan alto como yo. Según narraba en vida, había sido la única pertenencia que había sobrevivido del viaje de su padre desde Italia, allá en los años de la inmigración, cuando los grandes barcos descargaban en los puertos miles y miles de extranjeros que traían sueños, ropas viejas y más sueños.
Siempre había estado cubierto por una manta blanca, en el desván de su casa. Lo traje al departamento pero no le saqué la manta hasta hace unos días. Soñé que mi abuelo estaba conmigo en el balcón y me decía si ya había probado el espejo. ¿Qué debo probar? le pregunté en el sueño y él se reía a carcajadas, como quién escucha de un niño alguna tontería de esas que hacer morir de risa a los adultos.
La mañana de esa noche retiré la tela, lustré el antiquísimo marco y le pasé un paño limpio por toda la superficie del vidrio. Entonces me paré delante y observé atento mi reflejo. Allí estaba de pie, como un gendarme, portando trapo en una mano y aerosol lustra muebles en la otra.
Con esa postura, parecía a punto de irme con la infantería de limpieza al campo de batalla, a enfrentar a las férreas líneas enemigas, comandadas por el polvo y las telarañas. No había terminado de pensar en la graciosa situación cuando en el espejo algo se movió. Pudo haber sido un destello, pero sabía que no lo era. A mi alrededor (es decir, alrededor de la figura reflejada de mi cuerpo) todo se tornó grisáceo, como si el aire se enviciara de alguna especie de gas, y luego, lo que había imaginado cobró vida.
Un campo de batalla se extendía a mis espaldas (a espaldas de mi reflejo) y a lo lejos, tronaban los sonidos de los rifles. Gigantes motas de polvo se arrastraban en trincheras lejanas. Juro haber visto una polilla inmensa surcar el cielo. Mi reflejo estaba ataviado con pantalones y camisa militar. Había desaparecido el aerosol y en su lugar sostenía una escoba desflecada. El trapo seguía en mi otra mano, pero chorreaba sangre.
Me tapé los ojos y salté hacia atrás, desesperado por despertar si es que aún estaba dormido. Caí con fuerza sobre la cama y me lastimé la espalda contra el borde. El dolor me demostró que estaba despierto. Con miedo, volví la mirada al espejo. Tan solo se reflejaba la habitación.
Finalmente la curiosidad venció primero al terror y luego al asombro. Desde entonces he experimentado con el viejo espejo y he sido desde superhéroe a villano, de presidente a mensajero espacial. Lo que imagino allí aparece. Lo que deseo, allí lo alcanzo. Desde hace varios días que no hago otra cosa que soñar despierto.
Sin dudas que me siento hipnotizado por tan increíble objeto y sus sobrenaturales dones. Pero en los pocos instantes que he tenido para pensar en todos estos días, raptos de cordura han estado acudiendo a mi cabeza.
El martillo pesa demasiado es mis manos. Es difícil precisar la distancia hacia el espejo, porque llevo los ojos vendados. Estoy seguro que si el espejo abriera mis ojos a su mundo, me atraparía una vez más y hasta es probable, que sabiendo las intenciones de escaparme de su atracción, me condujera a un mundo sin retorno. Las conjeturas escapan a mis posibilidades en este momento, tan crucial, tan difícil, en el que el brazo va hacia atrás con fuerza, a pesar del vano esfuerzo del espíritu de mi abuelo, incapaz de sujetarme desde su intangible realidad, del otro lado de los vivos.

19 de agosto de 2008

Sueños de antes

Soñar... soñar se soñaba antes. Con volar por los aires cuál pájaro errante, alcanzar los polos sin temer un abismo al final del camino o surcar las profundidades de los océanos en naves cerradas. Antes se soñaba con llegar a la luna y explorar el espacio, en mirar alrededor y no encontrar un solo mendigo, en recostarse en la hierba húmeda y no parar de tocar la guitarra.
La palabra ha quedado en desuso. Ha trastocado su sentido. Hoy se vende al mejor postor y en los diccionarios tiende a desaparecer. Sinónimos viles han tomado su lugar. El derrocamiento comenzó hace tiempo, pero los soñadores, por no dejar de soñar, no se dieron cuenta de lo que sucedía.
Hoy los sueños, como los que se soñaban antes, han perecido. Ya nadie vitorea su nombre. Es que ya nadie recuerda el verdadero sentido. Soñar ya no es lo mismo.

4 de agosto de 2008

La nave

La luz cegó todo a su paso...
El frío presagió la partida, el adiós...
Y el viento arrasó con fuerza, arrojándome hacia atrás...
El silencio llegó de la nada, atrayendo al temor...
Después, nada, solo la oscuridad del cielo, puntos brillantes y la ilusión de verte escapar, como un cometa, un angel de luz, un pedazo de vida huyendo de mí...

19 de julio de 2008

Mis amigos los colores

Rojo a la mañana, ni bien sale el sol y la almohada aún me invita a seguir soñando.
Blanco al mediodía, mientras el televisor me acompaña en silencio a la espera del almuerzo.
Por la tarde, es azul. Tras la ventana se despliega el cielo y más alla, el pueblo cercano, a su vez tan lejano.
Cuando obscurece, es verde. Con agua y antes de la cena. Todos ríen, yo también. Ha sido otro día en la vida.
Otra vez en la cama, arropado, con sueño, esperando el último antes de dormir. Otra vez blanco, pero con una línea azul justo en la mitad. Me ayuda a cerrar los ojos y decir adiós.
En el hospicio los colores son mis amigos y sin ellos mis días serían de miedos y en las noches, durante mis sueños, atacarían como un pirata en ultramar.
Desvanecer, en paz, en silencio. Y de repente, negro.

12 de julio de 2008

El budín de pasas

Lo vi casi por casualidad, allí solitario en la vidriera. Quién sabe que hubiera pasado si en el preciso momento que pasaba por delante, miraba hacia la calle, pero es una pregunta que en circunstancias así no me hago muy seguido.
Parecía llamarme con sus ojos de chocolate. Era perfecto. Su cuerpo era una tentación y acostado sobre la radiante plata se asemejaba a un príncipe dormido en un estanque, bajo un cielo nevado, con pasas de uvas secas adornándo todo lo largo de su ser.
Mi admiración asaltó por sorpresa la amplia ventana. Apoyé mi rostro, que despedía ternura y deseo, agrandé los ojos lo más grande que se pueden llegar a abrir. Las palmas querían traspasar el vidrio, quería fundirme como un fantasma en la materia y atravesar hacia el otro lado. Quería abrazar a mi príncipe, besarlo, sentir su textura. Lo deseaba allí mismo.
Corrí hacia la puerta y maldije cuando la vi cerrada. Maldije porque quería entrar ya. Sin embargo, tras empujarla varias veces, comprendí algo aún peor. El negocio estaba cerrado. Qué irónico que un cartel de diminutas medidas albergara tan enorme desilusión. Decía Cerrado, con la C mayúscula. Era un mensaje frío, falto de vida.
Hice visera con mi mano y jugué a ver hacia el interior. Un juego inútil, fastidioso. No se veía a nadie dentro. No me salían las palabras, quería preguntarle al primero que pasara si sabía a que hora abría el lugar, pero no había gente alrededor. Miré la hora y hacía rato que se había ido el mediodía.
¿Abrirá a las cuatro? me preguntaba. Qué haría entonces, quedarme, irme, sentarme, fumar hasta que abra, irme y volver en unos minutos...
El lugar vacío, las calles desoladas, la impotencia de no poder saborearlo... ya pronto caería la siesta, el silencio se agudizaría, la soledad ganaría hasta el aire. ¿Y si acaso espero y ya alguien ha pasado por él y viene a buscarlo luego? No, no podría ser nada peor.
Debía actuar. Debía cruzar la muralla, derribarla si era necesario. Busqué con la mirada por la vereda, casi entrando en pánico. Encontré el arma. Un medio ladrillo. Estaba al pié de un árbol, inerte, ajeno a todo. Su piel colorada descansó en mi mano, la sensación me provocó placer y excitación. Contuve la respiración y avancé, midiendo el disparo.
Si lo arrojaba con poca fuerza, rebotaría, lo sabía. Lo impulsé con ganas y el ladrillo voló como un misil enojado. La vidriera se partió instantáneamente. Como una catarata de agua que se cristaliza y se derrumba, el vidrio se desmoronó con serenidad y resignación. Había sido vencido.
Quería llegar a él lo antes posible, pero tuve que perder tiempo haciéndome espacio en la ventana destruída, para no cortarme. Mis sentidos estaban puestos en la salvaje misión. Eso y el tiempo que perdí con el maldito vidrio, fueron fatales. Había entrado medio cuerpo al local cuando unos brazos fuertes me tomaron del cuello. Allí la realidad me golpeó con el sonido de la sirena de un patrullero. Forcejeamos un poco, pero no más de quince segundos después me estaban metiendo en el móvil policial.
Me tienen encerrada desde hace dos horas. Esto es penoso, aunque no me arrepiento. Quién sabe que hubiera pasado, me decía hace un instante, pero mantengo mi postura: en situaciones como estas, eso no se pregunta. Mientras terminan el papeleo de mi arresto, yo sigo saboreándolo, de a poco, para que no se den cuenta. Lo tengo escondido debajo de la campera. ¡Qué delicia de príncipe! Tan suave, tan dulce... mis ojos no me engañaron. Bien valía la pena el riesgo!
A oscuras, en la humedad de esta celda, sacío con placer mi deseo y estoy feliz.

16 de junio de 2008

Espía nocturno

Se escondía detrás del espejo para poder espiar mejor. Horacio había aprendido que para no ser encontrado, había que saber esconderse. La oscuridad no dejaba mucho librado a la imaginación.
La puerta del cuarto había quedado apenas abierta, dejando pasar tan solo un fino haz de luz. Podía ver desde donde estaba como ese rayito blanco invadía en forma tímida la negrura que lo rodeaba.
No llevaba la cuenta de las horas que tenía detrás del espejo, pero suponía que eran unas cuantas. Había oído a sus padres acostarse un buen rato atrás.
Estaba por darse por vencido, cuando escuchó el crujir de la madera del pasillo. Algo o alguien se estaba acercando. Sonrió en la penumbra, lejos de cualquier mirada acusadora.
La puerta comenzó a entornarse lentamente, dejando pasar cada vez un poco más de luz desde el pasillo. El bulto en la cama no era él, pero confundiría a cualquiera que no intentara destaparlo. Había puesto cuidado en ello.
Esperaba ver asomarse el cuerpo de alguien en cualquier momento, sim embargo la puerta se detuvo. Unos pequeños pasos resonaron fuera de su vista. No quería asomarse, porque podía ser descubierto.
Sintió ruidos de algo pequeño trepando a la cama. Vacilaba entre salir y sorprender a su visita o permanecer guarecido detrás del espejo. La incertidumbre lo carcomía. ¿Quién provocaba esos ruidos? No era lo que estaba esperando, sin dudas.
Solo entonces se dio cuenta que tenía miedo. Una vez que los sonidos cesaron, se mantuvo petrificado más de media hora en su lugar. Cuando estuvo seguro que lo que había entrado ya no estaba en la habitación, salió.
Encendió la luz y recorrió con la mirada cada rincón del cuarto. No había nadie o nada fuera de lugar. Cerró la puerta del todo y se sentó en la cama, palpando como con cierto orgullo el bulto que simulaba ser él.
Casi resignado metió la mano debajo de la almohada y palpó la desilusión de su hipótesis. Sus dedos regresaron a la luz sosteniendo un billete y dos monedas. La teoría se había venido abajo. El dinero, la ausencia de su diente y esos ruidos tan pequeños, tan diminutos, que no podían hacer otra cosa que desilusionarlo...
Había estado tan seguro que el Ratón Pérez no existía, pero tan seguro... y sin embargo, allí estaba su sello.
La magia ganaba esta vez, pero no dudaba en vencerla algún día.

8 de junio de 2008

El sueño de Sasha

Se encontró de repente en medio del sueño que la perseguía desde hacía tiempo. Sabía que estaría agitándose en la cama, transpirando y con los cabellos húmedos, como si tuviera fiebre.
En el sueño, su madre, cada días más débil, sollozaba con la cabeza sobre la mesa. La miraba a los ojos, con los suyos totalmente enrojecidos, y le pedía que por favor lo hiciese, pero ella no accedía.
Entonces, su madre, revelaba de abajo del brazo el revólver que allí reposaba guarecido de la vista y se pegaba un tiro en la sien. Y así es cómo se le permitía vivir. Maldecida en vida, debía morir cada noche para despertar al alba.
Sasha, en el sueño, permanecía despierta llorando a su lado, sosteniendo su cabeza pálida y fría, intentando no tocar la sangre. Y ni bien comenzaba a salir el sol, la sangre se secaba, la temperatura volvía al cuerpo de su madre y ella amanecía somnolienta, y de inmediato se veía rodeada por los brazos de su hija.
Y otra vez, en el sueño, llegaba la noche, y nuevamente la madre le imploraba que lo hiciera, que la ejecutase. Pero ella se negaba y la escena volvía a repetirse, en un ciclo sangriento, una y otra vez. Pero a cada despertar, su madre estaba más débil, más disminuída.
Y llegaba entonces una noche en el mismo sueño en el que ya no tenía las fuerzas para levantar el revólver y le rogaba, le imploraba que por favor lo hiciese, que si no disparaba, moriría. Y con lágrimas que le bañaban las mejillas, temblando por el horror, sacaba el arma de la mano avejentada de su madre y casi en un suplicio dirigía el cañón hacia su blanco y entonces, con fuerzas que no venían del corazón ni de su mente, apretaba el gatillo.
Y allí, como cada noche, despertaba, totalmente asustada, casi en un llanto, mojada de pies a cabeza, con las sábanas hechas un ovillo a un costado. Respiraba profundo y exhalaba, respiraba y exhalaba, de a poco pasaba la agitación.
Ya calmada, en puntas de pié para no despertar a nadie, llegaba hasta la puerta del domitorio de su madre y se quedaba allí, en la penumbra, contemplándola con una extraña mezcla de amor y tristeza, y ante todo, miedo. Un miedo indescriptible, que parecía arañarle la piel en ese mismo momento, agazapado en alguna parte de la casa.
Pero su madre descansaba tranquila, en el silencio de la noche, su contorno subiendo y bajando a medida que respiraba. Su mamá dormía y ella debía ir a hacer lo mismo si quería levantarse para ir a clases.
Echó un último vistazo y se fue conforme. Su madre descansaba como un angel y el revólver yacía manso sobre la mesa de luz.

4 de junio de 2008

Mis lápices de colores

Compré lápices de todos los colores, la caja de madera de doscientos cincuenta seis, uno más lindo que el otro. Venía el dorado, el verde limón, hasta pomelo rosado. Una maravilla la cajita! Y salí con la sonrisa fresca y el cabello al viento, sin perder ni un segundo y me perdí en las calles de mi barrio.
Pinté de rojo los troncos de los árboles y de naranja sus hojas, le di colorido a los perros blancos dejándolos azules, lilas y turquesas. No dejé senda peatonal sin retocar, una franja amarilla, otra plateada, la siguiente rosa, luego esmeralda y la siguiente siempre de otro color.
Mis colores lograron también que las veredas dejaran de ser grises y ahora relucen como el oro y las casas, cuyos frentes son siempre pálidos y aburridos, son dueñas (gracias a mis lápices!) de las tonalidades más bonitas que uno se pueda imaginar.
Dibujé estrellitas y soles en las calles, niños y niñas jugando en los tapiales y le di otra mano de celeste al cielo. Dejé que mis manos volaran coloreando con alegría los automóviles! Ahora circulan multicoloridos, simpáticos, bien despacio para que todos los contemplen.
Ya estaba ocultándose el sol cuando mamá me llamó para ir a cenar. Regresé trotando y feliz, con el sacapuntas desgastado y los lápices cortitos pero llenos aún de su magia. Y detrás mío quedó un mundo más lindo, digno de ser habitado. Y con la misma sonrisa que me había ido, ahora me sentaba a la mesa, con la caja de colores bien a mano siempre dispuesta a pintar una risa en lugar de un gesto triste y reemplazar lágrimas con dulces margaritas.

2 de junio de 2008

El hombre que no fallaba

Pocos asesinos a sueldo eran conocidos como él. Su fama cruzaba oceános y derrumbaba idiomas. En los oscuros callejones del mal vivir, su nombre de mil caras, tan cambiante como el viento, era sinónimo de garantía. La reputación lo colocaba en la cúspide de los mercenarios sin banderas, de los hombres fantasmas que van de un lado a otro, empuñando un arma en las recónditas sombras del día y las tinieblas de la noche, dejando a su paso su sello inconfundible, fundido en plata y bañado en carmesí.
Era el hombre que no fallaba, el que jamás dejaba un encargue por hacer. Todos buscaban sus servicios, sin preguntar ni una sola vez en cuánto iría a costar. Esa tarde le llegó una carta, siguiendo los procedimientos que solo los que caminaban los pasillos de la muerte conocían bien, esos que garantizaban que era un pedido verdadero y no una mera trampa de las agencias de la ley que estaban tras su cabeza.
El hombre que nunca había fallado ni dejado escapar a una víctima rompió el lacrado del sobre y sacó la tarjeta del interior. La cifra tenía seis ceros. Revisó en la computadora su cuenta bancaria y allí estaba el depósito. Siempre cobraba por adelantado, tal era su reputación.
Satisfecho, tomo la segunda tarjeta, dónde estaban los datos de su blanco. Leyó el nombre tres veces para estar seguro. Algo parecido a la confusión lo tomó por sorpresa. En la tarjeta estaba escrito su nombre y su dirección. El hombre que nunca había fallado no lo dudó y fue por su arma. Y por supuesto, como profesional que era, no falló.

31 de mayo de 2008

Meditabundo

Meditaba el hombre, con la cabeza gacha y la frente ceñuda, sin dejar de caminar. Imagen viva de la preocupación que erraba por la avenida, poco atento al tránsito y ajeno de las horas.
En eso, una paloma se posa en su pulcra melena y atina a un picotazo, fuerte y artero, que obliga a la reacción. El manotazo despega violento pero ciego y hace agua en el aire, cayendo lento y derrotado ante tremendo yerro.
La paloma escapa en vuelto horizontal, perdiéndose entre las copas frondosas de los árboles inmensos que tapan al cielo mismo. Es una huída victoriosa, una salida elegante de su cruzada anónima ante el ser humano.
El hombre escudriña un lado y otro, pero en vano. Su agresor ha escapado y le ha dejado un ardor en la cabeza. Lo peor no es la humillación, sino haber olvidado aquello que sumía su atención.
Ni la paloma ni lo que pensaba se volvieron a topar con él.

25 de mayo de 2008

Icaro

Si quería podía ir a toda velocidad y cruzar la calle sin mirar, desplegando los brazos como para anunciar que en cualquier momento se ponía a volar. Se imaginaba ya lanzado en vuelo, sintiendo como las copas de los árboles le hacían cosquillas y su mamá, a los gritos, lo seguía desde muy abajo.
Pero reprimíría aún su despegue, prefería guardar el secreto. Le dijo entonces a su mamá que si, que tendría cuidado, miraría para ambos lados antes de cruzar la calle y no se distraería en su camino hasta el almacén de doña Elvira, en la otra cuadra.
Salió silbando con las manos en los bolsillos de su pantalón corto, la lista de compras en la cabeza, la sonrisa pícara y dos alas pequeñitas asomando bajo su remera.

Ilustración de Ninia Pastelillo

23 de mayo de 2008

Existencia

Hay quienes afirman que el destino está dicho de antemano, escrito en sagradas escrituras que datan de milenarias épocas, ya remota, hace tiempo olvidadas. Quienes lo afirman aseveran que es tan cierto como que la oscuridad sigue a la luz y la desgracia persigue a la suerte.
Describen en palabras, que viejos historiadores y cazadores de mitos han rescatado de las fauces del tiempo, que existe un bosque interminable en medio de la vida, cuyos extraños caminos avanzan en una sola dirección. En ese camino la penumbra late detrás de cada arbusto y el presagio de muerte brilla en cada estrella.
Quienes lo atraviesan corren suertes distintas. Los más frágiles de corazón y alma sucumben ante el abandono y la desolación, el miedo a la soledad y el dolor de la distancia. Los fuertes de cuerpo y resistencia, mueren mucho más tarde, desgastados por el hambre y la sed, las laceraciones en la piel y las infecciones mal curadas. Otros, que no reúnen las características de los primeros ni de los segundos también perecen, pero las razones suelen ser aleatorias y hasta poco interesantes.
Los que hablan de ese camino, aseguran que nadie lo ha sobrevivido jamás y por lo tanto, se desconoce que hay al final del mismo. Incluso, si realmente el recorrido tiene un final.
Esas historias cuentan de un destino de muerte para cada uno. No hay escapatoria para el fatal desenlace, tan solo más o menos tiempo, un camino más corto o más largo. No importan las penas, los dolores, la sangre derramada, las lágrimas vertidas, la muerte llega por igual.
Los estudiosos del tema siguen dándole vueltas al asunto, buscando las respuestas que el tiempo se ha llevado, separando lo que es verdad de lo que es mito. Y mientras lo hacen, los años pasan y la existencia los va devorando, tan puntual como la noche le sigue al día y la carne se transforma en huesos.

11 de mayo de 2008

Juntos

Mirando vidrieras, te vi mil veces, a veces sonriendo y otras no. Me inventé un juego, haciendo que no iba a mirar y de repente, cuando creía que pensabas que yo no sabía donde estabas, miraba y ahí volvías a estar, sin tiempo a esconderte. Terminé riendo de tu persistencia, de tu afán por estar dónde yo fuera. Hacía rato que no nos reíamos juntos. Me gusta que te sientas así, al menos es síntoma que el pasado va quedando atrás. Y no te tengo rencor, ya te lo dije muchas veces.
El hecho que seas la parte asesina de nuestra doble personalidad no significa que deba amarte menos. Los dos nos descuidamos cuando nos atraparon aquella vez.
Vamos, dejemos eso, que allá hay otra vidriera y si no me equivoco es una armería.

9 de mayo de 2008

Pausa

Dejó que el teléfono sonara una y otra vez. En un momento dado pareció que iba a contestarlo, pero se contuvo a tiempo. El teléfono sonó durante diez minutos y una vez que cesó, reinó el silencio y la tranquilidad.
Una vez que dejó de temblar, se dio prisa y terminó de mutilar el cuerpo. Tras la fechoría, se marchó.

7 de mayo de 2008

El testarudo imbécil

No voy a ceder. No lo pienso hacer. ¿Dónde quedarían mis principios? Y ni hablar de mi orgullo. No puedo arrojar a la nada las enseñanzas recibidas, ni los ejemplos valorados.
Por eso ignoro las voces ajenas, las aparto de mi mente. Son inútiles intentos de convencerme. Elementos débiles de persuasión. Lo he dicho, no voy a ceder. No me importan sus consejos ni advertencias. Mi decisión es una roca. Mi testarudez, una montaña.

Avanzo y la miro a los ojos.
- ¡Justicia! Es hora que abras los ojos y veas lo que juzgas, es momento que te des cuenta que en un extremo de la balanza la corrupción hace contrapeso con sobornos, coimas, secuestros... Justicia, es hora que seas justa.

Avanzaron dos grandotes y me sacaron a la rastra.

Y se rieron de mí. Y seguirán riéndose, lo se. Estallarán a carcajadas cuando lo intente otra vez.
Porque no pienso ceder. Soy un iluso que quiere darle otra oportunidad a la justicia, soy un imbécil que aún sueña.

5 de mayo de 2008

Tentación

Quién no ha tenido alguna vez una cascarita en el brazo que se ha visto tentado de arrancar. Eso me sucedió anoche y no pude resistirme. Era pequeña, de forma casi triangular. Apenas un golpe de uña y la saqué de dónde estaba. Debajo, la piel era rosada y en el centro de la marca que había quedado asomó una gotita de sangre.
Me froté con la mano y me arremangué la camisa, satisfecho, olvidándome del asunto. Ahora que lo recuerdo sentí una comezón en ese sitio un rato después, pero recién ahora ese vago recuerdo acude a mi mente, en medio de tantas otras conjeturas.
Sin embargo, no fue hasta que me fui a acostar que vi como una mancha oscura de sangre había impregnado la manga de la camisa. No había sentido ningún tipo de humedad y ya estaba seca, según pude comprobar. Maldiciendo mi suerte, revisé el lugar donde me había arrancado la cascarita.
Por supuesto, allí la encontré de nuevo. Esta vez, me dije, aguardo a que cicatrice y dejo de estropear la poca ropa que tengo. Me acosté pensando en la oscura mancha y que por la mañana tendría que llevarla al lavadero de la otra cuadra.
Eran las tres de la mañana, lo recuerdo bien porque el despertador queda justo a la altura de mis ojos, cuando una sensación de picazón en el brazo me sobresaltó. Era el mismo brazo, claro.
Encendí la luz (allí supongo que vi la hora) y grande fue mi sorpresa al no ver la sangre que esperaba encontrar emanando del lugar donde estaba la cascarita. Revisé minuciosamente y nada, estaba tal cual como a la hora de acostarme. No sabía si sonreír o regañarme por estar despierto en medio de la noche, sabiendo que debía madrugar para ir al trabajo. Y cuando fui a apoyar la cabeza nuevamente sobre la almohada, alcancé a observar la sangre debajo de mi cuerpo.
De un salto me deshice de las sábanas pero enredado en ellas, tropecé y caí de cara a la alfombra del cuarto. Giré hacia la cama, como temiendo que me atacara y me apoyé de espalda al placard. Estoy seguro que no estoy loco. Lo digo porque cuando volví a mirar, la sangre ya no estaba. La sábana estaba limpia, reconozco que no impecable, porque no soy una persona pulcra, pero no había pizca de sangre allí.
Me incorporé sudando, con la piel erizada y una sensación amarga en la boca. Fui a la cocina y tomé un vaso de agua. Sobre la mesa, pero sin una sola mancha oscura, estaba la camisa que había dejado a mano para llevar a lavar.
Volví a la cama pero debo confesar que no pude cerrar un ojo. Hoy ha sido un día agitado y sinceramente, no tengo intenciones de ir a dormir, a pesar que me vence el sueño. Es que aún no logro discernir sobre si la locura se ha apoderado de mi o sencillamente he comido algo que me hacer ver cosas que no están. En realidad, una sola. Sangre. Juro que en el taxi en el que fui a trabajar dejé una marca carmesí sobre el asiento trasero, sin embargo el taxista no me recriminó. En el ascensor del edificio manché al portero, prácticamente la mitad de su overol, y tampoco se enojó conmigo. Luego en la oficina, en la cafetería... en todas partes a las que voy!
Por increíble que parezca, la cascarita de mi brazo sigue allí, con la misma apariencia e inmaculada de limpia. Lo peor del caso no es el temor a seguir viendo las manchas, sino el hecho de haber notado hace instantes, frente al espejo del baño, que mi color es de un blanco mortecino tan horripilante, que cualquiera que me viera sospecharía, casi con certeza, que en mi cuerpo no queda ni una gota de roja sangre y que sin dudas, estoy al borde de la muerte.
Si es que no estoy muerto ya.

3 de mayo de 2008

Pagando

La luz de la única lámpara meditaba en lo alto, detrás suyo, ocultando su rostro en la penumbra, lejos de todo. Sobre la mesa, un vaso de vino, un platito con aceitunas y un pedazo de pan. La botella ya se había ido, vacía, en la mano de un mozo.
Su vista se clavaba en el vaso, sin pensar en nada, pero a la vez en muchas cosas, o pedazos de un todo, devenido ahora en rompecabezas imposible, desparramado por el tiempo y las penas.
Pagaría por un segundo vaso, por una voz que le diera conversación o tan solo un motivo para retrucar o disgutarse, discernir o maldecir. U otra mano que fuera competencia a la hora de llevarse la aceituna a la boca o dar pelea por el último trozo de pan.
Pero no había monedas en el mundo que alcanzaran para el perdón. Porque el perdón no tiene precio. Por eso mantenía la cabeza gacha y el corazón llorando, siempre en pena, autocastigo justo por un pasado sombrío y noches en vela, de pistola en mano y paso seguro, arrastrando sangres y rompiendo vidas.
El vaso seguiría por siempre solo, en la eternidad de las mesas de los bares del mundo, sin esperanza de compañía, sin anhelo de compasión, con su dueño pensando en nada y a la vez en todo, a la espera de otra botella que seguro ya venía en manos de un mozo, abastecedor anómino de una cura venenosa, que matando sanaba, que muriendo olvidaba.

27 de abril de 2008

Aprendizaje

Juan había sido educado por padres estrictos y gracias a ellos aprendió lo que significaba la puntualidad, los modales, el respeto y la presencia, como reflejo de la persona.
Mientras sus amigos de la adolescencia repartían insultos en el picado de cada tarde en la plaza, Juan leía con voracidad libros de filosofía, apostado en el fondo de su casa, bajo la fresca sombra de un paraíso.
Tiempo después, en los años de la facultad, ignoraba las invitaciones a fiestas y salidas y ocupaba su tiempo libre en leer todo lo relacionado a los grandes próceres, los imnumerables problemas mundiales y los valores humanos.
Se graduó con honores y se alejó de inmediato de su familia, porque logró una beca en el exterior para seguir progresando en conocimientos. Retornó a los tres años, con un máster y varios diplomas.
Desde hace una década sus clases de ética son impecables y se han convertido en las más importantes de todas las universidades del país, asistiendo a las mismas otros catedráticos y alumnos de otros países.
El día que viajando en taxi se encontró un maletín repleto de dinero en el asiento trasero, tampoco tuvo duda alguna en su accionar. Le pidió al tachero que se desviara hasta su domicilio, bajó corriendo al mismo tiempo que buscaba las llaves en el saco, se metió en su biblioteca y escondió el maletín detrás de una pila de libros. Volvió al taxi y le pidió que condujera lo más rápido posible. Estaba llegando tarde a una clase y él más que nadie sabía lo negativo que era para su imagen el hecho de ser impuntual.

21 de abril de 2008

Desilusión

Al llegar a la casita de rejas verdes para ofrecer sus productos, tocó timbre y vaya sorpresa, era él mismo quién había salido a atenderse. Lo peor es que no quiso comprarse nada.

17 de abril de 2008

Destino sordo

Las calles nos dicen cosas. Por ejemplo, aquella, tan transitada. Nos quiere explicar el sentido de la vida. La avenida que la cruza, tiene algo que decir sobre el ir y venir de las ilusiones. Aquella, que termina en una cortada, es probable que nos hable de la muerte. Las calles nos dicen cosas, pero el ruido de los coches y camiones nos ocultan el significado. Pero es probable que si prohibiésemos el tránsito para poder escuharlas, decidieran, en un acto de venganza por sentirse inútiles, callar para siempre sus voces.
De vez en cuando me detengo en una esquina y cierro los ojos, parando muy atento la oreja.
Hasta ahora solo he logrado que un par de veces los milicos me lleven hasta la comisaría pensando que estoy drogado.

14 de abril de 2008

Espanto

Cuando camino por calle Libertad me persigue una sombra gris. Me he dado cuenta tras haber repetido la caminata dos veces por día durante una semana. Y en diferentes horarios.
La sombra comienza a seguirme ni bien cruzo la esquina de Libertad con Independencia. Se queda a unos dos metros, deslizándose entre baldosas flojas y árboles a medio podar. Intenté (en vano) sorprenderla, pero siempre fue inútil ¡La sombra intuye mi movimiento!
Opté por lo más racional y dejé de caminar por calle Libertad. No vaya ser que un día me alcance y me revele la verdad de su existencia.

11 de abril de 2008

Insignificante

Comenzó como una mancha, un pequeño puntito marrón. Una insignificancia en el abdomen. Un par de días después ya tenía el tamaño de una tapa de gaseosa. No le di importancia hasta que llegó a los cinco centímetros de diámetro. Consulté primero al médico de cabecera y me dió una pomadita. Según él, era una alergia. Pero no me quedé con eso y busqué ayuda con un especialista de piel. Para entonces, parecía un melón pequeño. El marrón se había oscurecido y temí que se estuviera infectando. El dermatólogo me mandó a hacer unos estudios. Eso fue ayer.
Hoy desperté con la mancha abarcando un espacio descomunal, casi el mismo que ocuparía una cacerola mediana. Peró aún no latía, eso comenzó hace apenas una hora. Ahora la sensación es más grave, siendo que palpita, que respira. Los bordes de la marchan parecen diminutos dientes y juraría que se mueven muy lentamente. Aún estoy en la cama, escribiendo estas líneas, porque no he podido levantarme. No siento las piernas, como si la sombra que se extiende sobre mi cuerpo hubiese cortado la comunicación entre las extremidades inferiores y el cerebro. Tengo una fea premonición sobre lo que me está pasando. Lo pienso pero no me animo a escribirlo, estoy seguro que en un par de horas estaré riéndome de mi imaginación... pero ahora mismo me inquieta, me da miedo, me provoca escalofríos la seguridad de sentir que estoy siendo comido por esa mancha tan extraña, tan rara, sin ton ni son, alguna vez una insignificancia en el abdomen, un pequeño puntito marrón.

9 de abril de 2008

Demasiado

El frío se hace intenso al borde del camino e intento hacerme un ovillo sobre el césped, para calmar el sufrimiento, para engañar a la soledad. Nadie viene a buscarme en la noche oscura, a rescatarme de la pesadilla del dolor. Solo ante el silencio, ante la espera agridulce de la condena. Cierro los ojos y lloro. La melodía me acompaña, me traspasa, me recuerda que estoy vivo. Y entonces me pregunto una y otra vez, dónde queda el mundo, cuál es la dirección correcta. Creo haber viajado en vano durante mucho tiempo. Y me digo que ya es demasiado.
Me dejo dormir, en la espesura de la noche, en la comodidad de la desesperanza, en el exilio de las ideas, en la muerte de las ilusiones.

8 de abril de 2008

Cosas macabras

Se cortó la luz en el corazón de Enzo. La oscuridad trepó a sus ideas y tomó posesión de la consciencia. ¿Era la locura la nueva luz que lo guiáría nuevamente hasta Laura? ¿Había esperanza en la desesperanza? Recogió las flores marchitas que su amada le había arrojado en el rostro y las acomodó en un florero. Tomó su abrigo y salió a la calle, pensando solo en una cosa: no importaba cuánto le doliera, no importaba dónde la encontrara, solo le haría saber que un corazón oscuro hace cosas macabras. Sonreía ante ese pensamiento, mientras acariciaba con cierta compasión la cuchilla bajo la ropa.

7 de abril de 2008

Partir (huir)

Aeropuerto.
Estación de aviones.
De almas tristes, sin naciones.
Lugar de adioses y lágrimas.
De cánticos silenciosos, sin rimas.
Un paisaje urbano con dolor humano.
Un huir moderno al cielo enfermo.
Maletas con esperanzas y
sueños emblemas y mañanas
horizontes sin hijos
destinos sin padres
Aeropuerto, de la mala madre.

5 de abril de 2008

Su juego

La ceguera no es excusa ni el frío una barrera. El niño corre y se inmola. Su vida explota en mil pedazos y las noticias hablan de fundamentalismo y terrorismo.
Mi cerebro se detiene, no quiere oír ni sentir, no quiere ver ni saber. El tiempo se eclipsa a si mismo y veo repetir la escena una y otra vez al punto de creer estar tocando la sangre con los dedos. El niño nunca se detiene en mi visión y la mancha roja jamás cesa su locura. Todo lo inunda, todo lo abarca, sin excusas, sin barreras. Ella gana. Todos perdemos.

30 de marzo de 2008

Caprichos

El papá de Leandrito no creía en imposibles, desde pequeño se lo inculcó como una regla básica. Todo podía hacerse realidad, era cuestión de proponérselo. Sin embargo Leandrito comprendió muy pronto que los costos de esos ideales eran enormes. Un día le pidió a su padre que le trajera la luna, para poder abrazarla y sentirla entre sus brazos, como si fuera un muñeco amigo. Tras ese pedido, Leandrito jamás volvió a ver a su padre.
Una tarde, mientras jugaba con sus hijos, Leandro, que alguna vez fuera Leandrito, escuchó el tiembre de su casa. Al abrir la puerta se encontró con un señor mal vestido cuya sonrisa le atravesaba toda la cara. A su espalda, atada con una soga gigantesca, tenía amarrada a la luna. Leandro reconoció a su padre, pero le cerró la puerta en el rostro.
No podía tolerar que su padre, por seguir un capricho suyo, se haya apartado de él cuando más lo necesitaba. Que se entienda bien, le dijo más tarde a sus hijos mientras les contaba la historia: comparto sus ideales, pero no los costos.

26 de marzo de 2008

Destino

Presionado por el mundo, escapé por una ventana de la consciencia.
Ahora soy un prófugo en mi locura.

24 de marzo de 2008

El hombre del muelle

Cuando el día se esconde detrás de las islas, el río se tiñe de nostalgia y los reflejos opacos del anochecer hacen inútiles intentos por llamarnos la atención. Nuestros ojos, tristes por su partida, no abandonan el horizonte, troquelado de verde y marrón, y siguen atentos al gran astro rey, que muere hoy como ayer huyendo vaya uno a saber de que antigua condena.
El manto que tiende la noche va ganando cada rincón y de un momento a otro, la oscuridad ha cubierto orillas y botes, árboles y camalotes. Los pescadores emprenden la retirada, con pausa y sin prisa, de cara al agua, soñando con la mirada. Se acallan los gritos de los niños y los últimos coches le dan la espalda al río, marchando en armonía sin saber cuando será que regresarán.
El último bote ha sido tapado por una lona y su dueño, marchado.
Todos se han ido, menos el hombre del muelle. La naturaleza es su única compañera en la ahora noche. Las estrellas lo observan, inmóvil. De vez en cuando el agua golpea la orilla; el vaivén del río que viene y va con su propio ritmo.
Cuerpo erguido, cabeza en alto y manos en los bolsillos, soportando la brisa fresca y ajeno al canto de los grillos. La imagen de quien, ensimismado en pensamientos lejanos, se vuelve un pensamiento más, casi un fantasma para los demás.
Y volverá cada noche, ni bien caiga el sol. Habrá quienes lo vean, y quienes no. Asegurarán algunos que siempre está y otros que es pura imaginación. Pero el hombre del muelle no se moverá, estará allí. Al menos hasta que alguien lo libere del dolor y le permita vivir sin necesidad de pedir perdón.

15 de marzo de 2008

De la vez que se cometió un asesinato en lo de don García

En reiteradas ocasiones he tenido la dicha de escuchar a don García, cantinero del pueblo, con post grado de domador de borrachos y doctorado en apaciguador de disputas, de la vez que se cometió un asesinato en su boliche, justo en la mesa delante de la barra de madera, entre la mesa de billar y el pasillo que da al baño.
Era de tarde pero el sol aún no había despuntado su vicio diario de esconderse y con el aire fresco que entró al abrirse la puerta de calle, ingresó un hombre de buena estatura, morochón, de ojos achinados pero firmes, pelo duro como pincel viejo y una enorme cicatriz en el mentón.
Llegó solo, o bien, eso parecía. Sin embargo, como saben hasta los mocosos, las apariencias engañan. Dijo llamarse Charly Gómez, procedente de muy lejos, ansioso por una buena cerveza y un par de aceitunas pa' picar. Si había pan mejor, porque hacía rato no probaba bocado, pero si no había no importaba, porque lo importante era haber llegado. Dicho esto, se dirigió a la mesa más cercana a la barra, con su vaso de cerveza y el platito de aceitunas.
Como todo foráneo, fue inspeccionado de arriba a abajo por los presentes, eso si, sin que se enterase. Porque Charly Gómez no tenía pinta de buenos amigos. Y la cicatriz en el mentón era como un cartel de peligro que espantaba al más valiente. Claro que en la cantina no era que sobraban justamente.
Si algo puede tildarse de normal, hasta entonces todo indicaba que lo era. No era más que un extraño en el pueblo tomando una cerveza y escupiendo al piso unos carozos de aceitunas. Lo torcido empezó ahí mismo, tras la cuarta aceituna. Todavía la tenía en la boca en realidad cuando al que él llamaba Jony, se hizo presente.
- Creí que no me seguirías hasta aquí, Jony - dijo Charly Gómez, ante la atónita mirada de los presentes, dado que no había nadie allí haciéndole compañía. Don García y los demás parroquianos miraron a cada rincón del boliche y los rostros eran los mismos rostros tristes de cada día.
De repente Charly Gómez se levantó de su silla de un solo movimiento, tan brusco que casi voltea la mesa. Giró y se quedó de pie observando el lugar vacío donde hasta hacía medio segundo, estaba sentado. Y dijo:
- Nunca escaparás de mi Charly. Juré perseguirte por pampa o montaña, arena o mar. Es hora de acabar con esto.
Charly se sentó inmediatamente y mirando hacia donde recién había estado parado, vociferó furioso:
- ¡Escúchame lo que digo Jony, escúchame bien! Deja todo en el pasado, si es que...
Entonces Charly o Jony, en definitiva, el hombre de la cicatriz, volvió a pegar un salto desde la silla y casi en una misma acción, giró y quedó mirando hacia la mesa:
- ¿Si es qué Charly, si es qué? ¿Charly Gómez me amenaza? ¡A mi! No sabes en lo que te metés.
Otra vez corrió a la silla.
- Se con quién me meto. Quieres acabar con esto, lo acabaremos.
El aire se puso aún más tenso de lo que estaba. El humo del tabaco pareció abrirse. Don García recuerda el ruido de un vaso al caerse en una mesa del fondo, pero nadie se inmutó. Algo iba a suceder, el diálogo estaba extinto.
El hombre de la cicatriz volvió a pararse y esta vez al girar desenfundó un revólver que llevaba escondido entre la camisa y el pantalón. Las manos se movieron rápidas y el cañón apuntó a la sien. El disparo rugió de tal forma que temblaron las paredes y los oídos más próximos quedaron aturdidos. Sobre la mesa, con abundante sangre cubriéndole la cara, yacía sin vida el que dijo llamarse Charly Gómez.
El comisario tomó declaración solo a los que podían mantenerse de pié. Nadie dudó que previo a la disputa se había zanjado un duelo verbal. Los parroquianos declararon que Jony, del que se desconoce el apellido, había matado a Charly Gómez. No tenían dudas de ello, porque el hombre de la cicatriz se había levantado de la silla para disparar. Si lo hubiera hecho sentado, el muerto sería el otro. El comisario terminó de interrogar a los presentes y a don García y preguntó si le estaban tomando el pelo. Todos se miraron sorprendidos. El comisario se fue desorientado, a sabiendas que por la mañana tendría que dar cuentas por un homicidio en el cual víctima y homicida, eran a su criterio, la misma persona.
Al llamado Charly Gómez, del cual nadie reclamó su cuerpo, lo enterraron en el cementerio del pueblo, en tierra y bajo una cruz de madera, que tenía sus iniciales grabadas. Jony sin apellido fue declarado prófugo de la justicia y al día de hoy jamás fue encontrado.

8 de marzo de 2008

La Pregunta

Y allí se encontraba, tras mucho andar. Qué lejos parecía el día que salió de su casa, sabiendo que se lanzaba a una travesía difícil, sin descanso alguno. Pasó penurias, comió lo que podía y cuando podía; los días lo vieron pidiendo monedas para los pasajes, cuidándose de los desconocidos en cada nueva parada, durmiendo con los ojos abiertos. Lo regocijaba el saber que iba a saber la verdad. Porque se dirigía al Sabio. Y el Sabio tenía todas las respuestas. Había meditado su pregunta una y mil veces. Soñaba con las palabras que saldrían de los labios divinos de este ser eterno, dueño de los años y amo de todos los conocimientos. Imaginaba su cercanía, su majestuosidad. Abrazaba en su corazón la esperanza de obtener la respuesta deseada. Esa con la que se levantaba cada día y se iba a acostar cada noche, y con la cual convivía durante la dura jornada, en la que se ganaba el pan y el cielo.
El templo, ahora, se rendía a sus pies. Había llegado y allí se encontraba. Las últimas cuarenta horas las había pasado en una cola interminable, rodeado de rostros fatigados, avejentados por el cansancio y la incertidumbre. Qué misteriosas consultas pululaban en esos rostros; qué respuestas esperaban oír. A él no le importaban en realidad, no eran más que actores secundarios y esta era su obra. Y qué eran cuarenta horas tras cinco semanas viajando hasta los confines del país. La gran puerta se abriría para él, tarde o temprano. Y cuando el chirrido de las oxidadas bisagras inundara el aire haciéndole saber que su turno había llegado, tendría más fuerzas que nunca. Una hora más, dos quizá. El tiempo era un decorado.
Sombras movedizas jugaban a sus pies, trayendo formas inverosímiles. Su mente les era ajena. Nada lo separaba ya de la entrada. Era el próximo. Era el fin del viaje. De repente, la puerta cedió y fue como si el interior lo inhalara. Casi no sintió sus piernas avanzar, pero supo que lo hacía. Si alguien le hubiese dicho que flotaba, le creería sin dudar. Pero quién le creería a él dónde había llegado. Imponente, radiante, inmaculado, irradiando paz y serenidad, se erigía ante su persona el Sabio. No era un sueño ni una alucinación, apenas una exhalación de aire los separaba. Cortaba la respiración y el tiempo, antes un decorado, ahora ya no existía. Se había detenido, huido. Y la voz dijo, calma, suave, arrullante: ¿Cuál es tu pregunta, hijo?
La pregunta, la única que podría formularle en toda su vida, en su única y última peregrinación a la gran puerta; la pregunta. Esa que había soñado con decir, de la que anhelaba una esperanzadora respuesta. La pregunta. Y sin más, sabiéndola de memoria de tanto repetirla en su cabeza, mañana tarde y noche, la expulsó, casi en una súplica, un ruego de amante ignorado, de amor no correspondido, una espina clavada en lo más profundo de su ser: ¿la Jacinta... la Jacinta Gómez, me quiere?.

13 de febrero de 2008

El obituario

El obituario me llegó por correo, una mañana de mucho calor. Lo presentí incluso antes de abrir el sobre. La carta escrita a mano que lo acompañaba era muy escueta, como hecha por obligación, creyendo quizás que el solo recorte de diario era incapaz de ilustrarme lo que había ocurrido.
Viajé un par de días después. Tomé un colectivo que tardó varias horas en dejarme de nuevo en casa. En mi ciudad. La que me vio crecer. Donde compartí mis juegos, mis primeros secretos, mis sueños nunca realizados.
Una suave brisa me recibió en una solitaria esquina. La mañana recién despuntaba y no había –prácticamente- nadie en las calles. A una cuadra observé gente esperando, quizás, un colectivo de fábrica. Pero nadie me vio a mí. Caminé escuchando mis pasos por las arruinadas veredas de mi Villa Constitución. Y a los pocos minutos me detuve frente a una puerta que estaba en todas mis noches.
La madera desgastada, la pintura saltada. El mismo timbre, que otrora luciera alto e inalcanzable, ahora me contemplaba en pícara calma. Pero no funcionaba, hacía años que era un simple adorno. Las raídas cortinas se movieron tras la ventana. Me estaba esperando. Su abrazo fue amor y reproche al mismo tiempo. Nos enjugamos las lágrimas, casi con solemnidad.
Tomamos unos mates. Amargos, como antes. La vieja pava seguía siendo vieja y eso me brindó tranquilidad. Al mundo lo pueden sacudir terremotos, arrasar incendios forestales, devastar guerras, pero hay cosas que no pueden cambiar, al menos para estar seguro que nada de lo vivido fue producto de la imaginación.
En el patio, la antigua cerca estaba en su lugar. El gallinero también, aunque vacío. Por un momento, fue espiar el pasado. Tuve que cerrar los ojos y sujetarme con fuerza, porque los recuerdos me marearon, llegaron con una intensidad tan grande que estuvieron a punto de derribarme. De repente había niños delante de mí y corrían y reían y eran tan felices… el sol los iluminaba y parecía jugar también con ellos; el mundo era de ellos, la vida no tenía límites, no había nada más...
El almuerzo estuvo bien y cómo no podía estarlo. No hay mejor comida que la que se hace en casa. Lo mejor fue la charla de la sobremesa. Me puse al tanto de todo lo que había pasado en este tiempo en la ciudad. La rotación de vecinos en el barrio, los arreglos en la plaza del centro, los conocidos que se habían postulado en cargos políticos que jamás me hubiera imaginado, los negocios que habían cerrado (¿en serio? preguntaba realmente sorprendido ante cada anuncio), los que habían abierto… ¡hablamos de tantas cosas!
Pregunté por mis amigos y supe de cada uno. Me alegré por ellos. No voy a ocultar que se me cayeron varias lágrimas, pero de felicidad más que nada. Quisiera verlos a todos, pero no creo que tenga la oportunidad. ¿Me querrían ver ellos? No sé, hace tanto que los dejé, que me fui; y ni siquiera crucé una carta ni una llamada por teléfono. Es que uno se engaña, se promete para el otro día lo que no es capaz de hacer en el momento y ese demorar se vuelve eterno y tonto. La estupidez es lo que nos hace humanos, tristemente.
Tuve toda la tarde para reflexionar, para comprender lo que había hecho bien y lo que jamás podría remediar. Hubo más mates, masitas caseras, riquísimas, la misma receta de siempre, con el aroma que recordaba impregnando el aire de la cocina y el sabor de la manteca mezclada con una pizca de limón acariciando el paladar.
Antes que cayera el sol, salimos a caminar. ¡Qué hermosa estaba la ciudad! ¡Sus calles, las casas, el color, las plazas! Muchas sorpresas, más lágrimas, más recuerdos. Hasta el puerto cabotaje ya no era el mismo, ahora estaba lleno de vida. Autos por doquier, rostros que me parecen traídos de un pasado muy lejano y que me cuestan identificar. Nadie me reconoce. Raro sería si lo hicieran. ¡Han pasado tantos años!
Mientras el sol se oculta, voy sintiendo un hormigueo por dentro. Una sensación de pertenencia me asalta y me abraza. La ciudad se vuelve parte de uno sin que nos demos cuenta; se transforma en nuestro lugar en el mundo, en el refugio dónde reposan los recuerdos, las caras amigas, las infancias ausentes. La ciudad, al final de cuenta, es uno, somos todos. Y el sentimiento nos liga y estrecha, nos rodea y resguarda.
Quiero ver todo al mismo tiempo, abarcar todo con la mirada. Todo deslumbra, todo brilla. Todo es nuevo y a la vez no. Nostalgia y presente se funden en una misma realidad, en un mismo sueño. Y la noche que comienza a caer. Y con ella, viene el aire fresco. La necesidad de buscar el refugio del hogar.
Entonces, comprendo, es el momento de la despedida; del último abrazo, las últimas lágrimas enjugadas al unísono. El momento de decir adiós a todas las cosas, de ver y mostrar, las últimas sonrisas. Todo será recuerdo muy pronto.
Dice querer acompañarme. Quiero rehusarme, pero al final cedo. Entramos juntos al cementerio. Mi piel está fría. Suspiro profundo y le pido seguir solo. Me entiende y me deja ir, como hace muchos años atrás, cuando dejé la ciudad, cuando me fui de ellos, de todos. Otra vez, no le quedó opción. Supongo, derramó nuevas lágrimas. No tuve el valor de girar la cabeza.
Cerré los ojos y caminé lentamente y así, me fui perdiendo entre la oscuridad y la niebla de la joven noche. Así me fui encaminando hacia la última morada.
No me voy a engañar, lo sabía desde hacía mucho tiempo, solo que me costaba asumirlo. El que había muerto había sido yo. El obituario simplemente lo confirmaba. La noche finalmente cayó con todo su peso y me borró de la realidad. Ahora soy parte de sueños, de recuerdos, hasta que un buen día, ya sólo quede el olvido. Hasta entonces, seré parte de la ciudad, de su gente, su memoria.

El sueño del hombre

La ciudad le pasa a su lado, y él, indemne al viento, olvida el sueño y emprende el camino. Lento. Desganado.
Por un momento, soñó ser pájaro. Viajar muy alto, ver todo con los ojos de un dios, caer en picada y sentir el cielo huyendo. Soñó con ser libre.
Ya con los ojos despiertos, deja atrás la calle que cada mañana lo ve partir. El sol abraza fuerte la tierra, la quema y el ardor se eleva en el aire. Está de nuevo en la tierra de sus días, de la que nunca despegó.
Cada día es un nuevo intento por vivir. Y para ello, debe sobrevivir. Triste juego de palabras que da por resultado realidad. Y en su tormento diario, el peso de ser alguien que no quiere ser.
Con existir no le alcanza, quiere ser una ilusión. Pero debe conformarse con ser una justificación. Debe ir a su trabajo, cumplir un horario, volver a su hogar y comprender. Comprender que hay un mundo alrededor. Y ese mundo es el que gira olvidándose de él. Como un carrusel sin sentido, que amontona polvo y engranajes desgastados en un último viaje circular. Pero interminable, cual pesadilla.
La vereda lo arrastra en la agobiante mañana. La ciudad camina a su lado, pero en sentido contrario, sin detenerse. Rostros conocidos, miradas familiares que despiertan cientos de recuerdos. Pero todos muy lejanos, como que llegaran de otra galaxia, de otra vida y no la suya.
Y en el repetir de sensaciones, esa soledad falsa, agobiante y descarada, que se infiltra en las grietas del inconsciente. Le oprime el pecho y clava puñales en el resto del cuerpo. Son aguijonazos. Pequeñas muertes. Pero desaparece como por arte de magia, el dolor llega y se va. Acaricia la herida, lame la sangre como un vampiro enamorado y elude cualquier pensamiento, para no volver. Y llega otro dolor, porque nunca es el mismo. Y la historia, minúscula, casi imperceptible, arrasa una y otra vez.
Y es allí, en esa interminable serie de compases que no escucha, de una música que nadie jamás ejecutó, donde desaparece para no ser más él. Y se transforma en el obrero que camina hacia su jornal.
Entonces, su verdadero yo, el que anhela ser libre, se encarama en el primer rayo de sol y le roba las alas a un espejismo y sueña.
Sueña que vuela y se funde en el cielo azul, dejando atrás el calor sórdido del infierno que baila bajo sus pies. Y suave, se confunde con una brisa y desparrama su ser sobre la ciudad. Allá abajo camina alguien hacia su trabajo y otros miles y miles con vaya saber que intención. En el aire, su corazón cobra vida porque él es libre, y la ciudad, cada vez más chiquita, parece sin embargo mucho más grande.

Sobresalto

Me desperté agitado, confundido, sin saber dónde estaba. La sensación de agobio se combinaba con la de falta de aire; el sudor seco del miedo acariciaba con frialdad la piel. Tragué saliva, volví a mirar. A mirar intentando ver. Escudriñé mi cuarto y sus sombras de siempre. De a poco los ojos me fueron devolviendo la realidad. Más calmado, moví un primer músculo y luego todos los demás se relajaron. Encendí la luz del velador. Todo estaba como debía estar. Los muebles en su lugar, las telas de araña en sus respectivos rincones y el televisor en su endeble pero fiel mesa. El mundo seguía en órbita y la tranquilidad me abrazó en silencio. Suspiré y volví al sueño.
La sangre que corría sobre los pisos de las habitaciones lindantes, fue en todo momento ajena a mí.

9 de febrero de 2008

Decisión

Me sucede muy a menudo que cuando camino por la luz, siento mi interior oscuro. Entonces, me cruzo a la sombra, pero por desgracia cuando lo hago, una especie de ceguera blanca me ataca y destellos furiosos me obligan a salir hacia donde me ilumina el sol. Caminar se convierte en una disyuntiva: el malestar interno o el dolor físico, el sentirme mal o el miedo a quedar ciego. Es así que motivado por razones más que comprensibles, e intimidado a un grado de cobardía inédita en mi persona, he optado por lo más saludable: No volver a caminar.

20 de enero de 2008

Con el alma

Caliente como el fuego, arde en tu garganta. Se agiganta. Crece como un monstruo y aterroriza por doquier. El mundo se mueve bajo tus pies. Todo estalla en mil partes. Parece el fin del mundo; que el mismísimo infierno se abre paso entre las brechas de azufre en medio de una agonía generalizada. Pero no es ni una cosa ni la otra. Recién, cuando el abrazo de tu compañero de asiento, te devuelve a la realidad comprendes lo que es: Un verdadero golazo.