Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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9 de agosto de 2007

La tormenta

El viento comanda la tropa empujando con saña. El joven agacha la cabeza y siente el peso del casco contra su nuca. La lluvia empapa la vista y el barro corrompe la saliva. Escupe pero no alcanza. Se traga el humus, el suelo que pisa, revuelto en agua y sangre, desnudo de pasto y helado por la intemperie. Sus botas ya no hacen pié. Se hunde, tanto o más que su espíritu, su dignidad y ánimo. La rodilla se empantana en el lodo. El jadeo es constante, las fuerzas nulas. El pecho se agita bajo la vestimenta mojada, que pareciera destilar litros y litros de agua sucia. Ya no quiere seguir. Quiere plantar bandera. La suya. No la de los demás. Quiere dar el paso al costado que sabe no lo dejarán dar. Quiere su casa, su gente. Pero le han dicho que para ello, debe luchar. Y ahí está. Agobiado por el esfuerzo, sintiendo el viento que lo empuja en medio del temporal. Ya no distingue lo que lo rodea. Todo es tormenta y a la vez tormento. Sus compañeros son figuras difusas cuyas voces repiquetean alrededor, casi en forma de eco. Algunos corren, otros ya no se moverán jamás. El joven aprieta los dientes y lo decide. Se arroja al suelo, extenuado. Se entrega al sueño y la desesperanza, vaya saber dónde y cuándo. Pero una mano lo levanta desde el cuello. La mano es robusta, es dura, cruel y la voz que lo aturde es ronca pero clara. Lo incitan a seguir, a moverse. Todo es grito. Todo es dolor. Hasta el último músculo de su cuerpo. Y se pone de pié y es cuando lo siente. El aguijonazo en la frente, el último haz de luz en sus ojos, esa chispa ténue pero segura que es la muerte, colmando su ser, saciando su sed, vistiendo sus esperanzas desnudas. Un hilillo de sangre recorre el rostro y barre a su paso el lodo y las lágrimas secas.
Esta vez nadie lo levantará. Es una figura más en un escenario ajeno a sus sueños.

Huérfanos

Decepcionado salí. El aire puro del exterior me devolvió la obnubilada vista. El pesar me abatía, me revolcaba interiormente y oleadas de furia desataban un tormento innecesario en el corazón.
Dentro, no había encontrado lo que buscaba. Por más que preguntara una y otra vez, la realidad se empeñaba en mostrarme lo mismo. Y entonces, desistí.
Las placas fuera de las salas decían distintas cosas, pero en fin, eran lo mismo: especialistas en riñones, en corazón, en oídos y garganta, otros en pulmones, otros en espalda, en piernas, en piel, en la vista, en el cerebro... y así. Cada parte, una especialidad. Y no aguanté más. Huí.
Porque nadie se especializa en lo más importante.
En el ser humano.