Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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1 de abril de 2005

Ciclo

El cielo azul.
El sol radiante.
La plaza.
Palomas que se elevan y vuelven al suelo en un ciclo constante.
El anciano sentado en un banco.
El niño que lo mira a su lado.
La madre del niño que agradece al anciano por el cuento que le narró a su hijo.
El anciano que sonríe.
La madre que le pregunta a quién pertenecía la bonita historia.
El anciano que le contesta que a un tonto que un día despertó abatido por la edad, la artritis y dejó su sueño herrumbrándose en un rincón, diciéndose que siempre habría un tiempo.
La madre que lo mira con cierta ternura y le vuelve a agradecer.
El anciano que queda solo.
La lágrima que le recorre la mejilla.
Las palomas que siguen su danza hipnótica, ajenas al mundo.
El sol radiante.
El cielo azul.
La vida que no se detiene.

Explicaciones

Y si no tienes magia, como es que me haces volar con solo sonreír o decir te quiero?
Y si no eres inteligente, como es que me haces ver que tu verdad es tan importante como la mía?
Y si no eres bella, como es que mi corazón no deja de latir y agitarse en mi pecho al ver tu rostro y sentir tu cuerpo?
Y si no eres joven, como es que tienes tanta vitalidad y ganas de creer en un futuro mejor?
Y si no eres astuta, como es que sabes cuando estoy mal o algo me apena?
Y si no eres independiente, como es que siempre has logrado salir adelante estando sola?
Y si no eres maravillosa, como es que lo que siento por vos es algo que no se puede explicar?
Y si no eres un encanto, como es que cada día me enamoro más y siento que no puedo estar lejos de tu corazón?

Arazeas

Desmónesis, el más fuerte de los guerreros del Rey Ofidio, indiscutido líder de las tropas imperiales, volvió a fijar su vista en el impasible y juvenil rostro de Arazeas, uno de sus mejores pupilos y sin dudas, su preferido, pero apenas si pudo sostener su mirada por unos segundos, retomando otra vez la marcha.
La idea le parecía insensata y hacía una hora que intentaba (sin lograrlo aún), desarticular la idea del joven guerrero de encaminarse hacia el otro lado de las Tierras Leónidas, un territorio tan poco hospitalario como extenso en ancho y largo.
Caminaba de una punta a la otra de la gran habitación y el reflejo de sus ornamentadas prendas, que definitvamente no eran las que cargaba con orgullo sobre su cuerpo en cada batalla, iban y venían en los mármoles que revestían el recinto.
Finalmente y tras más de diez minutos de movimientos enérgicos, desgastantes caminatas en círculos sin sentido, Desmónesis volvió a preguntar a su pupilo:
- ¿Estás seguro?¿Estás totalmente seguro de lo que quieres hacer?
Arazeas lo estaba. No hacía falta esperar que las palabras lo confirmaran. Sólo había que ver su rostro, decidido, valiente, angustiado, para saber que no solo estaba seguro, sino que moriría en su causa si así fuera necesario. Y era esa decisión, esa determinación, lo que más preocupaba a Desmónesis, porque eran obstáculos a los que difícilmente uno podía oponerse o contrarrestar de forma alguna y sin lastimar a nadie. El pupilo, no obstante, fue sencillo en su respuesta:
- Lo estoy, maestro.
El "maestro", como siempre que lo hacía, fue pronunciado con mucho aprecio y respeto; Desmónesis, que había combatido en cientos de batallas y tolerado las decenas de heridas que azolaban su cuerpo en forma de cicatrices que parecían grabadas con fuego, sintió que esas tres palabras le producían un dolor como ningún otro, en el centro de su corazón.
Su rostro evitó contraerse en un gesto de disgusto y así fue, supo mantenerlo firme, pero el sabor amargo bañó sus entrañas y perforó su interior, como aceite caliente.
- Pues bien, si es tu deseo...
- Es mi voluntad maestro, es lo que debo hacer.
- Pues bien entonces mi joven y valiente guerrero, si esa es tu voluntad, tienes mi permiso, pero debes saber algo, es una insensatez.
El joven no hizo ningún comentario al respeto, lo siguió observando con la calma y el respeto de siempre, recibiendo cada palabra de su superior y maestro con suma atención, como lo hacía siempre en sus clases de aprendizaje, en las que desde el primer día, cuando descifró los dos difíciles acertijos que Desmónesis les había ofrecido como bienvenida, supo destacarse, tanto por su inteligencia, como su arrojo y osadía.
Desmónesis recobró aliento en el silencio y se acercó a Arazeas. Se paró justo frente a él y casi como un padre, apoyó sus manos sobre los hombros del joven, e inclinando sus ojos a los de su pupilo, intentó un último movimiento, aunque las piezas ya habían recorrido todo el tablero sin ningún éxito posible.
- Te lo he dicho varias veces y hace una hora que te lo estoy repitiendo en este salón, mi querido y valiente Arazeas. Esta voluntad que dices tener, terminará con tu vida. Es el amor de una mujer el que te llama y valoro en este afán de liberarla de sus captores, tu valentía, decisión y coraje para atravesar los confines más allá de las Colinas Ignias, adentrarte en las Tierras Leónidas, atravesar los mares oscuros y y si aún vives, enfrentarte al ejército gracio en los Condados de Merivea. Lo valoro, lo aprecio, pero le temo porque es tu sentencia de muerte, el paso que no has dado pero que darás hacia el abismo, impulsado por un sentimiento único, leal, repleto de pasión, pero carente de realidad, pues no te aferras a lo que sabes, a la certeza si realmente ella vive, si acaso el ejército gracio no la hizo ya una de sus tantas víctimas, una más tras la toma de Urenia, el pueblo de tu amada, en el corazón de las tierras del Rey Tiaro, incondicional de nuestro imperio.
Eres joven Arazeas, pero lo que conoces del mundo es muy poco. La maldad que se extiende más allá de las comarcas no es nada comparado con las maldades que has apreciado en las batallas donde has combatido. Tienes sangre ajena en tus manos, lo se, pero ello no significa que estás hecho para una cruzada en solitario. Arazeas, dudo que puedas sobrevivir más allá de las Tierras Leónidas. Juro que quiero creer lo contrario, pero nadie que ha ido solo ha sobrevivido para contarlo. Y te lo vuelvo a decir mi brillante aprendiz, todo por el corazón de una mujer de la que no sabes, si vive o no.
A medida que había hablado, se había ido agitando y su tono elevando, aunque más cerca a la súplica que al enojo. Azareas no expresó ningún cambio en su postura ni en su rostro durante todo ese tiempo. Pero habló al final, y su voz se hizo eco en el gran salón, firme y segura como decidido y fiel lo era él.
- Te admiro maestro, gran Desmónesis, gladiador de miles de guerras, conocedor de la sangre y el perdón, pero por primera vez reniego de tus palabras. Mi corazón va por ella y mi mente tras mis ideales, juntos atravesarán los lugares el destino ha deparado para mi y que tu muy bien has nombrado. Se valerán de mi cuerpo para cumplir su misión, de mis energías, de mi pasión. No le temo al ejército gracio, ni al hambre ni a la sed. Tampoco a las tormentas, el sol o el viento. Ni a la luz del día ni la oscuridad de la noche. Tampoco a mi muerte, porque muerto estaría en caso de desistir, de rendirme por miedo a la pesadumbre, a la desgracia o el dolor. Ella está viva, lo se. Mientras haya esperanza en mi corazón, ella vivirá. Y no descansaré hasta llegar a ella, no importa como, cuando y en qué lugar, derramaré hasta la última gota de mi sangre en caso de ser necesario, sacrificaré cada parte de mi cuerpo si así es la voluntad.
- Arazeas, morirás.
- Todos morimos mi apreciado Desmónesis; es el motivo el que nos diferencia.
- Los Dioses te bendigan hijo mío.
- Alabados sean, maestro.
El joven pupilo se retiró en silencio, con la cabeza en alto y sin volver su mirada atrás. Nunca se supo que sucedió con él y si pudo dar con su amada.
Desmónesis lo recordó por siempre, hasta el día de su muerte, incluso hasta el momento mismo de sumirse en el sueño final, en el que recordó aquello que años atrás había escuchado de alguien que sabía poco de la vida y que sin embargo le había dado la lección más importante, palabras que sonaban tan sencillas al oído pero que a la vez estaban colmadas en contenido, las mismas que en su mente, que ya se estaba apagando, se repetían una y otra vez, "todos morimos mi apreciado Desmónesis; es el motivo el que nos diferencia".